LA SOLEADA ORILLA DEL LAGO

La muchacha había escrito con tiza en su pantalón «Autostop». Cuando caminaba las letras se arrugaban o, por el contrario, adoptaban formas abultadas. En un determinado momento, desde el asiento del vehículo, divisó la lisa orilla de un lago, grupos de avellanos y, sobresaliendo por encima de ellos, los cónicos lomos de unas tiendas de campaña. Tocó el hombro del conductor, quien detuvo el coche.

—Un beso —dijo, y se alejó.

Estaba en Małdyty. Antes de que entrase en el campamento, el Piel Negra anunció:

—El guía no está.

Lo dijo en un tono como si su anuncio fuese de suma importancia, de un alcance tal como podría serlo la repentina noticia de que la Tierra había detenido su cansada carrera, de que no existía nada en ninguna parte o de que todo lo que sí existía no contaba en absoluto, carecía de sentido y fundamento hasta que no regresara el guía. Tras pronunciar su frase, el Piel Negra se tumbó al sol en una manta y retomó la lectura del librito Lo que todo adolescente debe saber[16], cosa que le hizo pensar a la muchacha que el chico no era muy ducho en esa materia, pues todos los grandes expertos en la edad del pavo despreciaban semejantes lecturas, convencidos de que nadie sabía de esas cosas mejor que ellos.

Sacó de la mochila una toalla y fue a lavarse. En la orilla del lago, blanda y cenagosa, crecían abundantes juncos, unos somormujos levantaban su sigiloso vuelo y junto a la isla se paseaba una pareja de cisnes, marmórea y hermosa.

Cuando apareció el guía, había llegado ya la última hora de la tarde, una tarde pétrea y agotada del calor como el resto del día que llegaba a su fin. La muchacha preguntó si podía quedarse allí a pasar la noche y recibió una respuesta afirmativa, una respuesta que pecaba de cierto exceso de optimismo, pues bajo las tiendas de campaña no había un solo catre y la única yacija consistía en un lecho de hierba marchita que despedía un olor sofocante.

—Aquí tenía que haber un camping —dijo—. Me han dicho en Olsztyn que en Małdyty funciona un campamento de scouts que hace las veces de camping.

—Han dicho demasiado y demasiado precipitadamente —aclaró el guía.

Se llamaba Ryszard Milejski y trabajaba como auxiliar médico en el ambulatorio del lugar. Había llegado allí en 1957, después de cursar tres años de la carrera de medicina, que había tenido que interrumpir. Habría podido limitarse a prestar ayuda médica, pero no era capaz. Pertenecía a ese tipo de personas que tienen una necesidad incurable de hacer cosas en pro de la sociedad, de actuar más allá de un contrato de trabajo o de un deber impuesto. En vez de dar de comer a los conejos, descubrir bancos de lucios o jugar a las cartas, se plantean qué hacer con pandas de mozalbetes que, dejados a su caprichoso y a ratos hasta peligroso albedrío, no desaprovechan ninguna ocasión de armar jaleo.

Sentados junto al lago, Milejski le habló a la muchacha de la invernal noche del pasado enero en la que, llevado por el aburrimiento o el apetito, se había dirigido a la taberna del pueblo. Allí vio cómo seis muchachos daban cuenta de un litro de vodka.

—¿Me invitáis a una copa? —preguntó sentándose a su mesa.

Cuando, después de tomarse la ronda, los chicos se disponían a poner dinero para comprar a escote otra botella a fin de que el señor doctor viera lo espléndidos que eran, él dijo:

—No, gracias, ya es suficiente.

Empezaron a hablar.

—¿Creéis que está bien empinar el codo de esta manera? —preguntó.

Una pregunta estúpida. El hombre no bebía por placer sino porque no tenía otro remedio.

—¡Pamplinas! —espetó, impaciente—. ¡Conque estáis obligados a beber! ¡Podéis hacer otras cosas!

De nuevo, una frase estúpida. ¿Qué otras cosas se podía hacer en un lugar como Małdyty?

La razón la llevaban ellos, justo es reconocerlo. Małdyty es un pueblucho obrero situado cerca del mazuriano Morąg. Pequeñas casas, pequeñas fábricas. No hay cine, el circo nunca lo visita y los libros son demasiado gordos para que alguien los lea.

Les dijo que algún día se dejasen caer por su casa. Cuando invita el señor doctor en persona, no se le puede hacer un feo. Se presentaron diez muchachos. Así, en febrero, nació la primera patrulla scout. Al cabo de una semana el número de voluntarios se elevaba ya a veintitrés. También se presentaron siete chicas. Y luego más muchachos. Pues bien, ya estaban allí, y, a partir de entonces, ¿qué? Era necesario hacer algo concreto. Reunir algún dinero. Tras deliberar decidieron que trabajarían en la descarga de vagones. Pero no lograron ahorrar lo suficiente. Unos beneficios mucho mayores les aportó organizar bailes. Aun así, seguía faltando dinero. A finales de abril empezaron a pensar en crear un centro de deportes náuticos con su correspondiente camping.

