DANKA

Para Andrzej Berkowicz

Empecé por la vicaría. Golpeé su maciza puerta. La cerradura chirrió, crujieron unas llaves y, finalmente, osciló el picaporte. De la oscuridad del zaguán emergió, inmóvil, el óvalo de un rostro alerta.

—Me gustaría hablar con el párroco.

—¿Usted…?

—Soy de la prensa y he venido…

—Me imagino a qué ha venido. Lo comprendo. Lamentablemente el señor párroco no está. Se siente usted decepcionado, ¿verdad? Esperaría usted una historia llena de detalles escabrosos, ¿cierto? ¡Dios mío!, ni que hubiera ocurrido algo gracioso…

—¿Cuándo volverá el párroco?

—Oh, eso ya no depende ni de usted ni de mí. Serán otros quienes lo decidan. Dejémonos de suposiciones.

El rostro se sumergió en la oscuridad, la llave volvió a crujir y la cerradura a chirriar.

La vicaría estaba situada al final de una callejuela que partía de la plaza del Mercado. De dos plantas y de formas arquitectónicas sencillas, minimalistas, se levantaba cerca del lago, envuelta en una nube de arces y robles, un edificio. Al lado, por encima de las copas de los árboles, se erigía la torre de la iglesia, con una pequeña galería y una campana. Un poco más allá, aunque dentro del recinto de la vicaría, se había agazapado una casa, o más bien una pequeña choza pintada en vivos colores. «Seguramente se alojaban allí», pensé. Me acerqué para ver si los cristales de las ventanas estaban rotos. En efecto, lo estaban.

Regresé al pueblo. No voy a dar su nombre; el reportaje va a aclarar el porqué. Está situado en la parte septentrional de la provincia de Białystok y no existe persona que al menos una vez en su vida no haya visto alguno de esos pueblos que se cuentan por docenas. No se diferencian en nada. Exhiben rostros soñolientos, llenos de llagas de las chorreaduras y de las ranuras de sus agrietados muros, y cuando alguien pasa por la plaza del Mercado, tiene la impresión de que todo lo está observando a través de unos párpados entornados, quieta e insistentemente.

La plaza del Mercado, empedrada y rectangular, está desierta. Llueve. Todo el mes de julio está lloviendo a cántaros; la gente deja de creer en el verano. La lluvia rebosa por todo el pueblo: por los tejados, por las callejuelas, por las aceras… Los cuatro arbolillos que crecen en la plaza también chorrean agua. Bajo uno de estos arbolillos se ha plantado un muchacho. Lleva una chaqueta a grandes cuadros, unos vaqueros auténticos y unas zapatillas deportivas gastadas. Está allí de pie, sin sentido y sin esperanza, por el mero hecho de permanecer así, con tal de pasar un día más, un año más, el típico pasmarote que se planta delante de los grandes almacenes, para el cual permanecer de pie es una forma de existencia, un estilo de vida, una pose y una diversión.

Le pregunté:

—¿Es usted de aquí?

—Ahora no, ahora soy de Varsovia.

—Y ha venido a casa a pasar las vacaciones, ¿cierto?

—Justo.

Entramos en el mesón del pueblo. Una sala la ocupaba un restaurante y la segunda, un café. El humo del tabaco, formando algodonosos haces de un gris profundo, estaba suspendido a la altura de las cabezas. El camarero trajo una botella de vino.

—Y eso ¿por qué? —preguntó el muchacho.

Como quien no quiere la cosa, mencioné el asunto de la vicaría. A lo mejor el chico sabía algo, a lo mejor había presenciado los hechos.

—Pues no, nada —dijo—. Cuando llegué de Varsovia, ya había pasado todo. No hay más que decir. Además, por hablar no pagan. Unos coleguis me han contado cómo las tipas fueron a buscarla. Ahora ella está en el hospital. Al parecer era una moza de aquí te espero. Unas piernas que ni soñadas, una delantera y una carita que ni pintadas. Bombones así, haberlos, sí los hay, solo que uno tiene que otear mucho para encontrarlos. Yo mismo me ligué a una así en primavera. ¡Jesús, María y José, qué ricura! Vive en śniadeckich, ¿conoce usted esa calle? Allí está la escuela técnica a la que voy. Un poco niña, dieciséis en el cuentakilómetros, pero con unas tablas que ni le cuento. Cuando uno tiene tiempo, es un hacha, pero cuando en el instituto te aprietan con exigencias, no los puedes esquivar eternamente. Pero por este asunto de aquí no se preocupe demasiado. Solo es una pena que esa perita en dulce quedara tan malparada. La gente de aquí es muy corta, así que no hay nada de que extrañarse. —Y me dio un consejo—: Hable con la jefa del restaurán; es espabilada, la señora.

