CON LOS ÁRBOLES EN CONTRA

En un principio no nos gustó nada, pero luego nos acostumbramos. Más tarde, cuando ya nos habíamos secado con la manga el caliente sudor una y otra vez, cuando lustrábamos nuestras botas de tal manera que el sol se apagara de envidia, cuando excavábamos trincheras a palada limpia, un, dos, tres, cuando ya habíamos vivido estas y otras cosas, cuando ya habíamos superado todo este alocado entrenamiento, toda esta tormentosa metamorfosis que, uno tras otro, convierte a un civil en un militar, ¡nos sentíamos exultantes! Pese a ello, el teniente no estaba satisfecho con nosotros. «Vaya un ejército —se quejaba ante una fila erguida en posición de firmes—, con un ejército así no llegaríamos lejos». Sin embargo, nunca nos confesó dónde hubiera querido llegar con nosotros. De todos modos, sabíamos que su discurso era pura retórica: no había dónde ir.

Estábamos rodeados de bosque. El territorio era vastísimo, infinito, inconmensurable. Debía de terminar en algún sitio, en alguna parte debía de tener un límite, pero nosotros nunca habíamos llegado más allá de los árboles. Únicamente veíamos el bosque en cuyo territorio vivíamos, metidos en unos cuarteles de ladrillo, en el ala derecha, al final de la galería. No nos gustaban los árboles, no nos gustaban su olor, sus rapaces ramas y sus traicioneras raíces, aunque lo que más nos desagradaba era su burocrática indiferencia, su pétrea permanencia y su hiriente holgazanería, cuando nosotros —con una vida mucho más corta— teníamos que perder el tiempo en marchas hacia una línea del frente, en limpiar las armas y cantar canciones populares. Siempre tuvimos los árboles en contra. Tapaban el sol y nos arrojaban nieve a la nuca. Nos despistaban para permitir que nuestros adversarios preparasen sus emboscadas en nuestro camino. Por la noche, aporreaban los cristales de las ventanas con tal fuerza que teníamos pesadillas. Los maldecíamos. Nos tenían encerrados en su laberinto ocultándonos la vista de la frontera tras la cual se hallaba aquel otro mundo.

Compartíamos la misma opinión sobre el paraje en el que nos había tocado hacer el servicio militar. Las órdenes, los actos cotidianos, la vestimenta e incluso la comida hacían que todos nos pareciésemos. Conscientes de las condiciones imperantes en aquel lugar, sabíamos que su uniformidad no solo atañía a la indumentaria sino también a los gestos y a las palabras, quizá también a los pensamientos. El hombre no se pone uniforme cuando es un niño sino cuando ya lleva a sus espaldas unos cuantos años de vida en los que ha aprendido cosas buenas y malas, sabias y estúpidas. Cada uno ha aprendido cosas diferentes y, también, en grado diferente. De paso, ha adquirido un sinfín de hábitos, costumbres, maneras… Todo ello conforma su personalidad, positiva o negativa, destacada o mediocre. El ser humano tiene en muy alta estima su individualidad, le gusta saberse diferente a los demás. Y, sobre todo, le gustan sus costumbres. Trasladado a un cuartel, se ve obligado a abandonarlas. Es comprensible que lo haga a regañadientes, pues esa impuesta disminución del yo es un proceso drástico y doloroso.

Ya habíamos pasado por él y descubríamos rasgos en nosotros mismos que deberían alegrar al teniente. «¡A qué viene eso de acostarte ya —le decía uno a otro— cuando todavía no has limpiado tu fusil!». Estábamos hechos unos auténticos soldados.

