Capítulo 13
Nastasen debería haberse puesto eufórico, pero solo sentía una extraña sensación de vacío. Había visto la escena en su imaginación muchas veces: la puta espartana enfrentada a la germana, sus movimientos aburridos, sus ataques torpes, su defensa lamentable. Y su derrota humillante. El corazón le había dado un salto de alegría cuando vio que se caía a la arena, totalmente vencida. Pero esa alegría se había pasado demasiado rápido para ser sustituida por lo injusto de la situación. Tenía que haber sido él quien la hubiera abatido. El silencio nocturno de su habitación se mofaba de él mientras enroscaba las hebras de cáñamo dentro de una vasija de barro antes de encender los extremos con una lámpara que tenía cerca. En cuanto empezaron a arder, dejó la lámpara, se inclinó sobre la boca de la vasija e inhaló profundamente.
La había odiado desde la primera vez que la vio: el aire arrogante que tenía al caminar; el semblante desdeñoso que ponía cuando hablaba con cualquiera, incluso con él. El, Nastasen, hijo de príncipes, proveniente de un linaje de guerreros que ya era famoso cuando los espartanos todavía estaban criando cabras en ese pequeño y agreste extremo de Grecia. De modo que, veía que le podían dar una paliza; pero cualquier tonto podría hacerlo. A pesar de toda su palabrería, de toda su actitud despectiva, no daba la talla. Todo era una bravuconería.
Y eso había decepcionado a Nastasen.
Le hubiera encantado derrotarla en su apogeo cuando la zorra arrogante sintiera que había llegado al punto más alto de su capacidad. Había soportado bien la vara, pero había otras formas de quebrantar su voluntad. Le habría enseñado a ser humilde.
Sus labios se cerraron alrededor del cono del cáñamo mientras la veía luchar debajo de él, suplicándole que parara, porque su inmensa fuerza, su poder eran aplastantes. Saboreaba la mirada que ella pondría mientras la forzaba. Oía su grito agonizante cuando su tierna carne se abriera para recibirlo.
Tuvo una erección con solo pensarlo.
Las imágenes daban vueltas en su cabeza mientras el opiáceo se apoderaba de él. Imágenes de las deliciosas crueldades que le infligiría; crueldades que solo un hombre podría imponer a una mujer. Se tumbó. Sentía que un hormigueo le recorría la piel y, casi inconscientemente, empezó a acariciarse. Respiraba entrecortadamente al sentir el placer de sus propias caricias, que aumentaba por el efecto de la droga. Ahí estaba Lisandra, orgullosa y arrogante, mientras él, Nastasen, se acercaba a ella y le arrancaba la ropa. Él se reía al ver su expresión de espanto y de nuevo se reía cuando su poderoso puño le rompía la cara. Se ponía encima de ella y la agarraba de las muñecas mientras empujaba entre sus piernas abiertas. Abiertas como las de una puta. Y el inimaginable goce de esa primera y sangrienta violación...
Se agarró con fuerza e interrumpió así su inminente orgasmo. El corazón le palpitaba y el sudor le recorría el cuerpo. Se incorporó y sopló suavemente el cáñamo hasta que los extremos ardieron de nuevo intensamente. ¿Por qué solo imaginárselo?, pensó él ¿No había hecho suficiente simplemente al despreciarlo? Merecía un castigo.
Con los efectos de la droga invadiendo su cuerpo, dejó que su excitación inicial cediera, pero todavía sentía el intenso deseo de plantar su semilla.
La espartana sería el recipiente.
Cativolco estaba preocupado, tanto por Lisandra como por él mismo. Había visto a muchas mujeres entrar en el ludus y se había acostumbrado a sentir ternura por ellas. Balbo era un buen amo al proporcionar mujeres a los entrenadores para que así no se volvieran locos con las gladiadoras, con las que no podían intimar.
Pero esto era diferente, se dio cuenta el galo. Lo que sentía por esta fría y hermosa mujer no lo sentía por ninguna otra. Cada vez que cerraba los ojos, allí estaba ella. Se pasó una mano por su pelo cobrizo e intentó purgar esos pensamientos, a sabiendas de que era inútil.
