ANUNCIO DE PASTA DE DIENTES

El saxo emitió un aullido desgarrador y Marian Jesion exclamó:

—¡Venga, chicos, adelante!

En un camino forestal sumido en una oscuridad infinita, la abuela Jesionowa lanzó un tembloroso susurro:

—Dios mío…

Esas tres voces, emitidas al mismo tiempo aunque tan claramente divergentes, pesarán como una losa en la aldea de Pratki, comarca de Ełk.

Las muchachas de Pratki me dicen que fue una fiesta estupenda. La orquesta había venido nada menos que de la capital de provincia, de Olsztyn. Además la acompañaban dos personas: un tipo fenomenal que hacía números de magia y una cantante con el pelo encrespado a la última moda, solo que tal vez demasiado huesuda. El cuartel de bomberos voluntarios (y sala de fiestas, todo en uno) aparecía barrido y con todas las ventanas lavadas. Los efectos decorativos estaban muy logrados: a través de la susurrante liviandad del papel pinocho, inundaba la sala una luz roja y otra azul. Entrando a mano derecha, la pared aparecía celeste mientras que la de enfrente ardía de un púrpura voraz. Las muchachas se colocaron en el lado azul y los muchachos, en el rojo. Los separaba el espacio del cuartel, vibrante de colorido y con el broche de la orquesta prendido en medio, pero, por supuesto, se veían muy bien. En la aldea hay quince chicas y cuatro chicos. Las muchachas observaban ahora a aquellos jóvenes, apostados de pie, estirados todos ellos dentro de la negrura de sus trajes y con trozos de fibra artificial bajo la barbilla sujetados con una goma, amos del mundo con el pelo lleno de brillantina y envueltos en nubes del aroma de la colonia Derby (fabricada por Lechia, Poznań). Los muchachos lanzaban pensativas miradas en dirección a las chicas; calibraban la calidad de sus tacones de aguja, de sus vestidos de nailon y de su bisutería checa, al tiempo que en la cabeza concebían consabidos planes cuya realización dejaban para más adelante.

Las muchachas me dicen que, para empezar, el capitalino saxofonista de Olsztyn tocó el hit de la temporada, titulado Veinticuatro mil besos. Al oírlo, Marian Jesion exclamó:

—¡Venga, chicos, adelante!

Pero nadie movió un solo músculo.

Se produjo un silencio cargado de tensión.

Los cuatro muchachos ardían en púrpura en el lado izquierdo del cuartel de bomberos mientras las quince muchachas azulaban en el derecho. Se sabe por qué se produjo aquel tenso silencio en el que el saxofonista llegado de la capital de la provincia aullaba desgarradoramente. La causa radicaba en la aritmética. Quince a cuatro es un buen resultado en el juego de pelota, pero constituye una desproporción fatal en una fiesta de tamaño brillo (orquesta de Olsztyn, efectos decorativos muy logrados).

El silencio procedía de los rojos, que, concentrados, hacían su elección, y también emanaba de las azules, puesto que su esperanza era áfona como el silencio de las estrellas. Todo el mundo sabía cuántas cosas de la aldea iban a depender de lo que sucedería de un momento a otro, así que nadie animó a actuar a la ligera. Finalmente, los cuatro de la izquierda pasaron al otro lado y dirigieron a cuatro representantes del azul la tradicional fórmula:

—Nos marcamos un bailongo, ¿no?

La palabra «no» tenía en este caso el carácter de una fórmula del todo retórica, usada con el único objetivo de que la frase adquiriese una cadencia fluida, sienkiewicziana. Si alguna de las muchachas hubiera respondido «no», pasaría el resto de su vida en el ambiguo estado civil de soltera. Por eso las cuatro azules contestaron:

—Pos claro.

Y las parejas salieron al centro de la pista. El saxofonista capitalino dio aún más brillo a las doradas llaves del instrumento y Marian Jesion gritó algo a voz en cuello. El hombre y el instrumento se veían obligados a comportarse tan ruidosamente para ahogar el tembloroso susurro de la abuela Jesionowa, la cual, tras detenerse en el camino forestal sumido en la oscuridad infinita, preguntaba: «Dios mío, ¿por qué me ha hecho esto?».

