Capítulo 44
—¿Qué va a venir? ¿Aquí? —Sexto Julio Frontino estaba más que nunca al borde del pánico.
—Sí, mi señor. —Diocles, un liberto griego, miraba a su antiguo amo con calma.
—¿Cuándo? —Frontino bajó del diván.
—Quizá en tres meses. —Diocles se pasó la mano por su fino pelo—. Puede que antes. La carta esta fechada en julio y estamos casi en septiembre.
Frontino empezó a pasearse de un lado a otro.
—Pero esto no estaba previsto —se quejó él, como si el secretario pudiera hacer algo para cambiarlo.
—Roma no ve necesidad alguna en cumplir el protocolo, gobernador —comentó el delgado liberto, con algo de desdén—. Es ella la que hace el protocolo.
Frontino lo fulminó con la mirada.
—¿Quieres saber la razón de todo esto, Diocles?
Diocles asintió. No tenía opción de responder otra cosa.
—Es una misión de espionaje. No existe otra explicación. Viene para asegurarse de que no estropeo los preparativos para la fiesta de cumpleaños de Domiciano. Estos hombres modernos se creen que los de la vieja guardia no pueden siquiera cagar sin su ayuda.
—Sí, mi señor —dijo Diocles con una expresión neutra en el rostro.
—Bueno, le enseñaré a este Trajano cómo hacemos las cosas en Halicarnaso. Nada de medias tintas, ¿eh, Diocles?
—De acuerdo, mi señor.
—Tres meses, Diocles. No es mucho tiempo para organizar un gran espectáculo para dejarle las cosas claras. Pero es algo que hay que hacer. ¡No podemos permitir que Roma diga que mi provincia no dio la talla!
—Eso es exactamente lo que yo pienso, señor. —Diocles hizo que su tono de voz fuera lo suficientemente aburrido como para que Frontino se diera cuenta de que estaba divagando y que tenía que tomar decisiones, y rápido además.
El gobernador, por un momento, se enfadó, pero luego soltó una carcajada.
—Bueno, no tiene sentido dejarse llevar por el pánico por algo que no se puede cambiar.
—No, mi señor.
—Bien, empecemos llamando a los que nos deben algo, jovencito. Tráeme a Balbo. Tráeme a ese proxeneta sirio, ya sabes a quién me refiero. Tráeme...
—Estoy seguro de que puedo encontrar lo que busca. Comida y bebida, entretenimiento, tanto visual como sensual, y, por supuesto, juegos. Alojamiento para él y su séquito, etcétera, etcétera.
—Sí, Diocles, eso es. —Frontino se volvió a sentar en el diván y se secó la frente—. ¡Esos cabrones pensaban que podían burlar al general! Bueno, no a este viejo soldado.
—Por supuesto, mi señor. Me aseguraré de que todo esté en orden. —Diocles sonrió ligeramente, inclinó la cabeza y se fue. Quedaba mucho trabajo por hacer.
—Va a ser algo grande —le dijo Balbo a su séquito de entrenadores—. Más grande incluso que los juegos de Esquilo. De hecho, será el preludio perfecto para la gran batalla que tenemos planeada el año que viene. Quiero que las mujeres estén en plena forma —añadió él mientras apuntaba con el dedo.
Vara estaba tumbado en un diván.
—¿Y qué hay del creciente ejército? —preguntó él—. La general Lisandra se molestará mucho si interrumpimos su régimen de entrenamiento.
—Creo que no pasará nada —interrumpió Tito—. Lleva a cabo su rutina diaria a la perfección. —Dirigió su atención a Balbo—. ¿Te ha informado Falco acerca de la adquisición de caballos por parte de las otras escuelas?
Balbo no quería dejar que la conversación girara en torno a asuntos totalmente relacionados con Lisandra, pero se dio cuenta de que el veterano veía esto como un proyecto suyo.
—Sí, y Lisandra tenía razón, lo que es ya una irritante costumbre suya. Se dice que los otros lanistas están sacando partido de sus puntos fuertes, y están invirtiendo considerablemente en la habilidad natural que tienen sus mujeres: montar a caballo. Así que nuestra espartana se saldrá con la suya. Frontino, sin embargo, está controlando demasiado el dinero, ahora que tenemos que lidiar con nuestra visita de Roma. Pero estoy seguro de que la recaudación del próximo juego será más que suficiente para cubrir los gastos.
—¿Vamos a pagar nosotros las amazonas? —Vara no se lo podía creer.
Balbo abrió los brazos.
—Especular. Acumular. Si Lisandra pierde, nos arruinaremos. Si gana, todos seremos más ricos y famosos de lo que nunca hemos soñado. Pero pasemos a asuntos más urgentes... —Balbo estaba decidido a encauzar la conversación. Se enorgullecía de sus habilidades para el manejo de la gente—. No podemos cometer ningún error, amigos —dijo él, y al hacerlo se sintió como un general—. Nuestras mujeres tienen que hacerlo como nunca delante del asesor de Domiciano. Roma tiene que saber de nuestro trabajo y, quizá... —Su voz se apagó, y su cabeza se llenó de imágenes de la capital y del pueblo romano que tanto idolatraba, pero tuvo que volver al presente—. Nuestra reputación dependerá de estos... juegos de Trajano, que es así como se conocerán. Esto significa que no nos podemos permitir que haya conflictos internos. Hacedles saber a las mujeres que los romanos están entusiasmados porque les vayamos a dar la libertad en esos juegos. Hacedles saber que cualquier infracción entre ellas tendrá como consecuencia, no solo un severo castigo, sino la negativa a aparecer en los juegos.
