Capítulo 16

—Bueno, bueno, bueno —gruñó Sorina mientras ella y Eirianwen hacían flexiones de brazos en la barra.

—¿Qué? —La britana intentaba quitarse un mechón de pelo sudado de la boca.

—La espartana ha despertado. —Sorina se soltó y saltó al suelo, y flexionó las muñecas y los dedos—. Mira a las novatas.

—Has hecho que pierda la cuenta —se quejó Eirianwen y también se soltó. Ladeó la cabeza. Sus ojos siguieron a los de la Amazona. Entre la multitud, pudo divisar a la morena Lisandra que entrenaba con una principiante germana. Sus movimientos eran seguros, económicos y Eirianwen observó que peligrosamente rápidos—. Está jugando con ella —murmuró.

—Sí —asintió Sorina—. Eso es lo que está haciendo. —Se estremeció cuando Lisandra derribó a su oponente con un golpe feroz en el estómago—, ¿Ves eso? Lucha como una romana. Raras veces blande la espada. Clavar, clavar, siempre clavando.

Eirianwen se encogió de hombros.

—Tiene disciplina, pero carece de potencia. Yo no podría hacerlo. La espada es un arte, no... —Miró a Sorina mientras hacía gestos.

—¿Ciencia? —terminó en latín la amazona.

—Sí. —Eirianwen sonrió—. Es buena, pero nunca entenderá el espíritu del combate. Es un rasgo de los romanos y los griegos.

—¿Haciendo un descanso, chicas? —La voz de Cativolco cortó su conversación.

Sorina lo miró.

—Solo estábamos admirando a la espartana preferida de Balbo. —Señaló a Lisandra con un gesto de cabeza cuando esta empezó a asediar a otra germana.

—¿Lisandra?

Cativolco se giró con demasiada rapidez y estiró el cuello para ver a través de la atestada pista. Se puso colorado cuando, al volverse de nuevo, vio que las mujeres lo miraban expectantes.

—Me alegro de que esté recuperada —murmuró él.

—Tu preocupación es demasiado entusiasta —dijo Eirianwen—. Te delatan tus ojos.

Cativolco se aclaró la garganta.

—No me gusta ver a una buena luchadora echada a perder por un golpe en la cabeza. Habría sido una pérdida.

Eirianwen le lanzó una mirada significativa.

—¿No deberíais estar trabajando? —El gran galo empezó a vociferar—. Pronto habrá un espectáculo —añadió—. ¡Será mejor sudar ahora que no sangrar después! ¡Venga, a trabajar!

Sorina marchó, pero Eirianwen se quedó mirando a Cativolco. De repente estaba enfadada por motivos que no alcanzaba a comprender.

—¡Aléjate de ella! —le espetó, y siguió a Sorina.

Se dirigieron a la armería. Sorina expresó su deseo de luchar como una secutorix, armada hasta los dientes. Para complementarla, Eirianwen eligió la red y el tridente de las retiaria, porque a menudo se enfrentaban los dos estilos.

—¿Qué opinas? —preguntó Sorina mientras la britana la ayudaba con la armadura.

Eirianwen resopló.

—Suspira por Lisandra —dijo ella—. Lo lleva escrito en la cara.

—Es típico de los hombres —soltó Sorina—. Siempre piensan con el pene.

—Creo que puede ser algo un poco más profundo que eso en su caso —murmuró Eirianwen.

—Lo dudo. Todos los hombres son unos cerdos. Solo quieren una cosa y para conseguirla darán vueltas. Una vez que lo tienen, volverán de nuevo a ser unos cerdos. Además —dobló el brazo para probar la firmeza de la protección de cuero que Eirianwen le había atado—, el lanista le puede cortar las pelotas si intenta algo con ella. Cativolco conoce las normas.

—Nunca has tenido mucho tiempo para los hombres, Sorina. —Eirianwen se puso las manos en las caderas para admirar su obra.

—Claro que no. Soy la jefa del clan de los caballos. Solo cogemos a los hombres para renovar a la tribu. Una vez que sirven a su propósito, ¿para qué valen? Desde luego, no querría que un hombre estuviera en mi tienda tirándose pedos y rascándose todo el día.

Eirianwen cogió un tridente de madera y lo sopesó.

—Los hombres hacen más cosas que echarse pedos y rascarse —dijo ella y se rió. Se dio cuenta de que la fingida severidad de Sorina había puesto fin a su ataque de despecho.

—Sí. —La voz de Sorina era seria, pero sus ojos brillaban de júbilo—. Piensan que las dos cosas son divertidas y buscan la aprobación cuando las hacen.

Eirianwen negó con la cabeza.

—¡Vamos! —dijo ella mientras agitaba el tridente delante de la mujer—. Veamos si este instrumento lo puedes manejar.

Sorina sonrió con la ocurrencia y cogió uno de los pesados escudos. Las dos mujeres salieron de la armería y cesaron todas las bromas. El combate no era un juego. El momento para la amistad había terminado. La amazona levantó su espada de madera para indicar que estaba lista y Eirianwen se preparó para el ataque.

