EL RAPTO DE EL ŻBIETA
—Hermana —pregunté—, ¿por qué ha hecho esto?
Estábamos de rodillas en la nieve, con un cielo plomizo encima y una reja de hierro entre ella y yo. A través de aquella reja veía los ojos de la monja, grandes, castaños y con fiebre en las pupilas. Callada, mantenía la vista apartada a un lado. Las personas que apartan la vista suelen tener algo que decir, pero el miedo les atenaza la garganta. Solo al cabo de unos momentos me llegó su voz:
—¿Qué me trae usted?
Y yo no llevaba nada. Ni más palabras, ni objeto alguno. Para verla, había viajado en tren, atravesado el bosque hundido en la nieve hasta las rodillas, golpeado con insistencia la puerta del monasterio y cuando por fin me hallaba ante la alta reja, tan solo tenía una pregunta, que además ya había hecho y que, sin provocar resonancia alguna, había sido celosamente guardada en los rígidos pliegues del hábito.
Por eso contesté:
—A decir verdad, no sé. Quizá tan solo el grito de dolor de su madre.
Aquel grito despertaba a toda la aldea en plena noche. Las mujeres, despidiendo el calor de los edredones de plumón, del sueño y del amor, se levantaban de sus camas de un salto para correr hacia las ventanas. Pero no se veía más que la oscuridad. Por eso decían a sus maridos: «Ve, hombre, ve a mirar qué pasa». Los hombres metían los pies en las cañas de sus botas de goma y salían fuera. Caminaban medio dormidos palpando la oscuridad con las manos, como si el grito fuese algo que se pudiera asir y cerrar en un puño como una gavilla de centeno y aplastarlo con la rodilla contra el suelo. Finalmente, junto a la capilla de la Virgen, encontraban a una mujer alta y muy flaca, cubierta por un abrigo viejo. La mujer tosía. Tenía el pecho hundido y los brazos colocados de tal manera como si esperase acoger a un ser querido. Pero no llevaba en ellos la vida de nadie, sino su propia muerte. Llevaba la tuberculosis. Los campesinos le decían: «¿A santo de qué pega esos aullidos en mitad de la noche? Váyase a dormir»; y, tranquilizados porque no se trataba de un asesinato, ni de un robo, ni de un incendio, sino de un simple dolor, de una desesperación ajena además, no la suya propia, regresaban al calor de los edredones, del sueño y de los cuerpos de las mujeres.
Después, a la alta mujer de los brazos en arco se la llevaron al hospital porque su grito se había llenado de sangre. La aldea ya podía dormir tranquila en medio del silencio y los hombres dejaron de palpar la oscuridad con las manos. Al cabo de tres meses la mujer volvió. Los vecinos sabían que sus ojos ya estaban secos y pétreos, y la primera noche pudieron comprobar que sus pulmones ya no albergaban el grito. La aldea que antes temía al grito ahora se asustó del silencio. El silencio engullía a la gente como el agua profunda. Empezaron a visitar a la mujer en su casa, igual que todas las demás en la aldea, con su ramo de flores artificiales, su fotografía de boda en color y su bailarina de yeso con los pechos exquisitamente modelados. La alta mujer abría el armario y enseñaba los vestidos que colgaban en él en ordenada fila. Unos vestidos de colores vivos, baratos y triviales, pues aquello, Dios mío, no era París. Y decía:
—Ella no me permitió tirar estos vestidos. Varias veces me dijo: «Mamá, yo volveré».
En esos momentos, el marido de la alta mujer le suplicaba:
—Déjalo, por favor, ya basta.
El marido estaba postrado en cama y, todo oídos, escuchaba su corazón. Con un segundo infarto a cuestas, permanecía inmóvil y escuchaba. Tal actividad le hacía sudar, pues suponía tensión y esfuerzo. «A ver cómo le explico esa sensación, señor periodista, es que yo no escucho el latido que está sonando ahora mismo sino el que ha de venir. ¿Sonará o solo habrá silencio?».
