EL CARCAMAL

Era una ruta árida. La línea de asfalto, cada vez más delgada y encima de ella, el aire vibrante de un día caluroso. Ni un solo coche. Pregunté a un muchacho si él también se dirigía a Graniewo. Sí, él también. A lo mejor podríamos esperar juntos. «¿Por qué no?», dijo. Después añadió que quería llegar lo antes posible a łaźmy, donde lo esperaba su pandilla. Eran de Augustów. Una semana atrás habían acabado el instituto. ¿Que cómo le había ido?

—Un suspenso en historia —confesó—. El profesor me ha cogido manía, no hay otra explicación, cabeza cuadrada, un tipo de esos que no entiende la vida. Con semejante carcamal no hay nada que hacer.

—¿Y cómo se llama ese carcamal? —pregunté, llevado por la costumbre reporteril.

—¿Cómo? Stępik. Grzegorz Stępik.

Un simple golpe de azar. Una casualidad.

Yo conocía a Stępik, quien, en 1955, se había licenciado en Historia por la Universidad de Varsovia.

—¿Así que ha ido a parar a Augustów? —pregunté.

La ciudad estaba a menos de un kilómetro.

Una vez allí, en la plaza del Mercado encuentro una minúscula casa de vecindad y, en la primera —y última— planta, una habitación repleta de trastos, los dominios de Stępik. El mismo, por supuesto. Nos sentamos ante la mesa, él saca una caja de cerillas y empieza a quemarlas, prendiendo una tras otra, una vieja costumbre suya: quemar cerillas durante la conversación. Sostiene una entre los dedos y contempla la llama. Cuando la cerilla se apaga, saca una nueva. En los días de muchos nervios, las gasta por cajas enteras. Si algún día se produce un incendio por los alrededores, seguramente lo meterán en la cárcel. Se lo digo y él se ríe. Tiene los ojos color ceniza, como consumidos por el fuego. Siempre mira a los demás a través de la llama de una cerilla. ¿Le permitirá esto ver mejor a la persona?

A primera vista, ha cambiado poco. Un tronco largo en el cual todo es consecuentemente largo: las piernas, los brazos, la nariz… Un poco torpe, como desproporcionado, cosa que siempre había causado cierto embarazo a los presentes.

Tiene veintisiete años.

Un carcamal.

Un viejo carcamal.

¿Con qué nariz habrán descubierto en él a un trasto viejo? Se lo pregunto y él, con cara sombría, da muestras de impaciencia.

—¿Para qué vamos a hablar de ello? —corta en seco.

¿Y por qué no?

De acuerdo, será como él quiera. A lo mejor logro captar el quid oculto bajo la superficie, en la cual no hay nada que llame la atención: profesor de instituto, Stępik está permanentemente ocupado, pues entre las clases, la preparación de los dossiers, las lecturas, etcétera, tiempo no le sobra. Enseña todo lo bien que sabe, hace todo lo que puede, no coge bajas, las autoridades lo aprecian y lo premian. Tiene una habitación alquilada, ahorra para una moto y en verano visita excavaciones arqueológicas. Estas cosas le gustan y proporcionan una satisfacción a su vida. Pero carece por completo de una satisfacción pedagógica, no puede presumir de ningún éxito como educador. ¡Al contrario! Stępik no consigue salir de su permanente Waterloo pedagógico.

Me asegura que él no es el único que ha zozobrado, que todo el claustro de profesores ha encallado en un fatal punto muerto. Esto es comprensible: como el claustro está entrado en años, le resulta más difícil sintonizar con los chicos. Sin embargo, se enfrenta a ellos como una fuerza compacta, lo que lo coloca en una posición favorable. Los atributos de esos colegas —el pelo blanco, la experiencia, sus propios hijos estudiando carreras universitarias— constituyen a la vez su arma. Todos ellos construyen un halo de autoridad. Los chicos siempre acaban obedeciendo a los mayores.