Se alejó un momento y volvió acompañado de una mujer. Era una señora obesa, vestida con exagerada, indómita elegancia. Su rostro aparecía cubierto de polvos de arroz y colorete y llevaba los labios pintados. Se sentó, apoyó los codos sobre la mesa y se metió los dedos en el pelo.

—Es cierto —dijo—, yo también fui. Mi negocio exige que haga estas cosas. Si fuera por mí, no habría ido, pero tengo que cuidar del negocio. Si no hubiera ido, las mujeres prohibirían a sus maridos frecuentar mi restaurante y así el hotel del pueblo me quitaría a mis clientes. Es que el hotel también tiene un restaurante. Así que cuando ellas empezaron a reunirse junto a esa casa que ahora están construyendo al lado del cuartel de bomberos, dejé a mi marido a cargo del local y me uní a ellas. El primer plan era secuestrar al párroco, pero él no estaba porque lo habían llamado a la curia. Entonces una gritó que fuéramos a la iglesia y que allí suplicáramos a Dios que vengara en nuestro nombre la ofensa que se estaba perpetrando en su Sagrada Casa. Cuando entramos, ¿ha visto usted ya la iglesia?, la figura estaba en medio, y a su alrededor, un montón de serrín, pues es de madera, pero todavía sin terminar. Todas nos pusimos de rodillas, pero la vieja Sadowska se levantó de un salto y venga a gritar: «¡A hachazos con ella, a romperla y quemarla! ¡Que se quite de nuestra vista!». Así gritó la vieja. Y va y corre hacia aquella figura, y allí había varios martillos, y cinceles, y también un hacha, y ella, zas, cogió el hacha y tomó un impulso tal que sentí frío en la espalda. Descargó un golpe, pero en eso se le acerca corriendo Florkowa, la madre de ese chico que trabaja en el molino, agarra a Sadowska por la mano y dice: «Suelta esa hacha, no te atrevas ni a tocar la figura, que es santa, ella». A lo que Sadowska chilla a voz en cuello: «¿Santa? Es una ramera, qué santa ni qué niño muerto». Usó una palabra mucho peor, pero no la voy a repetir, usted ya sabe cuál. A lo que Florkowa vuelve a reñirla: «No blasfemes, que se te llevará el infierno, y también a nosotras, que te lo permitimos». A lo que Sadowska se vuelve hacia nosotras, que estamos de rodillas y con las piernas de plomo del miedo que pasamos, y exclama: «Mirad, mujeres, no os hagáis las ciegas, mirad y decid si no es esa ramera. Claro que lo es. Que me trague la tierra si no es ella». Y le digo en confianza, pero no lo haga público…, sería mi ruina… Era ella. La cabeza, la cara, el tipo, todo idéntico. Como dos gotas de agua. Pero en aquel momento estábamos tan aterradas que ninguna tuvo valor de decírselo a Sadowska. Mientras, Florkowa se planta en medio, protege la escultura con su cuerpo y dice: «¡Por encima de mi cadáver, por encima de mi cadáver!». Hacía un día precioso, señor, no como hoy, solo que dentro de la iglesia no se notaba, todo era gris, oscuro, y no había más que miedo y los gritos de aquellas mujeres. Sadowska empezó a llorar y a lamentarse y todas las demás echamos a correr hacia la puerta. Salimos y, ¿qué me dice a esto?, vemos a aquella muchacha caminando desde esa casita que está junto a la vicaría. ¡Virgen santa! Yo, la verdad, no soy ninguna retrógrada en cuestiones de moda, he viajado a lugares elegantes como Sopot y yo misma me visto ap-tu-deit. Pero aquello, aquello aquí no se ha visto nunca. Hay que ver cómo había chillado antes el párroco, que era inmoral y escandaloso, tanto que temblaban las paredes. Incluso prohibió que las chicas jugaran al voleibol. Y ahora no me explico qué demonio lo ha poseído. Por más vueltas que le doy a la cabeza, la verdad, no sé qué pensar. Así que la muchacha se nos acerca, y lleva puesto un bañador de esos que llaman bikinis. Basta que un hombre estornude para que todo se caiga. Usted sabe que a las mujeres no les gusta hablar bien de otras mujeres, pero yo, que no soy ninguna retrógrada, reconozco que aquella chica era como un capullo de rosa. Por una muchacha así, no hay hombre que no estuviera dispuesto a someterse a los peores suplicios y sufrimientos. Dios mío, pues de esa guisa la ven las mujeres y ¡venga a soltar bufidos! Si ella hubiera seguido su camino, quizá no habría ocurrido nada; si se hubiera topado con nosotras cualquier otro día, quizá tampoco habría pasado nada, pero nosotras acabábamos de salir de la iglesia, donde se había producido aquella dramática escena que le he contado, y cada una de nosotras tenía el corazón lleno de miedo y de amargura, y quería deshacerse de ese lastre. La chica se nos acercó y preguntó: «¿Están buscando a alguien, señoras?». En esto Maciaszkowa salió al frente y dijo: «¡A ti, mala pécora!», y le propinó un bastonazo, es que Maciaszkowa va coja y usa bastón, y después un segundo y un tercero. Yo, señor, me quedé de piedra, se me nubló la vista y pensé: «Ay, la que se está liando, ¿cómo acabará todo esto?», y los pensamientos se me amontonan en la cabeza y revolotean como las urracas en el nido. Ellas le están propinando una paliza, y yo, sin poder mover un músculo. Después se dirigieron a la casita, rompieron los cristales, sacaron los trastos y los hicieron añicos, y eso que los trastos eran del párroco. En ese momento, miro y veo que se nos acerca Michał, o sea, nuestro sacristán. Se lo digo a gritos a las mujeres y estas, ¡pies para qué os quiero! Y yo, tras ellas. Ya he dicho a la policía que mi negocio me exige ir siempre con la gente. No soy ninguna retrógrada, pero no tuve más remedio que seguirlas.

