Capítulo 19
Cuando Lisandra volvió, las mujeres helenas estaban bailando y gritando de alegría. Danae la abrazó con entusiasmo, sin reparar en sus heridas.
—¡Lo conseguiste, lo conseguiste! —gritaba ella mientras daba vueltas a Lisandra.
—¡Bien hecho, Lisandra! —Esto lo dijo Penélope. A estas le siguieron más palabras de ánimo y Lisandra se vio atrapada en el arrebato eufórico de la victoria. No sentía el dolor de sus heridas ni la fatiga pesaba en sus extremidades. Por el contrario, se sentía más viva que nunca. El éxito era un vino embriagador, un narcótico adictivo que sabía que debía probar de nuevo.
—Venga, venga, ya vale. —Vara apareció e interrumpió a las mujeres—. Vete al médico —le dijo a Lisandra—. A saber qué enfermedades tiene esa caledonia. Tenía —se corrigió él—, Y el resto —blandió su vara— ¡fuera de aquí! Después de lanzarle unas cuantas pullas poco entusiastas a Vara, las mujeres empezaron a dispersarse y se dirigieron a su celda. Vara la vio irse y sus ojos se fijaron en la espalda marcada de la espartana—. ¡Lisandra! —gritó él. Ella se detuvo y se giró—. Has luchado bien.
Lisandra le dedicó una sonrisa poco frecuente.
—Gracias, Vara. Ya lo sé.
El parto bajó la mirada un momento. Parecía que había tomado una decisión.
—Escucha —dijo él mientras se acercaba a ella—. No lo voy a negar, insté a Balbo a que te vendiera. Pero creo que estaba equivocado. Sé que tienes talento. Pero reprime tu arrogancia. Eso hace que le caigas mal a la gente. Y lo que es más, has hecho de Nastasen tu enemigo y a veces se vuelve loco. —Vara se llevó el dedo a la sien.
Lisandra arqueó una ceja.
—Nastasen es quien tiene que tener cuidado, Vara. Si me vuelve a tocar, lo mato.
Vara lanzó un suspiro.
—Todavía eres una esclava. Recuérdalo.
—¿De veras? —Lisandra señaló con la cabeza la Puerta de la Vida, desde donde todavía se podía oír cómo coreaban su nombre. No dijo nada más. Simplemente se dio media vuelta y se fue a toda prisa.
Lisandra no pasó mucho tiempo en la enfermería; los médicos eran diestros y tenían mucha práctica. Le aplicaron un ungüento que olía amargo y picaba en las llagas, que vendaron rápidamente. Después de que le dijeran que limpiara las heridas, le dieron un pequeño tarro del bálsamo y le indicaron que se lo aplicara tres veces al día. A partir de entonces, Lisandra bien podría haber dejado de existir para el hastiado cuidador. De vuelta a la celda helena, se encontró con Hildreth que con un sonido metálico se dirigía a la Puerta de la Vida. La alta germana iba vestida de secutorix, armada hasta los dientes y con casco y escudo.
—Luchaste como una mierda de nuevo —comentó Hildreth cuando vio a Lisandra—. Pero por lo menos ganaste. Deberías verme ahora. Así aprenderías cómo lucha una guerrera de verdad.
Lisandra sintió un breve torrente de ira. Si Vara iba a dar discursos sobre la molesta arrogancia, estaría bien que dirigiera sus comentarios a la bárbara. Pero, no iba a dejar que Hildreth arruinara su buen humor, así que se tragó la respuesta sarcástica que le iba a dar y se conformó con dedicarle a la germana un gesto que era mitad sonrisa burlona, mitad expresión de desdén. Dudó que la poco sensible guerrera se hubiera dado cuenta siquiera.
Las mujeres de la celda helena todavía estaban charlando sobre la victoria de Lisandra cuando esta entró.
—¿Cómo fue? —quería saber Penélope.
Lisandra se sentó en su cama. Pensó antes de responder, pero la verdad era innegable.
