EL GRAN LANZAMIENTO
Siempre es el primero. Ese, el del jersey gris, es el primero y por eso tiene que esperar. Se sienta bajo un árbol, apoya en las rodillas su aburrido rostro y mastica perezosamente una brizna de hierba. El estadio —el inmóvil rectángulo del césped enmarcado en el óvalo de la pista— está vacío. Así que el aficionado no hace sino esperar.
Ni siquiera se anima cuando aparece Pia˛tkowski. Ahora el aficionado observa el rito del entrenamiento. Ve cómo la silueta del deportista se tensa un momento antes del lanzamiento y cómo el disco, liberado de la mano, emprende su plano y fulminante vuelo para caer sobre la tierra y esconderse entre la hierba. El impulso de la mano y el vuelo y la caída del disco se van a repetir durante una hora, invariable, monótonamente. El hombre del jersey permanece inmóvil y con el gesto torcido, pero sus ojos no pierden detalle.
—Podríamos irnos ya, siempre es lo mismo —le digo.
—No, no, esperemos. Enseguida hará un gran lanzamiento.
Así que me quedo, es decir, nos quedamos, nosotros dos y unos cuantos aficionados más que se han presentado mientras tanto, todos para ver ese lanzamiento que será verdaderamente grande, a sesenta metros. Lo esperamos porque siempre esperamos ese algo que suponemos será grande, extraordinario y maravilloso, algo que nos proporcionará una inmensa alegría y nos llenará de orgullo al tiempo que nos reafirmará en nuestro convencimiento de que la vida es algo más que abrir y cerrar el escritorio a la misma hora, ligues de tres al cuarto, adular al jefe, pequeñas trampas, abrazos sin amor, parones industriales por falta de cooperación entre empresas, canciones de Rinaldo Baliński y vodka derramado sobre la mesa.
Sin embargo, en el estadio pasan cosas de lo más corrientes, el trabajoso esfuerzo de un atleta, un calentamiento gris, en tono menor, una cotidianidad que nos hace enfadar y nos tortura, pero a la que no nos sabemos oponer. El aficionado del jersey empieza a impacientarse: el disco dibuja un arco corto, demasiado corto. ¿Cuándo se producirá ese gran lanzamiento, esos sesenta metros?
A quien miramos es a Pia˛tkowski. Está tranquilo. Magníficamente fornido, este hombretón lanza como quien no quiere la cosa y después, a paso bien lento, como si se tratase de un paseo, va a buscar el disco, lo encuentra y vuelve a lanzarlo, sin esfuerzo, sin esa tensión que nos parece imprescindible para que estalle un gran lanzamiento. A un lado, alguien dice que son ejercicios de depuración, que no lanza a distancia sino que perfecciona la técnica. Cuando se ha batido el récord del mundo, hay que cuidar esas cosas. Pero el del jersey espera, y seguro que acabará viéndolo, el lanzamiento; al fin y al cabo, para Pia˛tkowski es pan comido.
Pero no, nada de eso. El disco ya no vuela, sino que yace inerte sobre la pista. El campeón se viste y, a paso torpe y algo encorvado, se va; el rito se ha terminado. Solo se queda el entrenador, que ha estado allí todo el tiempo, pero nadie lo había notado. Ahora lo rodean los presentes. También nos acercamos nosotros. Oímos cómo el entrenador dice que los dos últimos lanzamientos eran precisamente los de sesenta metros. ¡Así que los ha habido! ¡Y nosotros estábamos distraídos! El aficionado del jersey se siente defraudado, sospecha un timo, ¿cómo?, ¿también aquí las dan con queso? No, aquellos dos últimos lanzamientos eran de total garantía, seguro que han sido un nuevo récord del mundo, lástima que batido en un entrenamiento, con lo cual no es oficial. El aficionado se siente consolado, pero solo un poco, pues él lo ha visto todo y sin embargo no lo ha visto, puede decir que sí, pero para sus adentros sabe que no. Se dirige hacia la salida, parece que con cierta insatisfacción, cabizbajo, callado y solo.
