Capítulo 25

Cuando entraba en el triclinium, el comedor, Lisandra sintió sobre ella las miradas de los invitados. No eran los toscos seguidores de la arena. Estos eran, en su mayoría, los más ricos e influyentes de Halicarnaso. Tendría que ser un gran honor que la hubieran invitado a una velada de esa magnitud, pero el hecho de que estuviera allí como poco más que un trozo de carne la irritaba. Sabía que habría sido una experiencia terrible para una mujer normal, pero estaba segura al saber que gracias a su fortaleza y porte podría soportar el humillante calvario. Tenía que recordar que era Aquilia, no Lisandra.

El triclinium era enorme, y acogía con comodidad a la multitud de comensales que Frontino había convidado. La parte central de la sala era un cuadrilátero de lucha, en el que dos hombres forcejaban ante la poco entusiasta atención de los notables. Había toda clase de manjares y el aroma penetrante a incienso ocultaba el olor a pescado del garum, la salsa que tanto gustaba a los romanos. Los divanes estaban colocados de tal manera que los invitados podían charlar cómodamente, y todavía quedaba espacio para que los esclavos pudieran servir la bebida y la comida sin llegar a notarse de manera embarazosa.

Lisandra sabía que los esclavos no podían hacerse ni oír ni ver. Como los ilotas de la vieja Esparta, solo existían para servir. Había llegado a darse cuenta de que, aunque ella también era una esclava, era claramente superior a los esclavos domésticos, gracias a sus habilidades y a su tradición. Llamar a una espartana esclava y serlo eran cosas totalmente diferentes.

Por supuesto, el encuentro que tendría con Frontino podría dejar la impronta de la esclavitud marcada en una mujer de menos nivel, pero eran su belleza y presencia lo que había inspirado la lujuria del hombre, pensó Lisandra de repente. Aunque desagradable, era perfectamente comprensible. Que los hombres la admiraban era un hecho innegable. ¿No le había profesado su amor Cativolco, para luego caer en una depresión cuando ella lo rechazó? También había visto las miradas hambrientas de los hombres en el anfiteatro y había oído sus declaraciones de amor y otras proposiciones más desagradables. Mientras entraba en la sala se dio cuenta de que Frontino simplemente estaba actuando como un romano: ejercía su poder y cogía lo que deseaba. Aquí, a pequeña escala, las cosas se hacían como en el resto del imperio.

Su ensoñación se vio interrumpida cuando un hombre mayor se acercó a ella sonriente.

—Aquilia de Esparta —dijo él. Era un poco más bajo que ella y tenía la cara marcada por la edad y los elementos—. Soy Sexto Julio Frontino.

—Saludos —asintió Lisandra.

—Eres tan bella como Venus —dijo él. Había hecho uso, irritante e incorrectamente, del nombre romano para Afrodita. Lisandra opinaba que si su plagio del panteón heleno era tan descarado, por qué se molestaban los romanos en cambiar los nombres de una manera tan absurda—. O quizá Minerva sería más acertado —continuó él—. La diosa guerrera ha llegado del Olimpo para honrarnos con su presencia.

Que la comparara con la diosa de quien una vez fue sacerdotisa era extremadamente irónico; sin embargo, reprimió una sonrisa por la agudeza no intencionada del hombre.

—Es muy gentil —le dijo ella con una inclinación de cabeza—. Le agradezco sus palabras, Sexto Julio Frontino.

Sexto, por favor —sonrió cautivadoramente—. Encuentro el trinomen terriblemente acartonado.

—Es algo muy romano —respondió ella.

—Veo que no sientes amor alguno ni por Roma ni por los romanos. —Frontino la llevó a una sección de divanes dispuesto en semicírculo. Si las intenciones del gobernador hubieran sido otras, este sería un lugar de sumo honor—. En tu actual situación, eso sería comprensible —añadió él.

—Está equivocado, gobernador. —Decidió dirigirse a él con su título formal. No iba a causar una escena, porque no era propio de una espartana actuar sin decoro, pero no sentía deseo alguno de granjearse el cariño del hombre—. Admiro Roma y la veo como una sucesora natural, aunque algo tosca, del ideal heleno. —Él arqueó las cejas e hizo un gesto para que le trajeran vino.

—¿Tosca? Eso sería llamarla rica, viniendo de una espartana, querida. Dicen que Esparta es la ciudad más inculta de toda la Hélade.

Lisandra bebía su vino a sorbos y observaba al hombre por encima del borde su copa.

—Si uno piensa que la cultura son estatuas, retórica monótona y el gobierno de la demos, entonces su observación sería correcta. Estas son las llamadas cualidades atenienses. Si uno ve los preceptos de honor, virtud, discurso franco y la destreza en la guerra como cultura, entonces no encontrará ninguna polis más sofisticada que la mía propia.