—Estuvo bien —dijo simplemente—. Por supuesto, no tenía miedo antes del combate. Estaba un poco tensa, quizá —reconoció ella—. Pero cuando estás ahí fuera... —Su voz se apagaba lentamente mientras revivía la batalla en su cabeza—. Nunca me había sentido tan llena de júbilo. Fue como si por fin hubiera encontrado un propósito. Os diré una cosa... —miró a sus compañeras a los ojos una a una—, no tenéis nada que temer.
—¿Te divertiste? —Thebe parecía incrédula y asqueada.
—Sí —admitió Lisandra—. Así fue.
La conversación se vio interrumpida cuando un esclavo de la arena apareció en la puerta. Consultó un rollo de pergamino que llevaba.
—¿Hay alguna Heraclea aquí?
Todos los ojos se volvieron hacia Thebe, que había ganado la discusión sobre el uso del augusto nombre.
—Debo ser yo —dijo ella con la mano levantada.
El esclavo asintió.
—Bien —dijo él—. No sé por qué no pueden llevar algún tipo de orden en estas listas. He estado yendo de un lado a otro en tu busca. Hoy es más complicado, porque hay muchas escuelas. Ya sabéis como es esto. Cada espectáculo tiene que ser más grande y mejor que el anterior. Y no es que la gente piense en la organización que supone este tipo de entretenimiento.
—Estabas buscando a Heraclea —interrumpió Thebe cuando el hombre hizo una pausa para recobrar el aliento.
—¡Oh! —Le decepcionó claramente que su forzada audiencia no estuviera dispuesta a escuchar más problemas—. Tienes que prepararte —dijo él—. Eres la siguiente en luchar.
—Gracias —dijo Thebe secamente. Miró a Lisandra que sonrió—. Bueno —murmuró la corintia—. Vamos allá.
Cuando empezó el combate, Lisandra entendió de verdad por qué los juegos de gladiadores eran un fenómeno tan grande y fascinante para la gente en todo el Imperio romano. Era emocionante ver a dos personas luchando cuando había tanto en juego. La excitación era, por supuesto, diferente cuando una no participaba en la lucha, aunque no menos apasionante, incluso más quizá. Ahora se daba cuenta de por qué la gente apoyaba a algunos luchadores, después de seguir su trayectoria hasta el punto de ser obsesivo. Aunque se consideraba cautelosa por naturaleza, Lisandra se vio a sí misma animando y dándole consejos a Thebe junto con las otras. Se defendía de cada corte, se estremecía cada vez que se salvaba por poco y gritaba cada vez que Thebe atacaba.
Thebe estaba luchando de thraex contra una delgada retiaria egipcia, armada con una red y un tridente. Era un combate de velocidad. Las dos mujeres vestían ligeras y podían dar saltos por la arena, sin el estorbo de una armadura ni de un casco. La lucha se disputaba con furiosa rapidez. El contorno de las extremidades de las mujeres se desdibujaba cada vez que la una luchaba para marcar a la otra.
La egipcia lanzó la red al comienzo del combate, pero Thebe había esquivado las cuerdas enredadoras y se había agarrado a la otra mujer, lo que hizo que esta tuviera que usar su tridente de vara y no de arma punzante. Esto anuló la ventaja de alcance que se suponía que daba el arma enastada.
Resultó ser decisivo.
En medio de un intercambio feroz, Thebe consiguió desarmar la defensa de su oponente y con su espada atravesó el pecho de la otra mujer, lo que hizo que el combate terminara bruscamente. La egipcia se cayó hacia atrás y murió antes de llegar al suelo.
La multitud estalló ante la muerte limpia y aclamó a Heraclea en alto, aunque Lisandra notó que no lo hacían tan alto como a ella. No era de sorprender, pensaba ella, porque sabía que era mejor luchadora. Aun así gritó de alegría con el resto.
Con las piernas visiblemente temblorosas, Thebe volvió a la Puerta de la Vida. Tenía la cara pálida.
