LA DUNA

La Duna la descubrió Trofim.

En el cincuenta y nueve, un personaje importante de la comarca le preguntó: ¿Sabes vigilar? Trofim reflexionó. ¿Por qué no iba a saber? A lo que el importante dijo: Que vaya.

Lo llevaron en coche. Se plantó en medio del patio y paseó la vista por el lugar.

Lo rodeaba un mundo abandonado.

Maleza, máquinas corroídas por la herrumbre, puertas que se caían de las bisagras. El cielo es hermoso, pero qué horror de tierra, pudo haber pensado, pues esa era su filosofía. Enfiló un sendero en dirección al lago y se topó con la Duna. El viento tocaba la arena, la arena temblaba y cantaba. Trofim escuchó aquella música:

Si, estando completamente solo, a uno le penetra la música, esta le quita todo el dolor.

Me quedé un rato fumando y pensé: Creo que me quedaré. Había un caballo, así que le di de comer. Hice un poco de limpieza, pero no demasiado, porque tengo el brazo rígido.

Después le enviaron a Rysiek. ¿De dónde sales?, le interrogó Trofim. Rysiek dijo que de un grave percance. Un agujero en la frente, ocho fracturas. Enseguida me acordaré de cosas, señor periodista, aunque no puedo pasar demasiado rato pensando, porque entonces me estalla el cerebro. Recuerdo que tenía una esposa y una moto. Beber, lo que se dice beber, ya lo creo que bebía. Y cuando ya no me tenía en pie, mi mujer me arrastraba hasta la moto y me decía: Va, vete. A mí la borrachera siempre se me pasaba conduciendo. En cuanto a esa última vez, no sé nada. Pasé dos meses en el hospital, sin recuperar el sentido.

Treinta y cinco años han desaparecido de su vida. Si le toca quedarse entre los vivos hasta la sesentena, morirá atormentado por el pensamiento de que abandona el mundo como un muchacho de veinticinco años ante el cual solo ahora se abren grandes perspectivas. Semejante deceso resulta especialmente duro, y Trofim, místico él, opina que será un verdadero castigo por la pecaminosa vida de Rysiek, pues si Dios le abre a alguien una cuenta de condenaciones, las ejecuta a pies juntillas desde la primera hasta la última. Del accidente, a Rysiek le queda la vista desdoblada; lo ve todo por duplicado. Dos rostros, dos mujeres, dos platos de sopa. Lo hermoso es que Rysiek también vea dos lunas, como Mickiewicz en el lago świteź. Tiene talento para los relojes. La gente de los alrededores le trae antiguallas y él se pasa las noches arreglándolas. Durante un tiempo permanece ante él esa chatarra inerte e inmóvil hasta que, finalmente, empieza a emitir un tictac. Inclinado, Rysiek es todo oídos escuchando cómo a través del mecanismo fluye la corriente del tiempo, parecida al invisible río que baña las rocas subterráneas. Quizá fuiste relojero, indaga Trofim. Quizá, le responde Rysiek con vacilación, pues todo es tan incierto.

El tercer residente de la Duna era Sienkiewicz. Como la Duna está situada en los confines del mundo, la policía creyó que el abuelo no se iba a escapar de allí. Sienkiewicz, que ha superado la setentena, se autoemplea como mendigo. Ha anidado en él una ambiciosa alma de Rockefeller, la codiciosa alma del acaparador de capital. ¡Y qué listo que es el abuelo! Desprecia el pordioseo a la puerta de la iglesia y va de aldea en aldea diciendo que lo ha perdido todo en un incendio. Puesto que el espectro del fuego enseguida llega a la imaginación humana, Sienkiewicz ha acumulado bastante dinero. Siempre se las arregla para, al final de cada peregrinación, hallarse en una capital de provincia. Allí, se deja coger por la policía y esta lo devuelve a la Duna en un coche patrulla. De esta manera el abuelo ahorra en sus viajes y todo el beneficio se lo ingresa Edek el del Partido en una libreta de la Caja de Ahorros. Le pedí a Sienkiewicz que me enseñase aquella libreta. Tenía apuntada la suma de nueve mil trescientos sesenta y cinco zlotys y quince groszys.

Avaricioso, dice Trofim, se ve que aún tiene ganas de disfrutar de la vida.

