INTRODUCCIÓN
La vida de algunos libros es lo suficientemente azarosa como para considerar no del todo superflua la inclusión de algunas aclaraciones en torno a sus avatares. Tal es el caso de La jungla polaca, el primer libro de Ryszard Kapuściński, publicado en 1962 y que, tal como anuncia su título, se adentra en la Polonia profunda. La primera edición contenía veinte textos; la segunda, diecisiete; la tercera, dieciséis; la cuarta, también diecisiete, pero faltaba un cuarto título de la primera y en su lugar se incorporaba otro, «Ejercicios de la memoria», escrito en 1985 a petición de la editorial alemana Kiepenheuer & Witsch con vistas a la publicación de un volumen especial, que aparecería con el expresivo título de Das Ende (El final), dedicado a conmemorar el cuarenta aniversario de la Segunda Guerra Mundial. Así, «Ejercicios de la memoria» se publicó primero en alemán (en traducción de Martin Pollack) y solo tres años más tarde en polaco, ya formando parte de La jungla. Las sucesivas ediciones del libro —hasta la más reciente (2008), que incluye los veintiún textos— eran copia fiel de la cuarta. Los cuatro textos eliminados eran los siguientes: «Mide tus fuerzas por tus intenciones», «La soleada orilla del lago», «La casa» y «El rapto de Elżbieta». ¿Qué delito habrían cometido para merecer ese destierro? Ahora que su autor ya no está, solo podemos especular sobre el tema, aunque en alguna entrevista sí se refirió a los tres primeros, diciendo que los había suprimido por considerarlos literariamente más flojos. No lo son. Ni «La soleada orilla del lago» —esa especie de minibiografía de un joven que parece trasunto de los Jacek Kuroń y Adam Michnik en su época de entusiastas pedagogos scout—, ni «Mide tus fuerzas por tus intenciones» —que cuenta la historia de un campesino pobre que llega a doctorarse en Historia—, ni «La casa» —que narra las vicisitudes del vecindario de un bloque de pisos de treinta y cuatro metros cuadrados «dignos de envidia» (escrito en la cocina de un pisito de veintiséis que el autor compartía con mujer e hija en una ciudad que lentamente se levantaba de sus ruinas) son textos literariamente fallidos. Además, y no es poco, constituyen un valioso testimonio de un país y de una época, tanto en el plano del contenido (cómo se vivía en aquel país y en aquella época) como en el de la forma (cómo se escribía en aquel país y en aquella época). Tal vez lo que le hizo prescindir de ellos era su tono «optimista» y «positivo», premisas imperantes en la literatura del realismo socialista, que en la década de los setenta ya «no se llevaba».
Por su propia naturaleza, el reportaje periodístico (¿son realmente reportajes los textos que componen La jungla?) tiene fecha de caducidad. No así el texto literario, que se distingue de otros por ese rasgo para el cual los formalistas rusos han acuñado el término de literatúrnost, traducible como literaturidad o literariedad, y del cual no carece ninguno de los «selváticos» relatos. Pues, en efecto, más que como reportajes, se leen como relatos breves. Tanto es así que en más de una ocasión el autor tuvo que defender la veracidad de los hechos en ellos descritos[1].
Si Kapuściński eliminó aquellos tres textos aplicándoles criterios de perecedera temporalidad (insisto en el carácter especulativo de estas observaciones), si de verdad les puso fecha de caducidad, se revelaría como un mal crítico de su propia obra. Mejor crítico ha resultado su viuda, Alicja Kapuścińska, quien tomó la decisión de rescatarlos. Y no para que el libro aparezca «con sus grandezas y sus pequeñeces», como señala la recensora de la primera edición póstuma, Małgorzata Szejnert, sino en toda su plenitud.
La exclusión de «El rapto de Elżbieta», contundente en su denuncia de ciertas prácticas eclesiales, se debió a otras causas. Es de suponer que Kapuściński recibiera presiones por parte del clero (cosa que nunca dijo) y del…, cosas veredes…, comité central del partido en el poder (lo que sí comentó en tono jocoso en algún que otro petit comité). Por increíble que parezca desde la perspectiva de Occidente, en la Polonia socialista de la década de los setenta la todavía no inventada como expresión «corrección política» en las relaciones Iglesia-Estado era tal que un texto con visos de anticlericalismo era visto con malos ojos tanto por la primera como por el segundo. Sin embargo, no es creíble que Kapuściński cediera ante estas presiones (la censura tampoco se habría podido imponer, pues, cumpliendo la ley, no tenía facultad de intervenir en la publicación de un texto que previamente ya había pasado por ella). Parece mucho más verosímil la versión que corre por algunos cenáculos de Varsovia según la cual tomó la decisión de retirar el texto después de enterarse, en uno de sus fugaces pasos por casa entre conmoción y conmoción allá por el ancho mundo, de que algunas campesinas metidas a monjas se habían sentido dolorosamente retratadas al reconocerse en la Elżbieta de «El rapto». Conociendo su eterna empatía y su compromiso ético con el desvalido y no con el poderoso, no sería extraño que, en lugar de exclamar, lleno de cínica satisfacción: «¡Bien, he dado en el clavo!», hubiera comprendido el dolor de aquellas infelices y no quisiera causarlo a nuevas posibles lectoras «raptadas».
En este volumen, Anagrama da un paso más en la ampliación de La jungla polaca, completándola con un texto escrito a principios de la década de los noventa e inédito en vida del autor, «Paseo matutino»[2], por guardar estrecha relación con la temática de los veintiún textos restantes. Queremos creer que así lo habría dispuesto el propio Kapuściński si le hubiese dado tiempo de preparar la nueva edición de este su primer libro.
AGATA ORZESZEK