LEJOS

Era tan viejo como el abeto. De la ciudad ha venido una pareja. «¡Vaya! —exclama el urbanita dirigiéndose a la urbanita—, mira qué birria. No hace sino brillar mientras camina». Pero allí nadie se reía de las canas, pues era tierra de viejos. Los niños recorrían la aldea en tropel. Alguien cogió a uno y lo examinó: los dientes mellados, los ojos apagados, el cuello surcado de arrugas. Un viejo. El niño salió corriendo para seguir al grupo. Tropezó y… una zanca hecha polvo. Raquitismo. Allí no había jóvenes. Muchos tenían dieciocho años, o un poco más, o un poco menos, pero en ninguna parte está dicho que cuando se tienen dieciocho años se es joven.

Todos estaban viejos. La vejez se revela como algo sin salida. Y de aquella tierra no había salida para nadie. En todas partes estaba la frontera. Los campos, los prados, los pantanos y el bosque: una frontera. Seguro que más allá de ella, la vida tenía que ser mejor. La gente siempre piensa así. Pero después de probar esa otra vida, regresa. «Bueno, ¿y cómo va por allá?», preguntan todos al que ha vuelto. Y este, callado, se limita a hacer un gesto de displicencia. Al día siguiente irá al campo, cogerá un puñado de tierra y lo olerá. Los urbanitas no saben que se puede oler la tierra. Y, sin embargo, esta huele. Soir de Paris. Por estos pagos, la tierra tiene dos olores: a arena y a ciénaga. Los campos de cultivo son poco fecundos; los surcos, magros. Se podría cambiar la vida si se pudiera cambiar la tierra. Pero ¿cómo hacerlo? Nadie lo sabe. Y el hombre que no sabe cómo cambiar la tierra, ese es precisamente el pobre. En el mundo quizá vivan unos mil millones de hombres que no lo saben. Y nadie parece capaz de decírselo a ellos.

Justo detrás de la aldea había una balsa. Cuando empezaba a arreciar el frío, el viejo aparecía en la orilla. Ese mismo viejo que era como el abeto. Por aquellos pagos se llevaban camisas de lino hasta las rodillas y calzones, también de lino, hasta los tobillos. Como no se conocían los botones, la camisa tenía que ser larga, pues de no ser así, en el hombre se verían demasiadas cosas a la vez. El viejo se quitaba la camisa y los calzones. Ahora sí podía hacerlo: al fin y al cabo se lavaba. Más que «se lavaba», quizá sería más adecuado decir «chapoteaba». Recuerdo muy bien cómo se llenaba el cuerpo de salpicaduras. Era un espectáculo curioso, y a los niños les encanta que los espectáculos sean curiosos. Después cogía puñados de brea, con la que se frotaba la piel. Cada arruga recibía ración doble. Las pulgas evitan la brea y los piojos se pegan a ella, cosa que está más que probada. Después se volvía a poner la camisa y sobre ella, la pelliza. Como era necesario sujetarla de algún modo, lo hacía con un alambre. Así rebobinado, regresaba a la aldea y se subía a la estufa, sobre la cual se pasaba dormitando el otoño y el invierno. Llegada la primavera, volvía a la balsa, donde se desataba el alambre y de nuevo se llenaba de salpicaduras.

La balsa sigue en el mismo sitio, pero el viejo ya no está. Tres arrapiezos chapotean en sus turbias aguas, retozando y resoplando. Veo que hay uno más, pero este no se baña. No puede bañarse porque en la muñeca lleva un reloj. No se lo puede quitar, pues tal cosa significaría una degradación. Todo el mundo tiene derecho a contemplar la balsa y al arrapiezo junto a la orilla. Y, al verlo, todos deberían pensar: ¡Fíjense, un chico de Cisówka y cómo presume de reloj!