Las cuatro parejas dieron sus primeras vueltas. Eran unas vueltas calculadas con suma precisión, euclidianas y formalistas como el sempiterno movimiento de los planetas o las órbitas de los spútniks que giran alrededor de la Tierra. Las muchachas que se habían quedado en el lado azul del cuartel de bomberos lanzaban miradas en las que se mezclaban envidia y crítica. Parte de ellas aún albergaba la esperanza de que llegarían los soldados. Estos venían de Ełk, siempre los mismos. Los traía el cabo Kazik, un muchacho moreno y delgado, además de ducho en materia de cultura. Kazik ha leído un montón de libros y visto setecientas películas. Las apunta todas en un bloc de notas y cada trimestre las suma. Hasta el final del servicio militar tal vez llegue a ochocientas. Sin embargo, es un joven infiel, porque dice lo mismo a todas.

—¿Y qué es lo que dice? —pregunto.

Se ríen; finalmente, una se decide a repetirlo:

—Él dice: «Muchacha, voy a beber el goce de todas y cada una de las células de tu cuerpo». Es varsoviano el Kazik ese, por eso es tan inteligente. Los soldados son peligrosos porque son unos impulsivos. Vienen con un permiso hasta las diez de la noche y lo quieren todo arreglado a tiempo. No se andan con contemplaciones; enseguida imponen una velocidad… Con semejantes prisas, una se puede descuidar y luego no le queda sino la muerte.

—¿Cómo que la muerte? —pregunto.

—¿¡Pues qué si no!? ¿Qué otra cosa le queda? Solo matarse. Más vale andar con los de Pratki, aunque tampoco ellos se están quietos.

El saxofón exhaló la última frase del hit y las parejas interrumpieron sus geométricas evoluciones. Los cuatro muchachos se despegaron de la pared para ir a la parte trasera del cuartel de bomberos, donde, escondida en un arbusto de enebro, les esperaba una botella descorchada. Así que la apuraron. Las muchachas me dicen que es costumbre y que así está bien, porque los chicos resultan más animados. Si beben demasiado, no está bien, pero si solo es un poco, está muy bien. Los muchachos volvieron al suelo de cemento de la sala, exhibiendo unos rostros como si hubiesen hecho un gran esfuerzo. En los corazones de las muchachas volvió a anidar la esperanza áfona como el silencio de las estrellas.

Sin quedarse atrás respecto a las últimas tendencias, la orquesta capitalina tocó la celebérrima Diana, y el flaco cuello de la huesuda cantante se abultó de venas carmesí. Otras cuatro muchachas fueron llevadas desde la pared hasta el centro de la pista, donde el rojo mezclado con el azul se posó con un distinguido violeta. De nuevo las parejas, concentradas, se pusieron a dibujar círculos en el cemento al compás de la canción, vigorosamente interpretada por la huesuda.

Después de aquella pieza, según me cuentan las muchachas, los chicos armaron jaleo. Ellas no saben cómo se desencadenó aquella repentina y violenta bronca. Las muchachas opinan que cuando en una fiesta se produce una pelea, esta no tiene ningún objetivo inmediato sino uno a largo plazo, en cierto modo metafísico: es necesaria para los recuerdos. Sin una buena trifulca, la fiesta se hundirá en el olvido como la piedra en el lago y las aguas del tiempo se abatirán sobre ella. La fiesta misma es bastante desaborida y gazmoña, porque hay demasiadas trabas como para dejarse llevar. La pelea, en cambio, no entiende de trabas y por eso la gente puede desahogarse a gusto. La pelea contiene todo lo que la memoria humana conserva durante mucho tiempo: sangre, dolor, miradas fulgurantes de odio, el impaciente escalofrío de la muerte. La aldea entera evocará los detalles de la pelea y los nombres de sus participantes serán repetidos una y otra vez.

Para el vals que siguió a la pelea, las parejas adoptaron la formación impuesta por el tipo fenomenal que había venido para hacer números de magia. Estuvieron caminando junto a la orquesta al mismo paso que regía los paseos de los domingos. Las muchachas me cuentan que en la aldea no hay domingo sin estos paseos. Primero un chico se presenta en casa de una chica y le pregunta:

—¿Quieres salir conmigo a dar una vuelta?

La muchacha tiene que llevarlo ante su padre, quien debe hablar con el pretendiente, el cual, a su vez, le obsequia con una botella, pues ya se sabe que una charla con la garganta seca es como el plumón al viento. Entre los dos, legalizan el acto de pasear. Se camina por la aldea desde el número uno hasta el último y de vuelta. Nunca hasta el bosque, porque tal cosa está proscrita por indecorosa. A veces durante esta árida y latosa ocupación se lanzan algunas palabras.

—¿De qué habláis? —pregunto, a lo que una de las muchachas me contesta:

—De cosas. —De lo que no logro deducir si esas conversaciones son interesantes o aburridas, ya que carezco del talento de los egiptólogos, capaces de reconstruir la tormentosa historia de una dinastía a partir de un jeroglífico.

