INQUILINOS DE LOS BAJOS
Esta aventura es como la rebanada de pan: familiar, paladeada todos los días y, sin embargo, si faltase… Tres hombres caminan por la carretera y yo me pego a ellos como el cuarto:
—¿Puedo ir con ustedes?
Desconfiados en un primer momento, acaban diciendo en tono de broma:
—¿Por qué no? Pero se nos tendrá que ganar.
La carretera une Bielawa con Nowa Ruda. Por el camino está Wolibórz, donde debe de haber una taberna: la pegajosa superficie de las mesas y sobre ella, el contenido de varias copas de vodka en una botella de naranjada, porque hoy, día de cobro, no se vende alcohol.
—De acuerdo. Así será.
Esta promesa es como un pacto. Esto ya es otra cosa. Ahora ya estamos como en familia. Ellos son obreros. Últimamente han trabajado en la Fábrica Textil de Bielawa, y ahora se dirigen a Nowa Ruda, porque allí ofrecen empleos en la mina. Semejante cambio no constituye para ellos ninguna novedad. Al contrario, más bien se trata de un principio que obedecen fielmente. Se conocieron dos años atrás, cuando trabajaban de cargadores en el puerto de Szczecin. Congeniaron enseguida porque proceden de la misma tierra rzeszowiana, incluso de una misma comarca, así que son paisanos. Desde entonces recorren Polonia juntos. De entre las ciudades importantes, han vivido en Poznań, Gorzów, Konin, Rybnik y Tarnobrzeg. Se han empleado como albañiles, peones de labranza, obreros textiles, herreros… Ahora serán mineros. Se han dedicado a tantos oficios porque en realidad no tienen ninguno. Son mano de obra no cualificada. No tienen un domicilio fijo. Tampoco un trabajo fijo. En ninguna parte encuentran su buen puerto.
Viven al día. Hoy toca Wolibórz, esta taberna, esta mesa y esta botella. Y un plato de arenques espachurrados. Frentes sudorosas y mentes agitadas: «Un momento, Władek, no es así, te has hecho la picha un lío». Quizá por primera vez se preguntan por el sentido de su deambular. Y les resulta harto difícil, pues ¿por qué van de un lado para otro? ¿Qué les empuja? ¿Qué beneficio sacan de ello?
En un rincón se ven tres gastadas maletas, casi vacías, atadas con cuerdas. ¿Qué contendrán? Una camisa, unos zapatos, un impermeable, una brocha con cuatro cerdas. En cuanto al dinero, están tan pelados que a Nowa Ruda tienen que ir a pie. (Viví con ellos en el mismo hotel de Bielawa. «Desde el día de cobro —me dijo la conserje— empiezan a beber. Les da como mucho para una semana. Después se las apañan a duras penas. Tras unos cuantos ciclos como ese, se llevan lo que tienen a mano y desaparecen»).
La gran migración industrial ha desaparecido, pero la ola aún empuja la antigua corriente produciendo salpicaduras como estos tres muchachos, expulsados del campo por la estrechez de sus casas y la dureza del trabajo, buscadores de una vida mejor. Los gerentes se quejan de los quebraderos de cabeza que les causan al marcharse no se sabe adónde y al aparecer no se sabe cuándo: «Un elemento social inseguro —dicen—, hostil a la disciplina».
—Cuando el capataz la tomó conmigo, vi clarísimo que tenía que irme. Solo me tomé tiempo para hablar con estos paisanos míos y ¡pies, para qué os quiero!
A partir de entonces, empiezan noches pasadas en las estaciones del ferrocarril, en los trenes, en los pajares… Hoteles, barracones, minúsculas habitaciones en las azoteas. Cumplen a pies juntillas una regla fundamental propia: mantenerse cerca de las grandes fábricas. O de las nuevas obras. Allí no te conoce nadie; ni siquiera se atreven a hacer demasiadas preguntas. El hombre desaparece en la masa, se diluye en la tiznada multitud. Por todos los medios hay que impedir que te injerten en el tejido de un colectivo, que te pesquen en una red de dependencias, en la cual uno acaba volviéndose dócil y empieza a pensar que así tiene que ser. ¡Pues no, señor, para nada! Al fin y al cabo, alguien ha dicho que cien kilómetros más allá las cosas pintan mejor. ¿Mejor? ¡Pues hay que ir allí! ¿Qué es lo que pierde uno? A ese jefe gruñón y una habitación en un hotel de mala muerte. ¿Y qué se puede ganar? ¡Pues todo! Y ya están en un vagón, ya han empezado una nueva carrera. ¿Os creéis que durante un día Konin no puede saber a Colorado?
Después de varias decepciones ya no esperan grandes cosas. Pero queda la adicción, una estupefaciente adicción a la que se rinden con paralizadora docilidad.
