Capítulo 4
No iba a llorar.
No era propio de los espartanos. Las lágrimas le escocían los ojos y amenazaban con salir, pero apretó los dientes para impedirlo. Y así, salió de la casa de Balbo en dirección a la zona de entrenamiento. Agradecía que su bravuconería no le hubiera fallado delante del lanista. No podía sucumbir a la desesperación. Tenía que enfrentarse a su destino con valor y con la disciplina que le habían inculcado desde pequeña (eso era lo que razonaba en su cabeza, pero su corazón gritaba y exigía que liberara sus emociones).
Luchó una encarnizada batalla contra sí misma, inundada por los sonidos discordante del ludus. Las mujeres giraban en la violenta danza de la lucha y sus rasgos se desdibujaban detrás del opaco velo de sus lágrimas. Tomó aire para armarse de valor, pero, en ese momento, se rompió el dique del dominio de sí misma. Se puso de cuclillas, con su negro pelo delante de la cara, y se entregó al dolor. Las lágrimas rodaban libres por su cara y cada aliento trémulo dejaba su corazón hecho trizas.
¿Cómo pudo haber estado tan equivocada? El rostro de su lanista llenó su imaginación y se burlaba de ella con la horrible verdad de sus palabras. Había estado tan segura, había confiado tanto en que recuperar su libertad era pura formalidad; de que Balbo, un ciudadano romano civilizado, la respetaría a ella y a su cargo. ¿No estaba su ludus adornado con imágenes de los dioses?
En ese momento, sabía que la piedad de Balbo era solo fachada; el único Dios que él adoraba era el dinero. No hacía distinción alguna entre las helenas civilizadas y las bárbaras salvajes, para él ellas eran simplemente carne rentable.
Esclavitud.
La sola palabra era un anatema para todo lo que era ser espartano, para todo lo que ella era. Con su desalentador pronunciamiento, Lucio Balbo la había despojado de la esencia misma de su ser y había hecho de ella una aberración a sus propios ojos.
Llorar era deshonrar no solo su herencia espartana, también a la propia Atenea. Aunque ahora, liberada del yugo de su voluntad, su aflicción se abría paso dentro de ella como feroces garras. En el silencio de la desesperación, se agarró fuertemente con sus brazos, como una niña, para aliviar su dolor. No sabía cuánto tiempo llevaba así. Solo era consciente de su oscura desesperanza.
—Aquí.
Levemente, se dio cuenta de que alguien le tocaba suavemente el hombro. Levantó la cabeza, con la visión todavía borrosa por las lágrimas, y contempló a la criatura más hermosa que hubiera visto nunca. A través de sus ojos empañados, Lisandra no supo decir si la mujer era una mortal o una musa de Apolo que había venido a hacerla desaparecer de aquel lugar.
Su pelo era del oro trenzado más delicado, lacio y fino, y su piel era de un dorado exquisito, obra del sol cario. Su semblante perfecto era de una excelencia que iba más allá de lo descrito en los himnos homéricos; de una belleza imposible, se movía con elegancia, como si fuera el vestigio de un sueño. Se arrodilló delante de Lisandra y le limpió la amargura de sus lágrimas con un paño frío y húmedo. Entonces sonrió, y la luz del mundo brilló en sus incomparables ojos azules.
—Lo vas a pasar mal si te ven llorar —dijo ella—. No les des esa satisfacción.
Lisandra asintió en señal de agradecimiento e iba a decir algo cuando una sombra calló sobre ellas.
—¡Eirianwen! —Era Vara. El enjuto parto no se esforzó en ocultar su sonrisa sarcástica al ver a las dos mujeres—. ¿Ya está llorando la nueva esclava?
—No. —Eirianwen se puso de pie—. Le di en la cara cuando giraba mi espada hacia atrás —dijo ella y señaló una espada de entrenamiento de madera que había cerca de ellos—. Se mareó, eso es todo.
—¿Mareada?
