II.

La naturaleza reservada de Harrison le hacía ser prudente en sus conjeturas. Era parco en palabras, y trabajaba solo desde hacía tanto tiempo que el ser taciturno se había vuelto una especie de segunda naturaleza.

Recogiendo con cuidado la forma inerte de la cobra, con ayuda de unos palillos adornados con gemas, la deslizó en el interior de una caja de cartón; luego, llevándola bajo el brazo, salió del almacén, maldiciendo la imaginación que le hacía vislumbrar una fantasmal imagen de la serpiente, resucitando y atravesando con su corrosivo veneno la cubierta de cartón…

Encontró con facilidad el 481 de Levant Street; subió tres tramos de escaleras y se acercó a una puerta de la cual emanaba un desagradable olor a productos químicos. Un irritado gruñido resonó en el interior, seguido de rápidas pisadas. La puerta se abrió brutalmente, revelando una silueta alta y erguida… un hombre de mediana edad, de cabello hirsuto, con gafas con montura de concha; tenía la ropa manchada y arrugada, y estaba claramente furioso, como si le hubieran interrumpido en medio de ese trabajo suyo —fuera el que fuera— que causaba olores tan horribles, y, por lo tanto, consideraba que le estaba obligando a perder su tiempo inútilmente.

—¡Ya va, ya va! —dijo groseramente, antes de que Harrison pudiera siquiera abrir la boca—. ¿Qué es lo que quiere?

—¿Es usted William D. Feodor? —preguntó el detective.

—Sí. ¿Para qué quiere saberlo?

—¿Ha perdido usted una serpiente?

El hombre se sobresaltó ligeramente, y pareció mostrar algo más de interés por su visitante.

—En efecto. ¿No habrá usted…?

—¿Es esta de aquí?

Harrison levantó la tapa de la caja de cartón.

La reacción de Feodor fue instantánea y sonora:

—¡Dios bendito! ¿Quién ha podido ser tan estúpido para aplastar la cabeza de un espécimen tan caro de cobra de capello, reduciéndola a ese estado…? Ahora ya resulta inútil desde el punto de vista científico. ¿Dónde voy a encontrar otra? A esta la busqué por todo el mundo. ¡Mis experimentos! ¡Ya estaban casi terminados! Oh, imbécil… mira que destrozarle la cabeza… qué inconsciente…

—¡Eh, un momento! —objetó Harrison, irritado por aquella reacción—. Si quiere saberlo, he sido yo el que ha matado a este demonio. No debería haberse atrevido a tener un reptil así, si no es lo bastante responsable como para tenerlo bien encerrado en una jaula. Cuando le destrocé la cabeza, acababa de morder al pobre Wang Yun…

—¿Cómo? —le interrumpió el hombre bruscamente, observando al detective por encima de los cristales de sus gafas—. ¿Se refiere usted al anciano chino que regenta una tienda de antigüedades en River Street?

—Que regentaba —gruñó Harrison. Su maldita serpiente le ha matado.

—¡Dios mío, es terrible! —exclamó Feodor, cuya actitud empezaba a cambiar—. ¿Y usted, señor, es…?

—Harrison —el detective mostró su placa.

—Señor Harrison —añadió el otro, abriendo la puerta del todo—. Le pido disculpas por mi arrebato. Tengo los nervios al límite… últimamente he estado trabajando demasiado.

Harrison entró en un gran vestíbulo, que conducía a un laboratorio. Divisó un pequeño matraz, con líquidos de varios colores, un quemador Bunsen, tubos de ensayos y retortas, botellas rellenas de sustancias venenosas, y, en una esquina, un conejo blanco ocupaba un reducido compartimento en una jaula de alambre, la cual, en otras celdas, contenía también un cerdo de Guinea, una peluda tarántula y una gran serpiente de una raza inofensiva.

—Tenía la cobra en una jaula aislada —dijo Feodor, siguiendo la mirada del detective—. Cuando entré esta mañana en el laboratorio… duermo en una habitación al otro lado del vestíbulo… tanto la jaula como la cobra habían desaparecido. Recuerdo perfectamente haber cerrado con llave la pasada noche.

—Eso no detendría a un ladrón —gruñó Harrison—. Las cerraduras de este edificio parecen cosa de risa. Yo mismo podría abrirlas en quince segundos con la punta de una navaja o con un pedazo de alambre. O alguien podría haber entrado por la ventana. He visto que fuera hay una escalera de incendios. Y los pestillos de las ventanas no son mejores que las cerraduras de las puertas. Señor Feodor, ¿tiene usted alguna idea de quién robó esa serpiente?

—Dudo en acusar a nadie —dijo Feodor lentamente—. Conozco a muy poca gente en la ciudad, y sólo llevo aquí poco tiempo. Recibo a pocos invitados, y siempre por asuntos de negocios. Pero antes de ayer tuve un visitante que deseaba comprar esa misma serpiente.

—¿Sí? ¿Qué aspecto tenía ese tipo?

—Era chino —repuso Feodor. Harrison se inclinó hacia delante, con los ojos lanzando destellos.

—¿Podría describirle?