Sin embargo, nuestra comunidad de pensamientos, reflejos y estado de ánimo se evaporaba en el límite del mundo del bosque. Cuando la imaginación se escapaba más allá de él, cada uno de nosotros se convertía en un ser distinto y —temo pronunciar estas palabras— éramos unos extraños los unos para los otros. Aquel mundo exterior que nos había formado y que iba a recibirnos de nuevo se nos antojaba —en contraste con la rutina militar— como un planeta de una extraordinaria riqueza de paisajes, colores, olores y sonidos. Allí estaba aquella vida que cada uno de nosotros se representaba a su manera: la alegría y la tristeza, la lluvia y el sol, el tranvía, el spútnik, los primeros narcisos de las nieves, un estudio de Chopin, una mujer en la cama, la película El salario del miedo, el Utrillo del período blanco, un cuarto de litro de vodka bebido de un solo trago, un paseo con el niño, la de trigo que me crecerá para el verano, los pechos de Gina Lollobrigida, o de Hanka, o de Krysia, o de Stefa, separaciones y reconciliaciones, Berlín, los planes de Nasser, una lavadora, una discusión con el director, un par de zapatos del todo decentes por trescientos cuarenta zlotys, los celos, el diploma de ingeniero, la muerte de un tío, una bañera llena de agua caliente, una paga extra el día de la Fiesta Minera, una jarra de cerveza, de nuevo eres mía, el Diccionario de extranjerismos (segunda edición), una persona caminando por la calle…

Aquel mundo nos atraía o indignaba, pero todo en él era tangible, todo tenía esa cualidad propia con la que podíamos interrelacionarnos creando nuevos valores o cambiando el carácter de los existentes. Allí, sometido a la sempiterna ley de la actividad y del movimiento, todo latía y cambiaba de sitio. Allí había toda esa luz que tanto echábamos de menos, condenados como estábamos a la tenebrosa opacidad del bosque. Y, también, muchos deseos satisfechos y por satisfacer, muchas tentaciones y decepciones, en definitiva, todo lo que, sumado, componía la vida, esa vida que, queriendo o sin querer, nos había sido dada.

Huyendo juntos hacia aquel mundo, ya sabíamos hasta qué punto nos iba a diferenciar. Por un reflejo nos mirábamos unos a otros pensando: este volverá a ser campesino, y aquel, ingeniero; ese será jefe, y el de más allá, bedel. ¿Cuándo nos íbamos a encontrar de nuevo? ¿En qué circunstancias?

Éramos amigos. Habíamos firmado una alianza en una escuela difícil. Combatíamos el mal que anidaba en nuestro interior, operación que a veces producía un punzante dolor. No se podía vivir fuera del colectivo, pero para poder entrar en él, era necesario aportar algún valor, algo que enriqueciera a los otros, algo que les resultase útil. El mundo de más allá de los árboles no cesaba de ejercer su atracción, pero a nosotros nos había tocado existir entre los troncos y bajo la verde cúpula de las ramas, así que teníamos que hacer aquella existencia lo más llevadera posible.

Irritados, a veces mostrábamos nuestro descontento. Una tarde alguien dijo: «Antes éramos libres. Uno podía ir a donde y como quisiera. Después del trabajo, el tiempo le pertenecía. En todo el mundo es igual: el tiempo pertenece a la gente. Cada cual puede elegir lo que quiere hacer con él». «No todos —protestó alguien—. Los soldados no pueden hacerlo. En ninguna parte». Se había hecho de noche y el bosque, hostigado por un fuerte viento, no podía portarse peor. Empezamos a pensar en otros soldados, en los soldados rasos de todos los ejércitos del mundo. En nuestro Bożym, que en aquella noche endemoniada estaba de guardia; en el Vania que en aquel momento sacaba brillo a su metralleta en Chukotka; en los soldados de Fidel Castro, que sin duda bebían hasta emborracharse, pues no en vano habían sudado tanto. Pensamos en los fusileros hindúes haciendo cola ante la olla del rancho y en el recluta ghanés que restregaba su barriga por la ciénaga tras oír la voz de mando: «¡Cuerpo a tierra!».

Somos nosotros, los soldados rasos de todo el mundo, los que nos levantamos a la misma hora, hacemos gimnasia en todos los grados de la latitud geográfica, disparamos sobre maniquíes ya acertando, ya fallando, emprendemos largas marchas sin saber adónde ni para qué, hacemos las camas que es un primor, limpiamos las letrinas, echamos de menos el permiso, respondemos «Sí, señor» y rendimos honores de acuerdo con las instrucciones contenidas en los reglamentos impresos en las más diversas lenguas.