La vida los aplastaba. El mundo se había envilecido, detrás de las ventanas no se veía sino exuberancia de cardos y solo se oía el canto de la arena. La Duna tiene dos hermanas: la primera se llama Sáhara y la segunda, Gobi. No hay ser humano que atravesase a pie la distancia entre el Sáhara y la Duna. Toda una demostración de lo enorme que es el mundo. Existen lugares en la tierra donde hay campos de tulipanes y personas a las que les ha sido dado el amor. Trofim no conoce el amor, tampoco el abuelo Sienkiewicz. Quizá lo conozca Rysiek, pero él no ve a sus espaldas más que la oscuridad. Hay una mujer en medio de esa oscuridad, pero no es lo mismo.

Ninguno de ellos sabe qué cosas vería si se encontrase muy lejos de la Duna. Trofim ha estado en Mława y Sienkiewicz, en Olsztyn y en Białystok. El que ha viajado más lejos que ninguno es Rysiek, pero de aquel mundo no se regresa con la memoria. Trofim, Sienkiewicz y Rysiek. El mundo corre desbocado, bate récords y lanza cohetes hacia las estrellas. Pero que alguien eche un vistazo a la Duna. Que vea cómo revienta el caballo, cómo las puertas se caen de las bisagras. A lo mejor llegará alguien que reflexione sobre todo esto. A lo mejor ese hombre sabrá trabajar con la cabeza y después pondrá a trabajar los brazos.

En primavera, Rysiek había hecho una hoguera. Se le acercaron dos hombres. Uno resultó ser Edek el del Partido y el otro, Lipko el Cochero. Ya eran cinco, y a partir de entonces comparten la Duna.

Cabrones, maldecía Edek, y reparaba los agujeros del tejado. Cabrones, maldecía Lipko, y montaba pesebres. El tractor araba el campo y Rysiek arreglaba las máquinas. El mundo se inclinaba ya hacia el día, ya hacia la noche, pero esto a ellos se les desdibujaba en medio de un trabajo sobrehumano. Una historia se lee en los libros y otra muy distinta se lleva en los huesos. Y la historia de aquel lugar les ha calado hasta la médula. Es bien sencilla: empieza con la creación de una pequeña Explotación Agrícola del Estado más allá de los bosques de Ełk. Cuarenta y seis hectáreas. En sus primeros cinco años de existencia, el gobierno de una pandilla de zafios borrachos la había llevado a la ruina. Finalmente, los indeseables dieron con sus huesos en la cárcel, pero nadie estaba dispuesto a trasladarse a la Duna. Así que las autoridades de la comarca reunieron a aquellos a los que todo les daba igual. A los que la vida no había mimado. Que habían ido de fracaso en fracaso.

Lipko era uno de ellos. Jo, señor periodista, yo sí que entiendo de bestias. Lo mío era cuidar de caballos en la cuadra de berlinas más grande de Varsovia, la de Wecel, de antes de la primera guerra. Jo, la de gente famosa que habían llevado nuestros diamantes. ¡Qué actorcillas, señor periodista! Ahora no le queda a Lipko más que reírse. Si tiene alguna necesidad, no es otra que apurar un vaso de vodka por la mañana. Para salvar el alma, dice. Es que, desde la guerra, Lipko cuida cerdos, cosa por la que, afirma, se le pega el olor a pocilga. Se le pega a la ropa y al cuerpo, pero esto es lo de menos. Lo peor es que también se le pega al alma, así que el vaso de vodka resulta imprescindible, pues al mismo tiempo cumple una función metafísica. Lipko adora a los cerdos. Parece un chiste. Aunque ¿por qué tendría que serlo? A lo mejor no es en absoluto gracioso que un hombre que ha pasado por la vida y conocido a varios miles de personas finalmente entregue su corazón a los cerdos.

