Capítulo 49
Nastasen apretó los puños, y sintió como se apiñaban los músculos del antebrazo. Había perdido algo de peso durante su encarcelación, pero todavía sentía la fuerza latente en su carne. No había transcurrido mucho tiempo desde que lo apresaron, no por la violación, sino por hurto y homicidio. Había gastado su dinero en cáñamo y no pudo comprarse el pasaje del barco. Había puesto rumbo al campo, con la intención de seguir avanzando hacia el este, pero su hábito lo había llevado de vuelta a los antros de la ciudad, y él lo había obligado a robar. Una de las víctimas le había plantado cara y lo mató. Fue un accidente, pero daba igual. La urbanae lo había apresado y los magistrados lo sentenciaron a morir en los grandes juegos de Trajano.
Era, pensaba, irónico que él, que una vez había sido el entrenador de aquellos que iban a morir en la arena, fuera a morir allí y sin una espada en la mano. Era una forma cruel de morir, no con honor, sino con deshonra.
Los primeros días en la celda habían sido un infierno: privado de las drogas que lo sustentaban, se había quejado y había delirado como un loco, perdido en el delirio cuando la necesidad invadió lo más profundo de su ser. Los otros prisioneros se habían mantenido alejados de él, porque todos sabían que los lunáticos eran extremadamente peligrosos. Sin embargo, como todas las cosas, el dolor se pasó y, por primera vez en años, el nubio vio el mundo con una mirada despejada. Era una pena, pensaba él, que lo último que iba a ver claro fuera un sitio así.
Una sombra le cubrió y levantó la vista con los ojos entrecerrados por la luz de una antorcha. Lentamente, Nastasen pudo ver claramente quién era quien la llevaba.
—¿Cativolco?
—Sí. —La voz del galo era fría. Lo flanqueaban unos fornidos esclavos con un garrote en la mano. El entrenador llevaba un juego de esposas, que dejó caer dentro de la celda.
—Póntelas —le ordenó.
Nastasen obedeció. El corazón le palpitaba.
—¿Me vas a liberar? —preguntó él, sin muchas esperanzas.
Cativolco hizo una mueca.
—No. Vas a luchar.
—¿A muerte?
Se puso los grilletes y separó los brazos con un movimiento brusco para enseñarles a sus captores que estaban seguras.
—No lo sé —refunfuñó Cativolco mientras abría la celda. Fulminó a Nastasen con la mirada, sus ojos negros a la luz de la antorcha—. Pero espero que así sea. Si de mí dependiera, te mataría yo mismo.
—¿Celoso, galo? ¿Por no haber sido tú quien se la folló? Quizá después de mí, ya no quiera otro hombre. Sé que le encantó sentir mi polla dentro de...
Cativolco se echó encima de él, y le propinó golpes en la cara y en el cuerpo. Al estar encadenado, el nubio no pudo defenderse y se desplomó. El galo siguió con patadas hasta que los guardias lo separaron de él. Nastasen pudo sentarse a duras penas y escupió un coágulo de sangre.
—Quizá venga a visitarme una última vez —dijo él con malicia. Mientras se levantaba con dificultad, saboreaba la mirada de odio impotente en el rostro de Cativolco—. Y seré yo quien tenga lo que tú desesperadamente quieres disfrutar.
—Muévete. —Uno de los guardias lo empujó para que avanzara y se puso entre los dos.
Nastasen no podía creerse que lo hubieran liberado; sin embargo, mientras los guardias se lo llevaban de la apestosa celda por los túneles, empezó a tener esperanzas. No permitirían que Cativolco le hiciera daño. No si iba a luchar. Y si le permitían luchar, ganaría su libertad.
Después de todo, existía la justicia.
—Ha sido trasladado —informó Cativolco a Lisandra al día siguiente—. Está separado, pero le han permitido entrenar también. No es que fuéramos a sacarlo de la celda medio muerto cuando tuviera que luchar contigo, pero preferiría que no se preparara. ¿Quieres verlo?