Entendemos la paradoja en la que vivimos inmersos: empuñamos un arma cuando la gente sueña con un mundo sin un solo fusil. También sabemos que formamos bajo banderas diferentes, que nos separan fronteras y sistemas políticos y que, precisamente por eso, no puede haber hermandad entre nosotros aunque compartamos una misma existencia de cuartel, la misma obligación de obedecer, el mismo deber que impone el uniforme.

Todas las mañanas íbamos al campo de ejercicios. Se encontraba en un vasto claro del bosque, horadado hasta lo indecible por las hornadas anteriores que allí aprendían el arte de zapador. También nosotros trabajamos concienzudamente para ponerlo patas arriba. Como la tierra, apelmazada, se resistía, teníamos que clavar en ella los aguijones de nuestros zapapicos. Nos costó mucho trabajo excavar la línea de la trinchera. Pero antes de que esto sucediese tuvimos que elegir nuestra posición.

El soldado que había recibido la orden de hacerlo salió de la fila y espetó sin pensárselo dos veces:

—Nuestra línea de defensa irá desde este arbusto hasta aquel tronco.

Creyendo que era el lugar más cómodo para presentar batalla, nos gustó su elección. Sin embargo, el teniente estaba escandalizado.

—Ni hablar —dijo—, es lo peor que se puede hacer. Tened en cuenta que hay que salvar esa distancia a fuerza de arrastrar el ombligo, metro a metro. Imposible ponerse en pie, el enemigo no para de disparar, estallan los proyectiles, caen fulminados los hombres, ¡imagináoslo! —nos instó.

Pero precisamente esto no nos cabía en la cabeza. Ni entonces, ni más tarde. No lográbamos imaginarnos la guerra. A nuestro alrededor susurraba el bosque, el viento zarandeaba el blanco plumón de la nieve y en el fondo del campo, que estaba en silencio, solo crujían nuestras botas. Nuestra imaginación era incapaz de dibujar una imagen de terror y de lucha encarnizada. Por más que nos esforzábamos, no conseguíamos evocar ninguna visión, ni tan solo difuminada, de matanzas, de huesos atravesados por bayonetas, de cuerpos humanos despedazados en charcos de pegajosa sangre. Solo veíamos los árboles, el claro del bosque y la nieve. Nada más.

¿Era por holgazanería del pensamiento? ¿Por una particular especie de pasividad, cansancio y torpor? Estoy buscando una explicación porque a mí mismo me intriga. Tal vez en aquel momento surgió en nuestro interior una protesta espontánea contra el intento de colocar en aquel paisaje un panorama de guerra. Una resistencia biológica a vernos a nosotros mismos —aunque solo fuese con los ojos de la imaginación— con la tapa de los sesos levantada y las piernas arrancadas. Aunque creo que aquella falta de imaginación militar tenía su origen en que no creíamos que se pudiese producir la situación que el teniente se empeñaba en presentar. En el fondo lo tachábamos de ingenuo. A nuestro entender —convicción sacada de la lectura de políticos y científicos—, en el caso de un conflicto, el mundo estaba abocado a la aniquilación. Una aniquilación total, cósmica. Tampoco esto éramos capaces de imaginárnoslo, y, faltos de un conocimiento exacto, nos perdíamos en interminables elucubraciones de lo más aleatorias. La única conclusión a la que conseguimos llegar en aquellas discusiones era que nos esperaba una muerte extrañísima, una muerte como de laboratorio. Que se produciría un proceso químico, instantáneo y aniquilador, algo así como un invisible soplo que cambiase la composición del aire y que nosotros nos fundiríamos o nos evaporaríamos. ¿De qué nos servirían las trincheras, las alambradas, el camuflaje de nuestras posiciones de tiro?