Para ir a la aldea, hay que torcer a la derecha y atravesar la floresta. La misma a la que nos mandaba madre a buscar leña. La leña iba directamente a la estufa. Cuando su plana tapa metálica se ponía al rojo vivo, era el momento ideal para hacer tortas. Nosotros no conocíamos el pan. Madre mezclaba con agua un poco de harina y ¡zas!, a la plancha. Aquello se llamaba podpłomyk (llamita). A veces había mantequilla, pero no recuerdo que hubiese cuchillos. La gente de la aldea tenía hoces e incluso guadañas, pero sé que cuando tocaba untar la torta con la mantequilla, se cogía esta con el dedo y ¡venga a untar! También recuerdo que la mantequilla se fundía al contacto con la caliente torta y despedía un olor tal que nuestros estómagos aullaban como cien perros. Una vez, padre compró media hogaza de pan. Lo vimos de lejos portándola bajo el brazo. Mi hermana y yo estábamos en la ventana, y cuando vi aquel pan, empecé a llorar. Fue aquella la única vez en mi vida en que supe lo que era la felicidad.

—¿Cuál es tu mayor deseo? —pregunto ahora a una muchacha.

—Sueño con poder comprarme unos zapatos italianos de tacón de aguja, de esos que valen mil cuatrocientos zlotys, y con tener una gran habitación donde cupiera una alfombra enorme y mullida.

—¿Y no sueñas con comer?

—¿Comer? ¿A qué viene una pregunta tan tonta?

Sin embargo, no es una pregunta tonta. Una pregunta así puede hacer explotar el mundo. Cuando mucha gente se la hace al mismo tiempo, estalla una revolución. Pero ¿cómo explicárselo a esta chica? A muchachas como esta, más vale evitarles las explicaciones, no vaya a ser que después les duela la cabeza.

Para llegar a la aldea, hay que ir por donde van los cables en los que cantan las chispas eléctricas. Si un pájaro se posa en un cable, no le pasa nada. Todo lo contrario que al hombre: si lo toca, caerá fulminado. Debe de haber algo en esto. Todo el mundo tiene tanta electricidad como necesita. A voluntad: el uno para su trilladora, el otro para la luz, el de más allá para su máquina de coser. Incluso puede darse el caso de que todo funcione a la vez en una misma casa. Esto es jauja. Hace tres años que hay corriente. Fue en el cincuenta y ocho cuando empezó ese comunismo eléctrico. Entonces todo el mundo pulsaba el interruptor sin mesura. Los de la ciudad se ríen de esto. Pero el campesino no. El campesino enciende y apaga con aire grave: luz, oscuridad; luz, oscuridad. Ahora lo tiene todo, el cielo y el infierno, metidos en un solo interruptor.

Las estancias viejas conservaban las huellas de las antorchas. Había que pintarlas. Entro en una casa y no puedo por menos que santiguarme: abstracción al cuadrado. Una pared está pintada de un crema pastel, otra de naranja, la tercera de azul celeste, igual que el cielo raso, también de azul. Una radio sobre la cómoda, una pantalla en el techo y una máquina de coser en un lugar destacado. En sus cunas, los niños duermen sobre almohadas blancas. Todos van a la escuela. El mayor, que la acaba este año, seguirá estudiando. Es que es muy listo. Escribe cosas muy sabias en sus cuadernos. ¿Que cuáles? Esto su madre lo ignora, pues no sabe leer ni escribir. ¿Quién iba a enseñárselo? La gente con estudios jamás ha pisado estos parajes. De esa que lleva gafas. A veces se había visto a algunos por los alrededores. Iban de un lado para otro, se apuntaban los ritos, las costumbres y las canciones de boda. Para ellos, esto era un paraíso. Esta tierra maldita era un paraíso para los etnógrafos. Esos inhóspitos pantanos de la tierra de Białystok ocultos a la sombra de la selva Białowieska y esa Cisówka escondida entre la horca formada por los ríos Narew y świsłocz en efecto podían ser tal paraíso. «Señores —nos decía en la universidad un catedrático—, si antes de la guerra hubiesen querido ustedes encontrar un genuino vestigio eslavo de comunidad primitiva característica de esta parte de Europa, habrían tenido que ir, miren, precisamente a esta región». Y con el dedo dibujaba círculos alrededor de Wołkowysko, Zabłudów y Siemiatycze. Y también de Cisówka.

