Capítulo 54

—¿Estás segura? —Thebe miró seria a Lisandra—. Es que es tan bonito. —Estoy segura.

Las dos mujeres, acompañadas por Varia, estaban en la celda de Lisandra. Por encima de ellas, podían oír la vibración rítmica de la multitud, los alaridos sordos de la turba.

—Nunca te había molestado antes. —Ahora es diferente —dijo Lisandra bruscamente. Thebe se encogió de hombros.

—Muy bien. —Cogió el pelo de Lisandra y, con unas tijeras de bronce, cortó un enorme mechón. El negro pelo cayó al suelo, donde lo recogió Varia—. Te lo dejaré corto —dijo ella—. No vas a salir ahí fuera pelada, Lisandra. —Corto está bien —murmuró la espartana—. Date prisa.

—Estás preparada para esto, Sorina. —Teuta masajeaba suavemente los músculos de los hombros de la amazona, para relajarlos—. Has sido una guerrera toda tu vida, desde el momento en que naciste hasta ahora. Siempre has sido la mejor, jefa. Que odies a tu enemigo honra a los dioses; que tu enemiga sea Lisandra no es nada. Solo es otro cuerpo, otra víctima de tu espada. Morirá.

—De eso estoy segura —dijo en voz baja Sorina.

Trajano aplaudió educadamente cuando la gladiadora caria despachó a su adversaria en el momento que se lo indicaron. Se dirigió a Frontino.

—Debo decir, gobernador, que estoy impresionado. Estos juegos han sido una deliciosa revelación. Aunque soy de la opinión de que estas mujeres que tanto apoya son una adquisición excitante, pero no tienen la fuerza ni la habilidad de los gladiadores de verdad.

Frontino se encogió de hombros, y su respuesta fue algo altiva.

—La turba parece disfrutar de los dos por igual. —Hizo un gesto hacia el mar de rostros que los rodeaban—. ¿No cree?

Trajano asintió con desdén.

—Estoy de acuerdo. Pero tengo que decir que estas mujeres que tienes aquí son mejores de lo que se puede ver en Roma. —Se había terminado la competencia velada—. Creo que el emperador estará muy contento con el espectáculo del año que viene si se parece a este. Se lo diré —dijo él finalmente.

Frontino guiñó un ojo.

—Todavía no ha visto lo mejor —dijo él—. Pero gracias.

Trajano le hizo un gesto a Diocles para que les sirviera.

—De nada, amigo mío —dijo él.

Y dirigió de nuevo su mirada a la arena.

Lisandra estaba sola. Después de que Thebe le hubiera echado el aceite, y les había dicho a ella y a Varia que se fueran. Pronto estaría bajo la mirada de la multitud, pero ahora necesitaba soledad. Miró a la pequeña estatuilla de Atenea que tenía encima de su cama. Los rasgos inmóviles de la figura de mármol parecían haberse quedado estáticos en una enigmática media sonrisa.

—Quédate conmigo esta noche —susurró ella.

Se pasó una mano, arrepentida, por su pelo corto. En la Hélade era señal de duelo, y se dio cuenta de que, si salía victoriosa, estaría de luto. Porque si Sorina caía, ya no habría ninguna causa por la que luchar. Habría demostrado, sin lugar a dudas, que era superior. Que era espartana. Que era la mejor.

¿Pero después de eso? Siempre habría otras como ella, se daba cuenta. Siempre otra que querría demostrar que podía vencer a la mejor. Al final, sabía que cuando Sorina cayera, ella se convertiría en Sorina.

La gladiatrix prima. A la que había que vencer.

Estar en este lugar era su destino, como Telémaco le había dicho. Pensar en el sacerdote ateniense hizo que sonriera. Brevemente se preguntó si estaría ahí fuera, entre la turba salvaje, si habría venido a verla en la prueba más importante de su vida. De alguna forma, sabía que sí.

Sorina se miró en el espejo de bronce. No había señal alguna del paso del tiempo en su cuerpo. Vestida solo con el subligaculum, vio que sus pechos eran más imponentes, más firmes de lo que habían estado en años. Los músculos del estómago se le marcaban, como si de una estatua romana se tratara.

También estaba a solas con sus pensamientos. Sintió que el peso que sentía desde la muerte de Eirianwen era más ligero. La maldición de Morrigan, que la hija del druida predijo hacía tanto tiempo, se había pasado. Al mirar atrás, se dio cuenta de que en verdad el odio la había vuelto loca. Se había obsesionado. La había apartado, la había marcado de forma indeleble. Pero ahora sentía que la locura había desaparecido.

Solo permanecía el odio. Dejaría que este ardiera dentro de ella solo un día más. Hasta que Lisandra cayera. Entonces dejaría que se fuera y llegaría su paz. Ella sabía que este sería su último combate, aunque tuviera que mutilarse para escapar de la arena. Balbo no tendría ni voz ni voto en eso. La elección, al fin, sería suya.

—Ya es hora.

Levantó la mirada y vio la figura achaparrada de Tito en la puerta.

—¡Centurión! —Una sonrisa espontánea apareció en el rostro de Sorina—. Pensaba que estabas en el ludus.

—Estaba —contestó él—. Pero no me podía perder esto, Sorina. Mucho se ha dicho y hecho en estos últimos meses. He venido a desearte buena suerte. A las dos —añadió él—. Ganará la mejor, y eso es lo único que deberías desear y esperar.

—Entonces ganaré yo. —Se puso de pie—. Vámonos.

Lisandra caminó hacia la luz. A su paso, cesó el bullicio de los pasillos. Sus amigos estaban allí, como también lo estaban Balbo, Vara y Cativolco. Observó que el galo había traído a Doris con él. A su lado estaba Telémaco, que había venido a verla como ella sabía que lo haría. Se estaba preguntando por qué habían venido todos a su lado de la arena, cuando sintió movimiento cerca de ella.

Tito surgió de la oscuridad, flanqueado por Sorina. Como ella misma, la dacia estaba desnuda, excepto por la pampanilla, y su cuerpo aceitado brillaba a la luz de las antorchas. Se puso tensa, pero la otra mujer no hizo ningún movimiento de agresión. Tenía la mirada inexpresiva y centrada.

Tito llevó a Sorina al lado de Lisandra, y le indicó la Puerta de la Vida.

—Así —dijo él mientras ponía las manos sobre los hombros de ellas— es como tiene que ser. Suerte a las dos.

Las empujó con suavidad, y las dos mujeres avanzaron al mismo paso.

El túnel vibraba con el clamor de la multitud, tan familiar para ellas dos, aunque diferente esta vez. Caminaron hacia la luz a la vez, y los vestigios de Lisandra y de Sorina se desprendieron de ellas. La puerta se abrió y la cacofonía de la turba expectante las inundó. Alrededor de ellas, se extendía la bestia, con hambre del festín que estaba por llegar.

Cuando entraron en la luz, la multitud bramó con ansia al verlas. Lisandra y Sorina se quedaron dentro. Ahora solo eran Amazona y Aquilia.

Gladiadora
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