EJERCICIOS DE LA MEMORIA
por una calle pequeña
de una pequeña ciudad
bajo un baldaquín de castaños
corro feliz, niño alegre,
al lugar donde hallaré la muerte.
JANUSZ A. IHNATOWICZ
La guerra total tiene mil frentes; en tiempos de una guerra así, todo el mundo está en el frente, aunque nunca haya pisado una trinchera ni disparado un solo tiro.
Ahora, cuando retrocedo con la memoria a aquellos años, constato, no sin cierta sorpresa, que recuerdo mejor el comienzo que el final de la guerra. El comienzo está para mí claramente situado en el tiempo y el espacio; puedo reconstruir sin dificultad su imagen, porque ha conservado todo su colorido y toda su intensidad emocional. Empieza el día en que de repente, en el límpido cielo de un verano que languidece (y es que el cielo del treinta y nueve era maravillosamente azul, sin una sola nube), veo aparecer en lo alto, muy alto, doce puntos de plateados destellos. Toda la bóveda celeste, altiva y radiante, empieza a llenarse de un rumor monótono y sordo que yo nunca había oído. Tengo siete años, me encuentro en un prado (estábamos en un pueblo de la Polonia oriental cuando estalló la guerra) y no quito ojo a los puntos, que apenas parecen deslizarse por el cielo. De repente, en las proximidades, junto al bosque, suena un estruendo terrible, oigo con qué estrépito estallan las bombas (solo más tarde sabré que se trata de bombas, pues en ese momento aún no sé que existe tal cosa; un niño de la Polonia profunda que no conoce la radio ni el cine, que no sabe leer ni escribir y que nunca ha oído hablar de la existencia de guerras y de armas mortíferas, ignora la sola noción de bomba) y veo cómo saltan por los aires gigantescos surtidores de tierra. Quiero correr hacia este espectáculo extraordinario que me deja atónito y fascinado, pues todavía no tengo ninguna experiencia de la guerra y no sé unir en una misma cadena de causas y efectos aquellos brillantes aviones de color gris plateado, el estruendo de las bombas y los plumeros de tierra que se elevan hasta las copas de los árboles, con el acechante peligro de muerte. Así que echo a correr hacia el bosque, hacia ese extraño lugar donde caen y explotan las bombas, pero un brazo me agarra por el hombro y me tira al suelo. «Sigue tumbado —oigo la voz temblorosa de mamá—, no te muevas». Y recuerdo cómo, al apretarme contra su pecho, me dice algo cuyo sentido se me escapa y por el que me propongo preguntar más tarde: «Ahí está la muerte, hijo».
Es noche cerrada y tengo mucho sueño, pero no se me permite dormir: tenemos que irnos, huir. Ignoro adónde pero comprendo que la huida se ha convertido en una necesidad perentoria, incluso en una nueva forma de vida, pues huye todo el mundo; todos los caminos, carreteras y aun pistas de tierra se han llenado de carros, carretillas y bicicletas, de bultos, maletas, bolsas y cubos, de personas aterrorizadas e impotentes que deambulan de un lado para otro. Unas huyen hacia el este, otras hacia el oeste, hacia el norte y hacia el sur; huyen en todas direcciones, se mueven en círculos; extenuadas, caen dormidas en cualquier lugar, pero después de descansar un rato recuperan aliento y reúnen lo que les queda de fuerzas para retomar aquel caótico deambular sin fin. Mientras huimos, debo tener a mi hermana pequeña fuertemente agarrada de la mano, no podemos perdernos, me advierte mamá, pero aun sin esto siento que el mundo de repente se ha vuelto peligroso, extraño y malo, y que hay que estar alerta. Mi hermana y yo caminamos junto a un carro tirado por un caballo; es un simple carro de adrales acolchado con heno, encima del cual, tumbado sobre una pieza de lino, va mi abuelo. Va tumbado porque no puede moverse: es paralítico. Cuando empieza un ataque aéreo, toda la muchedumbre, que hasta entonces caminaba pacientemente, de repente, presa del pánico, se lanza en desbandada hacia las cunetas, se esconde entre los arbustos, se zambulle en los patatales… En el camino, abandonado y desierto, no queda sino el carro en el que está mi abuelo. El abuelo ve venir los aviones, ve cómo bajan en picado, cómo apuntan al solitario carro abandonado en medio del camino, ve el fuego de las ametralladoras de a bordo, oye el rugido de las máquinas que sobrevuelan su cabeza. Cuando los aviones desaparecen, regresamos donde el carro, y madre enjuga al abuelo el sudor de su rostro. Hay días en que los ataques se repiten varias veces. Después de cada uno de ellos, el demacrado y enjuto rostro del abuelo aparece empapado en sudor.