Sintió un miedo horrible cuando vio cómo Hildreth la derrotaba. Estaba preocupado hasta la desesperación porque los golpes habían sido en la cabeza. Ya había comprobado qué podía pasar con una herida en la cabeza, la herida que consumía el alma, pero que dejaba el cuerpo vivo. Había preguntado al médico, Quinto, cómo estaba y, aunque el anciano le había asegurado que estaba bien, las preocupaciones de Cativolco no se disiparon. En verdad, percibió que había persistido demasiado en el interrogatorio: Quinto había pensado que era extraño que estuviera tan preocupado por la suerte de una luchadora en particular.
Sabía que tenía que verlo por sí mismo, solo para estar seguro. Tenía experiencia en el campo de batalla; conocía las señales de una herida en la cabeza que causaban un daño profundo. Quinto era competente, pero temía que se le hubiera pasado un síntoma vital. Ya no era joven y podía estar equivocado.
Era tarde, pero, aun así, ir a la enfermería sería una tarea arriesgada. Confiaba en que podría hacerlo pasar por un paseo nocturno por el ludus porque necesitaba un poco de aire fresco o incluso porque simplemente le apetecía. Pero si lo veían entrar o salir en la enfermería, le harían preguntas que Cativolco no podría responder. Lo mejor sería no levantar ninguna sospecha si lo veían fuera de sus aposentos. Para eso haría falta destreza y la pericia de un cazador, y él las tenía y en abundancia. Era arriesgado, pero decidió que era un riesgo que merecía la pena correr. Solo por verla.
Exasperado, se dio una palmada en la frente. ¿En qué estaba pensando? No se podía permitir preocuparse por Lisandra; sería una situación peligrosa para los dos. Si alguien descubría sus sentimientos, los dos serían puestos en venta. Perdería la posibilidad de alcanzar la libertad y le arrebataría a ella la suya.
Un miedo repentino le paralizó el corazón. ¿Y si no sobrevive? Su propia voz susurraba en su cabeza. No podría perdonárselo en la vida si dejaba que eso sucediera. Se pasó la lengua por sus labios secos. Tenía que verla. No se lo iba a pensar más: decidido, salió a hurtadillas de su habitación y, con cuidado, cerró la puerta detrás de él.
La noche era tranquila y húmeda, y el aire pesado anunciaba tormenta. Se oía el enérgico sonido de los insectos nocturnos y en algún lugar un búho entonaba su canto de cacería. En el cielo, las nubes se movían para ocultar la cara de la luna y Cativolco sintió que los dioses estaban con él.
Sus ojos escudriñaron los muros del ludus y vieron las siluetas de los guardias contratados por Balbo. Algunos paseaban y otros descansaban apoyados en sus lanzas. Parecía que habían relajado un poco su vigilancia en ausencia del lanista. Se detuvo. Su cuerpo vibraba por el temor a ser descubierto. No había marcha atrás.
Como un gato, avanzó por la oscuridad, entre las sombras, con movimientos ligeros y lentos. Sabía que el sigilo exigía paciencia y cuidado; la rapidez no servía de mucho. Se deslizó entre las casas en las que vivían las mejores luchadoras de la escuela, las esclavas más destacadas de Tito y Balbo y solo se movía cuando estaba seguro de que pasaría inadvertido.
Para llegar a la enfermería tenía que rodear la zona de entrenamiento. Atravesarla sería más rápido, pero cruzar a campo abierto, aunque fuera a altas horas de la noche, era provocar que lo descubrieran. Con tediosa lentitud, bordeó la zona de entrenamiento y pasó por las celdas cerradas de las gladiadoras. Mientras se movía, comprobaba si los guardias estaban mirando.
No lo hacían. Incluso desde esa distancia, podía oír el sonido de voces y de alguna que otra risa. Con una sonrisa forzada, se imaginó qué tendría que decir Balbo sobre este comportamiento despreocupado de los guardias.
