EL ÚLTIMO DESFILE DE LA QUINTA COLUMNA

Ellas mismas dijeron cómo se había originado todo.

Dijeron que había empezado con el tiempo y la música.

El tiempo y la música fueron de la mano; situada la segunda en el primero, la música se había prolongado durante una hora y ellas sabían que aquella hora había sonado para ellas.

A sus oídos llegó una melodía conocida. Primero sonaron tonos lejanos y agudos y luego, a través del viento y el espacio, voces duras y graves. Ellas oyeron el canto, el ran, rataplán de los tambores, las incisivas voces de mando. Pudieron distinguir el aullido de los tanques, el sordo rugido de los cañones y el estruendo de las motocicletas. Sonaron gemidos y gritos. Cantó el agua en el cubo. Ellos estarían sedientos, así que tenían que beber. Golpearían la puerta con las culatas, resoplarían y finalmente se reirían. Las risas y los resoplidos eran su habla. Ellas oyeron el bullicio. La música aumentó de volumen por momentos, llenando la habitación, el zaguán y el patio, recorrió el empedrado de la calle y se internó en el bosque. Nadie excepto ellas había oído todo aquello. Porque ellas tenían el Blutinstinkt.

—¿Blutinstinkt? —pregunté—. ¿Qué es Blut?

—Sangre. Blut significa sangre —dijo alguien desde cierta distancia.

La cosa consiste en lo que sigue: dos sapos yacían inertes. Alguien aplicó a su cuerpo corriente eléctrica. Entonces los recorrió un temblor y en sus calcificadas venas se movió la sangre. Esa sangre subió al cerebro y llenó las células sensibles a la música. A esa única clase de música que se puede oír, sentir y recordar cuando se tiene el Blutinstinkt. Y ellas lo tienen. Por eso una dice a la otra:

—Es esto, Margot.

—Sí —responde Margot—, es nuestra música y nuestra hora.

En su conversación hay pocas palabras; se pueden contar todas con los dedos de una mano. Pero la sangre afluye al cerebro y las células se llenan del redoble de los tambores. Unas células escuchan mientras otras piensan. La cabeza no puede dormir. Son dos las cabezas que permanecen insomnes esta noche mientras las encías mastican la sémola del rezo. Señor, haz en tu inmensa bondad que llegue el alba. Y el alba llega. Es lunes, 11 de septiembre de 1961.

Dos mujeres se escapan del asilo de ancianos de Szczytno[3].

Nadie se da cuenta de su huida.

Augusta lleva a Margot bastantes años. Como a Augusta le cuesta mucho mantenerse en posición vertical, Margot la sostiene para que así las dos puedan caminar con la cabeza erguida. Como también le cuesta respirar, se detiene a cada momento. De nuevo oye la música pero le falta el aliento. Entonces se detienen las dos y Augusta espera esa gota de energía que la propulsará otros diez metros. Qué maravilla si llegan a ser veinte.

Augusta Bruzius, nacida en 1876.

—Míreme, señor —me dice—. Tengo la cabeza clara y el cuerpo tampoco me abandona. Mis pulmones y mi corazón están bastante bien. Ella es más joven, pero tiene Rheumatismus.

Ella, es decir, Margot, es su hija. Augusta la parió en 1903. Margot es muy instruida. Trabajó diez años en el tribunal.

—¿Juzgó a polacos? —pregunto.

—No juzgó a nadie. Lo suyo era la estenografía.

Puesto que la gota de energía se ha formado en algún lugar de las sanas vísceras de Augusta, las mujeres prosiguen su caminata. Al mediodía se plantan en la estación. Van a las taquillas a comprar billetes. «Dos billetes a Taubus», dice Augusta.

—Hay que ver cómo nos miró aquella mujer de la ventanilla. Y, además, no sabía dónde estaba Taubus. Margot tuvo que decirle que queríamos ir a Olecko. Y después miró extrañada nuestro dinero, que por qué era tan verde. No vio que estaba cubierto de Schimmel, o sea, de moho. Yo llevaba diez años guardándolo para pagar esos billetes a Taubus.

De manera que ya tenían sus billetes y se dirigían a Olecko. Al otro lado de las ventanas del vagón, se deslizaba el precioso paisaje de Mazuria, envuelto en el humo de la lluvia y la niebla. Había mucha gente en el tren, al igual que en las estaciones y las carreteras. ¿Qué podían saber ellos del Blutinstinkt? No era cosa suya. Solo ellas tenían en la sangre todo lo necesario para oír la música. Por eso una dijo a la otra:

—Es esto.

Y la otra contestó:

—Sí.

