Capítulo 17

El séquito incluía unas veinte mujeres del ludus. Cuando las subieron a los carros de prisioneros, Lisandra observó que muchas de las mujeres pertenecían al grupo de principiantes. Al parecer, Lucio Balbo quería probar su nueva mercancía bajo las circunstancias más duras e, indudablemente, tendría la esperanza de que las más débiles fueran sacrificadas pronto.

Las mujeres fueron agrupadas por rango y nacionalidad. Lisandra acabó en el carro de más atrás con las helenas. Mientras se sentaba en el suelo de paja, vio que Eirianwen se dirigía al carro de delante. La hermosa siluriana se detuvo y se acercó a la jaula de las helenas.

—Buena suerte —dijo ella. El comentario iba dirigido al grupo, pero no apartó los ojos de Lisandra. Ella respondió con una sonrisa. Su corazón le latía frenéticamente. Se sentía culpable por las ilícitas fantasías que había tenido con esa mujer. Los ojos de Eirianwen la miraron un poco más y después se fue para desaparecer en el grupo de luchadoras.

—Has hecho una amiga —comentó Danae cuando Lisandra se volvió a sentar en la esquina del carro.

—Hemos hablado una o dos veces —reconoció Lisandra con cuidado—. Es bastante afable para ser una bárbara.

—También peligrosa. —Danae puso una expresión perspicaz—. Una excelente luchadora.

Lisandra le dedicó una media sonrisa.

—Todas somos unas luchadoras peligrosas, Danae.

Poco después, la carreta dio una sacudida y la caravana se puso en marcha. Apenas nadie habló durante un tiempo, algo que Lisandra agradeció. Había pedido permiso (y se lo concedieron) para poder llevarse con ella el caja de libros al viaje hacia Halicarnaso. Mientras la comitiva se movía sinuosa y muy lentamente hacia la ciudad, Lisandra de ninguna manera quería volver a encontrase con el monótono y asolado paisaje cario y, por ese motivo, se entretuvo leyendo a Cayo Mario mientras las otras mujeres charlaban. Sin embargo, cuando el sol llegaba a su cénit, el parloteo inicial cesó.

—¿Qué lees? —quiso saber Thebe.

Lisandra hizo una mueca, ya que odiaba que la interrumpieran cuando estaba estudiando. Se tragó una contestación punzante a la intromisión y levantó la mirada.

—Un manual de tácticas —contestó secamente.

Thebe arrugó la nariz.

—Qué aburrido. ¿Por qué lees eso?

Lisandra suspiró y dejó el pergamino sobre su regazo.

—En el templo, nos enseñaron tácticas, además de artes marciales. Cayo Mario fue un genio militar y su libro es una lectura interesante. —Danae no parecía convencida—. Tengo aquí a Homero, si queréis leerlo —les ofreció Lisandra.

—No leo muy bien —dijo Danae—. De niña leía, pero mi marido no quiso que lo hiciera. Decía que la lectura era para las hetairai.

—Eso es absurdo —bufó Lisandra—. ¡Leer no es solo para las cortesanas!

—Yo tampoco sé leer —admitió Thebe. Mientras hablaba, las otras mujeres asintieron.

—Supongo que si nunca habéis leído, los libros no son importantes.

Lisandra centró de nuevo su atención en el rollo de pergamino. A pesar de su intención de subir el nivel de educación entre las mujeres, en ese momento estaba más interesada en leer sola. Se hizo un silencio absoluto en el carro, roto solo por el crujir de la madera. Levantó la vista una vez más y vio que todas la miraban. Suspiró.

—¿Queréis que os lea?

Las mujeres asintieron.

—Bueno —dijo Lisandra—, este libro detalla la estructura y las tácticas del ejército romano, desde el contubernalis11 hasta una legión entera. —Las mujeres pusieron caras largas con este comentario—. Pero supongo que preferiríais oír la Ilíada —añadió ella. De nuevo, todas asintieron.

Lisandra enrolló el pergamino de Mario para leerlo más tarde. Se echó hacia atrás y cerró los ojos. Se sabía el texto de memoria.

—«Canta, oh diosa, la cólera del Aquiles, hijo de Peleo...» —recitó ella con la voz entonada.

Durante el resto del viaje, Lisandra narró las grandes hazañas a las mujeres y llegó a la conclusión que la oratoria era la mejor forma de introducirlas en la literatura. No era tedioso porque le gustaba cantar. En el templo de Atenea, se valoraba una buena voz y Lisandra consideraba que la suya era de excelente calidad. Mientras cantaba, dedicaba agradecimientos silenciosos a la diosa por dotarla de tantos dones.

Estos relatos ayudaron a que los días pasaran rápido para las mujeres, pero, a medida que se acercaban a la ciudad, Lisandra notaba que sus compañeras hablaban menos, y que la tensión y la melancolía las rodeaban. La caravana paró a unos tres kilómetros de los muros de Halicarnaso y los guardias comenzaron a montar el campamento. Como el sol todavía estaba en lo alto del cielo, esto parecía totalmente ridículo y Lisandra se lo comentó al guardia macedonio a quien había reconocido.

Este se detuvo cuando pasaba al lado de la jaula y sonrió.

—¿No sabes el jaleo que se monta con la llegada de los gladiadores? —le preguntó él.

—Obviamente no. —Lisandra le lanzó su mirada más imperiosa. Era degradante tratar de encontrar algo de inteligencia en alguien tan imbécil.

—Bueno... —El macedonio se agachó y arrancó una hoja que empezó a mascar. Lisandra lo consideró apropiado, ya que le daba un aire de pueblerino, y eso eran los macedonios—. Es una locura —dijo él después de un tiempo.