Vara se inclinó hacia delante y agarró el mentón de Lisandra para girarle la cara de un lado a otro, como haría un veterinario con un animal enfermo. Ella reprimió el impulso de apartarle la mano de un manotazo, tenía que hacer el papel que Eirianwen le había asignado.
—A mí me parece que está bastante espabilada —dijo él y la soltó con un empujón desdeñoso.
Lisandra sintió cómo la ira suavizaba su dolor. Se puso de pie.
Eirianwen se encogió de hombros.
—Quizá esté perdiendo facultades.
Vara soltó una carcajada que parecía un relincho de caballo.
—Lo dudo, siluriana —dijo él—. Vuelve al trabajo.
La mujer rubia asintió, recuperó su espada y empezó con la instrucción. Sus movimientos eran rápidos y precisos, sus golpes ejecutados con velocidad y fuerza. A su pesar, Lisandra se quedó impactada al saber que su hermosa benefactora era, de hecho, de una de las tribus bárbaras más salvajes. Los silurianos vivían en la remota Britania y hacía poco que habían sido conquistados por Sexto Julio Frontino. Por lo visto, el actual gobernador de Asia Menor había llevado algunos cautivos a su último puesto y los había vendido.
—¿Qué estás mirando? —Vara interrumpió su ensoñación—. ¡Cinco vueltas al ludus y después te vienes conmigo y con el resto de las esclavas!
Era una orden y, aunque la daba el repugnante enano parto, la disciplina y el entrenamiento respondieron. Sin pensárselo, se puso en marcha, a un ritmo constante. Se abría paso entre la gente que había en la zona de entrenamiento y sus largas piernas comían terreno con una rapidez que no le suponía esfuerzo alguno.
El simple hecho de sentir la familiaridad de correr calmó algo sus nervios, pero no podía librarse del vacío que la había abrumado. Cuando empezó el recorrido alrededor del ludus, mientras el perímetro recorrido definía su nuevo encarcelamiento y su nuevo estatus, luchó para aceptar su desgracia: echó la mirada atrás y buscó alguna acción pasada que pudo haber ofendido a los dioses y hacer que ellos la castigaran de esa forma.
Parecía que había pasado una eternidad desde que dejó la santidad del templo, en lo alto de la acrópolis de Esparta, para comenzar su misión, y sin embargo solo habían transcurrido menos de dos años. Era raro que alguien tan joven como ella recibiera este honor. En el estricto entorno del templo había destacado en todas las pruebas, tanto físicas como mentales. La suma sacerdotisa ya la estimaba merecedora de eso y no tomaba decisiones a la ligera. Cuando recordó el rostro de la anciana, Lisandra sintió una punzada de dolor en el pecho. Se preguntó si la volvería a ver, a ella o a cualquiera de aquellas hermanas con las que había crecido.
Apartó la imagen: no le haría ningún bien pensar en lo que había perdido. En su lugar, recordó su orgullo y la certeza de que la anciana la había juzgado bien. Había adelantado, después de todo, a cualquiera de las chicas de su grupo de edad. De hecho, Lisandra creía que era mejor, tanto en los conocimientos como en la destreza física, que la mayoría de las sacerdotisas del templo, pero pensaba que afirmarlo más de lo razonable habría sido maleducado. A la manera espartana, había dejado que sus acciones hablaran por sí mismas.
Lisandra había abandonado el templo con un plan definitivo en mente: la mayoría de sus predecesoras en la misión habían circunscrito sus obligaciones a la Hélade del continente y a otros centros de la civilización; ella pensaba que esto era propio de una mente cerrada en grado sumo. ¿De qué valía, se había preguntado, difundir la palabra de Atenea a aquellos que ya estaban familiarizados con la religión helénica o con su derivada inferior romana?
A pesar de su falta de cultura, los romanos habían conquistado la mayor parte del mundo conocido (excepto Esparta, algo que tenía que repetirles ad nauseam a los ignorantes) y las legiones de Roma llegaban hasta remotas fronteras. Lejos del epicentro de la civilización, podía transmitir sus enseñanzas a galos, ilirios, panonios y las muchas otras razas de bárbaros que formaban las provincias imperiales.
