EL TIESO

Nuestro vehículo corre por la carretera. Las pupilas de sus faros intentan divisar la meta en medio de la oscuridad. Sí, la meta ya está cerca: Jeziorany, 20 km. Media hora más y el viaje se habrá acabado. El vehículo quiere alcanzarla, pero corre cada vez más cansado: el viejo trasto no aguanta rutas largas.

En el fondo del camión descansa un ataúd.

La negra caja está rodeada por unos ángeles cegatos. Lo peor son las curvas: la caja se desplaza y podría aplastar las piernas a los que van sentados en los laterales.

Ahora, la carretera se quiebra y vuelve a quebrarse en curvas cerradas en su camino cuesta arriba. El motor aúlla varios tonos más alto que de costumbre, luego le da el hipo, se atraganta y se apaga. Otra avería. De la cabina baja una figura embadurnada. Es Zieja, el conductor. Se mete a rastras bajo el camión en busca de la pieza estropeada. Desde su escondite desacredita a este mundo loco. Escupe cuando la grasa recalentada le gotea sobre la cara. Finalmente, reaparece en medio de la carretera para sacudirse el polvo y decir:

—Nada que hacer. No arrancará. Podéis fumar.

Qué fumar ni qué ocho cuartos. ¡Nos dan ganas de llorar!

Hace apenas dos días había llegado yo a Silesia, a la mina Alexandra Maria. El tema que se me había encargado exigía una conversación con el director de la residencia de obreros. Lo localicé en su despacho cuando explicaba algo a seis mocetones a cual más gigantesco. Agucé el oído.

El asunto era el siguiente:

Durante una explosión controlada, un inmenso bloque de carbón se había desplomado sobre un minero. Su cuerpo había sido rescatado, pero hecho un amasijo de carne. Nadie conocía bien al muerto. Llevaba trabajando en la mina apenas dos semanas. Se ha consultado la ficha con sus datos personales. Nombre y apellido: Stefan Kanik; edad: dieciocho años. El padre vive en Jeziorany, Mazuria. La dirección ha llamado por teléfono al ayuntamiento de la localidad. Por él ha sabido que el padre está paralítico, así que no puede acudir al entierro. Las autoridades de Jeziorany piden un favor: ¿No se podría transportar el cuerpo hasta su pueblo? La dirección de la mina accede, proporciona un vehículo y encarga al jefe de la residencia de obreros que encuentre a seis hombres que acompañen el ataúd.

Son estos seis.

Cinco dicen que sí, el sexto que no: no quiere perder parte del sueldo. Falta uno para completar la comitiva. ¿Puedo ir yo? El director menea la cabeza: ¿El señor redactor en el papel de portador de ataúdes? ¡Rayos y truenos!, ¡menuda historia!

Una carretera desierta, un trasto de camión, un ambiente sin una brizna de aire.

El ataúd.

Con un trapo Zieja se limpia las manos, embadurnadas de grasa.

—¿Y ahora qué? Teníamos que estar allí por la tarde.

Estamos tumbados al borde de la cuneta, sobre una hierba cubierta por una pátina de polvo. Duele el espinazo, duelen los pies, los ojos escuecen. El sueño pugna por unirse a la comitiva. Cálido, ronroneante, insistente.

—A dormir, chicos —dice Wiśnia con voz suave, y se acomoda hecho un ovillo.

—¿Qué? —vuelve a hablar Zieja—, ¿a dormir? ¿Y qué pasa con aquel?

No es muy amable por su parte que nos lo recuerde. Golpeado por esta pregunta, el sueño se enfría, retrocede. Martirizados por el cansancio, ahora también lo estamos por la inquietud y la inseguridad, con los ojos fijos en el cielo, por el que fluye un banco de nubes plateadas. Tenemos que tomar una decisión.

Habla Woś:

—Nos quedaremos aquí esta noche. Por la mañana uno de nosotros irá caminando hasta la ciudad y traerá un tractor. No hay prisa, esto no es una panadería.

Habla Jacek:

—No podemos esperar hasta que se haga de día. Hay que arreglar el asunto pronto, lo antes posible.

Habla Kostarski:

—¿Y si lo cogemos y lo llevamos a hombros? El muchacho no era gran cosa y aún menos ha quedado bajo el carbón. No pesa tanto. Antes del mediodía habremos acabado.

