LA BALSA DE SALVACIÓN
—¡Qué paraje! —exclamó el profesor auxiliar—, ¡de fábula!
—Y, además, verás a Zeus, un dios extraño —añadió otro auxiliar.
¡Un reportaje sobre un dios! Irresistible. No me he hecho de rogar.
Cuando tienen algo de dinero, cada sábado corren hacia ese paraje. Sus peregrinaciones las han empezado ya en mayo. Todavía hace demasiado frío, pero no importa; es cierto que hace fresco, pero en cambio, ¡no hay ni un alma! Acaban sus clases en la universidad a mediodía, recogen deprisa y corriendo sus carteras, van en tranvía a la estación y, en un santiamén, se acomodan en el tren con destino a Działdowo, con un transbordo en dirección a Brodnica. A ratos la carretera, por la que circulan coches, motocicletas y escúters, discurre a lo largo de la vía. Estos dos van con la vista clavada en los vehículos: es evidente que se sienten un tanto incómodos. Se dedican a enseñar Historia de la Literatura, una buena profesión, pero que aporta magros beneficios.
El vagón se balancea, ellos se sumen en la lectura.
Desde el apeadero de Tama Brodzka, caminan a través del bosque hasta el pueblo de Stanica Wodna. El grupo de casas desperdigadas por la suave pendiente de la colina se llama Bachotek. Los auxiliares estiran los brazos y hacen flexiones. En un determinado momento se quedan inmóviles.
—¿Suena? —pregunta uno. Aguzan el oído.
—¡Suena! —responde el otro en un susurro.
—¿Qué es lo que suena? —pregunto. (Me doy cuenta de que he dicho una tontería). Están indignados.
—¡El silencio, hombre, el silencio!
Se disponen a comer. En la taberna del pueblo se sirven comidas, pero ellos desprecian tamaña comodidad. Montan solemnemente su hornillo y empiezan a preparar sopa de espinazo de sobre. El agua hierve, se desborda, apaga el fuego, les quema las manos. Comen con una sola cuchara, alternándose. Hambrientos, se convencen mutuamente de que nunca han estado tan saciados.
Les falta tiempo para salir al lago en una canoa. Apenas los alcanzo. Divisan un cisne. Surge una disputa en torno a si el cisne vuela alto o no. ¡Por supuesto que vuela! ¡Urbanita, yerras! Se enzarzan en una discusión, buscan pruebas en la literatura. ¿Quién podía haber escrito sobre este tema? ¿Żeromski[5], Konopnicka[6]? ¡Déjate de Konopnicka, esa mujer nunca escribió gran poesía! Los pájaros, aterrorizados, levantan el vuelo para ocultarse en el cañaveral. Los auxiliares llegan a un compromiso: de acuerdo, lo comprobarán en un diccionario enciclopédico.
A lo lejos se pasea una garza. Los jóvenes reman a todo remar. Enseguida la verán de cerca. Pero el pájaro, al oír el ruido, despliega sus alas y se aleja. Decepcionados, se llenan de reproches: hemos ido demasiado lentos, no nos hemos esforzado lo suficiente. Para justificarse, uno le enseña al otro sus manos: están llenas de ampollas.
Dejan los remos.
—Iremos a la deriva —dice uno.
—¿Cómo, si aquí no hay corriente? —protesta el otro.
La canoa avanza unos metros. Consultan sus relojes y calculan la velocidad con la que les llevan las olas.
A lo lejos, sobre el fondo del bosque, una silueta se mueve en la orilla.
—¡Es él! —exclama uno de los auxiliares.
Aguzan la vista (leídos y escribidos ellos, y sin embargo tienen ojos, dirá más tarde el salvado).
—No, no parece él —duda el compañero.
—¿Cómo que no? Por aquí no hay nadie más, solo él —insiste el primero.
—Recuerda que él solía caminar con los músculos tensos, mientras que este no estira nada, sino que se pasea tan tranquilo —insiste, persuasivo, el primero.
La discusión se alarga, la inseguridad resulta torturante. Se acercarán y todo se va a aclarar.
Rema que te remarás, la silueta crece, cobrando formas nítidas. El espíritu de la victoria se adueña de mis amigos. Por supuesto que es él. Clavando una pértiga en el fondo, el almadiero solitario impulsa su balsa por el lago.
—¡Buenos días, señor Jagielski!
El balsero nos mira con unos ojos que despiden unos destellos de lo más gracioso.
—Ah, muy buenas —contesta.
—¿Podríamos subirnos con usted? ¿No será demasiado peso?
—Qué va, qué peso ni qué ocho cuartos. Vaya peso que tiene todo esto.
Todo esto (se refiere a nosotros tres) no pesa más de doscientos kilos. Así que, sin escrúpulo alguno, avanzamos hacia Jagielski, haciendo equilibrios sobre los troncos. Los auxiliares palpan la mano del balsero. (Increíble —me dirá más tarde uno de ellos—, me imaginaba que tendría una mano pesada, callosa, dura como la suela de un zapato. Pero él tiene la piel suave, delicada, ¡incluso diría que lo suyo es pielecilla!).