Me da pena el hombre del jersey. No lo conozco, pero hemos coincidido varias veces en este estadio e intercambiado algunas frases. Sé lo que le trae aquí. No viene para admirar a Pia˛tkowski. Si hay algo que quiere ver es a él mismo, a ese deportista que no ha llegado a ser. Y nunca será, porque el aficionado es uno de esos que en algún momento han perdido su oportunidad. No porque un día hubiera emprendido algo y ese algo no le haya salido, sino porque nunca se ha embarcado en nada. Y eso es lo peor, porque deja para siempre la huella del resentimiento. Y no hay manera de librarse de ella. Al ser humano se le abren muchas posibilidades en la vida, pero la verdadera oportunidad se presenta una sola vez. Puede ocurrir que se presente y, sin embargo, echarla a perder. Pero también puede ser —y ahí está el problema— que se nos pase. Igual que ese gran lanzamiento: lo hubo, pero nosotros no lo hemos visto.
El aficionado habla de su ocupación con palabras envueltas en una gran nebulosa. Quizá sea cobrador, o auxiliar administrativo, o contable; quién sabe. A lo mejor no hace nada. Sin embargo, parece que desempeña uno de esos mil trabajos de los que no hay manera de sacar ningún amago de satisfacción. Aunque ya resignado a esa existencia anónima, cuando tiene el ánimo por los suelos, no para de buscar aquel momento en el que se había equivocado. ¿Se trata realmente de un error o del hecho de que ni tan siquiera hubo tal error, porque no sucedió nada? ¿No sucedió? ¿Por qué? ¿En qué día debió ocurrir aquello que nunca ocurrió?
Pia˛tkowski, en cambio, sí tuvo ese día. Vivía en Konstantynów, un pueblo cerca dełódź del que no hay nada que decir. Allí fue a la escuela. Tenía quince años y era un muchacho menudo y esbelto. Un compañero de clase le dio un disco y él empezó a lanzarlo. Y no ha dejado de hacerlo hasta hoy, durante ocho años. Mientras tanto ha acabado el bachillerato, hecho el servicio militar y ahora es estudiante universitario; cursa una carrera de economía. Pero estos son datos de mil biografías: la escuela, el trabajo…, cuando en este caso se trata de una vida moldeada por una pasión devoradora, absorbente, total.
Muchas veces me he preguntado si nunca lo habían atraído otras tentaciones, si no lo habían atrapado otras pasiones, si no habría querido cambiar de ocupación, y si, finalmente, no le aburría ese trozo de metal y madera moldeado como una esfera aplanada. ¡Pero no! Aquel quinceañero, allí, en Konstantynów, se dijo: «Es precisamente lo que tengo que hacer. Y a partir de ahora lo haré siempre». Y ha permanecido fiel a su propia promesa. «No me gusta dispersarme —me dice Pia˛tkowski—. No tiene sentido saltar de una cosa a otra. A mi entender, de entre mil posibilidades hay que elegir una, aferrarse a ella y hacer todo lo posible, entregarse por entero, para lograr un resultado. Porque si no, uno después se reprocha a sí mismo que no ha hecho lo que había querido hacer».
Sus éxitos, que se repiten año tras año, le causan cierta incomodidad, se mueve torpemente en un ambiente de ovaciones y aclamaciones, el aplauso le provoca impaciencia, incluso suspicacia. «Siempre le admiran a uno cuando va ascendiendo. Cuando comienza la caída, los aplausos se apagan y todos los ojos miran a otro lado. Se produce el vacío».
Sin embargo, está demasiado absorto por su pasión como para analizar las leyes de las reacciones humanas. «Me ha ido muy bien en todo este tiempo. He ido progresando de año en año. ¿Que cuál es el estímulo? Tal vez no solo la perspectiva de batir un récord, sino también la curiosidad: ¿Cuánto más se puede llegar a hacer? ¿Qué más puede uno sacar de sí mismo? ¿Dónde está ese último límite al que se puede llegar? El viaje se vuelve cada vez más difícil, pero ¡cuán apasionante resulta vencerse a uno mismo! El que puede ser vence al que es. He aquí cómo es esta lucha».