En opinión de las muchachas, sus compañeras de otras aldeas, donde la desproporción entre los dos sexos no es tan abismal, están de mejor suerte porque pueden permitirse el lujo de hacer melindres. Aunque ellas también pueden hacer algunos melindres a la hora de elegir un chico. Cuando aparece uno invitándola a uno de esos trotamundeos, lo primero que hace la muchacha es preguntarle:

—¿Piensas ir a la ciudad o te quedas trabajando en la granja?

Si piensa seguir en el campo, la muchacha lo despachará:

—Camina tú solito —le dirá.

Es que con un muchacho así no hay esperanza de abandonar el campo, y todas ellas quisieran irse a la ciudad.

—¿Por qué? —pregunto.

—Porque en la ciudad hay un montón de cines y la gente no hace nada.

—Pero, en contrapartida —digo—, la ciudad es peligrosa; hay muchos accidentes.

—¡Como si aquí no los hubiera! No hace mucho, una fue a dar de comer a las gallinas, se resbaló y se rompió un brazo. También eso es un accidente.

El tipo fenomenal de la capital de la provincia hizo sus números de magia. Por arte de birlibirloque, había sabido sacar del aire una bandera que después colocó en un soporte previamente preparado. La orquesta tocó el himno nacional y, en el escenario, la huesuda se irguió como una cuerda, cosa que marcó el fin del bailoteo, de las planetarias vueltas. El rojo y el azul perdieron su metafórica elocuencia. Las puertas del cuartel de bomberos se abrieron y en el túnel de la noche se internaron cuatro parejas abrazadas. Tras ellas salió al cabo de un rato un grupo estirado, silencioso y ofendido. Eran las once muchachas no elegidas, lanzadas a merced de la soledad, el abandono y la noche. La misma noche en que la abuela Jesionowa, al borde ya de sus fuerzas, aún tuvo tiempo de susurrar en medio de un camino forestal:

—Dios mío, ¿por qué él…?

Y se desmayó.

Un coche de la policía la trasladó al asilo de ancianos de Nowa Wieś, cerca de Ełk. Ahora está sentada en un banco y se frota las rodillas, hinchadas por el reuma.

—No, señores —balbucea—, él no me echó; solo me dijo: «Váyase del pueblo, abuela».

En efecto, la frase no suena a amenaza. Más bien parece sacada de un manual de gramática. Una frase descriptiva, desapasionada: «Váyase del pueblo, abuela». ¿Que por qué se la dijo? La abuela se sume en sus reflexiones y concluye:

—Es que la casa es muy pequeña, y mi nieto, señores, Marian Jesion, piensa pasar por la vicaría. Ya le ha cogido la necesidad. Así me lo dijo: «Abuela, me ha cogido la necesidad».

Por eso la noche en que se celebró aquella estupenda fiesta donde todo fue a pedir de boca, la abuela Jesionowa entró en el abismo de la noche, caminando hacia un destino desconocido, hacia el ancho mundo. Mientras la abuela entraba en la oscuridad, su nieto, metido en la sugerente negrura de su traje, amo del mundo con el pelo lleno de brillantina y envuelto en nubes del aroma de la colonia Derby (fabricada por Lechia, Poznań), bailaba al son del fantástico al tiempo que escalofriante hit de la temporada, Veinticuatro mil besos, bramado con desgarro por el saxofonista de la capital de la provincia.

Y no pasa nada.

Marian Jesion satisfará su acuciante necesidad y el Estado le proporcionará a la abuela un techo y un plato de sopa de garbanzos con panceta. Aunque una cosa sí cambiará: puesto que en casa de los Jesion hay una boca menos que alimentar, los gastos se reducirán y Marian, atenazado por la acuciante necesidad, podrá comprarse una corbata de plástico que se sujeta con una goma. Sin duda, se trata de todo un símbolo de modernidad, y Pratki se moderniza a ojos vistas. Mis muchachas dicen que ahora se compra de todo: máquinas de coser, motos, relojes y canapés abatibles. La gente se desvive por hacerse con radios, trajes, lavadoras y cristal de Bohemia. En suma confianza, las muchachas me cuentan que, a fin de no perder el tren del generalizado progreso material, no falta quien, simplemente, robe. Como, sin ir más lejos, las cocineras de la vecina granja estatal, que roban carne. ¡Y qué listas son! Sacan papadas y lomos de cerdo enteros en cubos de agua sucia. Después solo hay que enjuagarlos junto a algún pozo y toda la aldea ya puede comprar. De ahí que, cuando hace un domingo soleado, las ingeniosas cocineras puedan cubrir las campanas de sus pechos con las nubes celestes de caras blusas de chiffon.