Es una idea loca, pero es la mejor. A arrimar el hombro y seguir a pie. Son las primeras horas de la tarde, no quedan más de quince kilómetros, por supuesto que lo conseguiremos. Pero no solo se trata de esto. Acurrucados al borde de la cuneta tras rechazar la primera tentación del sueño, sentimos con una seguridad escalofriante que sería insoportable permanecer allí, velando aquel cadáver que se encuentra casi encima de nuestras cabezas, en medio de la omnipresente oscuridad, de arbustos traicioneramente agazapados y del silencio absoluto del horizonte ante nuestros gritos y llamadas. Sí, esa espera del alba, apática pero cargada de tensión, nos resultaría insoportable. ¡Más vale ponernos en camino con el ataúd a cuestas! Adoptar un comportamiento activo, movernos, hablar, destruir el silencio que emana del baúl negro, demostrar al mundo y a nosotros mismos, sobre todo a nosotros mismos, nuestra pertenencia al mundo de los vivos, en el que el intruso es él, el Tieso, esa criatura extraña y sin forma que yace en el fondo de una caja atornillada.

Al mismo tiempo, nuestra disposición a hacer el esfuerzo de cargar con él es una especie de homenaje póstumo que de mala gana le rendimos al muerto para que nos libre de su presencia, insistente, obstinada y cruel.

Resulta pesada la marcha con el ataúd al hombro. Visto desde esta posición, el mundo se reduce a un trozo insignificante: el péndulo de los pies de nuestro predecesor, un pedazo de tierra negra y el péndulo de nuestros propios pies. Al tener la vista fija en este paisaje tan pobre, por un reflejo convoca uno a la imaginación. Sí, el cuerpo está maniatado, pero ¡el pensamiento sigue libre!

—Si ahora pasa alguien por aquí y nos ve, seguro que sale corriendo.

—¿Sabéis?, si empieza a moverse, lo soltamos y salimos pitando.

—Lo importante es que no llueva. Si se empapa se volverá pesado.

No, nada augura lluvia. Hace una tarde calurosa, el cielo, inmenso y límpido, se eleva por encima de la tierra dormida que envía al espacio el canto de los grillos y el tableteo rítmico de nuestros pasos.

—Setenta y tres, setenta y cuatro, setenta y cinco —los cuenta Kostarski.

Al llegar a doscientos nos cambiamos de lugar. Tres pasan a la izquierda, los otros tres a la derecha. Y, luego, vuelta a cambiar. El borde de la caja, duro y afilado, se encarna en los músculos del hombro. Hemos dejado la carretera para internarnos en el bosque, vamos por un camino de tierra, más corto, que bordea el lago. En una hora no hemos hecho más de tres kilómetros.

—¿Cómo es posible? —se pregunta Wiśnia—. Un hombre muere y en lugar de estar bajo tierra deambula por encima de ella y además mortifica a otros. Y no solo eso. Ellos se mortifican para que él pueda deambular. ¿Cómo es posible?

—En un sitio leí —dice Jacek— que durante la guerra, en Rusia, en los campos de batalla, cuando se fundía la nieve aparecían brazos extendidos hacia arriba. Ibas por un camino y solo veías la nieve y aquellos brazos. ¿Te das cuenta?, solo eso. El hombre, cuando se acaba, no quiere desaparecer de la vista de los otros. Es la gente la que se lo quita de la vista. Lo entierra para estar tranquila. Él solito no se apartaría.

—Como el nuestro —dice Woś—. Si fuera por él, recorrería con nosotros el mundo entero. Bastaría que lo quisiéramos llevar. Incluso creo que uno se podría acostumbrar.

—Y tanto —se burla Gruber desde detrás—, la gente siempre carga con algo inútil. Este con una carrera, aquel con unos conejos, el de más allá con la mujer. Así que nosotros podemos cargar con él.

—No hables mal de él porque te dará una patada en la oreja —advierte Woś.

—No será tan maligno —se tranquiliza Gruber—. Hasta ahora se ha portado muy bien. Seguramente era un buen tipo.

En realidad, no sabemos cómo era. Ninguno de nosotros lo ha visto una sola vez. Stefan Kanik, dieciocho años, muerto en accidente. Nada más. Ahora podemos añadir que pesaba unos sesenta kilos. Un muchacho joven, delgado. El resto es un misterio. Mera especulación. Un enigma que ha adoptado esta forma invisible y desconocida, el extraño, el Tieso, gobierna a seis hombres vivos, se apodera de sus pensamientos, fatiga sus cuerpos y, sumido en un silencio gélido e impenetrable, acepta su sacrificio de abnegación, docilidad y aprobación voluntaria de un destino tan caprichosamente formado.

—Si era un buen tipo, no importa sudar —declara Woś—, pero si era un mal bicho, al agua con él.

¡Cómo era! ¿Acaso es posible saberlo? ¡Seguro que sí! Lo llevamos a cuestas cinco kilómetros y hemos exhalado un barril de sudor. De modo que hemos invertido en este despojo un montón de trabajo, nervios y tranquilidad. Este esfuerzo, esta parte de nosotros, pasa a formar parte del Tieso, su valor aumenta a nuestros ojos, nos une a él, nos hermana con él a través de la frontera entre la vida y la muerte. El desconocimiento mutuo cede. El Tieso se vuelve nuestro. No lo arrojaremos al agua. Condenados a su peso cada vez más molesto, cumpliremos nuestra misión llevándola hasta el final.