«La población local no conocía el automóvil. Con el fin de observar su reacción, se organizó el paso de uno. El rugido del motor y el pabu-pabu de la bocina provocaron el pánico en la gente. El auto atravesó aldeas desiertas». El etnógrafo se apostaba en un escondrijo, el vehículo salía del bosque levantando terribles nubes de polvo y los lugareños corrían a esconderse en los desvanes. El etnógrafo tomó nota de todo aquello. ¿Dónde lo habré leído? Voy a sentarme un rato en un banco, quizá me acordaré. Ahora vuelvo a oír ese rugido y un claxon. Los produce la WFM con la que un campesino va a su campo de cultivo, atados a la moto el bieldo y el rastrillo. Los ecos del motor resuenan en la pared del bosque, allá en el horizonte. El sol se posa sobre la espesura. La gente vuelve de sus campos. Los caballos blancos como la leche, los carros con neumáticos.

¿Habrá buena cosecha este año? ¡Y tanto! Se prepara una que no recuerdan ni los más viejos del pueblo. Ni el Bigotudo, ni el Desdentado. Y ni tan siquiera Łuksza, Mikołaj de nombre de pila, quien dice que tampoco recuerda. Nueve hijos tiene Łuksza, y solo una hija. Es un campesino con todas las de la ley, por anatomía y por adscripción social. Łuksza anda con los ojos bien abiertos; ve lo que pasa en la aldea. Aquí, señor, antes, cuando el tendero se traía un saco de azúcar en primavera, no conseguía venderlo hasta el invierno. La gente se llevaba como mucho cincuenta o cien gramos. Ahora en cambio traen azúcar a sacos y siempre falta. Antes de la guerra me daban radios a comisión para que las vendiera. Pero antes de la guerra una radio valía siete vacas. Nadie compraba. Hoy en cambio, por una sola vaca, tengo Stolica, una radio preciosa. Así que hay una en cada casa.

Łuksza es todo un filósofo, siempre dispuesto a debatir sobre cualquier tema. Oigo cómo discute con el alcalde. Aquí, dice, la tierra es mala; el socialismo tardará en instalarse. El tractor aquí no sirve. Pues claro que sí, ¿por qué no iba a servir? Por supuesto que sirve. Pero ałuksza no le importa tanto el tractor como el Nitrox. Hay una plaga del escarabajo de la patata. Dicho escarabajo es un insecto político[4]. Eso sí, en cuanto se le dé un poco de Nitrox, se encogerá todo y no se moverá nunca más. Lo malo es que no hay suficiente; los campesinos luchan por él a brazo partido. Y no paran de surgir nuevas riñas, pues no todos los Nitrox son iguales. Uno tiene más cantidad de metoxicloro, otro de lindano y un tercero de HCN. Estos nombres no me dicen nada; tan solo me limito a escuchar cómo los pronuncian.