Arrancados de un medio, no logran arraigarse en ningún otro, pues ya desde el primer momento los reciben con recelo. Si vas de un lado para otro, hermanito, mundo abajo, mundo arriba, es que no debes de tener la conciencia tranquila. En cuanto se produce una pelea o un robo, todas las sospechas se dirigen enseguida hacia ellos. «Un elemento social inseguro, hostil a la disciplina». En todas partes son unos extraños, alteran el orden del pueblo, la estabilidad de los barrios, la armonía del trabajo. Como no necesitan preocuparse por la opinión pública, la opinión pública no los soporta. Que no se les puede aplicar ninguna sanción, porque en el fondo no les importa nada. Que no aportan valores de ningún tipo, sino que, al contrario, constituyen una amenaza a los valores existentes.
¿Serán sinceros cuando aprueban su situación?
—Nosotros, señor, no pretendemos subir a las alturas. Vamos a ras del suelo, al nivel de los bajos.
Así que es el único lugar que han elegido como permanente: el margen. Cambian de ciudades y de fábricas, pero no de ese lugar que constituye el único elemento de perdurabilidad, anclado en la fluctuante y arremolinada corriente de los días. En él plantan sus tiendas porque es un lugar espacioso, donde acude muy poca gente y donde a duras penas penetra la ley.
¡Cómo se han burlado del mundo, de ese mundo que persigue el bienestar! ¡Cómo se mofan de esa gente que se desvive por los bienes tangibles que gozan de reconocida importancia: coches Mikrus, televisores Belweder II, lavadoras SHL! Si de los previsores se dice que caminan por la vida, de estos hombres cabría decir que pasan rodeándola. El mundo abocado a las prisas no tiene tiempo para personas como ellos. Que no participen en el juego, ¡sobran voluntarios! Así, el mundo firma con ellos un pacto de no injerencia: dejémonos mutuamente en paz. Se trata de una actitud verdaderamente justa, el no va más desde el punto de vista humanista. Tres pachás alaban que se haya reconocido su elección. Creen que una intervención desde fuera solo arrasaría su trillada ruta. ¡No construiría nada! Tal vez en algún rincón de su ser se ocultase el deseo de conseguir esos bienes de consumo. Pero no ha resultado lo suficientemente ardiente e inapelable como para gobernar sus decisiones. Es verdad que podrían abandonar su nomadismo, aprender un oficio y, poco a poco, construirse un nido. Pero, a su juicio, sería una mala solución:
—¿Para qué darse prisa?
La carretera entre Wolibórz y Ruda discurre por unos parajes preciosos. Ligeramente achispada, la cabeza me da vueltas y el sol hace el resto. Esta tarde rebosante de color no puede ser obra sino del mismísimo maestro Van Gogh. La luz es tan intensa que de un momento a otro el aire estallará en una deflagración de oro. Las asas de las maletas, corroídas por el sudor, se pegan a las manos.
A la gente le resulta difícil entenderse. Estos tres hombres, por ejemplo, que van a emplearse en una nueva ocupación, participarán en la vida de una nueva comunidad, pero, cuando se marchen, ¿habrá alguien capaz de decir de ellos una sola palabra? En un año, reconocerán sus rostros mil personas, sus nombres ya no serán familiares sino a unas pocas, mientras que sus pensamientos no los conocerá nadie. En las relaciones humanas pasajeras, lo que cuenta son las reacciones, no los motivos. Ya que se han ido, hay que buscar a otros; ya que han venido, hay que darles un empleo. ¿Realmente hace falta intentar llegar a lo profundo del ser de una persona? ¿Descifrar una vida que ella misma no sabe explicarse? ¿Qué es lo que quiero y pretendo, en realidad? No tengo nada más que decir sobre ellos. ¿Qué es lo que nos une? ¿Dos kilómetros de carretera? ¿Una taberna?
El reportero no es tan solo un tubo receptor que se llena con docenas de cifras, nombres y opiniones. A veces, también a él le gustaría decir algo. Pero ¿qué les iba a decir yo? Pertenecemos a dos mundos que nunca se tocan. Ellos viven en los bajos. Hay que vivir allí para, después, hacerse el sabihondo hablando de ellos.
Hay personas que intentan añadir una planta. Ni siquiera para ellas mismas. Pero ¿cómo transmitirlo, en qué relato? Son dos bagajes de experiencias abismalmente dispares. Las palabras son incomprensibles si no se ha vivido en carne propia aquello que describen. Si no han penetrado en la sangre.
—La vida —dicen— son cuatro cosas:
»currar - cobrar,
»librar - mamar.
¿Y aparte de esto? Todo lo demás, ¿no es solo un olor esparcido en el aire? Está, porque se percibe, pero ¿cómo atraparlo?
—Saluto —me dice uno al despedirse.
—Arrivederci —digo, para no ser menos.