El bosque llega hasta la orilla del lago. Vemos un pequeño prado. Woś ordena descanso y empieza a preparar una hoguera.

Enseguida salta la llama, frívola y lanzada. Nos sentamos alrededor del fuego y nos quitamos las camisas mojadas, que despiden un olor agrio. A la luz del centelleante y tembloroso brillo nos vemos los rostros empapados de sudor, los torsos desnudos y húmedos y las hinchazones amoratadas que se han formado en nuestros hombros. El fuego despide calor en ondas concéntricas. Tenemos que apartarnos. Ahora lo que más cerca se halla del fuego es el ataúd.

—Hay que apartar el mueble, que si no, se chamuscará y empezará a apestar —dice Woś.

Hemos colocado el ataúd un poco más lejos, entre los arbustos, y Pluta lo ha tapado con ramas que ha recogido.

Permanecemos sentados alrededor de la hoguera, respirando aún con dificultad, venciendo las acometidas del sueño y la sensación de irrealidad, calentándonos al fuego y gozando de la luz tan mágicamente arrancada a la oscuridad. Nos sumimos en un estado de inercia y abandono. La noche nos encierra en una celda aislada del mundo, de otras vidas, de la esperanza.

Precisamente en este momento oímos un penetrante y espantado susurro de Wiśnia:

—¡Callaos! ¡Algo se acerca!

Nos invade una repentina sensación de pánico. Agujas heladas se nos clavan en la espalda. Sin querer dirigimos las miradas hacia los arbustos, allí donde está el ataúd. Jacek no aguanta más: con la cabeza pegada a la hierba, agotado, ávido de sueño y embargado por un ataque de terror, empieza a sollozar. Su comportamiento nos hace reaccionar. El primero en volver en sí es Woś, quien se abalanza sobre Jacek, lo zarandea y empieza a pegarle. Le propina una paliza tal que el llanto del muchacho se convierte en un gemido monocorde, interrumpido a ratos por prolongados suspiros. Woś acaba por soltarlo, se apoya contra el tronco de un árbol y se ata los cordones de un zapato.

Mientras, las voces que ha distinguido Wiśnia resultan cada vez más nítidas, se están acercando a nosotros. Se oye el fragmento de una melodía, risas y gritos alegres. Aguzamos el oído. En medio de este desierto de oscuridad, nuestra caravana encuentra la huella del ser humano. Las voces ya casi están aquí. Finalmente también se distinguen unas siluetas. Dos, tres, cinco…

Unas muchachas. Seis, siete…

Ocho. Son ocho chicas.

Después de las primeras dudas, desconfianzas y vacilaciones, se quedaron. A medida que avanzaba la conversación empezaron a aproximarse al fuego y se fueron sentando a nuestro lado, tan cerca que bastaba con extender el brazo para abrazarlas. Sentimos bienestar. Después de todo lo que habíamos pasado aquel día, las largas horas de carretera en un trasto desvencijado, la caminata agotadora y la batalla contra los nervios, después de todo aquello, o tal vez en contra de aquello, sentimos bienestar.

—¿De excursión? ¿Igual que nosotras?

—Sí —mintió Gruber—. Hace una noche preciosa, ¿verdad?

—Preciosa. La estoy viviendo con todo mi ser. Como todos.

—No todos —dijo Gruber—. Hay quien no puede vivirla. Ni ahora ni dentro de un rato. Nunca.

Mirábamos a las muchachas. Con vestidos multicolores, con los hombros desnudos, tostadas por el sol y ahora, a la luz del fuego, despidiendo un brillo ya dorado, ya cobrizo, con unas miradas aparentemente indiferentes y sin embargo provocativas y vigilantes a la vez, accesibles e inalcanzables, contemplaban el fuego, a todas luces rendidas ante esa atmósfera extraña y un tanto pagana que se apodera de la gente cuando está junto al fuego en medio de un bosque oscuro. Al mirar a aquel grupo tan inesperadamente aparecido sentimos cómo, a través de nuestro aturdimiento, sueño y cansancio, empezaba a penetrar en nosotros un agradable calor interior. Deseándolo con toda el alma, al mismo tiempo nos inquietaba el peligro que entrañaba. Toda esa construcción en la que se basaba la necesidad y la pertinencia de todo nuestro gran esfuerzo por alguien que ya no existía se tambaleaba ahora. ¿Para qué tanto sudor y tanta tensión en un momento en que se presentaba una ocasión estupenda? Y puesto que estábamos unidos con el muerto solo a través de sensaciones negativas, ahora que nos habíamos dejado llevar por la nueva situación, podíamos romper con el Tieso tan radicalmente que todo intento de seguir cargando con el ataúd lo consideraríamos una idiotez total y absoluta, como algo que solo nos ponía en ridículo.