Nos adentramos en un paisaje cada vez más siniestro. A lo lejos, la línea del horizonte se presenta cubierta de humo; pasamos junto a pueblos abandonados, a casas solitarias, calcinadas. Atravesamos desolados campos de batalla, cubiertos por armas y otros objetos abandonados, pasamos junto a estaciones de ferrocarril bombardeadas y vehículos volcados. Hay un penetrante olor a pólvora, a quemado, a carne en estado de descomposición. Por todas partes nos topamos con cadáveres de caballos. El caballo —animal grande e indefenso— no sabe esconderse; durante los bombardeos se queda quieto, esperando la muerte. Hay caballos muertos a cada paso, ya allí mismo, en medio del camino; ya a un lado, en la cuneta; ya algo más lejos, en pleno campo de cultivo. Yacen patas arriba, increpando al mundo con sus pezuñas. No veo personas muertas en ninguna parte, pues las entierran enseguida; tan solo cadáveres de caballos —negros, bayos, atigrados, alazanes…—, como si no se tratase de una guerra humana sino equina, como si fuesen ellos los que se hubieran enzarzado en una lucha a muerte, como si fuesen ellos las únicas víctimas de estos embates.
Llega el invierno, hace un frío atroz. Cuando se pasa mal, lo percibimos como dolor: el frío se vuelve más penetrante que nunca; para la gente que vive en condiciones normales, el invierno no es más que la estación del año de turno, preludio de la primavera, pero para los desgraciados y los infelices, es una catástrofe, un infierno. Y el primer invierno de la guerra ha sido realmente gélido. Las estufas de nuestro piso están frías y las paredes, cubiertas por una capa de escarcha blanca y lanosa. No tenemos con qué hacer fuego porque no se puede comprar leña; tampoco es posible robar ningún haz. El castigo por hurtar carbón: la muerte; por hurtar madera: la muerte. La vida humana vale ahora tanto como un pedazo de carbón o un trozo de madera. No tenemos nada para comer. Madre se pasa horas enteras en la ventana, estoy viendo su pétrea mirada. En muchas ventanas se puede ver a personas mirando hacia la calle, por lo visto esperan algo, confían en que algo suceda. Con una pandilla de chiquillos, deambulo por los patios; medio jugamos, medio buscamos algo que llevarnos a la boca. A veces, a través de una puerta, nos llega el olor a sopa hirviendo. En momentos así, uno de mis amigos, Waldek, mete la nariz en una de sus rendijas y empieza a aspirar febril y frenéticamente aquel olor al tiempo que con auténtica fruición se frota la barriga, como si estuviese sentado a una mesa llena de manjares; no tardará, sin embargo, en volver a mostrarse alicaído y de nuevo se sumirá en la tristeza. En una ocasión, llega a nuestros oídos la noticia de que en la tienda junto a la plaza del Mercado van a distribuir caramelos. Nos plantamos allí enseguida y formamos una larga cola de niños ateridos y hambrientos. Hace rato que han pasado las primeras horas de la tarde y se acerca el crepúsculo. En medio de un frío glacial, pasamos allí el resto del día, toda la noche y aun el día siguiente. De pie, nos pegamos unos a otros, nos abrazamos, todo con tal de calentarnos un poco, con tal de no congelarnos. Finalmente, abren la tienda, pero en lugar de las golosinas, cada uno de nosotros recibe una lata vacía que sí las había contenido (¿que dónde han ido parar los caramelos?, ¿que quién se los ha quedado?, lo ignoro). Debilitado, rígido de frío y, sin embargo, feliz en ese momento, llevo a casa el botín: vale mucho, pues la pared interior de hojalata conserva, adheridos, restos de azúcar. Ahora madre hierve agua y la vierte en la lata; así obtenemos una bebida caliente y dulzona, nuestro único alimento.