Lisandra detuvo su calistenia.
—Estás de broma —espetó ella—. No quiero verlo hasta que tenga que matarlo.
—Podrías aprender algo, Lisa. —Ella no pensó que Cativolco ni siquiera se hubiera dado cuenta de que se le había escapado el diminutivo, pero lo dejó pasar—. Necesitarás todas las ventajas posibles. —Hizo una pausa, y buscó la mirada de ella—. Y además puede que te impresione verlo de nuevo fuera por primera vez. Después de lo que pasó. Sería mejor que volvieras a acostumbrarte a verlo. Sé que no te puede resultar fácil...
—Tienes razón en lo que dices —interrumpió Lisandra—. No me va a impresionar. Ya he superado lo que me pasó. —Se dio cuenta de que podría estar exagerando un poco, pero no había necesidad de que Cativolco supiera la verdad—. Iremos a verlo. Después de que haya terminado contigo.
Se agachó y cogió las dos espadas de madera.
Sorina se apartó. Había estado horas observando a la espartana mientras entrenaba y eso la había afectado. Aunque públicamente subestimaba las posibilidades que tenía Lisandra de ganar, estaba empezando a creer que le iba a resultar difícil vencer a la joven espartana. A medida que pasaban los días, Lisandra parecía que estaba más fuerte y centrada.
Al principio, creía que la reaparición de Nastasen le sería desfavorable, que la agotaría mentalmente. Ahora veía que su enemiga estaba utilizando a su violador como catalizador. A pesar de su odio, admiraba los métodos de entrenamiento de Lisandra. La antigua sacerdotisa se lo estaba poniendo difícil a Cativolco. Se movía con agilidad y eficacia, y golpeaba a su oponente, que era más fuerte, casi a voluntad.
Lisandra estaba, suponía ella, enfrentándose a sus miedos de la única forma que podía: haciéndole frente en su propia arena al hombre que la había violado y torturado. De hecho, se dio cuenta de que si ella sobrevivía, saldría incluso más poderosa del combate, y estaba empezando a parecer que podría vencer al guerrero negro.
Con la ayuda de Cativolco, su repertorio de lucha sin duda había aumentado. No solo él le proporcionaba experiencia en la lucha con un adversario más grande y pesado, sino que le hacía llevar a cabo una calistenia agotadora, que incluía levantar grandes pesas y otros ejercicios rigurosos para aumentar la fortaleza física. Y todos ellos los hacía sin quejarse. Incluso ahora, después de un combate agotador con su entrenador, Lisandra se fue directa a las pesadas barras de hierro. Con la cara roja y los dientes apretados, empezó a levantar las pesas por encima de su cabeza y Cativolco contaba las repeticiones.
Sorina bajó la mirada y apretó los puños, como si al hacerlo pudiera borrar para siempre las marcas que tenía en los nudillos, que señalaban el paso del tiempo. Negó con la cabeza; sabía que no había forma de echar atrás las huellas del tiempo. Sin embargo, pensaba ella con resolución, todavía quedaba lo suficiente en ella como para vencer a Lisandra.
Era consciente de los juegos psicológicos que estaba llevando a cabo Lisandra para intentar desestabilizarla, pero Sorina ya era demasiado vieja como para dejarse engañar por unas estrategias tan obvias. De todos modos, los juegos habían terminado en cuanto encontró a Nastasen. Era como si Lisandra se hubiera olvidado del combate entre ambas para concentrarse solo en el nubio y en su lucha por la venganza. Era hora, pensaba Sorina, de volver las tornas a su enemiga. Recurrir a una guerra psicológica así no era honroso y sin duda era indigno de ella. Sin embargo, se daba cuenta ahora de que tenía que llevar toda la ventaja cuando llegara el día de enfrentarse a Lisandra. No la privarían de su venganza.
Se apartó, decidida.