—Tu capacidad para la descripción es épica —se burló Lisandra.

El hombre no captó la ironía.

—Lo que quiero decir es que la gente se vuelve loca. Es como si llegara el mismísimo emperador. Provoca toda clase de caos en el tráfico, como te puedes imaginar. La gente se arremolina alrededor de los carros y nadie puede moverse en horas. Eres nueva y nunca has visto el furor. Aman a los gladiadores. Y a las gladiadoras —añadió rápidamente—. Así que entramos por la noche.

—Entiendo. —Si era eso lo que pasaba, entonces era prudente evitar atraer demasiada atención. No había nada peor que la gente cuando actuaba de manera desordenada.

—También cubrimos los carros con una tela, por si acaso.

—Qué considerados.

—Hasta luego, Lisandra. —El hombre sonrió y ella observó con asco que tenía un hueco en los dientes de delante. Se alejó tranquilamente, mientras mascaba todavía el tallo de la hoja.

Lisandra transmitió el motivo de la interrupción del viaje a las otras mujeres. Les contó la historia de Orion, el Cazador, para pasar el rato. Pronto, el día se hizo noche. Como no tenían mucho más que hacer, las mujeres prepararon las mantas para intentar dormir unas horas. Hacerlo cuando los carros estuvieran en movimiento sería imposible.

—Gracias por las historias —dijo Thebe mientras se tumbaba.

—No ha sido nada. —Lisandra sonó un poco altiva, incluso a sí misma.

—Por lo menos mantuvo nuestras mentes ocupadas. Todas tenemos miedo, ¿verdad? De la arena. De lo que pueda pasar.

—Los espartanos no le tenemos miedo a nada —entonó Lisandra. Su respuesta fue instintiva.

Thebe resopló con sorna.

—¡Y una boñiga de caballo! Sabes, Lisandra, que ninguna de nosotras se cree tu pose impasible. Eres como nosotras y todas estamos asustadas.

Lisandra se incorporó. Había tomado una decisión. Estas mujeres no eran como ella. A pesar de lo que pensaban, necesitaban que alguien las guiara y tenían mucha suerte de que Lisandra estuviera entre ellas. De nuevo, vio la verdad de las palabras de Telémaco; sí que había un propósito divino en el hecho de que estuviera ella allí.

—Juntaros —dijo ella.

Las mujeres helenas formaron un círculo con las piernas cruzadas. Se podía oír las voces bajas de los guardias, el crujir de las hogueras que rodeaban la caravana y el sonido lastimero de una flauta. En el crepúsculo, Lisandra se imaginaba que así debió de ser la víspera de la batalla de las Termopilas, cuando Leónidas reunió a sus guerreros a su alrededor.

—Escuchadme —dijo ella—. El miedo es un pensamiento, no un sentimiento. Solo existe aquí. —Se golpeó ligeramente la cabeza—. Olvidaros del miedo. Agarrota las extremidades y entumece los tendones y, si se apodera de vosotras, todo lo que hayáis aprendido en el ludus habrá sido para nada. Todas sabéis que yo fui sacerdotisa y que me entrenaron desde joven para luchar. —Hizo una pausa y miró a los rostros oscuros y asustados. Aguantó la mirada de cada uno de ellos por unos instantes—. Os diré una cosa. Os he visto entrenar y todas vosotras podríais defenderos bien en el templo de Atenea. —Esto era una mentira flagrante, pero Lisandra la consideraba necesaria. Estas palabras tuvieron el efecto deseado y sintió que la tensión había disminuido considerablemente.

»Mi experiencia me dice que el entrenamiento que hemos recibido de Vara, Cativolco y sí, incluso de Nastasen, es excelente. Ha sido duro y extenuante, y con frecuencia cruel. Pero era necesario. Para forjar la carne para crear a la luchadora extraordinaria, hay que golpear esa carne con fuerza. Vuestro entrenamiento ha hecho que vuestras reacciones os sean naturales. Recordad: luchar, desde el combate cuerpo a cuerpo a la lucha de poderosos ejércitos, no es un arte. Es una ciencia. Tiene sus teoremas, sus verdades, sus aplicaciones. Al final, las tácticas superiores siempre ganarán a la fuerza bruta. Vuestras lecciones, si están bien aprendidas, os mantendrán con vida y enviarán a vuestros enemigos al Hades.

—¿De verdad que lo crees, Lisandra? —susurró Penélope, la pescadora.

—Sé que es verdad —dijo Lisandra en voz baja, mientras asentía con la cabeza y de nuevo miraba a las mujeres a los ojos.

—Es la arena, Lisandra —afirmó Danae con tono grave—. No conocemos a la gente contra la que vamos a luchar. Puede que nos maten.

—Puede que sí —asintió Lisandra—. Pero solo si es nuestra hora y nada puede cambiar eso. Pero desde luego, no vamos a caer derrotadas por el miedo —añadió ella con desprecio—. Solo lo haremos si los dioses han decidido que muramos y, entonces, lo haremos en su honor. Pero no creo que vaya a ser así. Creo que haremos caer a nuestro enemigo como cae el trigo con la guadaña. —Se calló para que asimilaran sus palabras y que meditaran lo que acababa de comunicarles—. Ahora dormid —ordenó ella—. Y no penséis en lo que os deparará el futuro. Confiad en la diosa.