—¿Y bien? —preguntó exultante Lisandra.
La respuesta de Thebe fue un vómito repentino.
Los combates continuaron hasta bien entrada la tarde. Las luchadoras de Balbo lo hicieron bien y no hubo ninguna baja. Cuando empezó a oscurecer, se encendieron antorchas alrededor de la arena, lo que señaló el fin del combate de las gladiadoras y que empezaba el de verdad con los gladiadores. A las mujeres helenas no les interesaba esto. Ya habían tenido suficientes emociones por ese día, que había sido igual de excitante para las que luchaban como para las que miraban.
Lisandra esperaba que a ella y a sus compañeras las encerraran en las celdas, pero se sorprendió cuando no fue así. Como la arena y las prisiones adyacentes estaban fuertemente vigiladas por legionarios y los ex gladiadores que habían contratado, al curator y a los dueños de las diferentes familias no les importaba que sus guerreros deambularan por las zonas anexas.
Thebe se recuperó de su conmoción con los cuidados y atenciones de Danae. La ateniense se estaba convirtiendo rápidamente en la confesora de las mujeres helenas. Aunque Lisandra consideraba que su presencia era una inspiración para sus compañeras, no era tan sensible como Danae a las necesidades más emocionales de las gladiadoras. No era culpa de ellas que tuvieran esas debilidades, no todo el mundo podía ser espartano.
Como no tenía mucho más que hacer, Lisandra decidió ir en busca de Eirianwen. Aunque el furor de la victoria estaba empezando a disminuir, la cercanía de la muerte había despertado en ella otras necesidades y sabía que el contacto con la britana saciaría el deseo sexual que ahora sentía y que ardía lentamente dentro de ella. Se coló a través de los pasillos abarrotados de la prisión y observó que a pesar de la indulgencia de los promotores, los gladiadores y las gladiadoras estaban separados. Sabía que esto sería frustrante para Penélope, ya que la pescadora no había dejado de exponer a todo el mundo la destreza erótica de su gladiador, a quien, al no saber su verdadero nombre, llamaba «Caballo».
—¡Lisandra! —La voz de Cativolco resonó desde la muchedumbre. La espartana se detuvo y miró a su alrededor en busca del rostro amigo. El atractivo galo se abría paso a través de la multitud de gladiadoras, quienes le manoseaban y le hacían proporciones deshonestas, mientras él sonreía y se reía. Al ser un entrenador, no estaba sujeto a las reglas de segregación y el hecho de que se estuviera paseando con el torso desnudo aumentaba la atención que estaba recibiendo. Cuando se acercó a Lisandra, esta fue objeto de insultos por parte de las gladiadoras, que creían que sería ella ahora la destinataria de las demandadas atenciones del hombre.
—Me alegro de que estés bien —le dijo él.
—Nunca estuve preocupada —le dijo ella sinceramente. Se giró y empujó a una bárbara empapada en alcohol de un banco de piedra y se sentó. La bárbara cayó al suelo con un quejido y se tiró un sonoro pedo.
—Deberías —dijo Cativolco cuando se sentó a su lado—. No es un juego.
Lisandra reprimió una respuesta airada. Era un tanto frustrante que los entrenadores la amonestaran. Sobre todo porque no lo había hecho nada mal.
—Soy consciente del exceso de confianza en uno mismo —dijo ella con una amabilidad que era poco menos que sincera—. También soy consciente de mis habilidades y tengo fe en ellas. Me han entrenado desde que era joven para esto, Cativolco.
El la miró por un momento.
—Estaba preocupado por ti, Lisandra. No eres como las otras, eres especial.
Ella asintió pensativa.
—Sí, he llegado también a esa conclusión. Por supuesto, no se lo digo a las otras: la humildad es una cualidad admirable. Sin embargo, no se puede negar que soy afortunada. Los dioses me han dotado bien y por eso lucho en su honor.
—No, quería decir que eres especial para mí. Nunca había sentido esto por nadie antes.