La comisaría también está en la plaza del Mercado, enfrente del mesón. Desde allí resulta fácil ver en qué estado los clientes abandonan el local. No cuesta nada acompañar al parroquiano al otro lado de la plaza donde, bajo llave, se le pasa la borrachera y le vuelve el equilibrio perdido. El policía de guardia observa la plaza, sentado tras una barrera. Dice:

—Por lo general, es un lugar tranquilo. Sin embargo, se ha dado un caso. Nunca habíamos visto aquí nada parecido.

—A eso voy —le digo—, le estaría muy agradecido si pudiese darme los detalles.

El policía esboza una sonrisa enigmática, pues no quiere hablar sin el permiso de su superior. Una hora más tarde, estoy estudiando los materiales del caso en el expediente proporcionado por el jefe de la comisaría. El jefe me ayuda de buena gana; da nombres y direcciones. Mientras rastreo entre los papeles esparcidos por la mesa, él saca más y más de la carpeta.

«… Por la presente expreso que la primera en venir a verme fue mi vecina la ciudadana Helena Krakowiak que expresó ya está bien de esta ofensa estamos escandalizando a toda la comarca Jesucristo Nuestro Señor echó del templo a los usureros con lo que nos da ejemplo. Expresó asimismo que nosotros quitamos el pan de la boca a nuestros hijos para poner dinero en el cepillo mientras que ellos se hartan para luego entregarse a obscenidades. Ya llevamos un mes mirando todo esto pero se nos ha acabado la paciencia hasta cuándo tendremos que soportar esta inmoralidad que el diablo bendiga a sus hijos expresó la ciudadana Helena Krakowiak y se santiguó. La arriba mencionada subrayó que la figura se habría podido comprar con el dinero de la colecta y entonces no tendríamos esa ofensa a la moralidad y esa lujuria que en el mundo no se ha visto. A continuación deseo expresar que después vinieron a verme otras ciudadanas (aquí, una retahíla de nombres) para significar que daban la razón a la arriba mencionada la cual propuso expulsar a esa prostituta como la llamó porque no necesitamos putas en nuestra vicaría como añadió. Las arriba mencionadas confirmaron que no había otra salida y la ciudadana Helena Krakowiak indicó como lugar de encuentro el cuartel de bomberos para el martes 28 del mes de junio a las cuatro de la tarde que así nos daba tiempo a dar de comer a los hombres y a los niños y también a fregar los platos y barrer…».