Lisandra rompió el círculo y volvió a su esquina. Se echó la manta encima. Una a una, las demás se tumbaron. Aparentemente, sus palabras las había tranquilizado. Sonrió ligeramente mientras el sueño la invadía. Si había alguna duda sobre quién era superior entre ellas, ya había sido disipada. Viniera lo que viniera, sabía que ahora la verían como a una líder y que, pronto, otras también.

Era justo que ocurriera así.

Entraron en la ciudad en silencio. La caravana se abría camino por las calles de Halicarnaso. El aire nocturno se había vuelto frío y no pocas de las mujeres, que se habían despertado por el movimiento de los carros, temblaban ligeramente. El tiempo avanzaba muy lentamente en el mundo de las tinieblas, entre el crepúsculo y el amanecer, pero finalmente el séquito llegó a la arena y, casi con precisión militar, dejaron a las mujeres en prisiones construidas especialmente para ese momento, que estaban situadas alrededor y debajo del complejo de la arena. Las celdas eran grandes y las mujeres se sorprendieron al ver que también eran cómodas. Indudablemente, el alojamiento era preferible a las diminutas celdas en las que dormían en el ludus. Exhaustas del incómodo viaje, se durmieron. Algunas de las compatriotas de Lisandra se quedaron despiertas charlando hasta bien entrada la noche, por lo que les llamó la atención para que se fueran a dormir. Les dijo que iba a ser un día duro.

Nastasen y Vara las levantaron mucho más tarde de lo normal y las metieron apresuradamente en un gran patio; les ordenaron que se quitaran las túnicas sucias y les echaron agua. La mañana ya era cálida y el agua fría sirvió para reavivarlas y vigorizarlas.

—No es tan bueno como un baño —se rió Nastasen—. Pero tenéis que tener vuestro mejor aspecto para el desfile.

—¿Un desfile? —Lisandra miró a Danae, que se encogió de hombros.

—No es que salgáis ya. Evidentemente, la gente ha venido a ver a los luchadores. Vosotras caminareis detrás de ellos.

Lisandra vio a Sorina, que escupió en el suelo al oír estas palabras. Nastasen empezó a caminar delante de la fila de mujeres y a lanzarles ropa limpia a las manos.

—Talla única —dijo él—. Incluso os hemos comprado unas sandalias para que no os golpeéis vuestros pequeños dedos.

El nubio le dio una túnica de un color verdoso a Lisandra, quien la levantó con mirada crítica.

—¿No tienes una roja? —preguntó ella.

Nastasen se paró en seco y se dio la vuelta.

—¿Por qué? —dijo él después de un tiempo con sus ojos oscuros centelleantes.

—Los espartanos llevamos rojo, Nastasen.

El entrenador parecía que lo estaba meditando.

—¿De verdad? —Levantó la barbilla, lo que indicaba a Lisandra que le tirara la túnica verde—. ¡Jodidos espartanos! —murmuró él y siguió repartiendo la ropa mientras Lisandra se quedaba desnuda.

Llevó algún tiempo, pero, con la ayuda de Vara, todas las mujeres tuvieron su nueva indumentaria, excepto Lisandra que se había quedado sin ella. Aunque no sentía vergüenza por estar desnuda, sabía que Nastasen lo había hecho para humillarla y lo sintió intensamente.

—¿Sabéis? —dijo Nastasen, que se pavoneaba delante de ella, en voz alta—. A nuestra espartana no le gusta la túnica que elegí. Qué mal. —Se giró y la miró lascivamente—. De todos modos, no van a decir de mí que no soy razonable.

Esto provocó la risa burlona de todas aquellas mujeres que no estaban en su campo visual. La enemistad entre entrenador y luchadora era bien conocida en el grupo.

—Así que nuestra espartana caminará por las calles desnuda. Gymnos —añadió él en griego. Se acercó a ella—. A no ser que quieras darme algo para que cambie de opinión —susurró él. Alargó su gran mano para acariciarle el muslo. Sus fosas nasales se ensancharon al ver que Lisandra se sobresaltó cuando la tocó y movió la mano hacia arriba.

—No lo hagas. —La voz de Lisandra era fría.

—Creo que te gustaría —gruñó Nastasen, mientras acariciaba el escaso vello púbico que tenía bajo sus dedos.

Eso fue demasiado. Lisandra vio que perdía los estribos y embistió contra la cara del entrenador con la frente. Sintió el gratificante crujir de la nariz de Nastasen al hacerse añicos. Este gritó de dolor y retrocedió tambaleante mientras se tapaba la cara con las manos. La sangre manaba de entre sus dedos. Las mujeres vitorearon con entusiasmo esta rebelión.

—¡Te mataré! —dijo el nubio entre dientes, y sacó su vara. Lisandra salió de la fila y vio que estaba más que dispuesta a la confrontación. Nastasen soltó un alarido y se abalanzó sobre ella con la vara cortando el aire. Lisandra se echó atrás para evitar los violentos golpes de la vara y contraatacó con una patada que alcanzó al furioso entrenador en el estómago. Pero esto no detuvo al poderoso guerrero. En un abrir y cerrar de ojos, estaba encima de ella. Con su enorme peso la sujetaba al suelo y con la vara le aprisionaba el cuello.

—¡Y ahora qué! —aulló él. Echaba saliva por la boca.

Lisandra no se podía mover, Nastasen la tenía inmovilizada. Intentó empujar fuertemente con las caderas para quitárselo de encima, pero pesaba demasiado. Podía sentir cómo su sangre le bombeaba en los oídos y empezó a ver manchas blancas.