¿Acaso tendría entonces importancia si habíamos sacado a nuestras botas el debido brillo? ¿Que tuviéramos en las cartucheras la cantidad de munición reglamentaria? ¿Acaso iba a quedarnos tiempo suficiente como para comprobar todo esto? He aquí las preguntas que nos corroían. Conocíamos la advertencia lanzada al mundo por científicos y políticos: ¡Que nadie se haga ilusiones! La guerra de nuevo cuño no se podría reducir a una lucha de bayonetas. Su estilo y su técnica no tenían parangón en la historia. El hecho de que ambos bloques poseyeran armamento de exterminio masivo ponía en tela de juicio la posibilidad de echar mano de la experiencia adquirida en la Segunda Guerra Mundial o en cualquier otra guerra que la historia conociera. Tales afirmaciones aparecían estampadas en docenas de libros firmados por los más preclaros especialistas cuya autoridad no discutía nadie. ¿Dónde estaba la verdad? ¿Y si los especialistas se equivocaban y era el teniente quien tenía razón? A lo mejor la tenían aquellos y este. Ardíamos en deseos de saberlo. Pero no era el momento de hacer preguntas. Cavábamos la trinchera preguntándonos sin querer si nos iba a salvar el pellejo.

Hoy, la de la guerra es la técnica más desarrollada del mundo. Todo gran descubrimiento científico enseguida se ve cubierto por una gorra militar que lo protege como una burbuja. La humanidad, que ha tomado conciencia del peligro, se defiende de la aniquilación. Uno de nosotros contó una anécdota de su pueblo: Había en él una pequeña fábrica textil que empleaba a muchachas de las aldeas vecinas. Los días de la intervención estadounidense en el Líbano, todas habían abandonado el trabajo para irse a casa. Se repitió otro tanto durante el conflicto taiwanés. Las muchachas ni tan siquiera eran capaces de señalar el Líbano en el mapa. No sabían si estaba lejos o cerca, ni en qué continente. Sin embargo, cuando en un punto de la tierra se produce un grave enfrentamiento, estemos donde estemos, a nuestras fosas nasales llega el olor a pólvora. Los expertos en el arte de la guerra han alargado el alcance del proyectil y los cohetes pueden dar la vuelta al ecuador en un tiempo diabólicamente corto.

En este nuevo mundo, un mundo de amenaza total, de mil bombas atómicas, de artillería antiaérea electrónica y de misiles teledirigidos, nosotros, los soldados rasos armados con un fusil y una pala, queríamos conocer nuestro sitio.

De momento, cavábamos una zanja. Muy pronto, sin embargo, y un poco en contra de nuestro deber, volveríamos a nuestras reflexiones habituales. Sobre la paz, no sobre la guerra.

A veces, el teniente nos hacía caminar por el bosque durante horas. Adrede nos conducía por unas pistas imposibles para que nosotros, pertrechados con mapas, señalásemos la posición en que nos ordenaba detenernos. A esto se le llamaba «determinar nuestra posición». Nuestro lugar en la tierra. Era un ejercicio bastante fácil; disponíamos de unos mapas muy exactos y, además, ya le habíamos cogido el tranquillo. Durante uno de aquellos ejercicios, mi compañero de fila en la instrucción, Grzywacz, me dijo:

—Mira qué fácil: trazo tres líneas y el punto donde se cruzan arroja el resultado buscado: estoy aquí. En este rincón del globo terrestre se encuentra ahora el soldado raso Kazimierz Grzywacz. Ha encontrado su lugar en el mundo. ¡Dios mío, si se pudiera hacer lo mismo en la vida! Si fuera igual de fácil encontrar en la vida el sitio de uno…

Con semejantes suspiros desvelaba su secreto. Al ejército se había presentado voluntario. «Allí me enderezarán», se prometía. Lo necesitaba. Vivía en Szymborz, una pequeña ciudad de Silesia. Una vez terminada la primaria, cursó algunas asignaturas en un instituto técnico, pero tuvo que interrumpir los estudios para ponerse a trabajar a fin de ayudar a su madre. Había empezado picando piedras en una cantera, pero esta no tardó en ser clausurada. Se empleó en una pequeña fábrica de cerillas, pero cayó mal al capataz y fue despedido. Intentó apañárselas en Wrocław, pero las cosas no le salieron bien. De modo que su grzywacziana vida había corrido por una órbita tortuosa, coja. Nada de su anhelada estable normalidad. La gente subía peldaños en su carrera hacia lo alto o se quedaba abajo, en su pequeño pero estable terruño, mientras que él, sencillamente, no tenía un lugar bajo el sol. No era ningún gamberro ni tampoco un amante de la vagancia. Era solo que había nacido con mal pie, que tenía el cenizo. En un determinado momento su rueda se había salido de la vía y desde entonces no lograba volver a encarrilarla.

