LA IMPASIBLE CABEZA DE UN REZAGADO
En el varsoviano barrio de Ochota dicen: «Los que no se han espabilado a tiempo se tienen que bajar. Fin de trayecto para los rezagados». Todo el mundo sabe qué es un rezagado. Una persona extraña. Siempre sombría, malhumorada. Lleva una existencia árida, no siente pasión por el riesgo y la atormenta un complejo de imposibilidad.
El viejo «Pekín»[20] de la calle Grójecka tiene hoy su día. Dos de sus habitantes, Wilczyński y Szeryk, unos jóvenes ingenieros, se han comprado un Fiat y ahora se preparan para un viaje de acampada por Mazuria. Paso aquí por alto algún que otro nombre más, pues un coche es el maná no solo para su propietario, sino que siempre se apunta para utilizarlo un nutrido grupo de conocidos. Así, la adquisición del Fiat ha hecho aumentar el prestigio no solo de los dos ingenieros, sino también de su círculo de amistades, al que, entre otros, pertenece Misiek Molak.
Helo aquí participando en una pequeña fiesta en honor de esa minúscula pulga gris, todavía sin rodar, que dormita plácidamente en el garaje. La conversación gira en torno a neumáticos, ensaladillas, aguardientes y cajas de cambios. Resulta de lo más interesante.
Misiek me da un golpecito en el hombro y dice:
—Ven, vámonos.
Y en la calle:
—No hay manera con estos tipos. Son unos talmudistas sumergidos en el sánscrito de la técnica. Su mundo se mueve al ritmo de cuatro tiempos, impelido por un motor de gasoil. No aguanto más su cháchara.
Más tarde dirá:
—Están emergiendo nuevas élites. Si a las anteriores las unían aspiraciones creativas, ahora el aglutinante es el consumo. Saciarse, saciarse lo máximo posible: con fantasmagorías, con el juego de azar, con la velocidad, con la quietud. Una afición de lo más atractiva. Todo lo que se interpone en esta diversión está bajo sospecha. Son unos intolerantes de tomo y lomo. Es cierto que no lanzan maldiciones a su adversario, pero ¡cómo lo aplastan con su implacable indiferencia!
El adversario en cuestión no es otro que él mismo. Ahora intenta hallar una definición precisa de sus respectivas posturas, trazando una genealogía de la diferencia surgida entre ellos: habían ido al mismo instituto y jugado en el mismo equipo de fútbol. Formaban una célula de la pandilla de los Kosior, muy ramificada en el barrio. Después, él ingresó en la universidad y ellos, en la politécnica. Surgieron cuestiones de compromiso político: mostrarse activo, fingir hacerlo o no meter las narices en nada. Las disputas del cincuenta y seis[21] y luego, distanciamiento. Misiek es profesor de instituto, ellos trabajan en la industria. No todos: algunos ocupan puestos en la administración. Pero esto es lo de menos. Lo importante es cómo ha evolucionado cada cual. A él se le ha subido a la cabeza una panda de alumnos. Ruidosos, superficiales, vacuos. Que sueltan bufidos durante la lectura de la Gran Improvisación[22]. Por casualidad ha oído hablar a dos de sus alumnas: «Tonta, más que tonta. Hazlo de pie; así no te quedarás preñada». La vida no para de exigirle sacrificios: tiene que interrumpir su exposición al ver que la clase se dedica a hacer un crucigrama.
Siente que se ha perdido. ¿Por qué? ¿Cuándo? ¿En qué momento? Empieza a buscar una respuesta. No en la gente: la considera ciega. Confía en los libros. Dedica un montón de horas a la lectura. Un ratón de biblioteca. Muchos títulos y cada vez más preguntas. Aun así, esos viajes le atraen, su peregrinaje por las tinieblas huele a aventura. ¿Qué se oculta tras la curva de tal o cual tesis? ¿Qué abismos descubrirá la siguiente página? Uno tiene que ser prudente: el terreno es movedizo.
Mientras tanto, sus amigos pisan terreno firme. Tienen una fórmula mágica: la «A» mayúscula, que simboliza amortiguador. Todo su programa se encierra en ella: vivir sin sacudidas. No exponer el cuerpo a traicioneras corrientes de aire. Construirse un hermético capullo.
Ya sabemos que trabajan. Por lo general, son individuos muy capaces. Profesionales enterados de las novedades de su especialidad, presienten sus grandes perspectivas. En un campo de fútbol, los jugadores se dividen entre los que no paran de atacar la portería y los que deambulan por el césped. Los otros pertenecen a los que, instintivamente, siempre van hacia la portería. Misiek es de los que merodean por el centro. La multitud pasa por alto al rezagado, clavando la vista en los primeros, observando cómo actúan. ¡Aquí puede producirse un resultado! La frase predilecta de Szeryk reza: «En el deporte, solo cuenta el resultado. Entre nosotros, también». Misiek dice que en esos momentos siente cómo queda empapado de sudor: en su haber no hay sino derrotas.