De repente, las manos de Nastasen ya no estaban encima de ella y Lisandra se alejó rodando, con arcadas y asfixiada. Miró a su alrededor para ver dónde estaba el entrenador y observó que él también había caído al suelo mientras se agarraba un lado de la cara. Cativolco estaba allí con su vara en la mano. En algún lugar pudo oír que Vara llamaba a los guardias.

—¡Déjala en paz! —gritó Cativolco, que se había puesto entre ella y el nubio. Nastasen se puso de nuevo de pie y estaba a punto de echarse encima de su compañero. Los guardias de la prisión habían llegado corriendo y, aunque ninguno de ellos podría con Cativolco o con Nastasen por tamaño y fuerza, fueron suficientes para separarlos.

Vara estaba furioso y saltaba de un lado a otro.

—¡Qué te crees que estás haciendo! —Estaba fuera de sí—. ¡Estúpido bastardo! —Se dirigía a Nastasen.

El nubio, a quien todavía sujetaban los guardias, rugía e intentaba zafarse. Eso ya hartó a Vara.

—¡Atadlo! —ordenó a los guardias.

Solo había una forma de someter al enorme guerrero, la más básica: llovieron golpes sobre el cautivo, propinados por los guardias, que lo dejaron sin fuerzas, para, a continuación, tirarlo al suelo y allí ponerle los grilletes.

Cativolco se escapó de sus captores y fue corriendo a ver a Lisandra. Con suavidad, le levantó la cabeza del suelo y la meció con igual cuidado que a un niño.

—¿Estás bien? —preguntó él. Sus ojos verdes denotaban preocupación.

—Solo quería una túnica roja —dijo Lisandra con la voz ronca, mientras se frotaba el cuello con cautela.

—¡Apártate de ella!

Vara le lanzó una patada al trasero de Cativolco. El galo se dio la vuelta enfadado, pero Vara levantó la mano.

—¡No lo hagas! Ya tenemos bastantes problemas ahora.

Entonces, empezó a gritar a los guardias para que vinieran a buscar a Nastasen y a la mujer para meterlos en las celdas.

—No estoy herida —dijo Lisandra—. De verdad, Cativolco, estoy bien.

Cativolco le sonrió dulcemente y la ayudó a levantarse. Cuando se pusieron de pie, no dejaba que se fuera, se negaba a dejar de sentir el contacto de la piel de ella contra la de él.

—Gracias —dijo simplemente ella.

Vara los separó de un empujón.

—¿Qué coño es esto? —Cativolco empezó a hablar, pero Vara lo interrumpió—. No, no quiero oírlo. ¡Fuera de aquí, Cativolco! Lo digo en serio. —El galo lo fulminó con la mirada, pero se fue—. Y tú... —Vara se giró hacia Lisandra con su vara en el pecho de ella—. Has causado suficientes problemas. ¡Vente conmigo!

Lucio Balbo, con los dedos juntos, miraba a la desnuda espartana que tenía delante de él. Vara había tomado la precaución de ponerle grilletes en las manos y los pies, y parecía totalmente una desafiante guerrera capturada.

—Le ha dado un cabezazo a Nastasen —dijo Vara—. Es una alborotadora, Balbo, y tú lo sabes bien. Este tipo de rebeldía puede ser contagiosa y antes de que te dieras cuenta tendríamos un motín.

Balbo le hizo un gesto para que se callara.

—¿Por qué? —le preguntó él directamente a ella.

—Intentó tocarme. En mis partes privadas. No somos putas, lanista, y no me gustaron las confianzas que se estaba tomando.

—Uno de los guardias dice que te negaste a ponerte la ropa que te daban, Lisandra. ¿Es cierto esto?

—Sí, es verdad —asintió ella—. Le pregunté a Nastasen si podía llevar una túnica roja. No pensé que iba a ser un problema. Es el color de Esparta.

Balbo se echó hacia atrás en su silla y miró al techo. Era un asunto sin importancia, pero Tito le había hablado del odio que sentía el nubio hacia Lisandra. Una simple petición que no debería haber tenido consecuencias se había convertido en una pelea entre el entrenador y la gladiadora. La orgullosa Lisandra y el estúpido Nastasen. Por derecho, debería crucificar a la chica delante de todo el grupo por su insubordinación.

Debería, pero no podía. Le acababa de costar veinte mil denarios y no podía clavar su inversión en un trozo de madera para que se marchitara y muriera. Además, la organización de Falco la había presentado en los combates preliminares como Aquilia de Esparta y Lisandra tenía cierta razón: todos sabían que los guerreros espartanos vestían de rojo. La cabeza de Balbo latía con fuerza. Ni siquiera podía castigarla, ya que iba a luchar al día siguiente y la matarían si su rendimiento se veía entorpecido por heridas recientes de azotes. Sopesó la idea de dejarla fuera del combate y sustituirla por otra, pero rechazó ese pensamiento rápidamente. Tenía que ver si la chica merecía su indulgencia.

Miró de nuevo a Lisandra.

—Lucharás mañana —le dijo—. De vuelta al ludus, recibirás veinte azotes por tu desobediencia. ¡Guardias! —Dos de sus hombres llegaron corriendo al oír su llamada—. ¡Llevadla a su celda! —ordenó él—. ¡Y dadle una túnica roja!

Vara se sentó delante del lanista.

—No sé qué hacer con ella —dijo él cuando ya se habían llevado a Lisandra—. Aunque creo que Nastasen lo estaba pidiendo a gritos. La odia.

—¿Y tú no? Con ellas, eres generoso con la vara. Y toquetear a las mujeres es una de tus principales técnicas de humillación.