Estaba bastante contenta con esa respuesta, porque los romanos por naturaleza eran una sociedad marcial.

Al parecer, a Frontino también le agradó esta contestación; levantó su copa, sonrió y bebió.

Ave, Victrix —dijo él—. Ya veo por qué eres tan peligrosa en la arena: porque tu lengua es igual de hábil que tu espada.

—Encuentro eso algo ofensivo —interrumpió un hombre más joven.

—Cayo Minervino Valerio. —Frontino lo presentó—. Tribuno de la Segunda Legión Augusta.

—¿Qué es lo que encuentras ofensivo? —preguntó Lisandra.

—Que una mujer opine sobre cosas que no son de su incumbencia.

Lisandra se encrespó.

—El gobernador me ha invitado a su diván, tribuno, y participo en la conversación sobre temas de los que tengo conocimiento. No me sentaré sin mover las pestañas mientras me río como una tonta y finjo que no entiendo nada.

Por un momento, dirigió su mirada hacia Frontino, para intentar evaluar su humor. El gobernador estaba observándolos y parecía estar deleitándose en la discusión que estaba teniendo lugar.

—A cualquiera le pueden enseñar unas frases cultas, señorita —se burló Valerio— y los esclavos griegos son muy valorados porque retienen bien los conocimientos.

—Es verdad que hay pocos romanos que poseen nuestra sabiduría. —La boca de Lisandra se torció en una sonrisa casi imperceptible.

El rostro de Valerio se puso encarnado de la ira.

—Te he oído hablar de la valentía espartana en la batalla —dijo él—. Si Esparta es tan poderosa, ¿cómo es que simplemente es parte del imperio romano?

—Esparta es un estado satélite, tribuno —le corrigió Lisandra—. Pero la respuesta a tu pregunta es la voluntad de Poseidon y la tecnología.

—¿Y eso? —Frontino alzó la mano para interrumpir cualquier comentario que fuera a hacer Valerio.

—La voluntad de Poseidon, gobernador, vino en forma de terremoto. Después de la guerra con Atenas, Esparta era superior en la Hélade, lo cual, por aquel entonces, significaba superioridad en el mundo. Pero Esparta nunca tuvo una población numerosa y la pérdida de vidas humanas en el terremoto del Agitador de la Tierra, junto con las guerras en las que luchó, fue irremplazable. A Esparta le fue imposible retener su posición. Aunque, como sabemos, nuestros guerreros son los mejores que han honrado un campo de batalla.

—¿Y la tecnología? —apremió Frontino. Lisandra tenía la sensación de que, para él, la demostración que estaba haciendo de su sabiduría era como ver hablar a un perro.

—La tecnología impulsa la guerra, gobernador. La falange helena se estaba volviendo arcaica ya que los generales echaban mano con más frecuencia del potencial humano del país. Ya no era suficiente que solamente los hombres que poseyeran tierras llevaran armas. Los hombres de rango inferior se convirtieron en una infantería más ligera y se extendió el uso de la caballería. Filipo de Macedonia llevó la falange a su siguiente fase natural de desarrollo y creó el aparato militar más perfecto que el mundo hubiera visto jamás. Que su hijo portara la antorcha de la lucha contra los persas bárbaros es tanto la prueba fehaciente del genio de Alejandro como la habilidad de su padre en modelar el ejército.

A su pesar, Lisandra también estaba disfrutando de la conversación. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que pudo discutir estos temas con alguien que tuviera la remota posibilidad de entenderla.

—Pero —interrumpió Valerio de nuevo—. ¿Cómo puedes decir que la falange macedonia era el aparato militar más perfecto, cuando fue derrotado sistemáticamente por nosotros los romanos? —Su sonrisa era triunfante; la historia era el árbitro definitivo.

—La tecnología, tribuno. —Le habló como a un niño—. La falange había sido adaptada continuamente, como si solo tuviera que enfrentarse a ejércitos de disposición similar. Así, la sarissa o pica —tradujo la palabra helena al latín— fue alargada hasta extremos ridículos. De hecho, se convirtió en el arma principal del ejército, una tarea para la cual nunca había sido diseñada.

Valerio rechazó este comentario con un gesto de la mano.

—Veo alguna laguna en tus conocimientos, señorita. La pica macedonia machacaría al enemigo que tuviera delante. ¿Cómo es que entonces no es esta el arma principal?

—El cometido del falangita, quien iba armado con la pica, era el de entablar combate con el enemigo. Era función de la caballería pesada la de asestar el golpe del martillo que daba por finalizada la batalla. Así ocurrió en la batalla de Queronea y en realidad en todas las victorias de Alejandro y Filipo.

