PIĄTEK EN GRUNWALD[7]

Por el lado de Tannenberg, se levantaban en medio del campo, entre los alemanes y el ejército del Reino de Polonia, varios robles centenarios, a los cuales se habían encaramado los campesinos del lugar para contemplar unas tropas tan ingentes como no se habían visto en el mundo desde tiempos inmemoriales.

HENRYK SIENKIEWICZ, Los cruzados

Piątek no había ido a Grunwald a pie, ni montando caballo, sino en carro. Bien curioso resultaba aquel viaje suyo, pues no iba solo, ni tampoco con sus huestes, sino que en lo alto de un carro lleno de heno, ya prensado, llevaba a su mujer y a sus cuatro hijos, así como varios hatos con edredones de plumón y algunos enseres de los más necesarios. Como el caballo se mostraba perezoso, lo fustigaba con el látigo con tal furia que las moscas, petrificadas, caían inertes de la grupa, cubierta de espuma. Y soltaba tales retahílas de maldiciones y palabrotas que solo Dios puede perdonárselas.

No se topó con ninguna batalla.

Cierto que la tierra humeaba todavía, que aún aparecía ennegrecida y reducida a escombros aquí y allá, que olía a quemado y que los caminos estaban llenos de chatarra bélica, pero el estruendo de las armas, tras dar su última nota, se había apagado, y en su lugar piaban graciosamente los ruiseñores y el agua de los lagos borbollaba de una manera nada desafiante.

A Piątek todo esto se le antojó hermoso; detuvo el caballo, bajó del pescante y cogió un puñado de tierra, que pesó en la mano y olisqueó durante largo rato.

—La tierra me gustó enseguida —me dice Piątek ahora, cuando los dos rememoramos el último año de la terrible guerra y el repentino advenimiento de la paz—. La tierra no me ha fallado. ¡Mire qué centeno tan hermoso, cómo pesan las espigas!

El campo sembrado se extiende a lo largo de un kilómetro; vasto, se dilata ampliamente casi hasta el sepulcro de Ulrich von Jungingen. Al borde del campo hay una manta extendida y en ella, Piątek y yo. En invierno Piątek transportaba madera para construirse un pajar, y un tronco le destrozó la cadera y un muslo. Los huesos se han soldado, pero Piątek no puede caminar: le faltan fuerzas para mover la pierna afectada. Así que con madera de roble se fabricó unas muletas y ahora se apoya en ellas. Cuando hace buen tiempo, enseguida expone al sol el costado enfermo con la esperanza de que los cálidos rayos libren a su trasero de esa impotencia. Y precisamente ahora ha salido el sol, así que Piątek se ha tumbado para calentar los huesos. No para de refunfuñar contra esta vida ociosa cuando en el campo hay tanto trabajo.

Desde aquel percance corporal, su granja se ha resentido, y eso que antes era el primero entre los labradores, un auténtico señor en sus campos de Grunwald, adonde llegó justo después de la guerra. Le dieron casa y tierra. Dejó atrás la pobreza de la comarca de Mława con la esperanza de que en Grunwald su vida mejoraría. Allí, en la aldea de Niedziałki, cerca de Mława, no había llegado a acumular bienes de ningún tipo. Antes de la guerra le había dado tiempo de hacer un acopio de madera y ladrillos para construirse una casa, pero no la levantó porque los alemanes le quitaron el material. Su particular guerra contra el ocupante, Piątek la libró no arma en mano, sino económicamente: con piedras. Le mandaron transportar piedras, treinta kilómetros, el carro hasta los topes. Piątek lo cargaba con sacos de paja y ponía unas cuantas piedras encima. Así, no cansaba al caballo y a su manera se vengaba de los alemanes.

Una vez en Grunwald, destacó enseguida. Sabía llevar la granja, le gustaba el trabajo y hablaba sensata y claramente en las reuniones. Fue elegido alcalde y cumplió con sus obligaciones. Con el tiempo le nacieron más hijos, así que dimitió del cargo y se dedicó por completo a su casa. Compró más vacas, construyó nuevos edificios en la granja.

Mientras escucho su relato, miro a nuestro alrededor: una llanura infinita, aquí y allá un grupo de árboles, campos y más campos de patatas.