Woś, que después del incidente con Jacek permanecía sombrío y callado y no se había unido al flirteo, me llamó a un lado.

—La cosa pinta mal —susurró—. Se irán tras las faldas como dos y dos son cuatro. Y si falta uno, no podremos con la caja. Se puede armar un lío tonto.

Desde la distancia, mientras casi tocábamos los laterales del ataúd con las pantorrillas, observábamos la escena que se desarrollaba en el prado. Seguro que tras las faldas irían Gruber y Kostarski; Pluta, no. ¿Y Jacek? Era una incógnita. Un muchacho tímido por naturaleza que no empezaría nada antes de que lo hiciese la chica, que se quedaría perplejo ante la primera negativa, que se retiraría ante el primer «no» femenino. Como debido a esto tenía pocas ocasiones, se aferraba a la primera que se le presentaba.

—Jacek se irá, fijo, como me llamo Woś —dijo Woś.

—Vamos hacia el fuego —respondí—, aquí no arreglaremos nada.

Regresamos con el grupo. Pluta echaba leña al fuego. «¿Recuerdas aquel otoño?», las chicas cantaban la popular canción. Nos sentíamos bien, pero al mismo tiempo un poco raros. Nadie dijo una palabra del ataúd, pero aquel ataúd estaba allí. Nos diferenciábamos de las muchachas por el conocimiento de su existencia, de su paralizadora participación.

Stefan Kanik, dieciocho años. Alguien que faltaba y que, sin embargo, en aquel momento estaba más presente que nadie. Bastaba con extender un brazo para abrazar a una muchacha, pero también bastaba dar cuatro pasos para inclinarse sobre el ataúd, y entre lo más bello —la vida— y lo más cruel —la muerte— estábamos nosotros.

Como el Tieso ese nos era desconocido, con tanta más facilidad podíamos identificarlo con cualquier muchacho con que nos hubiéramos topado en algún lugar del mundo. Sí, era aquel. Seguro que era aquel que estaba de pie delante de la ventana. Con una camisa de cuadros desabrochada, miraba los coches que pasaban por la calle, escuchaba el rumor de las conversaciones, observaba a las muchachas que paseaban por allí y cuyas abombadas faldas levantaba el viento, dejando al descubierto el blanco de unas enaguas tan fuertemente almidonadas que se las habría podido colocar en el suelo en posición vertical, como se hace con las gavillas. Y luego salía a la calle para encontrarse con su novia, y caminaban juntos, y él le compraba unos caramelos y una botella de la limonada más cara, El Negrito, y luego ella le compraba fresas, e iban a ver la película Un verano con Mónica en la que una actriz de apellido difícil se desnudaba ante un actor de apellido difícil, cosa que la chica jamás había hecho ante él. Y luego, mientras la besaba en el parque, por encima de su cabeza y a través de su pelo displicentemente suelto, escrutaba el panorama, a ver si no se acercaba ningún policía, que le quitaría el carné de alumno y lo mandaría a la escuela, o querría veinte zlotys, cuando entre los dos no tenían más de cinco. Y luego la muchacha decía: «Tenemos que irnos ya», pero no se levantaba del banco; decía: «Vámonos, ya es tarde», y lo abrazaba todavía con más fuerza, y él preguntó: «¿Sabes cómo se besan las mariposas?», y acercó sus pestañas a las mejillas de ella y empezó a moverlas muy deprisa, cosa que debió de hacerle cosquillas a la chica porque no paraba de reírse.

A lo mejor se encontraban a menudo, pero en nuestra imaginación no había más que aquella imagen ingenua y banal. Era la única. Y última, porque más tarde solo vimos aquello que no nos habría gustado ver, lo que no querríamos volver a ver nunca más en la vida.

Pero cuando rechazamos esta segunda visión, la mala, volvimos a sentir bienestar y todo nos proporcionaba alegría: el fuego, el olor a hierba aplastada, el hecho de que se hubiesen secado nuestras camisas, el sueño de la tierra, el sabor de los cigarrillos, el bosque, los pies descansados, el polvo de las estrellas, la vida; la vida más que cualquier otra cosa.

Finalmente reanudamos la marcha. Nos sorprendió el alba. El sol nos calentaba mientras avanzábamos. Se nos doblaban las piernas, se nos dormían los brazos y se nos hinchaban las manos, pero acabamos por llevar al cementerio, a la tumba —este último puerto de nuestras vidas en el que atracamos una sola vez y de donde ya no volvemos a echarnos a la mar—, a ese Stefan Kanik, dieciocho años, muerto en un trágico accidente, durante una explosión controlada, aplastado por un bloque de carbón.