NADIE SE IRÁ DE ALLÍ
No me gustaría vivir allí. En aquella casa hay una mesa cubierta por un mantel de cuadros. No me gustaría volver a sentarme ante aquella mesa. También hay flores artificiales de inquebrantables tallos de alambre. Tampoco me gustaría volver a ver aquellas flores. Detrás de la alacena se yergue un hacha. Me la pusieron en la mano para que comprobase si era pesada. Lo era. Con todo ese peso, el hacha en cuestión pendía sobre tres cabezas: la pequeña y canosa cabeza del padre; la de la madre, enmarcada por una lisa cabellera; y la del hijo, con el pelo cortado a cepillo. Si no descarga un hachazo sobre ellos, lo descargará sobre mí, dice el padre, quien quisiera meter entre rejas al hijo. La madre quisiera meter entre rejas al padre. Lo mejor sería que por fin nos ocurriese algo, dice el hijo. La vida sería diferente. La que llevamos es inaguantable.
… pues mire, en cuanto entro, enseguida se lanzan contra mí. Y no se andan con chiquitas. El peor es el hijo. Yo quería que en la vejez él me tocara música. Le compré un piano y también un acordeón. Pero él no piensa en la música, solo en el vodka. Yo pensaba así: me sentaré a descansar y él tocará. Pero lo único que me quiere tocar son las costillas. Y ella no hace otra cosa que soliviantarlo en mi contra. Le dice: Władzio, ¡dale para que se entere! Ya no lo aguanto más. Cuando me acuesto, nunca sé si me voy a levantar. Tengo que vigilar para no dormirme demasiado profundamente. Si me durmiera del todo, me liquidarían como dos y dos son cuatro.
… pero ¡qué cosas dice este hombre! Yo pesaba ochenta y siete kilos y ahora peso cincuenta y cuatro. Él me ha hecho esto, él, mi marido. Al principio, no hace sino caminar de un lado para otro: anda que te anda. Pero luego cualquier tontería lo hace temblar. Y enseguida se pone a gritar. Yo ya no tengo miedo a esos gritos, pero si coge algo en la mano, entonces sí que tengo miedo. Lo peor es cuando coge el hacha. Podría hacerme cualquier cosa. Y no es que tenga alguna queja, no, le basta con cualquier tontería. Los ojos ya se me han secado de tanto llorar y las manos me tiemblan, mire cómo me tiemblan. Y no hay salida. Solo mi pobre hijo se preocupa, mi hijo me quiere.
… no permitiré que le toque un pelo a madre. Perdóneme, señor, pero no y no. Cuando él se abalanza sobre madre, yo me abalanzo sobre él. Perdóneme, señor, pero es así como va todo. ¿Él dice que me gusta empinar el codo? No diré que no, a veces tengo que tomarme algunas copas. Soy músico y toco en las bodas. Y el músico, si no se toma unas copas, perdone usted pero no es ningún músico. De todos modos, con mi tuberculosis, no necesito mucho. Un par de copitas y ya estoy alegre. A veces basta con una. Usted perdone, pero incluso después de tomarme una cerveza estoy alegre. ¿Que cómo es que enfermé de tuberculosis? Pues porque padre me hacía dormir en la caseta del perro. Será por eso. Pero yo lo aguanto todo, la porquería que me llena los pulmones y el que no me deje estudiar, soy capaz de aguantarlo todo menos una cosa: no permitiré que a madre le toque un solo pelo.
… esta casa la conocemos de memoria. El viejo no para de presentarse en la comisaría para exigir que encerremos a los otros dos porque si no, lo matarán. Sin embargo, la verdad es que es él quien los puede matar a ellos. Les hemos dicho más de una vez que se calmaran, que la policía les ordenaba vivir en paz. Pero no hacen caso. ¿Que si hay muchos matrimonios así? Pues, sí, muchos. Sobre todo entre los más mayores. Siempre el mismo follón, el mismo infierno, no hacemos sino intervenir y separar, pues agarrarse, sí que se agarran, pero no les quedan fuerzas para desasirse. Hay muchos matrimonios así. Sobre todo entre los más jóvenes.
El policía de Piastów y yo nos ponemos a analizar este caso en un intento de explicarnos cómo es que pasa lo que pasa, pues el viejo es un buen obrero; en la fábrica lo elogian por su profesionalidad, exactitud y precisión; no bebe, no se escaquea del trabajo. Ella, a su vez, es una mujer de lo más apacible y un ama de casa de lo más eficiente: la casa reluce de lo limpia y pulida que está. El muchacho tampoco es mala persona: nadie ha tenido queja de él y, aunque joven, nunca se ha metido en líos. Es un chico desgraciado, está muy enfermo. Debería seguir un tratamiento en un sanatorio, pero cómo va a hacerlo si, para proteger a su madre, no puede abandonar la casa. Tampoco la abandonará la madre, dedicada a cuidar del hijo. Y el padre no se irá porque la casa es suya.
Todos ellos son buenas personas, queridas, apreciadas y respetadas en el pueblo, aunque, eso sí, por separado. Es que en cuanto se juntan, más vale santiguarse, pues enseguida empieza a oler a cadáver. Empieza él, insultando a su mujer. ¡Muerta de hambre!, le grita. ¿Muerta de hambre, yo?, y la mujer saca de una caja fotografías viejas y revuelve entre ellas con dedos temblorosos. Aquí lo tiene usted, este es mi padre. Sentado en un sillón de mimbre, se ve a un hombre mayor con bigote, metido en un buen traje y con el considerable bulto de una corbata. De manera que ¿puedo ser yo una muerta de hambre? O me dice: ¡Eres una cualquiera! Oiga, señor, ¿acaso tengo yo aspecto de una cualquiera? Él dice que yo quiero buscarme hombres. Míreme, señor, y dígalo usted mismo… Así que miré a ese ser ajado y hecho una ruina y debo decirles que tendrían ustedes que aguijonear su imaginación sobremanera para que apareciese ante ella la imagen de esos hombres que aquella mujer pudiera seducir.
Y así, una palabra lleva a otra, y las palabras, al hacha. Como un tiovivo. Los tres no se dedican más que a hacerse daño, a torturarse, a aniquilarse. No tienen motivos ni saben por qué. Ni siquiera es importante el motivo, que de todos modos son incapaces de aducir. Lo importante es el estilo de vida, al que poco a poco se han acostumbrado. Todos ellos cumplen su gran misión llena de sacrificio. El padre lo sacrifica todo por ellos, la madre por el hijo, el hijo por la madre. Todos tienen que seguir con vida, porque se necesitan el uno al otro. El padre está convencido de que si no fuera por él, los otros dos se habrían muerto de hambre. La madre está segura de que si no fuera por ella, el muchacho habría acabado sus días devorado por la tuberculosis. El hijo cree profundamente que si no fuera por él, el padre habría acabado matando a la madre. Por eso no se pueden separar, irse cada uno por su lado. Están indisolublemente unidos, para el resto de su existencia terrenal. Hay muchos matrimonios así, me dice el policía. Sobre todo entre los más mayores. Y repite, reflexivo: Sí, muchos. Sobre todo entre los más jóvenes.