Y otra vez a ponerse en camino. Nos vamos de Pińsk para dirigirnos al oeste, porque allí, dice madre, en un pueblo de las afueras de Varsovia, está padre. Padre estuvo en el frente, cayó prisionero, se escapó de sus carceleros y ahora se dedica a dar clases en una escuela rural. Ahora, cuando los que durante la guerra éramos niños rememoramos aquella época y decimos «padre» y «madre», a causa de la gravedad que entrañan estas palabras, nos olvidamos de que nuestras madres eran unas muchachas y nuestros padres, unos mozos, y que se deseaban mucho mutuamente, que se echaban de menos, que anhelaban estar juntos. También mi madre era una muchacha en aquel entonces, así que vendió todo lo que tenía en casa, alquiló un carro y salimos en busca de padre. Lo encontramos por pura casualidad. Al atravesar un pueblo llamado Sieraków, en un determinado momento madre exclamó: «¡Dziudek!», dirigiéndose a un hombre que caminaba por la carretera. Era mi padre. Desde aquel día vivimos juntos, en una pequeña habitación sin luz ni agua. Cuando oscurecía nos acostábamos: ni tan siquiera teníamos una vela. El hambre nos había acompañado desde Pińsk: yo no paraba de buscar una oportunidad de zamparme algo, un mendrugo, una zanahoria, cualquier cosa. Un día, al no ver otra salida, padre dijo en clase: «Niños, los que quieran acudir mañana a clase deberán traer una patata». Padre, que no sabía comerciar, incapaz de desenvolverse en el contrabando y sin recibir un salario, consideró que no le quedaba otra salida que pedir a sus alumnos unas cuantas patatas. Al día siguiente, la mitad de la clase no apareció en la escuela. De entre los que acudieron, unos niños trajeron media patata, otros un cuarto. Una patata entera era un tesoro.
Cerca de mi pueblo hay un bosque y en ese bosque, junto a la aldea llamada Palmiry, hay un prado. En este prado los SS llevan a cabo sus ejecuciones. Al principio solo fusilaban de noche, y entonces nos despertaba el sordo eco de sus rítmicas y repetitivas descargas. Pero ahora también lo hacen de día. Traen a los condenados en las cajas herméticamente cerradas de unos camiones verde oscuro; al final de cada columna va el camión que trae al pelotón de fusilamiento. Los hombres que integran los pelotones van vestidos invariablemente con largos capotes, como si un capote largo y ceñido con un cinturón constituyese el indispensable atrezo del ritual del asesinato. Cuando aparece una de estas columnas, nosotros, un nutrido grupo de niños del pueblo, la espiamos desde nuestros escondites entre los arbustos que flanquean el camino. Dentro de un momento, más allá de la cortina de los árboles, empezará a ocurrir algo que tenemos prohibido mirar. Siento cómo se apodera de mi cuerpo un helado hormigueo, cómo tiemblo todo. Con la respiración cortada, esperamos los ecos de las descargas. Ya se oyen. Y, luego, algún que otro tiro suelto. Al cabo de un tiempo, la columna regresa a Varsovia. En el último camión van los SS del pelotón de fusilamiento. Van fumando y charlando.
Algunas noches hacen acto de presencia los partisanos. Veo sus rostros cuando aparecen de repente en la ventana, pegados al cristal. Cuando están sentados a la mesa, siempre los observo embargado por un mismo pensamiento: que pueden morir abatidos esa misma noche, que es como si llevasen grabada la marca de la muerte. Claro que todos podíamos morir en cualquier momento, pero ellos le hacían frente a tal posibilidad, se encaraban a ella. En una ocasión se presentaron, como siempre, en plena noche. Era otoño y llovía. Se pusieron a hablar por lo bajo con mi madre (a padre no lo había visto desde hacía un mes y no volvería a verlo sino al acabarse la guerra: se escondía). Tuvimos que vestirnos y marcharnos a toda prisa, pues había redadas en los alrededores: se llevaban a los campos de concentración a pueblos enteros. Huimos a Varsovia, a un escondite que nos habían indicado. Era la primera vez que pisaba una gran ciudad, por primera vez vi un tranvía, casas de vecindad de varios pisos, hileras de amplias tiendas… Luego volvimos a encontrarnos en el campo, pero ¿cómo?, no me acuerdo. No se trataba del mismo pueblo sino de uno desconocido, al otro lado del Vístula. Solo conservo un recuerdo: camino de nuevo junto a un carro y oigo cómo, a través de los radios de madera de las ruedas, se desliza la arena de un acogedor camino de tierra.