Al final del día, Tito y los entrenadores llamaron a las novatas. Una vez reunidas, Lisandra notó que Cativolco la estaba mirando, pero ella apartó rápidamente la mirada. Las bromas de sus compatriotas helenas estaban todavía frescas en su memoria. Los entrenadores había colocado una pequeña mesa detrás de la cual se sentó Eros, el catamita de Balbo. El joven tenía un estilete en la mano.

Hildreth se sentó en el suelo al lado de ella.

—Hola, Lisandra. ¿Cómo estás hoy? —dijo ella, como era su ritual. Lisandra le sonrió de manera forzada. No sabía cómo actuaría Hildreth hacia ella después de su combate.

—Estoy bien, Hildreth. ¿Cómo estás tú?

—Estoy muy bien. Mi latín está bien. ¿Cómo está tu cabeza?

—Todavía sobre los hombros, por lo visto —masculló ella.

—¿Qué? —gritó Hildreth.

—Mi cabeza está bien, gracias.

—Eso está bien. —Hildreth sonrió abiertamente, algo condescendiente para el gusto de Lisandra—. Luchaste como una mierda.

Lisandra hizo una mueca; por supuesto, el latín de Hildreth lo aprendió de oído, pero no había necesidad de recurrir a la vulgaridad.

—Sí, tienes razón, lo hice.

—No importa. —La germana le dio un puñetazo en el brazo, con demasiada fuerza—. Todas tenemos días de mierda.

Lisandra asintió y se giró, con una expresión desdeñosa en el rostro. No necesitaba que se lo recordaran.

—¡Silencio todo el mundo! —gritó Tito. Al instante, todas se callaron. Lisandra había notado que las reacciones a las órdenes eran ya algo que tenían arraigado las mujeres.

—Penélope —oyó Lisandra que Thebe murmuraba desde algún lugar detrás de ella—. Es tu novio. Mira que guapo es. Y tan maduro.

Se oyeron unas risas ahogadas y la respuesta de Penélope fue tan obscena que rayaba en lo blasfemo.

—Vuestro entrenamiento está llegando a su fin. —La áspera voz de Tito resonó—. El lanista ha conseguido un contrato para que este ludus luche en los próximos juegos de Halicarnaso. —Hizo una pausa y su mirada severa recorrió a todas las mujeres—. Vais a actuar en un evento inferior, en un combate contra otra escuela. Eso significa que no tendréis que luchar entre vosotras.

Hildreth le dio un codazo a Lisandra con una expresión en el rostro de clara confusión.

—Vamos a luchar de verdad —explicó Lisandra en un susurro—. En la arena.

La sonrisa de Hildreth al oír esta noticia fue triunfal.

—Muchas de vosotras sois bárbaras con nombres impronunciables —continuó Tito—. Al público no le gusta eso. El mundo es Roma y tenéis que tener un nombre que le sea familiar a la gente. Un nombre que puedan corear. Elegiréis uno adecuado. Si no podéis, os daremos uno.

Las mujeres se pusieron de pie y un rumor de entusiasmo se alzó entre ellas.

—Pero primero —gritó Tito, lo que hizo que todas se callaran—, hay algo que debemos atender.

Tito levantó un brazo hacia el alojamiento de las veteranas. Cuando hizo este gesto, una procesión de las luchadoras de primer nivel, encabezadas por Lucio Balbo, se encaminaron hacia las principiantes allí reunidas. Cada persona llevaba una antorcha y las llamas de color naranja brillaban en el aire de la noche. El humo que salía en espiral de la tea era aceitoso y espeso. Balbo se separó de la procesión y se colocó delante de las novatas. Lisandra se avergonzó al ver que estiraba el cuello para buscar a Eirianwen entre las mujeres del desfile que habían seguido al lanista. Y sí estaba. Lisandra se puso colorada cuando su mirada y la de la britana se cruzaron. Estaba segura, sin embargo, de que Eirianwen le dedicó lo que ella entendió como una sonrisa alentadora.

—¡Novatas! —La voz de Balbo hizo que apartara la mirada. El romano llevaba una toga de un blanco puro y de una calidad excelente—. Habéis entrenado duro. Cuando entrasteis por esa puerta, erais solo mujeres. Ahora, gracias a nuestras aptitudes y vuestro sudor, os habéis convertido en algo más. Más incluso de lo que muchos hombres puedan ser jamás. Sois fuertes. Sois rápidas. Sois letales. Y os voy a decir una cosa: en todo el imperio, desde la brumosa Britania hasta las arenas desiertas de Arabia, no hay guerreras más peligrosas que las que se entrenan en esta escuela. Algunas de vosotras llevaban espadas antes de venir aquí; mirad dentro de vuestros corazones y contestad: ¿no sois mejores de lo que erais antes? Y las que estaban acostumbradas a las labores del hogar, mirad dentro de vuestros corazones y contestad: ¿volveríais a esa vida? El lanista hizo una pausa para dejar que sus palabras llegaran a las mujeres. Lisandra estaba impresionada y se vio atrapada en toda esa excitación. Balbo, ciertamente, sabía cómo ganarse a la gente.