Pasó por delante de las celdas y del alojamiento de las limpiadoras sin incidentes. Cuando llegó a los enormes baños, respiró un poco más tranquilo. Estaba a punto de alcanzar su meta.
La puerta de la enfermería estaba entreabierta.
Cativolco se apoyó en ella con los sentidos alerta ante el más mínimo movimiento o sonido que viniera de dentro. No oyó nada. Dejó escapar el aliento que había estado conteniendo sin darse cuenta. Se metió en la enfermería. Una vez dentro, se detuvo unos segundos para que sus ojos se acostumbraran a la penumbra. Fue en ese momento cuando la diosa de la luna apartó la cortina de nubes que le tapaba la cara. Una luz tenue entró en la enfermería y el corazón de Cativolco se paró en su pecho. En la parte de atrás de la habitación e iluminado con claridad estaba Nastasen.
Estaba casi desnudo, cubierto solo por una pampanilla, y de pie, al lado de la única cama ocupada de la enfermería. Cativolco no necesitaba ver la luz de la luna sobre su pálido rostro ni el pelo que envolvía la almohada como si de un sedoso mar negro se tratara para saber que era Lisandra la que ocupaba esa cama. El nubio no se movía. Simplemente estaba allí de pie como una estatua de Prometeo, mirando fijamente a la durmiente Lisandra.
—¡Nastasen! —El nombre se le escapó antes de que Cativolco pudiera evitarlo.
Como si se estuviera despertando de un sueño, el nubio levantó la mirada lentamente. Los extraños mechones que le colgaban delante de la cara y el destello febril que despedían sus ojos le daban al gigante entrenador un aspecto diabólico. Nastasen se llevó un dedo a los labios y lentamente se separó de la cama de Lisandra.
Cuando se acercaba, Cativolco pudo oler el sudor del nubio y, debajo de su pampanilla, se podían apreciar perfectamente los vestigios de su excitación. Sintió que se le ponía la cara roja de ira. Le daba asco pensar en las manos de Nastasen sobre la espartana.
—¿Qué haces aquí? —Cativolco se dio cuenta de que su susurro era áspero y demasiado alto.
—¿Qué haces tú aquí? —La voz de Nastasen temblaba por la tensión nerviosa. Parecía que en cualquier momento iba a soltar una carcajada histérica.
—Vi que entrabas aquí y me preguntaba qué estarías haciendo —mintió Cativolco.
Nastasen respiró profundamente, lo que hizo que se hinchara su enrome pecho.
—Necesitaba medicinas —susurró él—. El cáñamo, Cativolco. Sé que Quinto lo guarda aquí y me estoy quedando sin él.
—¿Y lo guarda al lado de la cama de Lisandra?
—Gritó en sueños. —El nubio se encogió de hombros—. Atrajo mi atención y me paré a mirarla. —Hizo una pausa. Sus pupilas, que estaban totalmente dilatadas, contemplaban a Cativolco—. De todos modos, ¿qué te importa? Parece que te gusta la chica. Primero dices que está enferma cuando no rinde. Y ahora, en mitad de la noche, apareces donde está ella. —En su rostro se dibujó una sonrisa con unos dientes totalmente blancos en contraste con su piel de ébano.
Cativolco tragó saliva.
—No seas estúpido —dijo él con la esperanza de que su entonación fuera elocuente—. Como te acabo de decir, te vi y me pregunté que estarías haciendo. —El nubio asintió.
—¿Te apetecen unas inhalaciones, galo?
A Cativolco le horrorizaba que Nastasen sospechara cuál era su motivación real para estar en la enfermería. Se maldijo a sí mismo. Había sido un tonto por haber llegado a esa situación y ahora no tenía más remedio que aceptar el ofrecimiento del nubio. Si no lo hacía daría al gigante negro tiempo para estar solo y pensar sobre lo que había ocurrido. Cativolco esperaba que una noche de cáñamo pudiera calmar las sospechas de su compañero. Se obligó a sonreír y asintió sin decir ni una palabra. Se dio media vuelta y se fue de la enfermería sin hacer ruido.
No advirtió la mirada de odio que a sus espaldas le echó Nastasen.