LA CASA

¿Qué demonios estoy buscando aquí?

Setenta y una puertas.

No paro de pulir peldaños, de manosear timbres. Hay puertas sumidas en el silencio. Las puedo borrar: no hay nadie en casa. Pero otras hablan, transmiten preguntas de planta en planta, de picaporte en picaporte: ¿Quién es?

Bien, pues vamos allá:

—¿Quién es?

Uno tiene que definirse, ponerse un calificativo lapidario, pues no se puede contar una biografía a través del ojo de una cerradura. Hay que limitarse a una palabra. Pero ¿cuál?

Vaya, como si lo supiera. Lo primero que hago es intentar entrar, cosa que por lo general consigo sin dificultad. A veces me preguntan si no me quiero quitar el abrigo. O si me gustaría sentarme. Una vez me ofrecieron un caramelo; otra, un café. Acaricié la cabeza a una docena de niños y besé la mano a unas cuarenta mujeres. Ofrecí un cigarrillo a ocho hombres. A mí me lo ofreció uno. Tres señoras mayores dijeron que yo era joven; dos chicas jóvenes, que yo era viejo. Repartí sonrisas por doquier. Unas cien veces dije «lo siento», de las que la mitad: «lo siento mucho».

Muy bien, pero ¿qué fui a hacer allí? Si fuese un viejales, me habría apoyado en mi bastón y habría dicho sin prisas:

—Pues así, sin más, para quedarme un rato sentado, descansando…

Pero no ha lugar. Detecto miradas de asombro, de desconcierto, a menudo de impaciencia. La gente espera preguntas. Sin embargo, no hay más que silencio e intercambio de miradas. ¿Qué debo decirles? Cuando se quiere sacar de una persona un pedazo inmenso de verdad, hay que tener una pregunta como un arpón. Una capaz de penetrar lo más hondo posible y arrancar esa verdad de las entrañas. No tengo preguntas así. Las mías son banales, fútiles, no tardarán en evaporarse en el aire.

—Permítanme que me siente —digo—. Estoy cansado. He visitado veinte pisos. Acabaré visitándolos todos. Todo el edificio. ¿Qué calle es esta?

La calle está dedicada a Warski[23]. Está en Wierzbno, un sub-barrio de Mokotów. El número de la casa: 21. Hace un año en este lugar no había sino campos. En junio el edificio estaba terminado. En julio se instalaron sus inquilinos. De toda Varsovia. Gente de lo más diversa, usted ya se hace cargo, cualquiera que tuviese un piso concedido por la Oficina Estatal de Alojamiento.

Mientras paseo la mirada por las paredes, una señora mayor me dice:

—Estoy encantada con este piso. Incluso quería escribir una carta de elogio al periódico. Todo es tan bonito, tan coqueto, tan agradable. Una bombonera, vamos.

No puedo menos que mostrarme de acuerdo. Su piso es en efecto una bombonera. Cinco años atrás recorrí de puerta en puerta el barrio de Muranów, haciendo a todo el mundo la misma pregunta: «¿Cómo se vive aquí?». Fragmentos de yeso caían en la cabeza, el agua se filtraba por los agujeros de las tuberías, los suelos criaban abultadas barrigas. Las familias que se mudaban a la nueva casa empezaban arreglándola. Lloraban de felicidad por tener un piso a la vez que maldecían con amargura. En aquella época se hacían bien las cornisas, no los interiores. Esta, en cambio, es una casa de 1960. Aquel Muranów y este Wierzbno no tienen ni punto de comparación: ¡el progreso es vertiginoso! Así que comparto el elogio de la señora. Para el arquitecto y para el constructor. El arquitecto tenía que hacer caber un piso en treinta y cuatro metros cuadrados. Antes, con esta norma se construía un cubículo de catorce metros, un pasillo digno de las catacumbas y una cocina sin salida al exterior. Ahora, sin que la norma haya variado un ápice, un cortador sabio ha sacado de ella dos habitaciones, un baño y una cocina con ventana a la calle. También hay un pequeño pasillo y armarios empotrados. Lo hiciera como lo hiciera, lo cierto es que ha hecho caber todo eso.