Grzywacz se siente bien en el ejército: alguien piensa en él, le proporciona una ocupación y cuida de su estómago. Pero, sobre todo, porque su antes indefinida existencia ha adquirido una forma y él ha dejado de preocuparse. Se ha sacudido la sensación de inseguridad que lo había llenado por completo y ahuyentado de él toda alegría de vivir.

La suya es una naturaleza de ejecutor que no para hasta encontrar a un jefe. No sabe elegir, arriesgarse, tomar decisiones. De ahí que siempre busque a alguien que lo haga por él. Una vez lo encuentra, le presta toda la obediencia, se le entrega por entero, perruna, ciega e ilimitadamente. Al oír una orden, se lanza a cumplirla como movido por un resorte, sin pensárselo ni un segundo. Ni por un momento, sin embargo, puede faltarle ese impulsor exterior. Cuando no lo tiene, pierde el equilibrio y se siente abatido.

A causa de estos rasgos de su carácter, Grzywacz era una continua fuente de conflictos que a veces sacudían al pelotón. Y es que los integrantes del mismo habían conservado grandes dosis del escepticismo traído de su vida de paisano, cierto comedimiento y hasta cierta reserva: Haz lo que tengas que hacer pero ¡no el doble de la cuota! Cumplir órdenes no iba acompañado de esa tensión interior que empuja al ser humano a actuar con el máximo celo. Destacar in plus estaba considerado por algunos una inequívoca señal de adulación y destacar in minus una imperdonable torpeza vital. Lo que había que hacer —según aquellos filósofos— era conservar el imprescindible sentido de la proporción, intentar que el rostro pasara desapercibido, aprovecharse de ese anonimato que daban el uniforme y la gorra tan profundamente calada que tapaba los ojos.

Grzywacz no conseguía dominarse. Cuando avanzábamos en formación dispersa, se lanzaba hacia delante y todos los demás, maldiciendo, tenían que apretar el paso, jadeantes y cansados. Los trabajos de limpieza los hacía tan rápida y pulcramente que nuestros esfuerzos presentaban unos resultados irrisorios cuando no escandalosos. Los filósofos reñían al diligente: «¡Para de una vez!», le exhortaban dándose golpecitos en la frente con el dedo índice. No eran tolerantes. Se resistían a entender que Grzywacz por fin había encontrado su vocación, que estaba en su elemento. Que, revivido y con confianza en sí mismo, por fin pisaba tierra firme. Los filósofos tenían el hígado enfermo, y cualquier manifestación de alegría de vivir —tan bella y atractiva— les causaba disgusto. Insistían en que Grzywacz tomase ejemplo del modélico Hryńcia.

Henos aquí en lo alto de una colina, calculando su ángulo de inclinación respecto al nivel del suelo. Para ello existe una fórmula matemática gracias a la cual todo el problema se puede solucionar en medio minuto. El teniente nos ha dado tres, así que todos hemos acabado antes del tiempo, excepto Hryńcia, quien no ha logrado más que firmar la hoja. En el blanco lugar donde debía aparecer la solución, el teniente ha estampado un suspenso.

—¿De dónde sale usted, Hryńcia? —le pregunta.

—De la selva, señor teniente.

Todos estallan en risotadas e intercambian guiños de complicidad. Pero es cierto: Hryńcia es de Białowieża. En una aldea perdida en la vastedad de los confines nororientales del país, se dedica a cultivar un pedazo de tierra y a fabricar aguardiente casero ilegal. Siempre nos invita a probarlo, para lo cual hay que ir hasta su casa porque, en opinión de Hryńcia, el aguardiente recién hecho es el que mejor sabe. Hace un tiempo, le estalló el barril de la masa en pleno proceso de fermentación, dos lobos se zamparon aquel mucílago asesino y reventaron en el acto. El Estado le pagó por ellos dos mil zlotys. De modo que también así logra algunos ingresos extra. Hryńcia es más listo que el hambre, pero no a la manera varsoviana sino a la campesina. Por eso, su sagacidad es silenciosa, subcutánea, sin aspavientos, sin pose. Todo su esfuerzo está encaminado a escabullirse del ejército para volver a su terruño.