—Esto no explica el fracaso patético de la falange contra nuestra legión manifestó Valerio con vehemencia—. Estás eludiendo el tema central, gladiadora.

Lisandra lo miró como si fuera algo que había pisado.

—Ya te he dicho que la falange a la que se enfrentó Roma era simplemente una sombra de lo que había sido. Si la incipiente república romana se confrontara con el ejército de Filipo o el de Alejandro, creo que podrían haberse invertido los papeles en esta mesa.

—¡Me estás insultando!

—No, tu falta de conocimientos militares y tu empeño en continuar la discusión te insultan... tribuno. Los oficiales romanos deberían conocer su historia. Tanto Aníbal como Pirro casi llevaron a Roma a su derrota con una falange inferior que la de Alejandro.

—Qué asombrosa esclava eres —dijo Valerio con desprecio, e hizo un gesto para que le trajeran más vino—. ¿Entonces eres estratega además de historiadora?

—Por supuesto. —Lisandra se permitió ser petulante—. En el templo de Atenea somos cultas. Dejó que esa palabra colgara en el aire, mientras fijaba su mirada en Valerio. Esperaba haber dejado claro que no le tenía ningún respeto.

—¿Fuiste sacerdotisa? —interrumpió Frontino. Era evidente que había decidido intervenir antes de que la discusión degenerara en insultos.

—Sí, gobernador. —Lisandra centró su atención de nuevo en él—. Antes de convertirme en esclava, había vivido toda mi vida bajo los auspicios de Atenea.

—He oído hablar de tu orden —dijo Frontino, lo cual la sorprendió—. Es algo muy espartano —añadió—. Os entrenan como hacen con sus hombres. Esto explicaría tus conocimientos de todo lo relacionado con la guerra, además de tu habilidad en la lucha.

—Así es —afirmó Lisandra.

—Pero tu hermandad no ha hecho ningún esfuerzo en encontrarte, en comprar tu libertad.

—Deben de pensar que estoy muerta y para esa vida supongo que también estoy muerta. —Se quedó perpleja ante las palabras que acababan de salir de su boca, pero se dio cuenta de que eran verdad—. No puedo volver a lo que una vez fui. Hubo un tiempo en que mi situación actual me provocó un serio dilema, pero un hombre sabio, un sacerdote, me dijo que honro a Atenea con lo que hago. Soy una esclava, sí. Pero, ¿qué esclava, qué mujer, puede honrar a su diosa con la sangre y entablar una conversación con el gobernador de Asia Menor? Una de mis compañeras una vez dijo que hay una libertad en la arena que ninguna mujer libre puede conocer y hay mucha verdad en eso.

—¿Te comparas con una mujer libre, esclava? —espetó Valerio desde la barrera.

—No estoy a la total disposición de ningún hombre —dijo ella con mordacidad, sin apartar la mirada de Frontino—. Vivo de mis habilidades y soy extremadamente buena en lo que hago. No dedico mis días al cuidado de los niños ni del marido. Más bien, los lleno con el perfeccionamiento de lo que he dedicado toda mi vida a hacer. Eso, para mí, es la voluntad de mi diosa. Al servirla, no me considero esclava.

—¿«No estoy a la total disposición de ningún hombre»?, eso no es así. Porque eres una esclava y yo soy romano. Decorarás mi almohada si así lo deseo y después te daré una lección bien firme.

Lisandra ya estaba harta: una cosa era mantener el decoro, pero los insultos ya iban más allá de un duelo de intelectos.

—Estás borracho, tribuno —le dijo Lisandra con una sonrisa de suficiencia—, y creo que tu lección será cualquier cosa menos bien firme.

Valerio se levantó del diván con el brazo preparado para cruzarle la cara, pero, cuando él se movió, Lisandra estaba de pie y en sus ojos ardía un fuego gélido. El sonido de su copa al estallar en el suelo fue fuerte y se giraron muchas cabezas hacia el diván del gobernador. Al sentir los ojos de sus correligionarios sobre él, el oficial romano dudó y bajó la mano. Se giró hacia Frontino e inclinó la cabeza con fría formalidad.

—Perdóneme, gobernador. Debo irme de su reunión; acabo de recordar una cita ineludible.

Frontino sonrió con frialdad y asintió su conformidad. Siguió con la mirada al joven oficial, que se tambaleaba ligeramente, antes de volver con Lisandra.

—Ven. —El gobernador se puso en pie—. Ven conmigo.

Ella lo miró por un momento, antes de asentir, pero no cogió la mano que le extendía.

Gladiadora
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