—Aquí se libró una gran batalla —empiezo.

—Al contrario —contesta—, apenas se notó el paso del frente.

Caigo en la cuenta de que estamos hablando de dos guerras diferentes. Yo lo arrastro al remolino de aquella guerra antigua, feudal, mientras que él conserva en la retina imágenes de la última, la Segunda Guerra Mundial. He leído a Sienkiewicz, he visto los lienzos de Matejko, he estudiado a Kuczyński. Por allí llegó el ejército teutón (señalo); por ahí, el rey Jagiełło (señalo), y aquí estaba el flanco lituano. Piątek sigue mi mano con la vista, mira en las direcciones indicadas y gimotea, porque le duelen los huesos soldados. Un auténtico alud de caballería, digo. ¡Un acontecimiento mundial! Miro a ver si a Piątek se le contagia mi entusiasmo. Pero no: los ojos del campesino no resplandecen. Más bien al contrario: parece preocupado. Tímidamente y tartamudeando, pregunta:

—¿Y no me destrozarán la cosecha a fuerza de tanto pisotón?

—¿Cómo?

—¡Y cómo no, si aquí piensa acudir tanta gente y, además, de toda Polonia!

Estamos sentados en la pendiente de un terraplén por la cima del cual pasa la carretera. La recorren largas columnas de camiones. Risas, cantos, voces, no tienen fin. Toda esta algarabía llena el aire de alegre bullicio. Se cruzan llamadas, exclamaciones y exhortaciones. Los coches tuercen por un camino de tierra. En el claro del bosque donde hay plantadas unas tiendas de campaña humean las improvisadas cocinas. De los camiones bajan auténticas multitudes. La gente enseguida forma grupos: unos han venido a un concierto, otros a una conferencia, los terceros a otro evento. Esto Piątek ya no lo ve, porque, con sus muletas, no llegaría hasta allí, pero sí sabe que en Grunwald se celebra el encuentro nacional de la juventud y que han acudido al lugar cientos de personas de todo el país. Incluso está contento de que su tierra se haya vuelto así de importante. De lo mucho que significa. Pero al mismo tiempo teme que estos miles de pies puedan aplastarle ese campo de cultivo que ha crecido tan prometedoramente.

—Incluso se me había ocurrido vallar el campo, pero no podré.

—No creo que sea necesario.

—Dicen que también habrá saltadores. Ninguna valla podría con ellos.

Juntos pensamos en cómo actuar. Piątek me asegura:

—Este campo es mío, señor, tengo todos los papeles. El acta de la cesión y todos los recibos. Los impuestos los tengo pagados y las contribuciones entregadas a tiempo. Todo en orden.

—Pero si yo le creo —le digo—. Claro que esta tierra es suya.

Está contento de tener en mí a un aliado. Quién sabe si entre los dos no se nos ocurre alguna solución.

—Ellos se estarán aquí unos días y después se irán, mientras que yo, señor, yo me quedaré.

Piątek no quiere moverse de Grunwald. Aquí su vida ha mejorado, aquí tiene sus hectáreas y su granja. Sus hijos van a la escuela y a su mujer le compró una lavadora. Si tuviese más imaginación, podría decir:

—Por este pedazo de tierra para mí ¡luchó el mismísimo rey!

Pero Piątek no se dedica a la historia. Lo importante es la tierra. Hace siglos que su superficie ha sido testigo de guerras. La tierra retumba bajo los cascos de los caballos, cruje bajo las orugas de los tanques, perece bajo las bombas. Pero también engendra, multiplica las espigas, da fruto. Las guerras pasan mientras que la savia de la tierra nunca deja de circular. La tierra acepta la lluvia cálida y el abono pestilente, los fosfatos polvorientos y la sangre a medio coagular. Lo recibirá todo, pero invariablemente corresponderá con una sola cosa: el grano. Ante el proceso de esa eterna metamorfosis y fructificación que le permite vivir a Piątek, no importa en qué lugar se libren las batallas. Ni cuándo ni por qué. La tierra de todos modos dará fruto. Y Piątek de todos modos lo recogerá.