—Las odio a todas y lo sabes. En cuanto a lo otro, eso solo ocurre al principio, para que sepan que son de nuestra propiedad.

Balbo inclinó la cabeza en señal de conformidad.

—¿Y Nastasen?

—Les dije que lo metieran en una celda para que se calmara. —Vara se encogió de hombros—. Le dio una buena paliza, pero creo que lo que tiene más magullado es su orgullo. Es Cativolco quien me preocupa.

—¿Y eso?

—Siente algo por Lisandra. Creo que siente cariño hacia ella. —Esto último lo dijo con desagrado.

Balbo soltó un profundo suspiro. Efectivamente, Lisandra estaba dando más problemas de lo que ella valía.

—¿Ha estado con ella?

La carcajada de Vara fue lasciva.

—Lo dudo —dijo él—. No creo que tenga nada en lo que entrar. Ya sabes a lo que me refiero. Sería mejor intentar pinchar a una estatua. Pero por la forma en la que actúa Cativolco sé que está enamorado de ella. Esto es lo que menos necesitamos, lanista. Habrá más problemas entre él y Nastasen por ella y la próxima vez puede que yo no esté cerca para impedirlo.

—Vara —dijo Balbo pesadamente—, no puedo enfrentarme a estos problemas el día antes del espectáculo.

—Quizá deberíamos ponerla en venta.

Enfadado, Balbo rechazó esta idea con un gesto de la mano.

—Lo hecho, hecho está. Se queda por ahora, Vara, pero el castigo sigue en pie. Pero quiero que vigiles a Cativolco. En realidad, es demasiado blando con las mujeres y si siente algo por Lisandra, va a ser a él a quien pongamos en venta.

* * *

Era una libertad artificial, pero libertad después de todo. Por primera vez desde su captura, Lisandra miró un mundo sin límites. Había guardias, sin duda, pero no había muros a su alrededor y fue liberador ver hasta donde sus ojos se lo permitieran.

El guardia macedonio le había dicho que la llegada del grupo de gladiadores causaba furor, pero no estaba preparada para la histeria pública que acompañó al desfile por la ciudad. El curator de los juegos había contratado a varias compañías de teatro que, aunque no era algo inaudito, sí era poco común. Así, el interés que despertaron fue espectacular.

Hacía un calor abrasador, pero ni siquiera el resplandeciente ojo de Helios había disuadido a la gente de salir en masa a las calles para ver a sus favoritos. Alineados a lo largo de la ruta del desfile, miles de ciudadanos bramaban y se lanzaban contra el delgado muro de contención formado por los legionarios que habían sido nombrados por el pretor urbano de Halicarnaso para controlar a la multitud. Aun así, a pesar de la muchedumbre, Lisandra pudo ver algo de la ciudad. A los ojos de Lisandra, Halicarnaso era una mezcolanza de formas. La arquitectura original de los carios había sido mejorada por los expatriados helenos y esta, a su vez, había sido arruinada por el estilo inferior de los romanos. El gran mausoleo, llamado así por el antiguo rey cario, Mausolo, era la gran atracción de la ciudad y, sin duda alguna, un edificio hermoso. Sin embargo, desgraciadamente parecía fuera de lugar entre la mezcla de estilos arquitectónicos. Era, pensaba ella, un lugar enemistado consigo mismo.

Lisandra sabía que las luchadoras no disfrutaban del mismo interés que los hombres, pero no pareció ser así cuando marchaban con las otras. A cada paso que daban, oía los gritos ensordecedores tanto de ánimo como de burla cuando la gente veía a los luchadores por los que habían apostado a favor o en contra. Como los demás, Lisandra llevaba un cartel con su nombre y su total en la arena: una victoria. De este modo, los partidarios ponían nombre al rostro y daban expresión a sus sentimientos descarnados. Además de esto, Lisandra oyó muchas propuestas de matrimonio en su paseo y un sinfín de las insinuaciones más íntimas.

No era la única que suscitaba tal interés. Al principio de su columna, Eirianwen era aclamada como a una diosa. A Lisandra no le sorprendía. No cabía duda de que la siluriana habría despertado la envidia en la misma Helena de Esparta. También aclamaban a Sorina: había sido tantas veces la victrix12que tenía una cohorte de acérrimos seguidores. Era agotador, pero excitante. La adulación de tanta gente era como un vino que se subía a la cabeza, tanto que Lisandra apenas pensó en la confrontación que había tenido con Nastasen. Aguantaría el castigo e intentaría olvidar el incidente.

El desfile terminó en el gran anfiteatro donde tendría lugar la tradicional fiesta de los combates preliminares para los participantes. Esta antigua tradición permitía a los luchadores un último trago de los placeres de la vida antes de la inevitable lucha. Lisandra vio lo irónico que era que este placer fuera disfrutado en el mismo estadio que recibiría la sangre de muchos de los que participarían en la fiesta. Aun así, el curator, Esquilo, no había reparado en gastos y el despliegue de comida era espléndido. Había mesas dispuestas en fila que casi gemían del peso de la comida y del vino. Había abundancia de frutas y dulces, muchos de los cuales Lisandra no pudo identificar, y en el aire se podía oler el aroma delicioso y penetrante de la carne. Eran también visibles los innumerables barriles de vino y de otras bebidas alcohólicas, y hacia allí se dirigieron la mayoría de las luchadoras.