—Ahora formaréis parte de una hermandad. Una hermandad fraguada en la sangre y más fuerte que el hierro. Pero lo sagrado exige un juramento. Una juramento terrible que tenéis que cumplir. Mujeres del ludus, ¿serviréis a este juramento?

Al unísono, las principiantes levantaron la mano y gritaron su aprobación. Lisandra había notado que incluso Hildreth había captado lo esencial.

—Entonces, repetid después de mí. —La voz de Balbo se oía por encima de la de ellas—: «Juro, por mis dioses, que lucharé con honor. Que si llega la hora de mi muerte, me enfrentaré a ella con el mismo valor y honor que con el que vivo mi vida. Que acatara las leyes de mi ludus y que sufriré el azote de las varas, el ardor del fuego o la muerte del acero si las desobedezco».

Las últimas entonaciones perdieron intensidad y hubo un silencio absoluto en la estela del juramento, roto solo por el crepitar de las antorchas.

—¡Mujeres! —Balbo rompió la tranquilidad—. Ya sois gladiadoras.

Fue entonces cuando las veteranas empezaron a vitorear y las nuevas guerreras hicieron lo mismo. Lucio Balbo asintió con la cabeza y dio media vuelta, seguido de las veteranas.

Lisandra frunció el ceño, a pesar del entusiasmo de las mujeres. Se preguntaba si el juramento era vinculante. Desde luego, en estas circunstancias, muchas de sus compañeras no dirían tal cosa a no ser que las obligaran. Cuando se pusieron en fila para recibir sus nombres de combate, Lisandra recordó la conversación que tuvo con Danae y las mujeres helenas. Se dio cuenta de que muchas tenían un sentimiento de pertenencia a esta escuela, tanto como en el templo de Atenea.

El juramento era, como había dicho Balbo, terrible. En cambio, estaban jurando hacer lo que ya tenían arraigado. Ellas ya obedecían y ya habían recibido el «azote de las varas» por cometer infracciones. Observó que las mujeres parecían caminar más erguidas ahora, con seguridad y orgullo. Vio lo hábil que era el sistema del ludus. Si el juramento se hubiera hecho al comienzo del entrenamiento, muchas de las mujeres lo hubieran temido. La realidad era que ahora, con las nuevas habilidades, ellas lo tomarían como un reto. Es más, lo verían como un código que dirigiría sus vidas, una fuente de coraje y honor dentro de la cuadrilla. Sonrió para sí misma; era posible que solo ella fuera lo suficientemente inteligente como para darse cuenta de esas cosas.

Lisandra esperó su turno en la cola. Ya había decidido qué nombre elegiría. Thebe, Danae y Penélope tenían una acalorada discusión sobre quién sería Heraclea, por Heracles, el más grande de los héroes helenos. Pasó un tiempo hasta que la cola se hizo más corta. Hildreth estaba antes que Lisandra y esta oyó cómo Eros le asignaba el nombre de Horada, por un héroe romano que había defendido las fronteras de Roma contra los invasores etruscos. Lisandra pensaba que era extremadamente irónico que se le diera este nombre a alguien que había sido capturada saqueando los límites de Roma.

—¿Y bien? —Eros levantó la mirada cuando Lisandra llegó ante él.

—Leonidia —dijo Lisandra al instante. Sería un honor llevar el nombre del rey más famoso de Esparta. No pudo esquivar la mirada de Cativolco, que estaba con los otros entrenadores. Le sonrió ligeramente y ella se sonrojó.

—No puede ser —interrumpió Vara—. Ya tenemos una Leonidia. Es una veterana y lucha de secutorix.

—¡Oh! —Por un momento, Lisandra se sintió destrozada—. Espartacia, entonces.

Titus se rió a carcajadas.

—No creo que la gente le coja cariño a una luchadora que se llama así por un hombre que llevó a los gladiadores a la rebelión. Podría ofender su sensibilidad.

—Soy de Esparta —razonó ella—. Es tan buen nombre como cualquiera.

—No tengo toda la noche. —Eros suspiró y miró a Tito.

Tito la miró fijamente a los ojos y de repente sonrió. A Lisandra le sorprendió su calidez.

—Tienes a una ganadora dentro de ti. —Hizo una pausa y llegó a una decisión—. Aquilia. Te va bien.

—Aquilia —repitió Lisandra, para ver cómo le sentaba, como se haría con un quitón. Estaba contenta; era la forma femenina de Aquiles, el guerrero más grande de la antigüedad—. Aquilia —dijo de nuevo.

—Muévete —dijo Tito con un gesto de la cabeza—. ¡Siguiente!

Lisandra se fue. Se sentía algo diferente, como si algo dentro de ella hubiera cambiado. Se dio cuenta de que, junto con el juramento, ganarse un nuevo nombre para luchar la había separado de su antigua vida por completo. Iba más allá de satisfacer simplemente la demanda del público; era una herramienta psicológica. Sería Lisandra la que entrenaba y vivía en el ludus. Pero llegado el día del combate, sería Aquilia la que caminaría a la arena.

Gladiadora
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