El viejo se dirige a Edek por su nombre de pila, pero los demás tienen que llamarlo «director». El cochero está orgulloso de su jefe. Este llegará lejos, opina, admirado, y sus labios emiten un silbido que denota un lugar especialmente alto en la jerarquía. Edek es un chico fetén. Nacido en el treinta y uno. Tenaz, lanzado, un poco efectista. Le gusta hacerse notar dando pruebas, como él lo llama, de sus aptitudes. Tanto es así que formula sus juicios de este modo: En esto podríamos dar pruebas de nuestras aptitudes, en eso otro no lo hemos logrado, etcétera. Edek ha disciplinado a los cuatro hombres temerarios que no tenían nada que perder, ha sembrado cereales y espera a la cosecha. ¡Qué nervio tiene, qué nervio!, exclama Lipko, admirado. Edek es un hombre de principios. A Sienkiewicz lo riñe por capitalista, a Rysiek por inercia oportunista y a Trofim por meapilas. Déjalo en paz, le persuade Rysiek, está enfermo. Y es cierto, porque Trofim sufre epilepsia. Justo al terminar la guerra, en su casa se alojaba un soldado. Una madrugada, irrumpió allí un bandido[14]. Los dos se apuntaron mutuamente con sus metralletas; en la línea del fuego estaba el pequeño Trofim. Un cañón de más para poder soportarlo, se justifica. Y lo acometen ataques. Se muestra sombrío y humilde. A veces se planta en medio del camino y permanece inmóvil durante una hora, luego se aleja para después volver, sentarse y llorar. Si se le ofrece un pitillo, se lo fumará, pero enseguida correrá a la tienda para comprar un paquete con el que corresponderá la invitación. En una ocasión, no se lo quise aceptar. Cógelo, me dijo, que si no, empezaré a echar espuma. Así que, temiendo un ataque, acabé aceptándolo. Eran tipos así los que buscaba Dostoievski. ¿Has leído a Dostoievski, Trofim?, le pregunté un día. No, no lo había leído porque los libros le producían remolinos en la cabeza. Trofim tiene veinticinco años y cuando establezco un paralelo entre esta edad y el aspecto que tiene, me queman las sienes.

Sigue visitando la Duna.

La cuerda del viento toca la arena y la arena tiembla y canta.

Él será todo oídos escuchando esa música y la música le quitará el dolor.

Los granos de centeno abultan en las espigas, las patateras crecen libres del escarabajo de la patata. El tiempo atmosférico se ha vuelto favorable. Edek calcula la cosecha. Y, de repente, ese dichoso accidente con Mongol.

Trofim fue con Mongol a Ełk para recoger la excavadora que ya esperaba en el almacén. Allí le dio la tembladera. Estuvo tirado sin conocimiento durante tres horas. Lo malo es que Mongol era un caballo organizado e independiente. No tenía inconveniente en esperar, pero nunca más de dos horas. Transcurrido este lapso, abandonaba por su cuenta cualquier puesto para correr a la Duna. También sucedió en aquella ocasión. En la oscuridad del anochecer, trotaba por la carretera Mongol tirando del vacío carro cuando de una curva inesperadamente salió un camión. Sus faros deslumbraron a Mongol. Se puede decir que murió dos veces, cosa que a veces ocurre a las personas, pero que es algo extraordinario entre los animales. Primero lo mató la luz. La luz lo golpeó de tal manera que fue incapaz de salvar la vida. Una vez descartada la alternativa de la vida, solo le quedaba la de la muerte. Fulminado e impotente, la aceptó. Así, en el caso de Mongol, la muerte no fue consecuencia de la vida, sino de una primera muerte.

La culpa recaía sobre la Duna. Era necesario correr con los gastos de un nuevo caballo, pero ¿de dónde iban a sacar tanto dinero? Como la cosa sucedió en la temporada de la cosecha, la granja estaba abocada a sufrir pérdidas. A Edek se le ocurrió la idea de pedir prestado a Sienkiewicz. Le pidieron y le exigieron la suma necesaria, pero el abuelo dijo «no».

Así que se constituyeron en tribunal.

Celebraron el juicio en plena noche.

Sienkiewicz estaba tumbado en su cama, con la cara vuelta hacia la pared y la cabeza cubierta por una pelliza de piel de cordero. Ante la mesa estaban sentados: un pálido Trofim, Lipko el Cochero, Edek el del Partido y Rysiek el Desdoblado, quien arreglaba un reloj.

—No saldrás vivo de aquí —dijo Lipko.

Trofim intentó suavizar la cosa.

—El hombre es todo debilidad —medió—, como, pongamos por caso, Judas.

—Él no es débil —replicó Edek—, al contrario, es un acaparador durísimo.