Durante toda la guerra soñé con un par de zapatos. Tener zapatos. Pero ¿cómo conseguirlos? ¿Qué se debe hacer para lograr un par de zapatos? En verano voy descalzo y tengo las plantas de los pies curtidas como un cinturón de cuero. Al principio de la guerra, padre me fabricó unos zapatos de fieltro, pero, como no es zapatero, tienen un aspecto lamentable; además he crecido y me van pequeños. Sueño con unas botas fuertes, macizas, claveteadas; de esas que al golpear sobre el empedrado producen un sonido claro e inconfundible. En aquel entonces, estaban de moda las botas de caña alta; las cañas eran un símbolo de masculinidad, de fuerza. Era capaz de pasar horas con la vista clavada en los buenos zapatos, me gustaba el brillo de la piel, me gustaba escuchar su crujido. Pero no solo se trataba de la belleza de un buen zapato, ni de la comodidad, del confort. Un par de botas sólidas era símbolo de prestigio, de poder absoluto; el zapato endeble y roto era señal de humillación, estigma de un ser humano al que habían arrebatado toda su dignidad, condenándolo a una existencia infrahumana. Tener botas significaba ser fuerte e, incluso, simplemente, ser. Pero, en aquellos tiempos, todos los zapatos por mí soñados y con los que me topaba en las calles y en los caminos pasaban indiferentes a mi lado. Y yo me quedaba (convencido de que me quedaría así ya para siempre) con mis toscos zuecos, cubiertos por trozos de una lona negra a la que, con ayuda de una sustancia alquitranada, intentaba —sin éxito— sacarle una pizca de brillo.
En 1944 me convertí en monaguillo. Mi cura era el capellán de un hospital de campaña. Hileras de tiendas camufladas se extendían en medio de un pinar en la orilla izquierda del Vístula. Durante la sublevación de Varsovia, antes de que se desencadenara la ofensiva de enero, el lugar fue escenario de un febril y extenuante ajetreo. Desde el frente, que rugía y humeaba en las proximidades, venían a todo gas camiones ambulancia. Traían a los heridos, a menudo inconscientes, colocados con prisas y sin orden uno encima de otro, como si se tratase de sacos de trigo (solo que eran sacos empapados en sangre). Los camilleros, también ellos medio muertos de agotamiento, sacaban de los vehículos a los heridos y los colocaban sobre la hierba. Luego cogían una manguera de goma y les echaban fuertes chorros de agua fría. Aquellos heridos que empezaban a dar señales de vida eran trasladados a hombros a la tienda que albergaba la sala de operaciones (delante de aquella tienda, directamente sobre el suelo, se levantaba, renovado cada día, un montículo de piernas y brazos amputados); en cambio, aquellos que ya no se movían eran llevados a una enorme fosa que se hallaba en la parte trasera del hospital. Precisamente allí, junto a aquella tumba infinita, me pasé horas enteras al lado del cura, sosteniéndole el breviario y la pileta de agua bendita. Repetía tras él una oración por los muertos. A cada caído le decíamos «Amén», docenas de veces al día «Amén», y siempre con prisas porque muy cerca de nosotros, justo detrás del bosque, la máquina de la muerte trabajaba sin descanso. Hasta el día en que todo amaneció desierto y en silencio; cesó el trasiego de los camiones ambulancia, desaparecieron las tiendas de campaña (el hospital se había trasladado al oeste) y en el bosque no quedaron sino cruces.