—Y por lo tanto se les negará cualquier posibilidad de conseguir la libertad. —Tito parecía satisfecho con eso—. Una solución digna, Balbo.
—Eso es lo que pienso yo —asintió el lanista con altanería.
Empezaron a llegar cada vez más esclavas nuevas, con expresión de sorpresa y de miedo ante un entorno que les era ajeno. Lisandra se dio cuenta de que Balbo estaba haciendo todo lo posible por no rebañar las últimas migas, y se lo agradecía: la mayoría de las novatas eran de robusta raza helena, con las manos gastadas del telar y la piedra de lavar.
Estas reclutas formarían la parte principal de su ejército. Aunque estaba bastante contenta con las mujeres que había entrenado a la manera hoplita, sabía que el suyo sería un ejército más flexible que las formaciones anticuadas de hacía siglos. Debido al tema histórico del espectáculo, no podía armar a sus mujeres al estilo moderno, pero pensó que aunque armara a la parte principal de sus tropas al estilo macedonio, no estaría forzando las normas.
Así, el grueso del ejército se encontró manejando la enorme sarissa, la pica de más de cinco metros, usada tanto por los soldados de Filipo como por los de Alejandro, con una eficacia letal. Cuando estaba correctamente formada, la falange ofrecía un muro impenetrable de lanzas. En este muro empalaría al enemigo y se mantendría firme mientras sus tropas de élite terminaban el trabajo.
Lisandra tenía sumo interés en separar a las rodiotas y a las cretenses de entre las mujeres. La mayoría de las primeras eran pastoras, muy hábiles en el uso de la honda; aunque esta arma ancestral se usaba para mantener a los lobos y a otros depredadores alejados de los rebaños, en la guerra era, sin lugar a dudas, efectiva.
Las cretenses utilizaban el arco para un fin muy parecido, y Lisandra sabía que, si combinaba las dos armas, podría hacer que lloviera una salva de proyectiles sobre las amazonas a las que se enfrentara. Para complementar estas tropas, Lisandra también comenzó a formar un destacamento de infantería ligera: las peltastas, que actuarían conjuntamente con las isleñas como escaramuzadoras para romper y desbaratar las formaciones del enemigo.
Como había hecho antes, entrenaba a un grupo y después dejaba que las líderes naturales que surgieran de él entrenaran a las nuevas: esto estaba resultando ser una forma muy efectiva y necesaria de administración. Aunque se centraba más en el entrenamiento, no podía ignorar el hecho de que próximamente tendría lugar un fastuoso espectáculo y que tenía que prepararse para ese acontecimiento. Pero como ya disponía de una estructura de mando, el ejército funcionaba solo en gran parte.
—Te resulta difícil separarte de las soldados, general —se burló con cariño Thebe una tarde después de entrenar.
—Así es —dijo ella, mientras se sentaba y se secaba la frente—. Notas una sensación de satisfacción cuando ves que tu genialidad se está realizando.
—Por supuesto. —Thebe sonrió—. Solo tú podrías haber conseguido tal proeza. Enhorabuena.
Lisandra reflexionó sobre ello por un momento.
—Quizá tengas razón —asintió ella—. Aunque cualquier sacerdotisa de Esparta pueda poseer mis aptitudes, creo que es mi don natural y mi carisma para el liderazgo lo que ha sido efectivo hasta ahora.
Thebe puso una mueca; Lisandra era tan arrogante que resultaba casi entrañable.
—El mismísimo Alejandro sentiría envidia —dijo ella, lo cual su amiga premió con una sonrisa de reproche hacia sí misma. Si algo había resultado de la muerte de Danae y de la bárbara Eirianwen, era un ligero ablandamiento en la actitud de la espartana. Sin duda, todavía era arrogante y altanera, pero Thebe había visto cómo había disciplinado últimamente a las reclutas, y no tenía nada que ver con las palizas y torturas horribles que Lisandra defendía como costumbre espartana.
Pero le daba la impresión de que las dos muertes habían hecho que perdiera algo de sí misma. Se había obsesionado hasta tal punto que solo estaba centrada en las tropas y en su entrenamiento. No hablaba de otra cosa más que de tácticas, armas y matar. Era como si llevara un escudo contra las emociones, y con la apariencia de Aquilia se protegía del dolor. La sacerdotisa casi había desaparecido, y Thebe se quedó mirando a la gladiadora que se había convertido en una extraña.
—¿Te estás burlando de mí, Thebe? —Lisandra la sacó de su ensoñación.
—¿Yo? —dijo con expresión escandalizada—. ¿Cómo alguien como yo se va a burlar de la gran general Lisandra?
Intentaría tratar a Lisandra como lo hacía normalmente, y esperaba que así volviera a ser la misma.
—Estos juegos los están anunciando mucho —dijo Lisandra para cambiar de tema.
—Es verdad. He oído que un senador romano va a venir a verlos. Por eso hay tanto jaleo. Será el mayor espectáculo que se haya visto nunca, sin duda alguna. Cuatro meses de juegos. —Negó con la cabeza—. ¡Cuatro meses!
Lisandra dirigió su mirada hacia la llanura donde entrenaban las mujeres.
—Tengo que ver si me darían permiso para irme de la arena después de mis combates y volver al ludus para supervisar a las tropas.
—Seguro que te lo dan —asintió Thebe—. Toda esta aventura de la batalla tiene que estar costándole a Balbo una fortuna. Querrá asegurarse de que todo el asunto de la guerra va bien. Y, en serio te lo digo, no hay nadie mejor que tú para hacerlo.
—Naturalmente. —Lisandra se puso de pie—. Sigamos.
Thebe negó con la cabeza mientras se levantaba. Sin duda, la arrogancia seguía ahí.