Lisandra frunció el ceño. No se esperaba que él fuera a espetarle sus sentimientos. Por supuesto, se había dado cuenta de que estaba enamorado de ella. Sabía que su belleza y carisma había causado un gran efecto sobre él, pero esperaba que su disciplina le impidiera hablarle de su atracción. Que él hubiera optado por decírselo era embarazoso: hubo un instante en el pasado en el que ella pudo haber considerado sus insinuaciones, pero sabía que solo había sido un sentimiento pasajero.
—He ahorrado dinero —siguió Cativolco—. No mucho, pero en un año o dos podré comprarle nuestra libertad a Balbo. Podríamos irnos de Caria y volver a Galia. Seré un buen hombre para ti, Lisandra, si me dejas. Soy joven y fuerte, criaría ganado y haría una casa. No te faltaría de nada.
—Cativolco... —Lisandra le puso la mano en el brazo y vio que la esperanza y el amor brillaban en sus ojos y estaba a punto de esbozar una sonrisa. Pensó que sería difícil al no tener experiencia alguna en este campo de batalla.
—No te quiero —dijo ella sin rodeos. En cualquier caso, era la manera espartana. Pero Lisandra no estaba preparada para ver cómo podía afectar una afirmación tan simple a alguien. Pudo observar el dolor en su rostro mientras hablaba y sintió su pena tan agudamente como si fuera la suya propia—. Lo siento —añadió ella. Intentaba ser dulce—. Eres mi amigo, mi compatriota, mi compañero de armas. Pero no siento lo mismo por ti.
Cativolco bajó la vista y negó con la cabeza.
—No debería habértelo dicho —dijo él con la voz quebrada. Lisandra esperaba que no estuviera a punto de llorar, porque eso haría que lo despreciara—. Te he avergonzado.
Era verdad, pero pensó que sería descortés mencionarlo.
—No sería una buena esposa —dijo ella para intentar quitarle hierro a una situación que se había hecho insoportable—. Has oído hablar de la cocina espartana, ¿no?
Cativolco, abatido, negó con la cabeza. Ni siquiera quería mirarla a los ojos.
—Bueno —dijo ella—. En la agogé teníamos una dieta que se llamaba sopa de sangre. Es negra, hecha de carne de cerdo, vinagre y sangre de cerdo. Una vez, un forastero vino a Esparta y, después de probar la sopa, declaró que ya sabía por qué los guerreros espartanos estaban tan dispuestos a morir. Es la única comida que sé hacer y creo que no te hará feliz.
—La comería todos los días si eso significara que podríamos estar juntos —dijo él, lo que Lisandra creyó que era bastante patético. Le parecía que los hombres eran como niños: cuando no podían tener lo que querían, se enfurruñaban.
—No pienses más en ello, amigo mío —le propuso ella—. Siento cariño por ti, pero no es amor.
—Pero ese cariño puede crecer. —Se giró para mirarla—. Muchas veces un hombre y una mujer se unen cuando son jóvenes y el amor crece entre ellos. Eso nos podría pasar a nosotros.
Ya era suficiente.
—He dicho que no. Si sintieras lo que dices por mí, no continuarías por ese lado —dijo ella con voz tensa—. Mi lugar está aquí. En la arena. No seré la mujer de ningún hombre, Cativolco.
Vio como su cara se ponía roja cuando la irritabilidad dio paso a la ira. Lisandra arqueó las cejas, lo que cortó cualquier arrebato por parte del galo herido. No quería que hubiera palabras duras entre ellos. Se puso de pie y le dedicó una sonrisa tensa.
—Eres un buen amigo, Cativolco. Me olvidaré de esto si tú también lo haces.
Él asintió, se encogió de hombros y volvió a mirar al suelo. Lisandra se dio la vuelta sin decir nada más. Había hecho lo posible para no herir sus sentimientos; para empezar, era culpa de él, por haberse acercado a ella. Sin duda, no podía ser responsable de los deseos de él. Que se enfadara.
Estaba segura de que con el tiempo lo superaría.