En medio de semejantes maneras de filosofar se ha acabado el día. Por la noche, Janiel ha vuelto del trabajo. Michał Janiel, obrero del ferrocarril y labrador. Tiene dos hectáreas de tierra ácida. Cuatro hijos. Janiel trabaja en las vías. Con un zapapico hace saltar piedras para que las traviesas estén bien firmes, pues el ferrocarril tiene que deslizarse por unos raíles bien lisos. Con esta especialidad, Janiel a veces va a Varsovia en comisión de servicio. He aquí el porqué: porque los obreros capitalinos no aceptan semejante trabajo por tan poco dinero. Así que la dirección traslada de un lado a otro, a veces a lugares alejados doscientos o más kilómetros, a obreros como Janiel: él no se negará. ¿Que cuánto gana? Ochocientos sesenta y siete zlotys, contesta. Lo hace concienzudamente, para que quede claro que, además de esos ochocientos zlotys, hay también sesenta y que ahí no acaba la cosa, pues todavía hay siete más. Sin embargo, aunque da cuenta de hasta el último céntimo para conferirle un aspecto decente, el salario se antoja de lo más magro. De modo que Janiel no para de calcular. Siempre es así: a menor cantidad de dinero, mayor necesidad de contarlo. La cabeza de Janiel está llena de pensamientos en torno a las monedas. Tantas para esto, tantas para aquello. Con él no se puede hablar de grandes asuntos. Janiel no sabe que el mundo es absurdo. Hegel, que era un pensador idealista y cuya filosofía estaba construida patas arriba, lo llamaría un chapuza. Pero Marx sí que comprendería a Janiel. Marx se había pasado mucho tiempo calculando y exhortaba a los obreros a estudiar matemáticas: Janiel,Łuksza, el alcalde Lasota, el Bigotudo y el Desdentado, todos cuentan monedas. La aldea bulle de cuentas, cálculos e ideas. Con la de prados que tenemos por aquí, si las aguas pantanosas fueran a parar al Narew, podríamos criar mil vacas. Alimentaríamos a todo el país.

El campesino dice «aldea», pero también dice «país». Cisówka ha logrado salir del pantano, de aquella silvestre ciénaga. La carretera más próxima estaba a veinticinco kilómetros; el ferrocarril, a veinte. Eso era antes, pero ahora ya no es así. Hace tiempo, había allí una vía de tren, cortada por un extremo, pero el otro llegaba hasta la ciudad de Hajnówka. Aquella vía no había funcionado nunca. Unos campesinos caminaban por la vía y la policía les puso una multa. Les sentó como un tiro: tener que ir a pie ¡y encima pagar! Empezaron a bombardear a las autoridades; mandaron una delegación al Ministerio de Transportes. Este respondió lo siguiente: Llevaremos hasta allí el ferrocarril si construís una estación. Los campesinos uncieron los caballos, trajeron tierra y levantaron un apeadero. La inauguración se celebró en diciembre de 1956. Hay pocos apeaderos como aquel. A un palmo de la vía empieza un frondoso bosque. En lo alto del terraplén, en medio del apeadero, aparece clavado un poste de madera y en él, una lámpara de aceite.

La gente acude al lugar y se sienta en el bosque para esperar el tren. Las mujeres charlan, los hombres fuman. Todavía no les ha dado tiempo de dirimir todas las cuestiones cuando entra la plateada flecha. Los cisowianos viajan con los mejores trenes, pues están equipados con los modernos lux torpedo diésel. El bólido se detiene, la gente, desperdigada por el bosque, se avisa, todo el mundo se sube, también yo, y el bólido arranca. El vagón es espacioso, cómodo. Enfrente de mí van dos mujeres que están de palique. Una lleva ocho cestas vacías que hasta hace poco contenían fruta para vender. Con lo cansado que debe de ser, señora —le dice la vecina—, se está usted dejando la salud. ¿Qué quiere que haga, señora mía, si no tengo otro remedio? Mi marido gana mil doscientos zlotys y tengo tres hijos estudiando en Varsovia. Uno en la Universidad Politécnica; otro, Derecho, y el tercero, Económicas. Ya sabe, por los hijos, mientras haya salud, una lo hará todo. Sí, sí, mi querida señora. En efecto. Ya lo ve, mire.

Así que también yo me pongo a mirar. El bólido corre, las mujeres parlotean, una gallina fisgonea con su vista mantecosa desde una cesta. ¡Y qué bosque! ¡Magnífico! Verde sombra, olor húmedo. ¿Dónde estás, árbol grande y orgulloso? Árbol de mil ramas. Corre el tren, chacachaca, de lejos viene, chacachaca, el sol baila el chachachá.

La vida es maravillosa.