—¿Y ya sabéis que robar es pecado? —pregunto.

Mis encantadoras muchachas de Pratki se ríen, pero no con una risa espontánea, argentina y seductora, sino que más bien esbozan una mueca grotesca, propia de un payaso de circo, en la que los labios, aunque estirados de oreja a oreja, permanecen herméticamente cerrados mientras las entrañas, que parecen autónomas, son sacudidas por un temblor histérico. Ellas no pueden reírse de otro modo porque no tienen dientes o, dicho más exactamente, sí que los tienen, pero solo unos cuantos, colocados aquí y allá entre vacías distancias como algún que otro tronco ya enmohecido en medio de un cortafuegos abandonado.

Como un mal educado de mucho cuidado, cual el zafio más notorio, les pregunto a mis muchachas:

—¿Por qué, chicas, no os laváis los dientes?

De todos modos, ¿para qué gastar saliva en semejantes preguntas cuando en Pratki no se los lava nadie? Pratki mastica aquellos lomos de cerdo con la abismal desnudez de sus encías y los muchachos, como ancianos, chupan un trozo de pepinillo salado después de apurar un vaso de vodka. Los mozos se compran motocicletas y las mozas gastan dinero a espuertas en combinaciones de organdí, por lo que nadie se puede permitir un tubo de pasta de dientes Odonto (fabricada por Lechia, Poznań), que cuesta tres zlotys y cinco groszys. Incluso se me había ocurrido empezar una campaña en pro de rebajar su precio de venta al público, sobre todo quitándole esos cinco groszys, pues tal vez eran ellos los que disuadían de asumir tan abusivo y desmesurado gasto a personas que necesitaban completar una colección de cristalería de Bohemia. Contaba con poder reclutar un regimiento de aliados y la buena voluntad del correspondiente ministerio en la solución de todo aquel asunto. Que las autoridades competentes se iban a mover y que, por obra de una disposición especial, la barrera de los cinco groszys desaparecería de una vez para siempre.

Más tarde, sin embargo, me hice otro razonamiento: si las chicas no se lavaban los dientes y ni tan siquiera había cruzado por sus mentes la mera posibilidad de hacerlo, no podían interesarse por el precio de la pasta Odonto (fabricada por Lechia, Poznań), que estaba fijado en 3,05, ni plantearse la cuestión de esos cinco groszys añadidos con excesivo celo a la redonda suma de los tres zlotys. La referida medida higiénica no se observaba en Pratki, porque nadie había dicho a sus habitantes una sola palabra al respecto, y a ninguno de ellos, independiente y espontáneamente, se le había ocurrido la idea de lavarse los dientes.

Esa es la verdad y no hay que darle vueltas.

¿Qué verdad? Que la aldea de Pratki baila al son de los portentosos hits de última moda, corre en motos de la marca WFM, hace acopio de televisores, compra máquinas de coser eléctricas y cortinas del maestro Pikas; que al mismo tiempo convierte en su ídolo al imbécil de la capital de provincia que monta fantásticos números de magia; que al mismo tiempo expulsa a una anciana hacia un destino desconocido; y que, ciega de odio, se propina puñetazos en plena mandíbula y no se lava los dientes.

Siguiendo este razonamiento, caí en el idealismo y empecé a soñar despierto. Soñé con que, a costa de tres grabaciones de música de baile, alguna persona sensata de la radio dedicara unas cuantas palabras a los dichosos dientes. Que debía ponerse un poco de pasta en el cepillo, que a continuación se imprimiese al mismo un movimiento lineal ascendente, descendente y circular, y que al final no se debía tragar, sino escupirlo todo. Que había la esperanza de rebajar el precio de un tubo a los tres zlotys. Luego soñé con que el instructor comarcal, mientras conducía la reunión de turno del partido, justo después de tratar asuntos decisivos para el florecimiento de nuestro país, quisiera preguntar al margen, como quien no quiere la cosa: ¿Y cómo va eso de los dientes, camaradas? ¿Os los laváis o no?

A Pratki se han exportado máquinas de coser y corbatas de nailon, blusas de chiffon y anchos canapés abatibles, pero nadie se ha tomado la molestia de inculcar allí cuatro ideas elementales de la cultura más elemental.

Que si la abuela, que si los dientes.

A simple vista, dos asuntos muy distintos y sin embargo, a la hora de la verdad, no del todo.