—¿Verdad que las condiciones son inmejorables? —dijo—: en medio de la ruta fluvial entre Ostróda y Elbląg, rodeados de bosque, con una pequeña playa…

El resto fue una pura improvisación. Usaron tablones de un cobertizo derruido para construir el embarcadero para canoas. Con unos ladrillos huecos fabricados con sus propias manos, construyeron un café. Pidieron subvenciones a las empresas de los alrededores: recaudaron seiscientos zlotys. Algunas fábricas les prometieron nuevas ayudas más adelante: el transporte, los catres… La Federación Scout les proporcionó las tiendas de campaña. Hasta allí, estupendo, pero todavía quedaba lo más importante: llevarlo todo hasta el final.

—Es que empezaron los conflictos —dijo.

La muchacha miraba hacia el campamento, bullicioso en aquel momento. Unos niños maltrataban una pelota, dos chicos construían la valla, otros descortezaban un tronco destinado a convertirse en mástil y otros más acababan de llegar por el camino que venía del pueblo, con jerséis en las manos, algunos hasta con pellizas, y con hatillos de comida. Una vez depositado todo esto junto a las tiendas, se ponían manos a la obra o se sentaban en la hierba, para charlar o para callar. Un corpulento hombretón había salido en barca en dirección a la isla en compañía de dos críos. Al cabo de unos momentos llegó desde allí el ruido de hachazos y de un árbol cayendo. Ahora regresaban al campamento con un tronco atado a la barca con una maroma.

—Aquí hay dos grupos —siguió hablando Milejski—: el de los pequeños y el de los mayores. Con los críos, las cosas no pueden resultar más fáciles. Se divierten de lo lindo y todo el problema se reduce a obligarlos a lavarse los pies y a hacerse la cama. Como estamos en vacaciones, todo este rebaño se pasa los días enteros en el campamento, apareciendo por casa solo para comer y cambiarse los pantalones gastados por otros enteros. Ahora bien, los mayores…

Antes se divertían colocando petardos en la vía del tren. Se oía un estruendo, se veía un fogonazo y el tren se detenía. Mientras de los vagones llegaban gritos de pánico, la pandilla de graciosos, oculta entre los arbustos, se tronchaba de risa. O entraban en un huerto y arrancaban todas las manzanas. Después, sin haberse comido ni llevado una sola, las colocaban perfectamente alineadas bajo el manzano. ¡Y que alguien intentase impedírselo! ¿¡Dónde estaba el guapo dispuesto a enfrentárseles!? Más de un «protegido» de Milejski había tenido encontronazos con la justicia que acababan si no con una condena, al menos con la expulsión del instituto. La taberna, las peleas durante los bailes, las grescas y trifulcas, todo esto ya se había acabado. Pero no resultaba fácil inculcar disciplina a semejante tropa. Habían decidido que convertirían su Małdyty en un conocido lugar turístico. Solo que ese «algo» lo tenían que hacer a partir de la «nada». En medio del vacío y con la opinión pública en contra, pues todo el vecindario auguraba que el sitio acabaría siendo una guarida de gamberros.

El grupo de los milejskianos mayores se compone de obreros. Trabajan en la vecina fábrica de contrachapados, en el bosque o en cualquier otro lugar. Después de las ocho horas en sus respectivos turnos vienen al campamento y él también los hace trabajar. Milejski entiende la situación: un muchacho de dieciocho años obligado a arrimar el hombro dieciséis horas al día en pleno verano, cuando hay un lago, un bosque y grandes ganas de pasárselo bien, de retozar y divertirse. De ahí las resistencias: ¿Cómo es eso? ¿No podemos sino trabajar? Algunos empiezan a evitar el campamento. Los demás convocan una reunión a la que también traen a los refractarios. Resolución: «El grupo ha decidido expulsar de su seno a todo aquel que falte un día al trabajo sin justificación». Firma: Hilary Bauman, monitor. El efecto es fulminante. En la fábrica el turno acaba a las seis de la mañana. Pocos minutos después en el campamento se presentan muchachos que se han pasado toda la noche trabajando. En un santiamén se quitan las camisas y los pantalones, y se tiran al agua. Atraviesan a nado el lago y vuelven. Ya se han refrescado lo suficiente para ponerse manos a la obra. Sin haber desayunado, sin haber pegado ojo aunque solo fuese una horita, están construyendo el embarcadero.

La muchacha se pregunta qué se esconde detrás de todo esto. Al fin y al cabo, bastaría que los chicos intercambiasen cuatro guiños y se marcharan de allí. Y asunto concluido: después del trabajo se aposentarían en sus canoas y se irían a pescar. O de paseo con una chica. O se tumbarían en el prado. En un minuto se podría derribar sin esfuerzo todo lo construido por Milejski. Bastaría con irse. Así de sencillo. Y, sin embargo, no se van. Se quedan, regalan su tiempo y sacrifican sus diversiones. En amagos de riñas se diputan cuál de ellos ha hecho más cosas. Fustigan a los holgazanes, señalan a los remolones. No paran de hacer planes, con los que se entusiasman. De sus afanes sacan beneficio cero. Poco a poco está emergiendo el camping. Muy poco a poco. Tal vez porque no se trata tan solo de las tiendas de campaña. Ni siquiera en primer lugar.

«¿Cómo es eso? —se pregunta la muchacha también al día siguiente, cuando espera un coche en la carretera—, ¿cómo es que la gente acepta voluntariamente un esfuerzo que a primera vista no le aporta más que cansancio? ¿Cómo es que rechaza tentaciones fáciles y atractivas? Es la mar de curioso este pueblo de Małdyty. Aunque no consigan hacer nada más».