¿Qué pasó después? Ahora, cuando estoy copiando estas pocas páginas de un libro sobre mis años de la guerra (un libro nunca escrito), me pregunto cómo serían sus últimas páginas, su final, su epílogo. ¿Qué se habría podido leer en ellas sobre el fin de la gran guerra? Creo que nada, es decir, nada en el sentido concluyente, que cerrase el asunto de una vez para siempre, pues en cierto modo, aunque muy importante, para mí la guerra no se acabó ni en el cuarenta y cinco, ni tampoco después de aquel año. De una manera u otra, algo de ella siguió —y sigue— persistiendo, está ahí incluso hoy mismo, pues creo que para los que han sobrevivido a una guerra, esta nunca se acaba definitivamente. En muchas culturas africanas está extendida la creencia de que el ser humano muere definitivamente solo cuando muere la última persona de las que lo han conocido y recordado. En otras palabras, alguien deja de existir solo cuando abandonan este mundo todos los portadores de su memoria. Algo parecido también ocurre con la guerra. Los que han sobrevivido a una, nunca lograrán librarse de ella. La guerra persiste en ellos como una joroba en el pensamiento, como un doloroso tumor que ni siquiera el más eminente de los cirujanos es capaz de extirpar. Basta con prestar atención a un encuentro de supervivientes. Cuando estos se reúnan y se sienten alrededor de una mesa. No importa cómo empiecen la conversación. Podrán departir sobre mil temas, pero el final siempre será el mismo: los recuerdos de la guerra. Estas personas, incluso en condiciones de paz, no dejarán de pensar con aquellas otras imágenes, y sobre ellas proyectarán toda realidad nueva con la que no son capaces de identificarse del todo, porque esa realidad significa tiempo presente, y ellas están encadenadas al pasado, al constante rememorar lo que han vivido y cómo han conseguido sobrevivir; su pensamiento no es sino una retrospección obsesivamente repetida. Pero ¿qué significa «pensar con las imágenes de la guerra»? Pues significa percibir que las cosas existen solo en su extrema tensión y que todo rezuma terror y crueldad, pues la realidad de la guerra no es sino un mundo de máxima y maniquea reducción que elimina todos los colores intermedios, suaves y cálidos para reducirlo todo a un agudo y agresivo contrapunto, al blanco y al negro, a la más primitiva lucha entre dos fuerzas: el bien y el mal. ¡Nadie más cabe en el campo de batalla! Tan solo el bien, es decir, nosotros, y el mal, o sea, todo lo que se cruza en nuestro camino, lo que se enfrenta a nosotros, y lo que metemos al por mayor en la nefasta categoría de «enemigo». La imagen de la guerra está impregnada de una atmósfera de fuerza, una fuerza física, material, que cruje y humea, que estalla a cada momento, que ataca sin cesar, expresada brutalmente en todos los gestos, en cada golpe de una bota en el empedrado y de una culata en el cráneo. En semejante manera de pensar, todos los valores tienen su punto de referencia en la mesura de la fuerza como único criterio: no cuenta sino el fuerte, sus razones, sus gritos, sus puños. Y es que se tiende a resolver cualquier conflicto no mediante el compromiso, sino destruyendo al adversario. Todo esto se produce en un clima de emociones multiplicadas, de exaltación, furia y obcecación, en el cual nos sentimos permanentemente ofuscados, tensos y —sobre todo— amenazados. Nos movemos en un mundo de miradas hostiles, de mandíbulas apretadas, lleno de gestos y voces que despiertan terror.
Durante mucho tiempo pensé que aquel era el único mundo, que no había otro, que la vida era así. Es comprensible: los de la guerra fueron mis años de infancia y primera adolescencia, cuando uno empieza a discurrir y a tomar conciencia de las cosas. De ahí que me pareciese que no era la paz sino la guerra el estado natural del universo, incluso el único posible, la única forma de existencia; que la necesidad de huir, el hambre y el miedo, las redadas y las ejecuciones, la mentira y los gritos, el desdén y el odio formaban parte del sempiterno orden de las cosas, que eran el sentido de la vida, la esencia del ser. Por eso, cuando callaron los cañones y dejó de oírse el estruendo de las bombas, cuando de pronto se hizo silencio, ese silencio me pilló por sorpresa, no sabía qué significaba. Un adulto, al escucharlo, tal vez dijese: «Se acabó el infierno. Por fin ha vuelto la paz». Pero yo no recordaba qué era la paz, era demasiado pequeño para recordarla: cuando se acabó la guerra, yo no conocía más que el infierno.
Los meses fueron sucediéndose, pero la guerra no dejaba de marcar su presencia. Yo seguía viviendo en una ciudad reducida a escombros, escalando montañas de cascotes y perdiéndome en un laberinto de ruinas. La escuela a la que iba no tenía suelos, puertas ni ventanas: el fuego lo había destruido todo. No teníamos libros ni cuadernos. Y yo seguía sin zapatos. La guerra como malestar, como penuria, como carga, persistía. Yo seguía sin tener un hogar. El regreso del frente a casa constituye el símbolo más palpable del fin de una guerra. Tutti a casa! Pero yo no podía volver a casa porque mi casa ahora estaba más allá de las fronteras, en otro país. Un día, después de las clases, jugábamos al fútbol en un parque cercano a la escuela. Uno de mis compañeros, persiguiendo la pelota, se internó entre los arbustos. Se oyó un terrible estruendo, que nos tiró al suelo: al compañero aquel lo mató una mina de las que todavía seguían allí. La guerra no había dejado de acecharnos, no estaba dispuesta a darse por vencida. Paticoja, recorría trabajosamente las calles apoyándose en muletas de madera, agitaba vacías mangas en el aire. A los que la habían sobrevivido los torturaba por las noches, impidiéndoles olvidarla en constantes pesadillas.