Aquel mismo día hablé con el secretario del comité municipal. Estaba sentado enfrente de mí, alto, venoso y con sus anchos hombros encogidos. Se frotaba la frente, se paraba para reflexionar, pronunciaba las frases despacio, pensando en lo que diría a continuación.

—Bien podía haber sido una provocación, ¿sabe usted, camarada?

—¿Por parte de quién? —pregunté.

—Pues del clero. Al clero le gusta hacer estas cosas cuando no se le mira las manos.

Empecinado en este parecer, no admitía ninguna otra versión. Repitió hasta la saciedad que tenía que haber sido una provocación. Yo no conocía al párroco; él, sí. El párroco había llegado a hacer cosas de lo más elocuentes. Bastaba con analizarlas para que su sentido se revelase claro. Clarísimo.

Cambiamos de tema. El asunto que pasamos a tratar era del agrado tanto del secretario como mío. En el pueblo se construiría una fábrica. Ya habían empezado a excavar para poner los cimientos. También se haría una urbanización. El pueblo se dinamizaría, tendría una nueva vida y hallaría su lugar en el mapa económico del país. Su futuro se presentaba la mar de prometedor. Me obligué a visitarlo más adelante y escribir un reportaje. Nos despedimos con un apretón de manos.

De nuevo me vi deambulando por las callejuelas. Llovía, el agua susurraba en los canalones y el muchacho de los vaqueros auténticos volvía a estar de pie bajo los arbolillos de la plaza del Mercado. Fue él quien me aconsejó que me entrevistase con el sacristán y quien me condujo a través de agujeros en las vallas, por patios y zaguanes. El piso en el que entramos estaba lleno de camas y sillas, así como de cuadros y figuritas ridiculizados en las revistas capitalinas. Dos hombres se sentaban ante una mesa. Uno viejo, con un brazo en cabestrillo y el otro, joven, rubio, alto y apuesto, que más tarde resultaría ser hijo del primero. El viejo se levantó y abandonó la estancia.

—Mi padre está enfermo —dijo el rubio—, el brazo no para de supurarle. Me estoy aquí para ayudarle, pues también tenemos un pedazo de campo, pero ¡qué ganas tengo de largarme a una gran ciudad!

Michał tiene cumplido ya el servicio militar. Cuando se licenció y volvió a casa, se acababa de jubilar el viejo sacristán y le ofrecieron que lo sustituyese. No logró encontrar otro empleo, tal vez lo encuentre cuando construyan la fábrica. Me di cuenta de que no se tomaba muy en serio su actual ocupación. Todo mundano él, cambiará de oficio a la primera oportunidad que se le presente.

—Viene por lo de aquel lío, ¿verdad? —Y se rio porque me interesara por el asunto.

Empezaba a oscurecer, seguía lloviendo y por las ventanas se deslizaban gotas de agua.

—Voy a preparar un té, ¿de acuerdo? —propuso.

»El chico se presentó aquí en mayo. Justo cuando yo podaba las ramas. Se me acerca y pregunta por el párroco. No tenía más de treinta años, llevaba un jersey, un pañuelo al cuello y un paquete en la mano. Lo acompañé a la oficina. Dijo: “Buenos días” y se presentó. También dijo que era escultor y que venía de Wrocław. Desató el paquete. En él había una cabeza de mujer. “Mírenla, por favor —dijo—, es una escultura en yeso de la Virgen María. ¿Le gustaría comprármela, señor cura?”. Nuestro viejo empezó a examinarla desde todos los lados, la sopesó con las manos, pero finalmente contestó que no, que no se la quedaría. El otro cogió la cabeza y se puso a empaquetarla de nuevo, pero en esto el viejo lo invita a sentarse y empieza a preguntarle dónde había estudiado, qué trabajos tenía hechos, si los había expuesto y cosas así. A todas luces le había caído bien al viejo, pues va y dice: “Esta María no se la voy a comprar, pero en primavera pintamos nuestra pequeña iglesia y restauramos el altar lateral, y allí falta una figura de la Virgen. Hubo una en tiempos, pero la carcoma se ensañó tanto con ella que se acabó desmoronando. ¿Se encargaría usted de esculpir una nueva?”. El chico dijo que sí, así que juntos fueron a ver el lugar. El escultor se tomó su tiempo para hacer los cálculos y al final dice: “De acuerdo, serán cinco mil”. A lo que el viejo ¡venga a protestar! Que no tiene dinero, que las obras le han limpiado la caja fuerte y que no va a pagar tanto. Están en pleno regateo cuando el párroco cambia de táctica. “Vamos a hacer lo siguiente —dice—: tengo aquí una casita para el sacristán, pero como él vive en el pueblo, la casita está desocupada. Se quedará usted a vivir en ella, yo le proporcionaré el sustento y usted me esculpirá la figura. Por aquí hay un lago, hay bosques, es un lugar precioso”. El escultor no dice nada, se ve que está dándole vueltas a la cabeza hasta que por fin contesta: “De acuerdo, señor cura, pero con una condición. Estoy trabajando ahora en una escultura con modelo que es muy importante para mí. Como no puedo interrumpir este trabajo, aceptaré su proposición si me permite alojarme aquí con la modelo”. El viejo se asustó: “¿Aquí, en la vicaría?”, exclamó. Lo estoy observando y veo que los dedos se le hacen huéspedes. Al principio no quería de ninguna manera, pero la tacañería pudo más y finalmente dijo: “De acuerdo”.