Una vez acabados los elogios, me dirijo al siguiente piso. En el número 32 encuentro lo que estaba buscando: un joven matrimonio con una pequeña Joanna. Es su primer piso. Durante tres años, separados por una manta, habían compartido una habitación con otra familia. El uso de la cocina, con otras tres. Ahora la mujer dice:

—Estoy en el séptimo cielo.

Los dos trabajan en Radio Polonia. Él es técnico de sonido.

Creía que los avatares de su vida serían de los más típicos: un lóbrego cuchitril antes y un luminoso piso ahora. ¡Pero no! De esos hay pocos, tal vez un veinte por ciento, personas que habían vivido en microscópicas garitas de vigilante y en sótanos chorreantes de humedad. Pero la situación que más abunda no consiste en cambiarse de condiciones manifiestamente malas a unas buenas, sino de pisos del todo soportables a unos mejores. La cosa no deja de sorprender cuando se tiene presente en qué condiciones viven en esta ciudad miles de familias, que, sin embargo, no son las primeras a las que se les concede un piso. Ciñéndome al ejemplo de esta casa, intento averiguar quién tenía prioridad en la adjudicación de un piso.

Casi la mitad son los desalojados de edificios destinados al derribo. Digamos que alguna casa de vecindad obstruía los planes arquitectónicos; se ha desalojado a sus habitantes y se ha derribado la casa. Hay quien está muy contento: los jóvenes. Se van a comprar muebles nuevos, decorarán las habitaciones a su gusto y pagarán a plazos un televisor y una lavadora. Los mayores no siempre se muestran encantados con el cambio, pues se han acostumbrado a su viejo piso, peor, pero con un olor familiar. Aquí entran en un nuevo círculo de vecinos, de gente extraña, desconocida, y desconfían de esas nuevas amistades. Allí, juntos habían vivido la sublevación de Varsovia, los años posteriores a la guerra, a menudo también los anteriores, se conocían y se profesaban afecto, mientras que aquí no van a poder conocer tan bien a nadie, pues uno ya es viejo, usted ya se hace cargo. Así, cuando los más jóvenes se van al trabajo, las abuelas ya no pueden, como en la anterior casa de vecindad, reunirse para chismorrear. Las abuelas no se conocen, cada una, sola, está metida en su piso. Y se aburren.

Así se presentan las cosas con los de los derribos. La segunda mitad de los vecinos ha obtenido el piso porque se trata de personas muy bien consideradas en sus respectivos puestos de trabajo. La intelligentsia constituye las tres cuartas partes del vecindario, la cuarta parte restante, los obreros. Pero no de entre aquellos de tres al cuarto, sino obreros altamente cualificados (tornero de precisión, montador de transistores) o con cargo importante (capataz, chófer del señor rector). Esta vecindad carece por completo del elemento lumpen, de alcohólicos y pendencieros. Allí no acude la policía, no hay trifulcas, nadie grita a voz en cuello canciones de borrachos. Allí viven ciudadanos que trabajan, jubilados que han trabajado lo suyo y jóvenes que intentan ascender en la escala social.

Se han mudado en un verano lluvioso. Había barro, los camiones se hundían en el lodazal. Después los muebles subían escaleras arriba. Pues eso, los muebles. Hay setenta y un pisos. Apenas en unos cuantos se observa un intento de decoración moderna. Solo un estudio parece verdaderamente logrado y en cuatro pisos hay muebles nuevos, livianos. El resto, como Dios ha querido y el bolsillo ha permitido. Lo que reina, y con diferencia, es la madera de brillo subido, los tapices con ciervos, los tigres de porcelana… La artillería pesada de armarios de tamaño monstruoso, espejos de tocador de cuerpo entero, grandes y sólidas mesas… Quejas de las dueñas de la casa: «Tenía un aparador de lo más hermoso, podía colocar en él todo un juego de cristal de Bohemia, ¿y qué?, que he tenido que venderlo porque ya no cabía». También hay pisos, y no pocos, amueblados con sencillez de cuartel: una cama de hierro, una mesa pequeña, un armario también pequeño y varios taburetes. En todos los pisos hay una radio, por lo general de las baratas; en algunos, un televisor. No llegan a una docena los pisos con librería. No he visto discos.