Lisandra se asombró al ver que el patrocinador había gastado dinero incluso en músicos. Chicas flautistas serpenteaban por entre las mesas y, aunque sus melodías raras veces estaban en armonía, la estridente disonancia parecía de alguna forma ser perfecta para la fiesta. También se había pensado en la seguridad. Cada escuela tenía una zona claramente marcada para impedir que alguna luchadora demasiado entusiasta porque hubiera bebido de más quisiera resolver las disputas concertadas antes de la competición. Aunque separados, los gladiadores también estaban allí, algo de lo que Penélope estaba encantada.

Las mujeres helenas habían encontrado una mesa libre y se habían juntado como era costumbre.

—Os lo digo en serio —dijo Penélope con entusiasmo, mientras se comía un muslo de pollo—. He esperado este puñetero momento durante días. Esta noche voy a buscar un poco de acción aunque me mate. Sin riesgo, no hay diversión.

—Podrían matarte —comentó Danae—. Sabes que está prohibido.

La atenea arrugó la nariz cuando mordió el lirón relleno, que, según una de las chicas italianas, era un popular manjar romano.

—No me importa. —Penélope se encogió de hombros—. Solo porque la mayoría de vosotras se conforme con una lamida, a mí no me satisface. Habéis estado tomándoos tentempiés durante meses, yo quiero el plato completo: carne y verduras.

Las mujeres se partían de la risa y Lisandra descubrió que este último comentario le había dibujado una ligera sonrisa en la cara.

—¿Más vino? —Thebe extendió la mano para coger la garrafa. Lisandra alargó sinuosamente la suya y le dio un manotazo. Thebe se puso roja de ira.

—No seas tonta, Thebe —la amonestó Lisandra.

La corintia señaló a Eirianwen y a su círculo íntimo, que se estaban dando el gusto de beber la cerveza de sabor repugnante que ansiaban.

—Ellas están bebiendo y nosotras también deberíamos.

—¡Ellas son bárbaras! —espetó altivamente Lisandra—. Nosotras somos helenas. Nos basta con tomar vino en pequeñas cantidades, con agua, sobre todo esta noche. No me gustaría veros con una espada clavada en el estómago porque teníais la cabeza cargada de vino. —Se sintió un poco hipócrita al decir esto, porque era bien sabido que a ella la habían sacado inconsciente de la fiesta en el ludus. Sin embargo, nadie creyó apropiado sacar esto a relucir.

Al final de su comida, Lisandra se disculpó y se fue a la mesa de Eirianwen. Hizo un gesto con la cabeza a Sorina, quien la miró con frialdad cuando se sentó. Por su parte, los ojos de Eirianwen estaban algo achispados de beber su repugnante bebida.

—Lisandra. —Sonrió de oreja a oreja—. ¡Qué bien verte! —Su abrazo entusiasta hizo que Lisandra se pusiera un poco tensa. No estaba acostumbrada al afecto y la costumbre bárbara de tocarse unas a otras constantemente era desconcertante.

—He venido a desearos buena suerte. —Los ojos de Lisandra recorrieron la mesa—. A todas.

Sorina se apartó la copa de los labios.

—No la necesitamos —dijo ella bruscamente—. No somos novatas como tú y tus amigas.

Era típico de los bárbaros. A Sorina no se la podía culpar de su falta de educación, no había conocido nada mejor.

—Gracias, Lisandra. —Esto lo dijo la dimachaera iliria, Teuta. Levantó su espumosa copa para brindar por ello.

—Todas estáis bebiendo. —Lisandra observó lo evidente.

—Por supuesto. ¿Quieres cerveza? —Eirianwen se relamió—. Es egipcia. La mejor.

—No, gracias. No creo que sea acertado beber tanto antes de un combate.

¡Je, je! —soltó Sorina—. Esto lo dice la veterana de un combate y modelo de sobriedad. Perdóname por no reconocer tu gran experiencia.

—¿He hecho algo que te haya ofendido, Amazona? —preguntó Lisandra con cautela. No quería provocar otra pelea entre ellas.

—No eres lo bastante importante para ofenderme, chica —dijo Sorina con desdén—. Tú y todas esas —hizo un gesto hacia las mujeres helenas— sois solo carne para la arena. No es muy frecuente que una novata dure. Y tú no tienes lo que hay que tener.

—Estás borracha. —La voz de Lisandra era áspera—. Pero no hay necesidad de insultarme.

—Por supuesto que estoy borracha. Honras a tu dios cuando te emborrachas antes de un combate. Si eres sacerdotisa, deberías saberlo.

—Nosotras no honramos a Atenea cayéndonos por las esquinas en un sopor etílico. Es estúpido luchar con la cabeza embotada.

—Confías en tu diosa, ¿verdad? —Sorina colocó su copa entre ellas sobre la mesa.

—Naturalmente.

—Entonces, si es tu destino morir, no cambia nada que estés borracha o sobria, ¿no? Para ser una sacerdotisa, tienes muy poca fe.

Lisandra se levantó con el cuerpo tenso.

—He venido a desearos buena suerte, pero no me dejaré acobardar por una vieja bruja borracha que nada en alcohol y glorias pasadas.

Se fue airada antes de que Sorina pudiera contestar. Espiró para que saliera la ira de su cuerpo. De repente, le dolía la cabeza y decidió irse a dormir.

Por supuesto, la celda estaba vacía. Las otras mujeres estaban aprovechando al máximo la libertad que la fiesta les proporcionaba. Se quitó las sandalias y se sentó en la cama con la barbilla apoyada en las rodillas. Inevitablemente, dirigió sus pensamientos al día siguiente y a lo que este traería. No tenía miedo a la llegada del amanecer. Más bien tenía una fuerte sensación de expectación. El sacerdote ateniense había hecho bien en haberla retado. Una vida de entrenamiento no servía para nada si ese entrenamiento no se ponía a prueba. ¿De qué servía la espada más afilada si no se sacaba de su vaina? ¿Cómo podía alguien conocer de verdad el temple de una espada si no se comparaba con otra? Era indudable que vencería a su contrincante y que todos sabrían que una espartana era la victrix. Ese pensamiento la animó y sonrió ligeramente.