»Llegaron los dos a principios de junio. Fue cuando la vi. No era una mujer, era un milagro. Pelo rubio, un cuerpo magnífico, preciosa. Después de saludarme, va y me dice: “Me llamo Danka, ¿y usted?”. Me quedé de una pieza. Se me hace un nudo en la garganta, veo chiribitas, siento que me voy a morir. Balbucí algo, pero enseguida pensé: “Michał, aquí empezarán a pasar cosas extrañas”. Y mire por dónde, acerté.

»Al principio, el viejo huía de ella. Se encerraba en su casa, no salía. Mientras, ella, como si estuviera en la playa: se desnuda, tiende una manta en la hierba y venga a tomar el sol. Desde la mañana hasta la noche, solo se la ve en bañador. Créame usted, señor, incluso daba miedo mirarla, pues cuando uno se ponía a hacerlo, le entraban ganas de llorar por ser tan poca cosa, un cero a la izquierda, que podría aullar hasta el día del fin del mundo sin que ella le prestase la más mínima atención. El escultor aquel iba detrás de ella como un perrito. Seguro que la quería, tenía que hacerlo por todos los hombres a los que estaba prohibido quererla. Era un tipo como es debido, muy tratable. Le ayudé a buscar madera, le afilaba las herramientas y a veces iba al pueblo a buscar vino para los dos. Nos hicimos bastante amigos. Cuando ya tuvo la madera, enseguida se puso a esculpir. Tenía buena mano, experta, tallaba sin miedo y le salía bien. Entonces, el viejo empezó a salir de la vicaría. Deambulaba entre los árboles mientras Danka tomaba el sol, tumbada sobre la manta. Cada vez que el viejo se le quería acercar, daba marcha atrás. La tentación era poderosa, pero él la resistía. Viéndolo en semejantes apuros, en más de una ocasión me dio risa. A veces, ella se levantaba con intención de acercársele, pero entonces el viejo corría a la iglesia que se las pelaba. Parecían jugar al gato y el ratón. Menuda escuela de la vida tuvo el cura con la chica. Visitaba a menudo al escultor, a ver cómo avanzaba en su trabajo. Se sentaba en un banco, observaba y, al principio, no decía nada. Solo cuando aquel empezó a modelar la cabeza, el viejo entabló con él charlas cada vez más largas. También yo fui varias veces a ver esa escultura y vi lo que se mascaba. El chico esculpía a Danka, su cara, su cuello, sus brazos. A partir de allí había una larga vestimenta, pero la parte superior era toda de Danka. El viejo preguntó si los labios no eran demasiado anchos. Es que ella tenía los labios pequeños, carnosos, pero pequeños. Noté que quería que la Virgen del altar fuera la viva imagen de Danka. Pero, por supuesto, no lo podía decir a las claras.