Tres palabras; se pueden contar con los dedos de una mano. Pero suficientes para cerciorarse de una cosa: las células bullen con el rumor de los tambores. El aullido de los tanques y la barrena de sus motores taladran dolorosamente el cerebro. El agua canta en el cubo. Ellos estarán sedientos, tendrán que beber. Dos viejas van a Olecko para palpar gargantas polacas. Dos viejas en un tren. Necesitan ayuda, necesitan protección. Dos mujeres de pelo blanco y cargadas de espaldas. ¿Alguno de los señores querrá cederles el asiento? ¿Desean que cierre la ventanilla? No hace falta, puede seguir abierta. ¿Van ustedes lejos? A Taubus, dice Margot. A Olecko, aclara Augusta. ¿A visitar a la familia?

Ellas permanecen calladas. ¿Para qué van a decir que viajan para recuperar dos casas? Esas casas, nos dirá más tarde Augusta, las construyó su marido, Bruzius, el más importante charcutero de Taubus. Tenían cincuenta yugadas de tierra que trabajaban cien peones polacos. Una vez, el marido iba en su calesa tirada por dos caballos y el coche rebotó en un gran pedrusco. El hombre cayó entre los caballos y murió. Le había dejado la tierra, las casas, los peones y a Margot. El Estado polaco requisó la tierra y las casas. Los peones se marcharon por su cuenta. Solo quedó Margot. Cuando la repatriación, madre e hija querían ir a Essen, pero justo entonces Margot enfermó del dichoso Rheumatismus. Habían permanecido mucho tiempo en el hospital de Szczytno. Después, en el asilo de ancianos. Siempre había ruido en aquel dichoso asilo. Incluso los domingos. Pero más tarde todo se fue a pique y solo se oían aquellas voces.

—Es esto —dijo Augusta.

—Sí —contestó Margot—, es nuestra música y nuestra hora.

Emprendieron viaje a Olecko. De la estación se dirigieron a la plaza del Mercado. Las casas estaban allí. Dos grandes casas de vecindad. De ladrillo. Enseguida se dieron cuenta de que algo desentonaba: la música no había entrado con ellas en la ciudad. Ni el rataplán de los tambores, ni el sordo rugido de los cañones. Olecko estaba sumida en el silencio, la lluvia y la somnolencia. Allí la gente vivía como en cualquier otra parte del mundo. Trajinaba en torno a sus pequeños asuntos para ganarse un pequeño sueldo. Los campesinos compraban clavos, los niños volvían de la escuela, los empleados públicos se tomaban su té, frío y flojo… Aquello no sonaba como un canto. Aquello no era música. En absoluto.

Augusta y Margot llamaron con los nudillos a una puerta. Más tarde me dirían que les había abierto un muchacho. Se creía que éramos mendigas, pues nos dijo: No tengo suelto. Señaló hacia otra puerta. Así que las dos mujeres de pelo blanco que necesitaban ayuda y protección fueron de puerta en puerta. Y en cada una repitieron su fórmula: Esto vuelve a pertenecer ahora al Estado alemán, así que tenéis que iros. Marchaos, fuera, que ya vienen hacia aquí mis hijos. Como lo decían en alemán, la gente no las entendía. A veces, un vecino le guiñaba el ojo a otro en señal de que estaban ante unas chaladas. Esto se produce a menudo entre las personas: no saben escuchar al otro hasta el final. Aprehenden sus diez primeras palabras, sin esperar a que llegue al punto. Y la frase interrumpida a medias se antoja sin sentido. Así que enseguida sentencian: un chalado.

Pero aquellas mujeres no estaban chaladas. Hablé con ellas largo rato. Augusta decía la verdad: su cabeza estaba muy clara. Lo único que hacían en Szczytno era bajar en plena noche a la sala de ocio, donde había una nueva y potente radio. Se pasaban horas girando el mando y navegando por el éter. El ojo mágico parpadeaba, excitado. Las viejas captaban a Adenauer. Lo escuchaban con las cabezas metidas en el altavoz. En sus células borboteaban tambores.

Permanecieron en Olecko tres días. La música no volvió, no les devolvieron las casas, ni las yugadas, ni tampoco los peones polacos. Fueron al ayuntamiento a poner una denuncia. También allí las consideraron unas chaladas. Les dijeron que regresaran a Szczytno. Ellas se negaron; querían estar cerca de Olecko. Les dieron dinero para los billetes de tren. Tomaron uno con destino a Nowa Wieś, un pueblo cerca de Ełk. Allí había un asilo de ancianos igual que el de Szczytno. Pero cien kilómetros más cerca del lugar donde Herr Bruzius, el charcutero más importante de Taubus, había empleado cien peones.