Pero Stępik solo formalmente pertenece al cuerpo pedagógico. Tiene su silla en la sala de profesores, sus guardias en los pasillos y el derecho a apuntar sus observaciones en el Diario de Clase. El claustro lo trata con condescendencia: un joven colega. Un peldaño más bajo. Un intruso de otra generación. Un pedagogo en rodaje.

—No importa —dice Stępik—, esto no me quita el sueño. Se trata de otra cosa: no consigo hallar un lenguaje común con los chicos. Me resulta más fácil entenderme con una persona que me lleva medio siglo que con un chaval cinco años más joven.

En la universidad, Stępik tenía un ímpetu de aquí te espero. Activista nato, apenas respiraba entre asambleas, plenos y reuniones de todo tipo. La temperatura de su sangre desde luego era muy alta. No administraba su fuerza, todo lo contrario, la dilapidaba generosamente quemando sus energías sin preocuparse de guardar una reserva. Entregado por completo a su trabajo, parecía vivir en una especie de trance. Sus compañeros le advertían: ¡Para un poco! Incluso le compusieron un epitafio:

Aquí yacía Grzegorz Stępik mas no por mucho rato.

Lo sacaron de la tumba

para que corriera al trabajo.

Se pasaba las noches estudiando, dormía sobre un escritorio del consejo de gestión estudiantil, no conocía el término «vacaciones» y sus estadísticas arrojaban unos saldos que tumbaban: «En este mes he participado en ¡cincuenta y cuatro reuniones!». Caía bien a todo el mundo, por su sinceridad, por su manera de hacer las cosas a conciencia, por esa vibrante autenticidad de su pasión. Comía cualquier cosa, se vestía de cualquier manera, lo importante era correr de una reunión a otra, explicando sus tesis, presentado enmiendas, aquí parciales, allí a la totalidad, y todo en un diapasón muy alto. Las instancias superiores abusaban de él, lo ordeñaban como a una vaca: todavía haz esto y aquello. Él no sabía negarse. Todos los fracasos de su vida se debían precisamente a su incapacidad de decir «no». Cargaba sobre sus hombros nuevos trabajos y nuevas obligaciones, y ¡venga a correr, a galopar, a desalmarse en su eterna noria, en su locura! A decir verdad, el propio Stępik era una locura.

—Ahora ya no soy así —dice y ¡zas!, frota la cabeza de una nueva cerilla contra el fósforo—, no tengo aquella chispa, aquella garra. ¡Pero entonces! ¿Te acuerdas de aquella reunión en plena noche, cómo empezamos la acción, cómo todo parecía irse a pique, cómo después convocamos a la gente, cómo persuadimos a los que no querían, cómo…, cómo…, cómo…? —A Stępik le vuelan las cerillas entre los dedos mientras evoca aquellas imágenes, las resucita con la gesticulación de sus fantasmagóricas manos, los personajes abandonan los marcos, se mueven, caminan solemnes, aplauden, instruyen a los campesinos, se instruyen a sí mismos… Stępik instruye, alguien instruye a Stępik y después se instruyen mutuamente los dos, y vuelta a empezar: imágenes, conversaciones, rostros, nombres… Stępik lo ve, lo relata, lo siente en su propia carne; había dado de sí mismo demasiado en aquel entonces como para que todo aquello no existiese en él hasta hoy, persistente, insistente, aplastante.

¿Así que un carcamal?

Aquellos años lo habían consumido, quemado; él se había derretido, desgastado. Había gastado mucho y adquirido mucho. Tiene todo un almacén de experiencias, de vivencias, de sabidurías. Ya no hallará en su interior la energía suficiente para empezar desde el principio. Tiene una profesión establecida, un empleo fijo y un futuro tan previsible como poco atractivo. Se desenvuelve en un medio determinado y como persona de ciertos horizontes y ambiciones sociales, le gustaría ocupar una posición un poco más significativa. Vive entre jóvenes a los que le gustaría transmitirles su pasado. Le gustaría epatar, significar, ser necesario. Le gustaría seguir instruyendo, ser considerado una autoridad, dar de beber a los sedientos.

