MIDE TUS FUERZAS POR TUS INTENCIONES[8]
Hay cien niños en la estancia. Parte de ellos está de pie junto a la pared, otros escriben: «Ala tiene un gato», mientras los restantes deletrean: «El perro es de Ola». El aire es asfixiante, apesta a mugre del peal que envuelve al pie sucio, a sudor, a dientes sin lavar. La lámpara de queroseno se va apagando. Así era la escuela —dice— hace medio siglo. Los campesinos habían tenido que luchar a brazo partido para conseguir una. Ansiaban tener acceso al conocimiento.
En medio del ambiente asfixiante, la lámpara se apaga porque esta es su característica. Él lo sabe. Había hecho los deberes a la luz de una lámpara de queroseno; alargaba la mecha mientras solucionaba ecuaciones con dos incógnitas. En aquella época tenía su rincón de estudio en el pajar; su padre solo había empezado a construir la casa. Hoy la casa tiene el mismo aspecto que las otras diez de su aldea, Ładzice, cerca de Radomsko. Estuvo allí el verano pasado para segar el heno. Lleva nueve años viviendo en Varsovia, pero en ninguno de ellos ha faltado a su cita con Ładzice. Cuando llega, la gente acude a él pidiendo consejo; les redacta solicitudes. Entonces estoy entre los míos, hablo su misma lengua, me encuentro a mí mismo. A veces me dan ganas de abandonar la ciudad, volver definitivamente al campo, tener tranquilidad y mi apartado pedacito de tierra. Pero esto ya no es posible.
Se queda en Varsovia, adonde llegó en 1951 para ingresar en la universidad. Su abuelo tenía allí, en el pueblo, unos cuantos libros. Era un devorador de literatura, afición que también se apoderó del nieto. Aquellos libros hablaban de historia. Títulos reunidos al azar, épocas de lo más dispares, un enjambre de nombres y fechas. Se apuntó a la facultad de historia. En aquel tiempo la universidad estaba inundada de jóvenes que se sorprendían ante todo: la gran ciudad, la iluminación de las calles, el silencio de las salas de estudio, el ambiente de las aulas magnas… Venían de pueblos y aldeas. Traían el olor a campo, la estupefacción de provincianos y una férrea voluntad de empollones. Se sentaban en los bancos de atrás, lo apuntaban todo concienzuda aunque lentamente y no hacían preguntas, temerosos de hacer el ridículo. Estudiaban las más insignificantes disposiciones del decanato con la misma minuciosidad con la que en el pueblo era costumbre leer los anuncios del alcalde. Engullían sin chistar la bazofia que fabricaban en serie las cocinas de los comedores y aguantaban dócilmente las burlas de las limpiadoras de las residencias, donde pasaban las noches profundizando en los manuales copiados en ciclostil, leyéndolos una y otra vez hasta que caían dormidos, con las cabezas doloridas, sobre los libros desparramados y abiertos. Después dormitaban durante las clases o clavaban sus ojos, inyectados de sangre por falta de sueño, en el profesor, que decía cosas inauditas e incomprensibles. En los exámenes se sentaban en el borde de la silla, construían frases con tremendo esfuerzo, se secaban en los pantalones las manos sudorosas. Los profesores los miraban con un interés aderezado con cierta dosis de ironía. Semana sí, semana no, uno de ellos hacía la maleta y regresaba a casa con su macuto a cuestas, como el soldado que vuelve después de cumplir el servicio militar. Muchos fueron desistiendo, pero él resistió. También anduvo atónito, también empolló hasta oír cómo le crujía la cabeza. Pero lo superó.
No tenía entonces mucha vida a sus espaldas, diecinueve años, pero la suya era una vida dura, expuesta a fuertes vendavales, experimentada. A los diez años, durante la guerra, había trabajado como pastor para un campesino rico. A su padre se lo habían llevado a un campo de prisioneros, la madre estaba enferma, la hermana era pequeña. Su remuneración de pastor: un litro de leche diario. Tenía un tío que trabajaba en las caballerizas del terrateniente local. Ese tío fue comandante del movimiento partisano del Ejército Popular que operaba en la zona. Después de la liberación, secretario del Partido Obrero Polaco. Solía llevar a su sobrino a las reuniones de la comarca, que se celebraban en el puesto de policía y con vigilancia de varios guardias. Como él sabía escribir, redactaba las actas de aquellas reuniones. Finalmente, junto con otros muchachos, fundó una célula de la Unión de Jóvenes en Lucha[9]. En 1947 fue elegido jefe de la célula. Tenía quince años. Desfilaba por la aldea con un fusil al hombro: por la zona merodeaban bandas armadas[10].
Todos los días iba a pie a Radomsko, al instituto. Doce kilómetros entre ida y vuelta. Desde 1948 había estado afiliado a la Unión de Juventudes Polacas. Activista y propagandista nato, fue de pueblo en pueblo fundando células, organizando reuniones, pronunciando discursos.