Józef Jagielski nos escruta con la mirada y nosotros, a él. Es un hombrecillo menudo, de finos huesos y músculos de pulga. Un rostro delgado con rala y descolorida barba de dos días se oculta a la sombra de una amplia visera. Parece una persona de más de treinta años, pero en realidad tiene veinticinco. Ya ha cumplido el servicio militar, pero aún no ha tomado esposa (no hay prisa, señores). El servicio militar tiene para él su importancia, pues entonces viajó en tren. No es que hubiera ido muy lejos, pero algo es algo, y ahora ya no tiene la oportunidad.
—¿Y también ha estado usted en una ciudad? —le pregunta uno de los profesores.
—Pues claro que sí. Estuve en Brodnica, y en Jabłonowo, e incluso en Toruń.
—¿Y en el mar?
—Pues no. En el mar, ¿dice? No, demasiado lejos…
Paseo la mirada por la balsa. Es enorme. Troncos de pino, en su tiempo puestos a secar y ahora atados de doce en doce, forman su elemento básico. A este, sujetados con alambre, se une un segundo, un tercero y así sucesivamente. En total, más de veinte. La balsa parece inacabable, una valla que se extiende a lo largo de doscientos metros. Balsas así las montan en los bosques de Iława y desde allí, por lagos y canales, las transportan hasta el Drwęca. La madera navega hacia el aserradero. Recorre unos ciento veinte kilómetros, impulsada por varios balseros que se suceden en el trabajo. Jagielski es uno de ellos; tiene asignado un tramo. Pasa la carga al otro lado del lago y allí se acaba su cometido. De manera que una balsa proporciona un sueldo a varias personas. La suma global de todos estos salarios parciales constituye el gran anhelo de Jagielski.
—¿Cuál es su mayor deseo? —le tantea uno de los profesores auxiliares.
—No vale la pena gastar saliva —contesta evasivo el balsero.
—Adelante, no se corte —insiste el auxiliar.
—Si pudiera tener todo el dinero que estas balsas dan en un mes entre todos…
—O sea, ¿cuánto?
—Da miedo decirlo en voz alta, señores.
—Venga, no tenga miedo.
Jagielski se yergue, se quita la gorra.
—Alcanzaría unos tres mil. Y quién sabe si no cuatro.
Se pone a trabajar con más ahínco, para no dejarse llevar demasiado lejos por ese idealismo. Gana al mes unos ochocientos o novecientos zlotys. La tarifa es la siguiente: por cada metro cuadrado de madera transportada a la distancia de un kilómetro, recibe veintidós groszys. El equivalente de un cigarrillo de la asequible marca Giewont. Aparentemente es un obrero, pero trabaja como un campesino. Vive en una aldea, en casa de un hermano suyo, al que entrega el salario a cambio de la comida y un rincón en la estancia. Se levanta con las gallinas, toma un poco de sopa de patatas, coge una botella con té y va en bicicleta al lugar donde lo espera la balsa. Corta un joven abeto, lo descorteza, lo pule y ya tiene una pértiga, su instrumento de trabajo.
Se planta erguido en medio de la balsa.
—Todo lo demás, señores, ya es voluntad de Dios.
Cuando tiene el viento en contra, no recorrerá ni un metro.
El viento desde la izquierda empuja la balsa hacia la orilla, donde se enreda en el cañizal.
El viento desde la derecha empuja la balsa hacia el centro del lago, un lugar demasiado profundo para poder impulsarla con la pértiga; entonces espera una salvación.
Cuando no hay viento, todo el esfuerzo de mover esa enorme masa descansa sobre sus hombros.
Un trabajo ímprobo.
Los buenos vientos lo visitan muy rara vez; por lo general, el aire se erige en su enemigo. ¿Que qué distancia recorrerá antes de que anochezca? Si todo va bien, unos seis kilómetros (llegué a hacer ocho, dice con orgullo). Tiene que navegar lo más oportunistamente posible: lo bastante lejos de la orilla para no encallar y lo bastante cerca para no perder fondo.
Los auxiliares están encantados de que Jagielski de vez en cuando pierda fondo. Ellos hace tiempo que han perdido pie. El mundo vive sumido en una crisis de valores, dicen, las instituciones tradicionales han fracasado, la moral ha perdido el sentido y las verdades inapelables están en tela de juicio. Ni siquiera confían en los hechos que enseñan. ¿No se habrán falsificado textos también en los siglos pasados? El ser humano actúa bajo el terror de las circunstancias, igual que la balsa empujada por el viento. El ser humano ha perdido pie. Uno de los auxiliares, balanceándose peligrosamente sobre un tronco, aduce el testimonio de Pascal. (Encontré aquella cita: «El hombre no sabe qué lugar debe ocupar; se le ve perdido, expulsado del lugar que le corresponde y sin posibilidad de encontrarlo. Lo busca por todas partes, con inquietud mas sin efecto, en medio de una oscuridad impenetrable»). Al observar a Jagielski, los dos contemplan el fenómeno de la pérdida de tierra bajo los pies, lo que se produce no en abstracto, sino en concreto. El balsero examina el agua metiendo la pértiga hasta la empuñadura: no hay fondo. Tensos, los auxiliares esperan su próximo paso.