Rysiek no abrió la boca; inclinado sobre su reloj, tenía puestos en él todos sus cinco sentidos. El reloj no emitía sonido alguno; en los engranajes se había detenido el tiempo.

—¿Y esto es un hombre, camarada? —se dirigió a mí Edek. Puse cara de póquer, pues nunca sé cómo responder a semejante pregunta.

—¿Su madre —pregunté—, Sienkiewicz, le amamantó dándole el pecho?

—Dicen que me dio el pecho —contestó.

—Y, más tarde, ¿con qué le alimentó? —volví a preguntar.

—Más tarde, con mondas de patata.

—Y de lo que le decía su madre, ¿se acuerda de algo?

Sienkiewicz se movió y el olor a cordero impregnó la estancia.

—Me acuerdo.

—¿Qué es lo que recuerda?

—Yo decía: ¿Por qué me dais mondas de patata? No soy un cerdo, sino un ser humano. Y madre decía: Serás un ser humano cuando seas tan rico como el señor Kozanecki.

La llama amarilla de la lámpara temblaba, las sombras recorrían las paredes. La corriente del tiempo emitió un susurro en el reloj de Rysiek.

Pensé que aquel sucio mocoso, metido en un pantalón ceñido con una cuerda, había entendido mucho de las enseñanzas de su madre.

Había entendido por lo menos dos cosas. La primera: que había una diferencia entre el hombre y la bestia.

La segunda: que esa diferencia la marcaba la riqueza.

Cabe la pregunta: ¿qué riqueza? Se puede aducir el ejemplo de Cézanne, que, aunque pobre de solemnidad, fue un gran hombre. Y de Balzac, quien siempre anduvo endeudado hasta las cejas. También se puede evocar a Marx. Pero Sienkiewicz nunca había llegado a plantearse estas cosas, tal vez porque nunca pudo hacerlo. Tal vez se lo habían impedido los años vividos en chozas destinadas en tiempos a los siervos de la gleba; y luego los años de trabajo como jornalero, y luego el ir y venir mendigando de un lado para otro. Después de la guerra recibió protección social. Lo lavaron y le dieron de comer. Y una cama y un techo. Tal vez habrá pensado: Me han solucionado lo elemental. A lo mejor ha llegado la hora de intentarlo. Lo intentaré.

Por una vez en la vida, el ser humano quiere sentirse como un ser humano. Y, para hacerlo, espera setenta años. Luego suma: Tengo nueve mil trescientos sesenta y cinco zlotys y quince groszys. ¿Soy ya un ser humano? Hace la misma pregunta a la gente, esperando que alguien le conteste.

—Dejadlo —dije—, voy a usar todos mis recursos para conseguiros esa pasta en la alcaldía de la comarca.

Al cabo de una semana Lipko trajo un nuevo caballo. Gruñía que no era lo mismo, pero lo cepilló a conciencia y el corto pelaje del equino empezó a brillar. Le pusieron, también, Mongol.

Mongol Segundo tiraba de la segadora. Lipko le gritaba «¡huesque!» y «¡ria!» como hacen los cocheros en las rampas de carbón. El campo de centeno llegaba hasta la Duna.

Sentado en la Duna, estaba Trofim.

El viento tocaba la arena, la arena temblaba y cantaba.

Pero ahora también cantaban el centeno y la segadora. El mundo resplandecía como el primer día de la creación. Fue una cosecha tardía, de agosto.

Verano de 1961. Aparentemente, sin acontecimientos. Paz en Polonia, paz en Europa. Cinco hombres han salvado un pedazo de tierra. Vi cómo, en Japón, unos campesinos defendían del mar sus campos. Cómo, en África, salvaban de la selva una plantación. La tierra es enorme; todavía nadie ha atravesado a pie la distancia entre el Sáhara y la Duna de Trofim. Todo el mundo sabe cómo es la vida: todo puede ocurrir. Y en la Duna ha ocurrido lo siguiente: cinco hombres, al salvar la tierra, se han salvado a ellos mismos. Antes, ¿qué podían haber deseado? Pues volver a intentarlo. Tener una oportunidad. Y se la dieron. Está muy bien, dice Rysiek, que nos hayan dado esto. Y que nos haya salido bien.