—Rezagado —le gritan a la cara—, más que rezagado. ¿Por qué galaxias deambulas? Únete a nosotros, necesitamos a un calígrafo.
Él acepta alguna que otra chapucilla. Incluso le sale bien. Luego, la cosa deja de divertirle. Abandona la sociedad. ¡Es que ya les había dado tiempo a crear una sociedad! Juntos realizan proyectos, se reparten el trabajo de los encargos, se ayudan unos a otros. Es un auténtico colectivo, afirma el rezagado, compenetrado y enérgico. Cuando aparece una oportunidad de sacar un buen pellizco, son capaces de trabajar día y noche. Cuando hay que ahorrar, no dudarán en pasar hambre. Humildes esclavos de sus pasiones, indiferentes a todo lo que se encuentra más allá de su campo de visión. Sus mentes se tensan tan solo cuando las alcanza la espuela de un beneficio tangible. Aparte de tales períodos, viven sumidos en un estado de absoluta relajación, tan vacua que, al llegar el momento de inercia, apenas son capaces de pronunciar palabras trilladas, carentes de un sentido profundo.
—No hablamos la misma lengua —se duele Misiek.
Y, sin embargo, sigue en contacto con ellos. ¿Le divertirá su papel de rezagado? ¿Que sea considerado el más preclaro de los mentecatos? A su manera, es un hombre serio. Sin compartir los afanes de aquel pequeño rebaño, puede refunfuñar y permitirse burlas de sus aspiraciones. El rezagado no se abre camino a codazos. Gira alrededor de la cabeza del pelotón como un fiel satélite, quedándose en su mágico círculo de gravitación, pero siempre se mueve por la órbita exterior. Sabe que aquellos en torno a los cuales despliega su vuelo deciden cada vez más.
—Es extraño, pero reconozco que lo que hacen es bueno. Crean cosas de cierto peso. Valen. La gente espera su trabajo. Sin las cosas que proporcionan al mundo, nadie se imagina ya la vida. Saben captar lo concreto, ¿y existe algo de mayor peso cuando todo lo demás se le escurre a uno entre los dedos?
Con esto mismo, el rezagado se autocondena. Lleva algo así como un estigma de degradación. ¿Quién necesita de sus dudas? ¿Dónde está el auditorio dispuesto a oír sus cavilaciones?
—La gente —afirma—, sumergida en el abismo de sus pequeñas preocupaciones cotidianas, no consigue salir a la superficie para tomar una bocanada de aire. Se ve arrastrada por las corrientes y absorbida por los remolinos.
—Exageras —le discuto—, y esta exageración te devorará. Acabarás hecho un guiñapo.
Pero también yo exagero: el rezagado se conservará sano y salvo. Es agradable encontrarse a una persona así, aunque sea una compañía un tanto fatigante. Enseguida nos arrastra hacia los espesos vapores de la elucubración, obligando a nuestra entumecida mente a una mayor actividad. Pero por lo menos nos refrescamos después de una serie de charlas desérticamente estériles en las cuales el inerte esfuerzo parece hacerse únicamente para que en cien palabras no se cuele un solo pensamiento.
Sin duda es un individuo démodé. No sigue la «dieta milagro», no lee las entregas de la novela El hechizo de las cuatro ruedas, ni siquiera ahorra para comprarse un patinete. Le atormentan cuestiones cuya mera existencia su círculo de amigos ignora por completo. Es como si siempre se hallase detrás de un cristal: se ve su rostro, sus movimientos, pero no se oye su voz. Así que está solo y la soledad paraliza su voluntad. El rezagado está lleno de energía, pero conservada en estado de congelación. Siente que debe hacer algo, pero no sabe qué. Y cuando ya le parece que sí sabe, enseguida surge la pregunta: ¿Vale la pena? De modo que, displicente, renuncia.
Vuelve a casa. Enciende la radio. Lee poesía, la deja. Coge a Dostoievski. (Reflexiona sobre la frase: «Me pareció que le atormentaba un pensamiento que ni él mismo lograba definir»). Enciende un cigarrillo.
Eartha Kitt canta C’est si bon.
Mira por la ventana. ¿Cuándo aprenderán a curar el cáncer? Unos niños juegan a la pelota. Se prepara un té. Mañana habrá nuevas películas en la cartelera.
Eartha Kitt canta Let’s do it.
Lee: «Su naturaleza rebosaba de bellos arrebatos y nobles intenciones; sin embargo, todo aquello no cesaba de buscar un equilibrio que no encontraba, todo era caótico, fluctuante, inquieto». Ah, se refiere a Liza, piensa. Vuelve a salir a la calle. Se topa con un conocido. Charlan. Pasan las horas. No ve nada. Todo es sueño.
Nada más.