De manera que sigue en cama con su hipertensión de doscientos cincuenta, ocupado en su propio corazón y en nada más pues el corazón es un mundo entero, y nadie es capaz de abarcar dos mundos al mismo tiempo. Él, el hombre de los dos infartos, ya ha pasado lo suyo. Había sido peón, había pasado por un campo de trabajos forzados, por otro de concentración y por la cárcel. Con la alta mujer tuvo una hija solo, Elżbieta. Elżbieta había nacido en 1939, un mes antes de la guerra. Cuando los alemanes se llevaron al marido para meterlo tras una alambrada de espino, la alta mujer se quedó sola. Alquiló sus brazos en la recogida de la remolacha. Es un trabajo agotador, pues la remolacha crece en tierras sumamente duras. La madre acostaba a Elżbieta entre los surcos, a la sombra de las carnosas hojas, mientras cavaba deslomándose a pleno sol, jadeante y tosiendo. Por las noches se sacaba unas monedas extra escribiendo para las muchachas cartas a sus novios: «En estas mías primeras palabras estimado Waldek te quiero espresar que no sabes si tu sentimiento arde como antes pero si sigue sin ceder en su inflexibilidá el mío es igual que el tuyo lo cual te significo». Por una carta así le daban tres huevos, pero cuando se trataba de una que debía explotar con toda la fuerza de la pasión, le daban una gallina.
Terminada la guerra, volvió el padre y, como era frecuente en aquella época, la niña tuvo que aprender a llamar «papá» a un hombre que le era completamente desconocido, al contrario que para su madre. Después de aquella larga separación no nacieron más niños. Elżbieta conservó su estatus de hija única. Empezó a ir al colegio y luego al instituto. El hombre de los dos infartos y la alta mujer son gente sencilla. No saben nada de la teoría de las ideas de Platón, ni de la grandeza de Shakespeare, ni que Mozart moría maldiciendo al mundo. Pero en la capital de la comarca habían visto libros en una vitrina y tal vez alguien les dijera que en el mundo había personas que sabían muchas cosas y que esas personas vivían rodeadas de respeto. Por eso deseaban que Elżbieta estudiase. Pero el hombre de los dos infartos no podía trabajar y la alta mujer no tenía más que una pensión de invalidez. Y, también, la tuberculosis. «Eso de ser tuberculosa no era malo —me dice—, porque cuando en el ambulatorio me daban medicinas, yo las vendía a escondidas para darle a Elżbieta todo lo que necesitaba».
Elżbieta aprobó el examen de Estado en 1957 y se hizo maestra. Una buena maestra, según se desprende de los informes. Tomo una fotografía hecha en aquella época. En ella aparece una Elżbieta sonriente, pero el hombre de los dos infartos y la alta mujer exhiben semblantes graves. Y los exhiben graves porque están orgullosos. Olvidaos por un momento de vuestra admiración por los inventores de maquinaria electrónica, por los constructores de cohetes y por los arquitectos de nuevas ciudades. Pensad en una madre que dejó que sus pulmones se pudrieran y en un padre que masacró su corazón para que su hija pudiese hacerse maestra.
De momento solo era maestra, aunque pronto iría a la universidad. Pero Elżbieta no fue a la universidad. En 1961 se metió monja e ingresó en un convento. El golpe fue demoledor, asesino. La madre empezó a deambular por los caminos en mitad de la noche y los campesinos, arrancados de su sueño para palpar la oscuridad, al final encontraban a una mujer alta al borde del colapso y luego, tranquilizados porque no se trataba de un asesinato, ni de un robo, ni de un incendio, sino de un simple dolor, de una desesperación ajena además, no la suya propia, regresaban al calor de los edredones, del sueño y de los cuerpos de las mujeres.
La alta mujer se quedaba sola. La soledad no le resultaba extraña. Todavía cuando Elżbieta iba al instituto, las monjas no paraban de invitarla atrayéndola hacia ellas. En la casa de Elżbieta hacía frío, las ollas vacías y la madre en cama escupiendo coágulos de sangre. En el monasterio hacía calor y las monjas le ofrecían buena comida. Se pasaba allí horas enteras.
Más tarde le haría la siguiente pregunta:
—Hermana, en aquella época ¿alguna de las monjas le preguntó si su madre tenía un vaso de agua en la mesilla de noche?
—No —contestó.
—¿Y ninguna monja le dijo: «Hija, antes de que vengas aquí a zamparte un pollo, prepárale a tu madre aunque sea unas patatas hervidas con piel»?
—No —contestó.
—Gracias —dije haciendo un esfuerzo por no salirme del marco de respeto y amabilidad del Estado en su política con la Iglesia.
Después del bachillerato, aumentó la presión de las monjas sobre Elżbieta. Era una muchacha dócil, introvertida, obediente. Su madre dice que tenía muchas rarezas: que caía en frecuentes estados de temor y abatimiento y lloraba mucho. «¿Qué le decían ellas?», le pregunté. Pues palabras que siempre producen temor: «condenación» y «eterna», «memento» y «condenados». Elżbieta volvía a casa con fiebre. Recité a la madre unos versos del poema que Paul Éluard dedicara a Gabriel Peri:
Hay palabras que hacen vivir
Y son palabras inocentes
La palabra calor la palabra confianza
Amor justicia y la palabra libertad
—No —me dijo—, no era ninguna de esas.