La puerta de la celda se abrió, lo que sacó a Lisandra de su ensoñación. Se giró rápidamente y vio la silueta de Eirianwen en la penumbra. Agarraba despreocupadamente una garrafa con una mano mientras hablaba con el guardia, con quien intercambió unas palabras. Se oyó el inconfundible tintineo de una moneda que pasaba de mano. Eirianwen entró en la celda y cerró la puerta detrás de ella.

—Te he traído un poco de vino —dijo ella. Sin esperar a que la invitara, se acercó a la cama y se sentó frente a ella.

Lisandra sintió como se le secaba la boca y que muchas mariposas revoloteaban como locas dentro de ella. De repente, tenía las manos frías y húmedas, y su corazón latía un poco más rápido.

—Esta noche no bebo —dijo ella, avergonzada de sus sentimientos.

—¡Tonterías! —Eirianwen le dio la garrafa—. He mezclado tres partes de agua y una parte de vino, como os gusta a vosotros los griegos.

Lisandra le sonrió. Le resultaba fácil perdonarle su uso del latín. Normalmente, que se refirieran a ella como griega lo vería ofensivo, pero, de boca de Eirianwen, no se lo parecía.

—Bueno —dijo ella mientras se encogía de hombros—. ¿Por qué no? —Sintió que la mujer la observaba mientras bebía y Lisandra no pudo mirarla a los ojos.

—No le hagas caso a Sorina —dijo Eirianwen en voz baja—. Es maliciosa cuando bebe. He venido a pedirte disculpas. Lisandra, creerás que somos unas bárbaras, pero nosotras también tenemos unas normas de... —Miró al techo mientras gesticulaba.

—Etiqueta —terminó Lisandra.

—¡Sí! —Eirianwen chasqueó los dedos—. Etiqueta. Sorina fue grosera, pero estaba borracha. Se arrepentirá de lo que ha dicho por la mañana.

Lisandra le pasó el vino.

In vino ventas, Eirianwen. No le gusto.

—No le gustan ni los griegos ni los romanos... No. —Negó con la cabeza—. No le gusta lo que representan los griegos y los romanos. La civilización, la ley del hombre, las carreteras rectas y las palabras de los filósofos. Todo esto va en contra de la Diosa Madre. No es natural y está mal ir en contra de la diosa.

—Yo soy sacerdotisa de Atenea —informó Lisandra. Mantuvo un tono suave y le sorprendió que no se viera ofendida por la teología de Eirianwen.

—A-te-ne-a —Eirianwen repitió la palabra desconocida—. Es tan griega... —Se rió un poco achispada—. Es típico de la civilización catalogarlo todo. A-te... ne-a es solo un aspecto de la Gran Madre. Como lo son vuestras Juno, Venus y todas las demás. —Usaba los nombres romanos de las diosas, pero Lisandra se dio cuenta de que serían los únicos que habría oído.

—No es noche para conversaciones teológicas —dijo Lisandra después de pensarlo. Las opiniones de Eirianwen eran un poco ofensivas y estaban claramente equivocadas. Sin embargo, no quería decírselo. Bajó los ojos y su mirada se encontró con los pies de la siluriana. Eran pequeños, mucho más que los de ella y delicadamente hermosos. Tragó saliva—. Deberíamos centrarnos en mañana y en las pruebas que nos deparará el día.

Eirianwen se acercó un poco más a ella en la cama. Se inclinó hacia la espartana y sus rostros casi se tocaron.

—¿Tienes miedo? —murmuró ella.

—Los espartanos no tenemos miedo a nada. —La respuesta habitual de Lisandra fue casi un susurro. Levantó la mirada y se encontró con la de Eirianwen. Está vez no pudo apartarla.

—Pero estás temblando.

—No es verdad...

Sus palabras se vieron interrumpidas cuando los labios de Eirianwen se encontraron con los suyos. El beso era suave y la boca de Lisandra cedió ante su caricia. El temblor desapareció con el abrazo de la siluriana y se convirtió en una calidez que no había experimentado antes. Sintió como se dejaba llevar y se entregaba al éxtasis. La boca de Eirianwen bajó lentamente para prestarle una atención exquisita al cuello de Lisandra, lo que provocó que el cuerpo de esta se estremeciera.

En algún lugar remoto de su cabeza, Lisandra sabía que tenía que parar eso antes de llegar demasiado lejos. Desde luego, sabía que sus hermanas del templo a menudo practicaban el amor sáfico al no considerarlo una violación de su voto. En el ludus, todas las mujeres liberaban tensiones así. Pero nunca antes había sido presa de la debilidad de la carne. Que sucumbiera con tanta facilidad a la lujuria la avergonzaba.

Pero aunque pensara esto, levantó los brazos cuando Eirianwen le quitaba suavemente la túnica. Se sentó delante de ella, desnuda y, de repente, vergonzosa de su propio cuerpo de una forma que no había sentido antes. Iba a taparse los pechos con el brazo, pero la mano de Eirianwen interceptó su movimiento. La miró fijamente a los ojos y puso los dedos en los hombros de Lisandra, para luego deslizarlos lentamente hacia abajo. Los labios de Lisandra se separaron expectantes mientras Eirianwen se acercaba a sus pezones, que estaban tan erectos que le resultaba casi insoportable.

