Capítulo 46
Balbo había nombrado a los seis guardias más fuertes que tenía a su servicio para quedarse en el estudio. Los hombres, con mirada desapasionada y aspecto feroz, cogían las porras en la mano sin apretar, preparadas para la acción. El lanista había decidido que no se arriesgaría en esta reunión.
Vio que la larga figura de Cativolco se acercaba, flanqueado por las mujeres que tenía a su cargo. El galo había tomado la precaución de encadenarlas, por los tobillos y las muñecas, y Balbo se sobresaltó. Sin duda estarían furiosas ante esta humillación. Era como tratar con niños, pensó él con amargura. Aunque letales, recordó. Forzó una sonrisa.
—Saludos, señoras —dijo él para no saludar a una antes que a la otra. Las mujeres lo fulminaron con la mirada, y supo que su suposición había sido la correcta. Balbo puso las manos entrelazadas encima del escritorio que tenía delante—. Os he llamado aquí porque tengo un regalo para vosotras dos. Algo que deseáis con todas vuestras fuerzas. —Levantó un pergamino de la mesa—. Esto —dijo él— es un comunicado de Sexto Julio Frontino. ¿Queréis que os lo lea? —Siempre había que mantener el suspense, pensaba Balbo para sus adentros. Era el eterno empresario.
—Tendrás que hacerlo —dijo Lisandra—. La bárbara estúpida no sabe leer.
Sorina lanzó un gruñido y arremetió contra Lisandra, pero fue interceptada por Cativolco. La empujó a los brazos de dos guardias. Lisandra la miró con desdén.
—No hay necesidad de eso. —Balbo suspiró, agradecido por las precauciones que habían tomado—. Como sabéis, Frontino ha organizado un espectáculo para un alto miembro del Senado de Roma. Es un proyecto muy importante, el más grande que se ha visto en la provincia hasta ahora. —Hizo una pausa dramática—. Vosotras dos no lucharéis en los habituales combates secundarios; hemos decidido que encabezaréis la lista. Por encima de los hombres. Lucharéis a muerte al final de los juegos.
La sonrisa de Sorina era feroz.
—Bueno, Balbo, seguro que este senador quiere un combate. Esta niña caerá demasiado pronto bajo mi espada. Como su amiga. Como su amante.
El rostro de Lisandra se puso rojo y Balbo vio que sus ojos se entrecerraban casi de manera imperceptible; agradecía que la antigua sacerdotisa todavía conservara la disciplina espartana. Sabía que si el comentario mordaz hubiera salido de la otra parte, Sorina se le habría echado al cuello. Le sorprendió el odio que había en las palabras de la amazona. Sorina también había amado a Eirianwen, y usar su muerte como arma para herir a Lisandra decía mucho de hasta dónde llegaba su enemistad.
—Basta, escuchadme. —Las apuntó con un dedo—. Ya tenéis lo que queríais. Podéis cortaros en pedazos cuando llegue el día. Pero no antes —añadió él de una forma significativa—. Tenéis vuestro propio grupo de amigas y seguidoras; las dos sois líderes. Espero que os mantengáis alejadas y digáis a vuestras mujeres que hagan lo mismo. Si ocurre cualquier problema antes o durante los juegos, cualquier jaleo, os responsabilizaré a las dos. Os quitaré los ojos y os venderé a las minas. No creáis que no voy a cumplir esta amenaza. Mi vida penderá de un hilo si esto va mal, y me vengaré de vosotras antes de que me ocurra nada a mí.
Estaba seguro de que incluso Lisandra vaciló. Se dio cuenta de que no tenía sentido amenazar a una gladiadora con la muerte; mutilarla era algo totalmente diferente.
—Espero que nos entendamos.
Ninguna de las mujeres dijo nada, pero el odio se sentía en el aire. Balbo les dio permiso para irse. Iba a asegurarse de que Falco insistiría en la rivalidad entre las dos mujeres cuando promocionara el evento. No le agradaba que Frontino le hubiera obligado a actuar de forma precipitada en este asunto después de la conversación que habían mantenido, pero era un hombre de negocios. Decidió que maximizaría cualquier beneficio que sacara de la muerte de una de sus mejores luchadoras.
Ninguna de las dos mujeres, separadas por los guardias, habló mientras salían escoltadas de la casa de Balbo. Solo cuando llegaron a la zona de entrenamiento, Sorina rompió el silencio sepulcral.
—Te mataré.
La mirada azul de su odiada enemiga cayó sobre ella, con una mueca arrogante en la boca. Pero Sorina no vio nada en los ojos de Lisandra, ni el fuego de la ira, ni pasión ni odio. Estaban carentes de expresión, era la mirada fija de una estatua de mármol.
—No lo creo —fue lo único que dijo.
Cativolco le quitó las cadenas y Lisandra se alejó a grandes zancadas sin añadir nada más. Sorina la vio perderse entre la multitud, impresionada por el intercambio de palabras, a su pesar.
Se quitó de encima esa sensación. Que Lisandra no hubiera mostrado alegría alguna por el combate era prueba de que adolecía de falta de estomago para la lucha. La temía, y se había esforzado mucho en ocultarlo con un rostro imperturbable. La sonrisa de Sorina era feroz cuando Cativolco le quitaba las cadenas.
—Los dioses me sonríen —le dijo.
—Creo que los dioses se ríen de nosotros, Sorina.
Sorina dio un resoplido de desprecio.
—Pronto estará muerta; la plaga desaparecerá de la tierra, y quizá entonces verás las cosas claras. No puede haber amistad entre nosotras y las de su calaña.
Cativolco se encogió de hombros.
—Puede que sea así —dijo él y se fue. La amazona sabía que estaba mintiendo, pero no le importó. La felicidad la inundaba ahora que todo se había aclarado.
Lisandra se enfrentaría a ella en la arena.
Y Lisandra moriría.
Lisandra no miró atrás. Se alegraba de haber enterrado su euforia muy dentro de ella; no le había mostrado emoción alguna a Sorina, y esto la enfurecería y confundiría.
Se diera cuenta o no la amazona, la lucha ya había comenzado, pero Lisandra sospechaba que la bárbara desconocía ese hecho. La clave para la victoria estaba en estar preparada, en vencer a la vieja antes de poner el pie en la arena. La mente era el arma más efectiva y una que los bárbaros pasaban por alto. Quizá, pensaba Lisandra, era así porque la mayoría de ellos simplemente no podían llegar a niveles más altos de compresión.
Se prometió a sí misma que su victoria no sería rápida. No habría estocadas al cuello para terminar pronto con la vida de la vieja bruja. Prolongaría el combate, haría que Sorina sufriera como lo había hecho Danae.
Como había sufrido Eirianwen.
Como ella misma había sufrido.
Sorina se encontraría con sus dioses destrozada, ensangrentada y hecha pedazos. Lisandra miró la estatua de la Atenea romana que estaba al otro lado de la zona de entrenamiento. Alzó sus manos y convirtió sus pensamientos en promesa.