—Sólo de forma general —confesó Feodor—. Era alto y muy encorvado… casi jorobado; vestía de un modo bastante más oriental que la mayoría de los chinos de hoy en día… una chaqueta de seda ajustada, un gorro de terciopelo y una coleta. Me fijé especialmente en la coleta, como rasgo poco común.

»Se mostró muy insistente en que le vendiera la cobra… dijo que le traería buena suerte, o algo por el estilo. Pero fue muy cortés, y cuando comprobó que no podía convencerme, bajó la cabeza, metió las manos en sus mangas, y se marchó con una reverencia.

—¡Vaya! —musitó Harrison—. Y supongamos que ese chino… o quien quiera que robara su serpiente… supongamos que deseara trasladarla de una jaula a otra. ¿Cómo diablos podría evitar que le mordiera?

—Podría drogarla —sugirió el científico—. O bien podría haberle colocado una capucha en la cabeza, con dos pequeñas rendijas para respirar. Podría haberla colocado y quitado como yo siempre hago, con pinzas de alambre.

—Y le habría quitado la capucha en cuanto estuviera recluida en la otra jaula —musitó el detective—. Al estar cegada, incluso podría haberla llevado bajo la ropa, sin su jaula original. ¿Conocía bien a Wang Yun?

—Bastante bien. En ocasiones solía pasarme por su tienda a charlar. Me caía bien ese anciano.

—También a mí. ¿Vio alguna vez rondando por su tienda al chino que intentó comprarle la serpiente?

—No, que yo recuerde. No obstante, he estado tan ocupado que no me he pasado por la tienda de Wang Yun en al menos tres semanas. Pero no me ha contado usted cómo es que la serpiente llegó a morder al pobre diablo.

—Alguien la colocó en la jaula de Pan Chau —gruñó Harrison—. ¿Había visto usted a la vieja Pan Chau?

—¿La serpiente que Wang Yun tenía en una jaula junto a la base del Buda verde? Sí. Me fijé en ella de forma especial, debido a mis experimentos con serpientes. El viejo Wang la sacó una vez de su jaula y me la enseñó. Debía de tener cien años como mínimo.

—Sí —Harrison se puso en pie, tras unos minutos de silenciosas reflexiones—. Es probable que le necesite como testigo, si tengo éxito en una cosa que voy a intentar… encontrar a ese jorobado chino. ¿Le encontraré aquí, señor Feodor?

—De día y de noche —declaró el científico—. Aquí tiene mi número de teléfono —escribió brevemente en un fragmento de papel y se lo tendió al detective.

—Gracias —Harrison se guardó el número de teléfono en el bolsillo—. Espero poder llamarle en breve.

—Yo también —fue la ferviente réplica, y el detective salió del apartamento y descendió las escaleras.

Hoolihan, el jefe de policía, deseaba lo mismo, pues había reconocido algunos detalles peculiares en aquel caso, al registrar la tienda de antigüedades, y estaba deseando escuchar un informe directo de labios del propio Harrison. Pero el detective había desaparecido de la faz de la tierra; la misteriosa River Street parecía haberle engullido, tal como había hecho en otras ocasiones anteriores. Críptico, reservado, obsesionado con trabajar completamente solo, Harrison tenía la manía de desaparecer después de los crímenes sin decirle a nadie una palabra, volviendo luego a aparecer varias horas, días o semanas después acompañado del culpable… vivo o muerto… y un lacónico informe. Hoolihan, a pesar de reconocer sus méritos como cazador de hombres en aquel endiablado distrito, solía insultarle en voz alta y con bastante fervor.

Pero en esta ocasión su desaparición no fue larga. Con las primeras luces del amanecer se presentó ante el policía cuya ronda incluía la tienda de antigüedades, y preguntó si había alguna noticia.

—Alguien ha intentado forzar la entrada de la tienda de Wang Yun esta misma noche —le dijeron—. De hecho, alguien logró hacerlo. Pasé por aquí a eso de las doce, en mi ronda habitual, y capté la luz de una linterna en el interior, paseándose por las estanterías. Tenía una llave, de modo que entré… ¡Y el intruso se escapó!

—¿Quién era?

—¿Cómo voy a saberlo? Salió por la parte de atrás, la que da al callejón, mientras yo le lanzaba algo de plomo y le gritaba que se detuviera. Parecía conocer dónde estaban todos los rincones a oscuras de ese maldito callejón. Yo no. Mira mi oreja… eso es todo lo que llegué a ver. Aunque sé que debía ser chino. Llegué a verle la ropa, y una coleta.

—¡Hmmm! —barruntó Harrison.

—No sé si llegó a llevarse algo, o no —continuó el policía—. Lo único que he podido ver es que forzó la cerradura de la puerta que da al callejón. ¿Quieres entrar a echar un vistazo? Tú sabes lo que solía haber en la tienda, y…

—No es necesario —gruñó Harrison. Ya sé lo que iba buscando.

Poco tiempo después volvía a subir por las crujientes escaleras del 481 de Levant Sreet.

Feodor, ocupado en sus interminables retortas y matraces, se mostró, no obstante, muy dispuesto a darle una rápida bienvenida.