Más de una vez pregunté: «¿Conoce usted a algún vecino de esta casa?»; a lo que una vez recibí en respuesta: «Ni conozco ni quiero conocer a nadie. Más vale no tener conocidos en la casa donde se vive». Fue una explicación que daba fe de un hecho comprobado empíricamente: en aquella casa nadie conocía a nadie. Se podía barajar a los inquilinos a discreción, se podría desalojar a unos y alojar a otros: la vida del edificio no cambiaría ni pizca. Sus habitantes no constituían un grupo interrelacionado; reunidos bajo el mismo techo por pura casualidad, no había nada que los uniese.

Cosas como estas he ido enhebrando en mi bloc de notas. Futilidades, pequeño realismo, morralla. Alguien trabaja demasiado lejos de casa, alguien no consigue colgar un cuadro en la pared porque las paredes están hechas de elementos prefabricados de cemento. Aunque a lo mejor es importante, ¿qué opina usted, señora Guzowska? Tengo que gritar esta pregunta a voz en cuello, porque la mujer, que ha sobrepasado los setenta, es muy dura de oído. Vive sola en un coqueto estudio y la Polonia Popular le paga quinientos veintisiete zlotys de pensión. Hace tres años que no trabaja, pero cuando lo hacía, era vigilante de obras. ¿Que si iba armada? No, no le habían dado un fusil, la última vez que había llevado armas fue en 1905, durante la revolución. Participó en ella su marido porque era del partido. Se casaron aquel mismo año memorable y un mes más tarde a su marido lo metieron en la Ciudadela, donde compartió mazmorra con Okrzeja[24], es que Okrzeja también era del partido y, por añadidura, había tirado una bomba contra el gobernador general Skalon. Así que la abuela fue a la céntrica plaza del Teatro con una bandera. Allí, los cosacos repartían sablazos a diestro y siniestro; un auténtico baño de sangre. De manera que los más memorables años de la abuela habían transcurrido en el Centro. Por eso no tenía muchas ganas de mudarse a Mokotów, para ella muy lejano. Cree que se la debería considerar veterana de guerra, pero no sabe a quién dirigirse para que le concedan el estatus de veterana. Si sale de casa, es solo para hacer la compra, porque de todos modos no hay para qué. Han pasado tres años desde que fue al cine la última vez, ya no irá más porque el cine no aporta nada.

En la escalera de al lado vive la señora Józefa Zyzek, que durante los veinte años de entreguerras trabajó en el Hotel Europejski, sito en la elegante avenida de Krakowskie Przedmieście. Está muy orgullosa de ello porque este hotel era glamour en estado puro. Cómo no, recuerda a los míticos divos de la ópera Kiepura y Shaliapin, a la reina de Rumanía, al hijo de Mickiewicz y al vidente Ossowiecki. El adivino era el más famoso de todos ellos.

¿Y el piso? Ah, sí, es muy bonito. Como también lo es esta parte de Varsovia.

Varsovia es la ciudad de Zofia Backiel. Zofia Backiel es tataranieta de Jan Kiliński[25]. Jan Kiliński… Han transcurrido ciento cuarenta y un años desde su muerte. Ella tenía en Wola una casita con jardín, pero como allí se está construyendo un nuevo barrio, le han dado este piso. De su ilustre tatarabuelo no conserva ningún recuerdo: todo ardió en 1944, en la sublevación de Varsovia. En Wola conocía a sus vecinas; aquí, a nadie. Porque a esta casa se mudan gentes del campo, se ve enseguida que son unos pueblerinos. (Se equivoca: casi todos los habitantes del edificio son varsovianos de pura cepa, pero no importa).

Alguien ha dicho con acierto que este pueblo vive atrapado por su historia. Que nuestra historia ha trabajado denodadamente por el eterno éxito de Kraszewski[26]. Todas las conversaciones indefectiblemente acaban desembocando en guerras, sublevaciones, revoluciones… Precisamente contra esas vivencias, experiencias y obsesiones, se ha erigido esta casa. La guerra no construye casas. Y esta no ha salido nada mal. Digna de verse. Digna incluso de envidia.