Después del examen de Estado fue a Nowa Huta[11]. Compareció ante la Organización Nacional de Servicio a Polonia (ONSP), donde se presentó como obrero voluntario. Dirección: brigada 39, Pleszewo. Trabajo: excavar un canal. Herramientas: una carretilla y una pala. Viven entre nosotros muchas personas que recuerdan aquel año y aquella Nowa Huta. Algunas recuerdan Pleszewo, aquel canal y la brigada treinta y nueve de la ONSP. La brigada estaba hundida en el lodo hasta las rodillas y mil pares de botas cargaban día y noche el peso de mil kilos de arcilla. La brigada dormía en tiendas de campaña, comía a la intemperie, se emborrachaba con el vino barato bautizado como «Encanto de EAE» (Explotación Agrícola del Estado), a 9,40 la botella. La brigada trabajaba con terca obstinación; sumergida en el barro, no paraba de avanzar. Cada vez que venía una delegación extranjera le enseñaban la brigada treinta y nueve.
Él fue uno de sus miembros. Allí lanzó el lema de la emulación. En aquel tiempo se decía: Un chico de tal o cual cuota. La cuota era muy importante. Al principio él era un chico del ciento cincuenta por ciento de la cuota, pero más tarde, y poniéndole un esfuerzo sobrehumano, llegó al seiscientos por ciento. Para alcanzarlos, todos los días trabajaba desde las tres de la madrugada hasta muy entrada la noche. Apenas dormía. Pero lo desbordaba el entusiasmo, tenía fuerzas, tesón y experiencia. Fue el obrero de choque de su brigada, luego de la provincia y finalmente logró el primer puesto en el ranking nacional de emulación en el seno de la ONSP. De Nowa Huta trajo seis premios, varias medallas y duros callos en las manos. E ingresó en la universidad.
Empléate a fondo, hombre —se decía—, empléate porque si no, acabarás mal. Deseaba ponerse al día, la habilidad de atar gavillas no servía de nada en la lectura de documentos antiguos. Sabía concentrarse, prescindir de caprichos, limitarse a hacer una sola cosa: estudiar. Así pasó por toda la carrera, curso tras curso. Activo miembro del partido, trabajó en el Comité de la Universidad. No pocos le tenían envidia: «¡Dichoso él, que tiene un origen social como Dios manda!».
Terminó la carrera en el cincuenta y cinco. No volvió al campo, tampoco se dedicó a dar clases en una escuela. Quería seguir estudiando. Consiguió una beca de investigador en la Academia de Ciencias. Empezó a reunir los materiales para la tesis doctoral. Tardó tres años en reunirlo. Leyó más de trescientos libros, consultó cientos de expedientes en los archivos de Varsovia, de otras provincias polacas, de Moscú y Leningrado. Se movía por un territorio no explorado, por una parte de la historia que aún no estaba escrita. Esa tesis ya está lista. Tiene casi trescientas páginas y se titula «El ámbito rural del Reino de Polonia ante la generalización de la educación entre los años 1905 y 1914». Al pie de la primera página, el nombre de su autor: Zenon Kmiecik. De paso ha publicado varios artículos y editado una recopilación de documentos titulada «El pensamiento progresista en el ámbito educativo del Reino de Polonia entre los años 1905 y 1914». De su época de becario en la Academia de Ciencias no habla mucho. Es un período gris, sin grandes luces. Desde la mañana hasta la noche, bibliotecas y archivos. Lecturas y apuntes. De vez en cuando, la alegría de toparme con un hallazgo. En un archivo de Moscú encontré las actas del consejo de redacción de la revista campesina Zaranie. En ellas descubrí que la consigna «Mil escuelas para el milenio»[12] tiene una larga tradición. En 1910, coincidiendo con el quinto centenario de la batalla de Grunwald, los campesinos lanzaron la iniciativa de reunir dinero para la construcción de escuelas. La consigna era: «No más niños esclavos del ganado». Con el dinero de la colecta se mantenían las escuelas zarianas, ilustradas y progresistas para la época. U otra cosa: ¿Sabes?, había escuelas que funcionaban como apéndices de las tabernas. El tabernero daba clases a niños judíos y polacos. Corría el peligro de ser condenado a destierro, pero no por eso dejaba de dirigir su escuela. Mientras el poder zarista tomaba vodka en la taberna, al otro lado de la pared los niños aprendían polaco.
En aquellos años el campo intentaba salir a la superficie, abrir una ventana al mundo. Por eso elegí aquella época y este tema. Me resulta cercano, casi íntimo: me apasionaban las personas que ansiaban llegar a ser algo por su propio esfuerzo, que no solo estudiaban, sino que también tenían que luchar: para poder hacerlo y por el país. ¿Qué fue de sus vidas? ¿Cómo acabaron sus combates?
Escribía esta tesis un poco como su propia biografía. El tema se hallaba en el ámbito de sus experiencias, percepciones y reflexiones. Un trabajo sobre el intento de enderezar el espinazo, sobre el esfuerzo de erguirse y apoyarse en los propios pies, sobre la dificultad de llevar una carga cuesta arriba.
Hay una persona sin la cual el destino de esta tesis doctoral no habría sido tan claro. El catedrático. No hay seminario del profesor Jabłoński[13] que no constituya una experiencia inolvidable. Además, entre las mil cosas que tiene que atender a diario, siempre encuentra tiempo para adentrarse en los problemas de sus discípulos, sugerirles posibles soluciones, velar por sus progresos. Al referirse al profesor se dice «maestro»: He visto al maestro, he hablado con el maestro… Se ha convertido en una costumbre.
Ahora uno de sus discípulos se está preparando para el examen de defensa de su tesis doctoral. Estudia hasta quemarse las pestañas, otra vez no sale de la biblioteca. Dice, repitiendo inconscientemente el pensamiento de Hemingway: Siempre apuesto por el trabajo. El trabajo no me fallará.