Finalmente, Elżbieta desapareció de casa. La primera carta que mandó a sus padres empezaba con la expresión «¡A Jesús a través de María!». Hay varias cartas y todas son por el estilo. Se percibe en ellas la mano del censor, pero aun así a veces se deslizan frases elocuentes como esta: «Ruego a Dios que me conceda la gracia que me permita resistir hasta el final». O: «¿Me habéis arrojado ya de vuestra memoria? No lo hagáis, ¡os lo suplico!».
La alta mujer estaba dispuesta a luchar. ¿Qué armas puede esgrimir una persona como ella? Lo único que tiene son las radiografías de sus pulmones. Estoy contemplando este siniestro documento, todo él envuelto en humo y lleno de la alquitranada negrura de sus cavernas. Armada con esta radiografía, la alta mujer atraviesa media Polonia para llegar al convento. La recibe la madre superiora. Dicha superiora, que no es médico, toma la radiografía entre las manos, la mira y se echa a reír.
—¡Vaya, pero si esto no es nada!
La madre vuelve a casa y descubre que su marido no está. Se lo han llevado al hospital, con un segundo infarto. Los médicos dudan de que lo supere. La madre manda una carta a Elżbieta pidiéndole que vaya a casa enseguida. Pero Elżbieta no se presenta. (Aquella carta no le había sido entregada). En su lugar, en el hospital donde permanece su padre, inconsciente, aparecen dos monjas para comprobar si realmente le ha pasado algo. «¿Alguna de ustedes es la hija del enfermo?», les pregunta el médico jefe. «No, hemos venido cumpliendo una orden», le contestan y esconden los rostros en la sombra de sus almidonadas tocas.
Así que la madre envía una carta al cardenal primado de Polonia. También la he leído. Y también he leído la respuesta. Mecanografiado en una hoja pequeña, se trata de un escrito típico y tópico de la cancillería del obispado en el que se lee que «las acusaciones dirigidas a esta institución carecen de fundamento» y que «le aconsejamos que se calme». Pienso para mis adentros que no es un mal consejo, pues la calma está más que indicada cuando se padece enfermedades del corazón y del pulmón. Y también pienso que esa respuesta es el resultado de siglos de experiencia y que se sabe incluso de qué tipo de experiencia se trata. Puedo seguir pensando en más y más cosas, pero mis reflexiones no tienen ninguna importancia. Solo puedo decir una cosa: me dan mucha pena esta mujer alta y este hombre con su hipertensión de doscientos cincuenta. Me dan pena esos campesinos que se despertaban en mitad de la noche para caminar palpando la oscuridad con las manos, como si el grito que salía de ella fuese algo que se pudiera asir y cerrar en un puño como una gavilla de centeno y aplastarlo con la rodilla contra el suelo. A esta mujer y a este hombre la vida no los ha tratado bien aunque le han entregado sus pulmones y su corazón. Aun así decidieron enfrentarse a ella luchando. Pero una persona sola, si se lanza a la lucha por una legítima causa propia, solo lo hace cuando cree, en un momento de ingenua obnubilación, que la razón tiene que ceder ante la fuerza. Sin embargo, tarde o temprano este momento pasa. Y queda lo que queda.
Por eso le dije a Elżbieta:
—A decir verdad, no sé. Quizá tan solo el grito de dolor de su madre.
Y ahora ese grito, pese a que no lo puede asir y cerrar en un puño como una gavilla de centeno y aplastarlo con la rodilla contra el suelo, se me antoja algo material. Lo he podido oír, ver y tocar. Fue una realidad, aunque no durase más que un momento. Lo han oído muchas personas y todas ellas sabían por qué gritaba aquella alta mujer. Y esas personas habrán tenido tiempo y oportunidad de reflexionar. Y ya es mucho si lo han hecho.
De pie a ambos lados de la reja, Elżbieta y yo permanecíamos en silencio cuando empezaron a aparecer más monjas. Primero tres, luego cinco, después dejé de contarlas. Se las arreglaron para ir empujando a Elżbieta hacia atrás. Finalmente dejé de verla. Veía muchos rostros pétreos, pero ya no estaba el de Elżbieta, maestra de un pueblecito cerca de Kalisz.
Así que di media vuelta y me interné en el bosque nevado rumbo a la estación.