Pero, sobre todo, la guerra persistía en nosotros porque a lo largo de cinco años había influido en la formación de nuestros jóvenes caracteres, de nuestra psique, de nuestra mentalidad. Porque había intentado deformarlos y destruirlos dándonos los peores ejemplos, obligándonos a comportamientos indignos, liberando sentimientos condenados. «La guerra —escribió en aquellos años Bolesław Miciński— deforma no solo el alma de los invasores, sino que, al emponzoñarla con el odio, también deforma el alma de los que les hacen frente». Y por eso mismo, añadía, «odio el totalitarismo; porque me ha enseñado a odiar». Sí, salir de la guerra significaba purificarse por dentro, sobre todo limpiarse del odio. Pero ¿cuánta gente se había decidido a hacer ese esfuerzo? ¿Y cuánta lo había logrado? Seguro que fue un proceso largo y agotador, algo que no podía producirse de repente, de un día para otro, pues eran profundas las heridas, psíquicas y morales, infligidas durante aquella hecatombe.
Cuando se habla del año 1945:
Me irrita el calificativo que a veces oigo a tal propósito: la alegría de la victoria. ¿De qué alegría estamos hablando? ¡Con la cantidad de gente muerta! ¡Con millones de cuerpos enterrados! Miles y miles de personas perdieron brazos y piernas. La vista y el oído. La razón. Toda muerte es una desgracia. El fin de toda guerra es triste: sí, hemos sobrevivido, pero ¡a qué precio! La guerra demuestra que el hombre en cuanto ser pensante ha fracasado, se ha defraudado a sí mismo, ha sufrido una derrota.
Cuando se habla del año 1945:
Un buen día de verano, precisamente de aquel año, una tía mía, que de milagro había salido con vida de la sublevación de Varsovia, trajo a nuestra casa en el campo a su hijo Andrzej, nacido durante la sublevación. Hoy es un hombre de más de cuarenta años, y cuando lo miro, pienso: ¡cuánto tiempo ha pasado desde todo aquello! Las nuevas generaciones no tienen ni idea de lo que es la guerra. Y, sin embargo, los supervivientes deben dar testimonio. Dar testimonio en nombre de aquellos que murieron junto a ellos y, a menudo, en lugar de ellos. Dar testimonio de lo que fueron los campos de concentración, el exterminio de los judíos, la destrucción de Varsovia y de Wrocław. ¿Es fácil esto? No, no lo es. Nosotros, los que hemos sobrevivido a la guerra, sabemos cuán difícil resulta transmitir la verdad de ella a aquellos que, afortunadamente, desconocen esta experiencia. Notamos cómo nos falla la lengua, cómo nos fallan las palabras. Sabemos hasta qué punto todo esto resulta intransmisible, cuán a menudo nos sentimos impotentes (alguien me dice en Chicago: «¿Que lo llevaron a Auschwitz? ¿Por qué lo consintió? ¿Por qué no contrató a un abogado?»). Sin embargo, pese a todas estas dificultades y limitaciones de las que debemos ser conscientes, tenemos la obligación de hablar. Pues hablar de todo ello no divide sino que acerca, permite trazar una línea de entendimiento, un lazo de comunidad. Los muertos se encomiendan a nuestra memoria. Nos han transmitido algo importante y ahora debemos sentirnos responsables de ello. Hasta el límite de nuestras posibilidades, debemos oponernos a todo aquello que puede engendrar una nueva guerra, un nuevo asesinato, una nueva catástrofe. Pues nosotros, los que hemos sobrevivido a una guerra, sabemos cómo empieza, cómo surge. Sabemos que no tan solo a partir de las bombas y de los cohetes. Sabemos que también, y quizá incluso en primer lugar, surge del fanatismo y la soberbia, de la estupidez y el desdén, de la ignorancia y el odio. Que se alimenta de todas estas cosas, que germina y engorda por y para ellas. Por eso, al igual que los Verdes luchan contra la contaminación del aire por los gases y desechos tóxicos, debemos luchar contra la contaminación de las relaciones humanas por la ignorancia y el odio.
Cuando se habla del año 1945:
Pienso en los que ya no están.
Cuando se habla del año 1945:
Los impulsos salvajes y los groseros instintos
se han sumido en el sueño.
Ahora despierta el amor a Dios
y brota el amor humano.
J. W. GOETHE, Fausto
Ojalá. Ojalá.