—Eres preciosa, Lisandra.

Estas palabras provocaron un vuelco en el corazón de Lisandra, que extendió tímidamente la mano para tocarla. Eirianwen bajó la cabeza y sus labios buscaron la turgencia de los pechos de la espartana. Lisandra dejó caer la cabeza hacia atrás y sucumbió a este delicioso consuelo. Sentía todo su cuerpo, todo su ser. Se oyó gemir de placer cuando notó la humedad cálida de la boca de Eirianwen alrededor de su pezón y cómo, una vez dentro, lo acariciaba con la lengua con una intensidad enloquecedora.

Cuando se apartó, a Lisandra se le escapó un quejido de decepción. Pero entonces levantó la vista y vio que Eirianwen se estaba quitando la túnica para mostrar tal magnificencia, una belleza tan perfecta que Lisandra pensó que se iba a echar a llorar. Hasta ese momento había considerado que los pechos de las mujeres celtas eran poco atractivos, pero, mientras se imbuía en el espectáculo de su carne, supo que nunca había visto nada tan hermoso. Un intenso deseo se apoderó de ella y acercó el cuerpo de Eirianwen al suyo y buscó sus labios. Cuando se besaron, Lisandra sintió que una pasión delirante recorría su cuerpo y que era tan fuerte que amenazaba con romperle el corazón.

Entonces, de manera casi imperceptible, Eirianwen la puso de espaldas y subió su cuerpo. Encima de ella, sus pechos se mecían de un modo tentador cerca de la boca de Lisandra, que levantó la cabeza para probar la recompensa ofrecida. Intentó hacerlo como Eirianwen se lo había hecho a ella: primero estimulaba la aureola con los dientes, para luego centrarse suavemente en la delicada carnosidad de su pezón.

—¿Lo estoy haciendo bien? —susurró ella con urgencia, de repente temerosa—. ¿Te gusta?

Eirianwen se rió bajito.

—No te preocupes —dijo ella, y bajó más el cuerpo para que Lisandra pudiera llegar a ella sin que tuviera que levantar la cabeza—. Eres maravillosa.

Estuvieron así un rato hasta que Eirianwen empezó su viaje descendente y llegó con la lengua incluso más abajo. Lisandra extendió los brazos y tensó los músculos de los hombros cuando sintió cómo sus dientes le mordían de manera provocadora el suave interior del muslo. Los labios de su amante se movían lentamente, hacia dentro, de una manera enloquecedora, solo para rozar su sexo húmedo y continuar hacia delante. Lisandra se mordió el labio inferior y empezó a mover las caderas lentamente, no por voluntad propia. Eirianwen siguió con el juego. La atormentaba con la promesa del éxtasis que le esperaba.

—Eirianwen, por favor...

Entonces se calló, mientras Eirianwen cedía y besaba la húmeda calidez de sus labios inferiores. Lisandra apretó los dientes. Los tendones del cuello sobresalían como finas cuerdas y las manos se agarraban a la manta. Eirianwen movía la lengua lánguidamente arriba y abajo en su ya empapado surco mientras le hacía el amor con la boca.

Lisandra estaba absorta en el placer; el sudor recorría su cuerpo, para primero calentarla y, después, refrescarla. Lanzó un grito cuando Eirianwen encontró el apéndice sensible de su sexo y con la lengua describía círculos a su alrededor, lo saboreaba y cada movimiento era más maravilloso que el anterior. Lisandra extendió la mano para tocar el pelo, como hilos de oro hilado, de Eirianwen y enrollarlo en sus dedos. Lisandra sintió una presión, al principio suave entre su sexo y su ano. La lengua de Eirianwen se movía más rápido ahora y su dedo presionaba rítmicamente, con más insistencia y firmeza que antes.

El fuego empezó a arder en el estómago de Lisandra y a extenderse para consumir todo su cuerpo. Una presión que le cortaba la respiración nacía dentro de ella. Se puso rígida y cada músculo de su cuerpo se tensó mientras se tambaleaba al borde de un abismo desconocido. El dedo de Eirianwen se movió hacia abajo para descansar por un momento en el ano de Lisandra, antes de deslizarlo dentro de ella. Su boca se abrió en un grito silencioso, su cuerpo se retorcía y arqueaba de lujuria cuando esto último la lanzó, sin poder ella hacer nada, por el precipicio del éxtasis. Un fuerte sonido llegó a sus oídos y se dio cuenta vagamente de que eran sus propios gritos de placer. Olas y olas de un delirio insoportable estallaron dentro de ella Los años de restricción explotaban con libertad en un fuego purificador. Cuando parecía que amainaba, empezaba de nuevo, y cada vez llegaba más alto, hasta que finalmente la dejó temblorosa y extenuada.

Su pecho se movía agitadamente por el esfuerzo. Su pelo estaba empapado y lo tenía pegado a la frente. Eirianwen subió con una sonrisa en sus brillantes labios. Cuando se besaron, Lisandra probó su propio sabor y no sintió vergüenza alguna. Eirianwen le besó la mejilla y el cuello, para luego ponerse ella también de espaldas con las piernas abiertas. Con su pequeña mano empezó a acariciarse y, por un momento, Lisandra se quedó fascinada.

—Bueno —dijo Eirianwen en un tono dulcemente provocador y Lisandra dejó de mirarla ensimismada—. Creo que merezco algo a cambio. —Atrajo a Lisandra hacia ella y pronto fue el sonido de los gritos de la siluriana lo que llenó la habitación.

Gladiadora
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