Mientras corría, recordó con cariño su primer encuentro con el legado de la quinta legión macedónica. Ella sabía que no era inaudito que las mujeres viajaran con las legiones romanas. Sin embargo, que una mujer trabajara activamente era una cosa totalmente diferente. Al principio, el legado intentaba rechazarla totalmente, como ella había esperado. No obstante, causó una buena impresión con su capa de color escarlata, ganada con el sudor de su frente, y con un casco empenachado de estilo corintio bajo el brazo claramente lo convenció.
Aunque la retórica apenas se practicaba en Esparta, a sus sacerdotisas se las instruía en la oratoria religiosa y Lisandra puso en práctica lo aprendido al exponer su caso al legado. Le contó que no solo podría entender los augurios y ofrecerles guía espiritual a sus soldados, también era diestra en medicina básica.
Fue esto lo que lo convenció. Un buen comandante se preocupa en primer lugar por sus soldados y cualquier ayuda en el hospital de campaña no era algo a lo que renunciar sin más. La verdad era que se había mostrado algo reticente a dar su consentimiento, pero al final accedió.
Su pequeña tienda alojaba a la sexta centuria de la primera cohorte y su reacción a su presencia fue hosca en el mejor de los casos. Para la mayoría de los soldados, una mujer era buena para una sola cosa, aunque por su posición como sacerdotisa de la virginal Atenea estaba protegida de cualquier insinuación amorosa. Podían ser un hatajo lujurioso, pero los soldados eran lo suficientemente supersticiosos como para no arriesgarse a enfadar a los veleidosos dioses.
Había sido una ardua tarea conseguir su apoyo, pero Lisandra, que ya estaba acostumbrada a la brutal vida de la agogé6 de las sacerdotisas, no había eludido sus obligaciones. Se levantaba al amanecer con los hombres, hacía ejercicios a la vez que ellos y, en ocasiones, incluso echaba una mano para cavar las empalizadas.
Su buena disposición a ensuciarse las manos había sido tratada al principio con irrisión por los bravucones y cínicos legionarios y después se convirtió en tema de diversión. Un soldado de mediana edad, de nombre Marco Pavo, siempre parecía poner especial cuidado en meterse con ella. Recordaba que una vez comentó que sus «pechos eran lo suficientemente pequeños como para hacer que cualquier reclutador creyera que era un chico». Lisandra respondió que lo había visto salir del río Pamir después de darse un chapuzón y estaba segura de que él también era un chico todavía, a juzgar por su «equipamiento». Que ella llevara sus burlas con buen humor y que respondiera con su propio ingenio lacónico hizo que los hombres de la legión la vieran como a una especie de mascota. La aceptación de ellos significaba más de lo que ella quería admitir; se había convertido en una de ellos, un augur y sacerdotisa de confianza e incluso amiga de algunos, entre ellos Pavo.
Entonces, en un viaje rutinario por el Helesponto, estalló una tormenta: la ira de Poseidón había arrastrado a toda la centuria al fondo y decidió salvar solo la vida de ella. Pavo había intentado nadar hacia ella, para salvarla antes de que su propio cansancio pudiera con él. Sus entrecortados gritos de desesperación cuando su armadura tiraba de él hacia abajo todavía la atormentaban en sus sueños. Con este violento lance del destino, el Agitador de la Tierra había despojado de sus amigos, de su libertad y de su dignidad a una sacerdotisa de su odiada hermana Atenea. Al salvarle la vida, él escupió en su ojos; Lisandra habría preferido morir con el resto que tener que llevar una vida de esclava.
Empezó a aflojar el paso al darse cuenta de que estaba casi terminando las vueltas. Su ensueño se había vuelto tan negro como su situación. Lisandra le echó de nuevo una mirada a la estatua de la Atenea romana y se preguntó por qué había sido condenada a este destino cruel. El sereno rostro de mármol no le dio respuesta alguna.