Jagielski aparta la pértiga.
Se sienta, extiende las piernas.
—Hay que esperar —anuncia.
Esta frase la declaran genial.
—Todo un filósofo —dice uno.
—Un auténtico filósofo —confirma el otro.
Porque el hombre no se deja llevar por el pánico ni por el abatimiento; no pone el grito en el cielo ni se desespera. Aunque cada contrariedad de la naturaleza rebaja su salario, el balsero conserva la calma. Hay que esperar y el suelo firme volverá. Primero huye; después vuelve. El suelo firme ¡no puede faltar!
¿Que si le gusta su trabajo? Claro que sí. Trabajó un tiempo en el aserradero pero se marchó. Demasiados jefes. Mientras que aquí Jagielski es su propio jefe. Puede navegar de día o de noche, como a él le plazca. De día se está a gusto y de noche también es agradable. («Cuando todo está oscuro, hay un silencio tal que a uno se le hace un nudo en el estómago»). Lo importante es que haga buen tiempo. Con el malo, la faena es tan ardua y tan agotadora que se le nublan los ojos. Hay veces que no puede sino dejarse caer sobre esos troncos bañados por el agua; lo demás tanto le da. En esas ocasiones, todo da igual, recuerda. La última Nochevieja se apoyó en la pértiga con tanta fuerza que perdió el equilibrio y cayó al agua. Logró salir del helado abismo y, empapado, se fue a casa: diez kilómetros de caminata en plena noche gélida. («Así celebré el Año Nuevo: con los calzones chorreando»).
—¡De modo que no fue de fiesta! —sacan su conclusión los dos profesores.
Fiestas y diversiones. Le preguntan al balsero si tiene algún contacto con la cultura. Pues no, ninguno. En el teatro, no ha estado ni una sola vez en su vida; en el cine, hace un año; nunca ha visto la televisión, no escucha la radio, jamás ha leído un libro y tampoco ojea los periódicos.
Habla poco con la gente.
Así que el gran mundo no dispone de un solo camino para llegar hasta él. Con ninguna noticia. Ni con la esperanza ni con la angustia. Ni con el sensacionalismo ni con el aburrimiento. Nunca y con nada. El balsero vive ajeno a los terremotos, a las revueltas de palacio, al derribo del avión espía U2, al fracaso de la conferencia de París, a los Juegos Olímpicos de Roma… Ni siquiera se asombra al recibir de los profesores auxiliares tales informaciones.
—Ya puede ser, señores, todo es posible.
No pregunta por los detalles, no pide que le sigan contando. Se agarra a la pértiga porque ha notado fondo.
Los otros están encantados: ¿Ves?, ¡no se ha dejado arrastrar! Para Jagielski, nuestro mundo es un vado que él evita. Lo evita inconsciente pero eficazmente. Quizá el instinto le susurre al oído que, una vez encallado en semejante arenal, ya no habrá manera de salir de él. Lo malo es que el ser humano encalla a cada momento. En el vado de su casa, del trabajo, de la rutina. En un punto inerte, estéril y sin vientos que lo impulsen hacia la impetuosa corriente. O empieza a soplar un viento así y él, temeroso, se tumba boca abajo: no vaya a ser que lo empuje. Todo lo contrario de Jagielski, que espera los vientos y las corrientes. Vive con ellos y de ellos.
—¡No se ha dejado arrastrar! —repiten con envidia—. Es independiente.
En opinión de estos exaltados jóvenes, el Olimpo no tiene por qué ser grandioso. Nuestros tiempos no soportan la aparatosidad. Ellos exageran al hallar el elemento divino (o sea, algo inaccesible a los humanos) en la independencia. Y como este balsero es independiente, lo llaman Zeus. ¿Que lleva una camisa de tela basta y calza unos chanclos con agujeros? ¡Es lo de menos! Se doblan ante él en profundas reverencias, palpan su mano y repiten sus frases como si fuesen aforismos.
—Señor Jagielski, ¿va a hacer buen tiempo? —le preguntan.
El balsero pasea la mirada por el cielo (lee el cielo, dicen ellos) y, dándole a la pértiga con tanto ahínco que esta adquiere el aspecto de un arco tensado, contesta:
—Hay muchas nubes, pero a lo mejor se van.
—¡Optimista! —concluyen los auxiliares, admirados.