Ya había anochecido, la lluvia y el frío se ensañaban con la tierra. Las mujeres entraron en el comedor, arrastrando tras de sí un torrente de agua, oscuridad, humildad y cansancio. El director y yo estábamos sentados en un banco.

Herr Führer… —empezó Margot.

—¡No entiendo! —gritó el director—. ¡En polaco!

Margot dio un paso hacia atrás; no quería hablar. Hasta el final de su permanencia allí no pronunció una sola palabra en polaco. Pero Augusta sí habló: Nosotras hemos venido a Olecko porque pensábamos que ya había Estado alemán, pero luego nos dijeron que hay Estado polaco. Yo quería recuperar mis casas para recibir en ellas a mis hijos.

—¿Qué hijos? —pregunté.

Eh, ella tenía cuatro. Uno en el frente ucraniano. Otro en el sirio. Aquellos dos hijos quedaron en aquellos frentes. Pero los otros estaban en Alemania Occidental. Allí estaban esos otros dos hijos. Y llegarían hasta Taubus para hacer la paz. Vendrían con los americanos. No tardarían en llegar.

Las peludas arañas de sus palabras se paseaban por mi cerebro. Me puse a observarla; tenía ochenta y cinco años, pero si tuviese que bailar el Wienerblut, en la oleckiana plaza del Mercado se levantarían nubes de polvo. Margot era menos vital. Cargada de espaldas y desdentada, los labios se le hundían en el abismo de la boca. De ojos saltones, llevaba gafas, pero sin montura: simples cristales atados al pelo con trozos de cordel.

—¿Dónde están vuestras cosas? —preguntó el director.

Lo habían dejado todo en Szczytno. No habían tenido tiempo para recoger nada porque tenían prisa por llegar a Olecko antes de que allí aparecieran aquellos dos hijos que debían venir con los americanos. Ellas no pedían nada. Solo comida y cama para una noche, porque al día siguiente irían a pie a Olecko, pues tal vez habría llegado su tiempo. Y tal vez también habría música que llenaría aquel tiempo.

No estábamos solos porque entretanto se habían congregado algunos curiosos que aguzaban el oído. Eran personas mayores, habitantes de aquella casa. Tenían los rostros ajados, los cuerpos enjutos y las cabezas dañadas por la demencia senil. Se pasaban días enteros mirando el camino por el que no circulaba nadie. O se miraban unas a otras, y entonces se echaban a llorar. Se quedaban sordas y ciegas, perdían el gusto y el olfato. Aun así, todavía recordaban cosas. Las mujeres todavía sabían pronunciar los nombres de sus hijos muertos y los hombres recordaban las direcciones de sus casas, destruidas por las bombas. Estaban solos y desvalidos, porque así los había hecho la guerra. La guerra había visitado a menudo aquella tierra en la que les había tocado vivir, engendrar, trabajar y morir. Cada uno de ellos tenía las cuentas que desearía presentar a los músicos. Todos tendrían algo que decir a aquellos murguistas que eran capaces de tocar una música tan impresionante. Estos viejos sabían que las dos mujeres no estaban chaladas, porque sabían lo siguiente: dos sapos yacían inertes. Alguien aplicó a su cuerpo corriente eléctrica. Entonces los recorrió un temblor y en sus calcificadas venas se movió la sangre. Esa sangre subió al cerebro y las células se llenaron del borboteo de los tambores.

Fue exactamente lo que había sucedido. Ni más ni menos. Por eso el anciano que se hallaba al frente del nutrido grupo dijo:

—¡Expulsarlas!

Y los otros repitieron tras él:

—Por supuesto que expulsar.

Algo había vuelto. Una pequeña y maligna parte del pasado que hizo que los empalidecidos rostros de los ancianos, rostros que llevaban mucho tiempo enmudecidos y sin expresar nada, se inyectaran de sangre. Pero sus dueños no tenían fuerzas para dar un paso. Seguían en pie, apiñados, mientras los desdentados abismos de sus bocas expulsaban su sentencia, su maldición, su entumecida desesperación. O quizá no se tratase de falta de fuerzas, sino de una especie de solidaridad de la vejez, de una instintiva comunidad de un mundo con un pie en la tumba, ciega, torpe y sorda, pero todavía consciente, o al menos presintiéndolo, de que no se podía echar a aquellas ancianas, condenándolas a la lluvia y el frío.

Así que se quedaron.

El director dijo que al día siguiente pondría a su disposición un coche que las llevaría de vuelta a Szczytno. Ellas no respondieron nada, comieron hasta la saciedad y se fueron a dormir. Sin embargo, al llegar la húmeda alba, huyeron apoyándose una en la otra, enérgicas, descansadas y con el borboteo de los tambores en sus células.