»El pueblo, mientras tanto, hierve como una colmena. Los chicos van a la iglesia para espiar y las mujeres, aparentemente para rezar. Junto a la vicaría hay incesante tráfico. Se disparan las habladurías, los chismorreos, los dimes y diretes o como usted quiera llamarlos. A mí tampoco me dejaban en paz. “Michał, ¿quiénes son estos?”. Y yo les decía la verdad porque soy un tonto. Varias mujeres se constituyeron en delegación y fueron a ver al párroco. Les dio algunas explicaciones y por unos días las cosas se calmaron. Pero luego vuelta a empezar, y todavía peor que antes. Un día mandaron llamar al viejo a la curia y dio la casualidad de que ese mismo día tampoco estaba el escultor, pues había ido a Białystok a comprar cinceles. Y fue cuando se presentaron aquellas arpías.

Michał S. no presenció los hechos, aunque después sí ayudó a trasladarla al hospital. Cuando volvió, se lo contó todo a la única persona que mantenía lazos de amistad con el escultor, el polonista Józef T.

Józef T. (lo visité a una hora muy tardía) relató lo que le había contado el escultor en una de sus charlas nocturnas:

«Hace unos años, pasé el verano en la costa buscando un tema para mi tesis de licenciatura. Deambulaba por la playa, perdiendo un día tras otro. Es que resulta más fácil encontrar un modelo en la playa que en la ciudad: la gente no va vestida. No me había topado con nada interesante. Un buen día llegué a un lugar desierto de la orilla donde, abandonada en la arena, se pudría una barca de pescadores. Me acerqué y descubrí a una muchacha sentada detrás de la barca. “¿No tiene usted otro sitio donde plantarse, colega?”, preguntó. “Si usted pudiese verse, colega, no haría estas preguntas”, contesté. Éramos muy jóvenes; en aquel entonces el tratamiento de “colega” era de uso extendido. Un mes más tarde, Danka se vino conmigo a Wrocław, a mi buhardilla, donde la esculpí. Los títulos de los trabajos debían tener un significado, así que lo llamé “Muchacha después del trabajo” y lo llevé a la exposición. El jurado rechazó la escultura, aduciendo que “emanaba demasiada religiosidad”. Anduve abatido, no me encontraba a gusto en ningún sitio. Pasé horas tumbado en la cama, completamente aturdido. Por fin se me ocurrió una idea loca. Pedí al conserje un carrito, cargué la escultura y fui a la curia diocesana. Les dije: “Cómprenla, señores, la figura se llama La Virgen esperando la Anunciación”. Deliberaron un buen rato, pero finalmente no me la compraron. “Emana demasiado realismo socialista”, adujeron. Desesperado, arrastré el carrito hasta la orilla del Oder y, con una barra, hice añicos todo el yeso. Es que la había esculpido en yeso. Cuando volví a estar en mis cabales, vi que lo único que quedaba era la cabeza. En un primer momento, la quise arrojar al río. Pero, en vez de hacerlo, la recogí y la llevé a mi estudio, donde la dejé tirada en un rincón.

»Solo este año volví a encontrar a Danka y todo volvió a ser como antes. “Oye, vámonos a Mazuria”, le dije. Le pareció muy bien. Lo malo era que yo no tenía un céntimo. Pero me acordé de aquella cabeza. Pensé: “Me la llevo, se la endoso a algún misacantano y de paso me agencio alojamiento”. Y de esta manera vine a parar aquí».

Hoy es domingo. Llueve, creo que nunca dejará de llover. Es una inundación, un diluvio. La gente pierde sus casas. Hay grandes pérdidas económicas. Por la ventana de mi pequeño hotel, veo que, pese al tiempo de perros, los habitantes del pueblo salen a la calle y, endomingados, caminan a paso solemne hacia la plaza del Mercado, dirigiéndose ya al mesón, ya a la iglesia. Me pongo el abrigo y salgo también yo. Algunas caras ya las conozco. Intercambiamos saludos. Como un reportero no puede conservar el anonimato demasiado tiempo, no intento deslizarme por caminos ocultos, sino que enfilo la calle principal, llena de gente y hundida en el barro.

Entro en la iglesia. Iluminada por el brillo de las luces, veo una talla de madera, la figura de una muchacha preciosa. La obra está sin acabar, pero la cara, la cabeza y los brazos, el maestro ha tenido tiempo de plasmarlos en los más mínimos detalles. Y son unos detalles magistrales. La gente se acerca, se arrodilla, dobla la espalda. Solo yo permanezco erguido y con la cabeza levantada, mirando hacia arriba. Soy incapaz de apartar la vista.