—Allí, señor teniente, el heno está sin almacenar. Ahora que está helando es la mejor época para transportarlo. Como está en un prado cenagoso, cuando hace calor no hay manera de llegar hasta allí.

Todos esos ruegos, sin embargo, acaban en fiasco: el teniente no puede licenciar a nadie.

—¿Qué hago yo aquí? —le persuade Hryńcia—. Soy demasiado tonto para estas ciencias vuestras, un analfabeto. Antes de la guerra hice tres cursos, pero ¿se cree que me queda algo de lo que aprendí?

Así que Hryńcia no sabe nada de nada. Firmar, sí firma, pero leer un periódico ya es harina de otro costal. En las revisiones médicas finge que le fallan los oídos. «Cuando te dicen “toma”, oyes bien, pero cuando te dicen “dame”, te vuelves sordo», se ríe el médico. A Hryńcia no se le da el estudiar, pero lo más importante es que no quiere hacerlo. Cuando hay tiempo para hincar los codos y todos rebuscan en sus respectivos apuntes, él abre su cuaderno en una página en blanco y se limita a estar sentado. Dormita o se sume en sus pensamientos. «¿Por qué no estudias?», le preguntamos. «Demasiado difícil para mi cabeza», contesta. En la pizarra, finge ser un idiota acabado. «Dibuje el ángulo A», le dice el teniente. Hryńcia sigue plantado como una estaca. «¿Por qué no está dibujando?». «¿Qué sé yo qué es un ángulo?». Después de cierto tiempo se sale con la suya: nadie le importuna con preguntas. Ya se sabe: un campesino de la selva, analfabeto, ¿qué se le puede exigir?

Desde entonces vive como un rey. A mediados del siglo XX, un siglo que satura la vida con los inventos más sofisticados de la técnica, que ha elevado el rango del conocimiento, que es el siglo del spútnik, la televisión y la cibernética, al final sale ganando un Hryńcia que va a contracorriente. No quiere participar en la generalizada aspiración al progreso. Ni siquiera quiere saber de qué se trata. Se diría que cierra los ojos, que se tapa los oídos. Solo teme una cosa: la seducción que ejercen todas estas novedades. Si sucumbe a ellas, la vida en su aldea —sin electricidad, sin un tractor y con cinco niños apiñados en una sola estancia— empezará a molestarle hasta convertirse en insoportable. Más vale no contagiarse de lo urbano, pues Hryńcia quiere volver a su terruño, al arado y el aguardiente, y a ese heno que espera en un prado pantanoso y que ahora que hiela se podría transportar, que más tarde, cuando haga calor, no habrá manera de llegar hasta él y se pudrirá.

Personajes antitéticos donde los hubiera, Grzywacz y Hryńcia eran dos polos opuestos cuyos brazos encerraban al mediano resto de integrantes del pelotón. Entre ellos no faltaban matices. En el ejército, las posturas de la gente se definen enseguida. ¡Cuántas situaciones se crean para poner a prueba la valía de un hombre!

Cuando abandonamos los cuarteles, nos parecía que jamás volveríamos allí, ni siquiera con el pensamiento, y que el fin de nuestra amistad era irrevocable. ¡Pero no! Seguimos conservando nuestras direcciones, recordamos nuestros nombres y, a veces, distinguimos en la multitud nuestros rostros. Empezamos a hablar. Y en ese momento, imperceptiblemente, desaparecen la calle, los edificios y los transeúntes, y el ruido de la ciudad queda ensordecido por el susurro de los árboles. De nuevo no hay más que bosque, un bosque inconmensurable, sin fin, sin salida, un mundo verde, el refrescante olor a pino, la savia circulando en los troncos, las enmarañadas y traicioneras raíces, y en medio estamos nosotros, perdidos y callados, con nuestros respectivos fusiles al hombro.