No lleva ninguna estadística, más aún, no se acuerda con exactitud del día en que estableció el récord mundial. «Ni siquiera conozco todas mis marcas. Lo que ha pasado, lo que he hecho, ya no me interesa. Me interesa lo que hay ahora y todavía más, lo que habrá en lo sucesivo. Qué más se puede hacer. Ese resultado que todavía no existe, pero que aún es posible alcanzar. Eso es lo importante».
El hombre enzarzado en la lucha contra la materia, batiéndose en duelo consigo mismo: ¿todavía queda sitio y tiempo para algo más? Los largos años de solitarios entrenamientos, la participación en un sinnúmero de competiciones y su propia obstinación han forjado en él un instinto de lucha. De natural es un hombre lento, incluso da la impresión de un poco dormido, se mueve y habla despacio, sin acalorarse. No frecuenta los cafés, no toma la palabra en las reuniones: la compañía de la gente le turba. Pero ¡que le pongan por delante un estadio! En cuanto se coloca en el fondo de ese bullicioso e incandescente platillo, se anima en un santiamén y vuelve a renacer en él el hombre apasionado. Sus adversarios no lo ponen nervioso, ni tampoco las marcas que alcanzan. No le importan en absoluto porque lo único que le preocupa es su propia marca. Así que, concentrado, piensa tan solo en lo que debe hacer y en el aún invisible límite al que se puede llegar. «Dicen de mí que soy muy tranquilo, pero la verdad es que al día siguiente de cualquier competición todo me sale al revés, ando como un zombi, no me encuentro bien en ningún sitio».
La carrera no lo ciega: «Hay que resignarse al hecho de que uno empezará a lanzar cada vez peor». No sabe lo que es ser presa del pánico. Consciente del límite que ya no se podrá cruzar, seguirá haciendo lo de siempre: colocarse en medio del círculo, tomar impulso y, con toda la fuerza, lanzar el disco imprimiéndole un vuelo rápido y plano.
Pero no puedo dejar de pensar en el aficionado del jersey. En él y en hombres de su misma edad a los que encuentro en todas partes. En cómo, apostados por las esquinas, buscan gresca con sus apagados ojos hasta que, furiosos por falta de voluntarios, arman jaleo ellos mismos. En cómo, sentados ante un vaso de té flojo y ya frío, mantienen, disgustados, un diálogo estéril.
—No hay nada que hacer.
—Nada. Venid, vamos a insultar al personal.
Pero esos insultos son igual de estériles. No engendrarán ningún gran lanzamiento. Los jóvenes se compran un periódico. En él leen sobre los éxitos de Pia˛tkowski y comentan: «¡Jobar, este sí que tiene suerte!». Menean la cabeza y clavan la vista en el techo. «Ellos no saben —dice Pia˛tkowski—, no comprenden cuánto trabajo, cuánto esfuerzo me ha costado. No ha habido lugar para nada más». Él también tiene veintitrés años. La última vez que fui a verlo, estaba empollando matemáticas.
Hay una edad en la que la persona desea ardientemente ser algo. Y ese deseo es más importante que cualquier otra cosa. Entonces busca desesperadamente un ejemplo. Pero ¿quién puede servir de ejemplo? ¿Pia˛tkowski o Tommy Steel? ¿No sería suficiente con trampear un poco, introducirse en ciertos ambientes y asunto concluido? ¿Para qué romperse la crisma? Una canción, una cara bonita, unas reverencias ante personas bien elegidas, ¿no bastará con esto? El gran lanzamiento: ¿no se nos pasará? Hace poco vi en una calle de Szczecin un equipo de filmación. Cámaras, focos, espejos: rodaban una escena de cine. A su alrededor se apiñaba una auténtica muchedumbre de jóvenes, chicas y chicos. Todos esperaban impacientes, con una sola idea: a lo mejor se fijan en mí, me descubren y me contratan. ¡Cualquiera se negaría! Pero no, nadie parecía dispuesto a descubrirlos ni a contratarlos. El equipo seguía filmando y alrededor de él no había sino un tiempo desapacible, húmedos bancos y ni siquiera alguien a quien calentarle los morros.
¿Y qué? ¿Se nos ha vuelto a pasar el gran lanzamiento?
—Así no se llegará a nada —se ríe Pia˛tkowski cuando se lo cuento.