Se siente joven. En realidad, solo ahora se da cuenta de su juventud. Era demasiado serio en aquel entonces, no se había desfogado, no se había soltado el pelo. Por eso ahora intenta acercarse a aquellos cuya juventud, a su entender, transcurre maravillosamente liviana, sin ninguna obligación de reventarse las venas ni salvar al mundo.

Pero ellos se ríen de él.

Les resulta inútil junto con su capacidad de movilización inmediata, de activar a los indiferentes y arrastrar a la gente dándole su propio ejemplo. Aunque mostrasen auténtico deseo de examinar todo lo que Stępik había atesorado en su almacén, ¿entenderían la naturaleza, la función y la forma de los objetos allí reunidos? ¿Captarían el sentido de sus explicaciones? «Durante meses enteros comí una vez al día», les dice Stępik. «¿No tenía usted dinero?», le preguntan más por aburrimiento que por interés. «No es eso, sí que tenía dinero, pero no había tiempo para ocuparse de cosas tan terrenales». «¿Podía comer y no comía?», se sorprenden.

No entienden qué es lo que persigue. «Debe de ser un fantoche», piensan.

—Tanto esfuerzo ¿y qué ha sacado? —me había preguntado el muchacho con el que compartí parte de la ruta—. Ni siquiera se ha comprado un televisor.

El razonamiento del chico es correcto, del todo lógico; no merece ser descalificado. «Doy tanto de mí, tanto recibo a cambio», calcula este espabilado. Todos sus cálculos se reducen a una cuestión de rentabilidad, la cual, además, debe traducirse en números, en la nomenclatura de la cifra. ¿Qué puede Stępik responder a esto? En el mejor de los casos, lo toman por un engreído: «Presume sin pruebas». ¿Cómo les va a demostrar que se equivocan?

Ninguna película, ni tampoco un libro, han inmortalizado la historia de la generación de Stępik, que nunca ha sido contada. Aunque aquel muchacho de la ruta fuese un apasionado del pasado, y no del futuro, tendría menos dificultades en conocer los avatares de la generación de Mickiewicz o de Wokulski[17], que de la de su profesor de historia. Aquellos han tenido sus cantores; Stępik, no.

De Wokulski, el muchacho de la ruta escribirá una redacción de seis páginas explicando cómo era. De Stępik, solo sabe decir «carcamal».

Nada más.

Y eso que se ven todos los días, hablan, pueden hacerse preguntas, buscar respuestas… Sin embargo, no lo hacen.

¿Para qué?

—A veces voy a Varsovia —dice—. Por las esquinas de las calles veo a grupos de jóvenes que esperan algo, ¿qué sé yo el qué? O los veo entrar en un tranvía o en un cine y en su actitud, en su modo de comportarse, detecto algo que me infunde miedo. Prefiero evitarlos, pasar desapercibido. Me parece que si les digo «perdón», no comprenderán esta palabra. Esos rostros no saben expresar sentimientos, esas manos no conocen gestos de ternura. ¿Que cómo lo sé? Lo percibo, es una impresión. He intentado acercarme a mis alumnos. No sé hacerlo. Me han preguntado si he leído a Joe Alex[18]. Pues no, no lo he leído. He leído a Rey[19], pero nunca a Joe Alex. Estaban exultantes. ¡Pues claro!, ¿acaso alguien que conoce a Rey puede comprender la vida moderna? Para saber lo que es necesario e importante hoy, hay que prescindir de llenarse la cabeza con cosas que ocurrieron hace tiempo. Ahora «hace tiempo» también significa «hace un par de años». ¿Estoy en lo cierto?

¿Cómo quiere que lo sepa?

Escuché atentamente cuanto tenía que decirme. No paró de quemar cerillas, con la vista fija en el fuego. Acababa la última cajetilla cuando regresé a la árida ruta.