—Anoche, alguien intentó robar en la tienda de Wang Yun —dijo el detective, sin andarse por las ramas—. Aparentemente, fue el mismo chino que robó su serpiente.

—Entonces, ¿le han encontrado? —exclamó Feodor.

—Aún no —gruñó Harrison—. Pero tuve suerte al rastrear la llamada que le habían hecho al viejo. Provenía de un teléfono público en una droguería, que está en la misma calle, muy cerca de la tienda de antigüedades. Wang Yun me había hablado de dicha llamada, de modo que sabía la hora aproximada a la que se había producido.

»La chica del mostrador recordaba vagamente a un chino cargado de hombros que entró en la droguería a esa hora aproximada… pero, como la mayoría de los testigos oculares, no logra recordar si utilizó el teléfono público, si fue ayer o antes de ayer, o si de verdad era chino, o era japonés. La vista y los recuerdos son algo de lo que uno no se puede fiar.

»Pero me olvidaba; usted no sabe de qué le estoy hablando. Se trata de una llamada de teléfono que recibió el viejo Wang Yun una hora antes o así de su asesinato, y que, obviamente, está relacionada con el crimen. Este caso se presenta de la siguiente manera: este chino le robó a usted la serpiente, y la drogó o bien le tapó la cabeza, de modo que pudiera llevarla encima sin peligro; la jaula habría llamado demasiado la atención, incluso en River Street. Entró en la droguería que estaba en la acera de en frente de la tienda de antigüedades, telefoneó a Wang Yun y le pidió que se mantuviera a la escucha. Obviamente, sabía que Wang no podía ver el interior de la tienda desde el lugar en el que se encuentra su teléfono. Luego cruzó la calle y cambió las serpientes, llevándose la de Wang Yun. Probablemente, arrojó a la pobre Pan Chau por algún sumidero. Todo eso pudo hacerlo en tan sólo cinco minutos. Todo indicaba que la gente pensaría que Wang había sido mordido por su propio animal… Si yo no hubiera estado presente.

—Pero ¿qué motivos podía tener? —se preguntó Feodor.

—Deseaba algo que había en esa tienda —Harrison se llevó la mano al bolsillo de su abrigo—. El viejo Wang Yun intentó decirme algo justo antes de morir. Reconoció que la serpiente que le había mordido, no erá su serpiente. Y, por lo tanto, se dio cuenta de que alguien le había tendido una trampa, y supuso por qué lo había hecho… o a lo mejor sólo trataba de hacerme partícipe de su secreto… no lo sé. De cualquier forma, murmuró algo acerca de una bola de ébano.

»Lo cierto es que la encontré, y la pasada noche logré abrirla; he pasado muchas horas intentando averiguar qué era lo que había encontrado. Al final lo he descubierto, gracias a cierto amigo chino, que es un erudito además de un caballero.

Sacando la mano de su bolsillo, Harrison mostró en la palma de la mano un objeto que brillaba como un estanque de iridiscente negrura.

—¡Una perla! —exclamó Feodor.

—¡Es algo más que una perla! —replicó Harrison—. Es la perla. ¡La perla negra más grande y perfecta del mundo! Hallada por la Emperatriz Wu-hou en el 684 antes de Cristo, fue una de las joyas de la corona de China hasta comienzos del siglo trece, cuando los mongoles conquistaron China y se la llevaron, junto con el resto del botín, a su regia ciudad de Karakorum. Con el tiempo, fue enviada a un templo taoísta en Corea, del cual fue robada por los soldados japoneses durante los combates de 1894. Luego desapareció, desvaneciéndose por completo. Los rumores decían que un soldado chino la había descubierto en posesión de un prisionero japonés, y que había asesinado al cautivo, para después desertar, llevándose la perla.

»Creo que esa historia es cierta, y que el viejo Wang Yun era ese soldado chino. Su amor por las cosas bellas era casi una obsesión. Habría sido capaz de morirse de hambre, con semejante tesoro en la mano, y no pensaría en venderlo. “Como una gema cortada del iridiscente cuenco de la noche, brillando con negras estrellas, que laten como si hubiera un corazón en su interior”… así es como la describen los chinos. La llaman la Luna Negra.

»Al viejo Wang Yun le daba igual el dinero. Sacaba algo de beneficio con sus antigüedades, pero lo que más le gustaba era contemplar cosas hermosas. Habría sido capaz de matar por obtener la Luna Negra.

»Pero me da la sensación de que el tipo que ahora la busca no se preocupa demasiado por su belleza. Esto vale una fortuna. Claro está que no sé cómo se habrá enterado de su existencia. Quizás espiaba al viejo Wang. Es poco probable que el viejo la tuviera guardada todo el rato en el interior de la bola de ébano. La sacaba, y suspiraba al contemplarla; la acariciaba y componía poemas para alabar su belleza… le he visto hacer lo mismo un centenar de veces con objetos menos hermosos que este.

»Pues bien, el tipo que asesinó al anciano Wang no sabe que yo he encontrado la perla. Tampoco podía saber dónde la guardaba Wang, o se la habría llevado con la misma facilidad con que cambió las serpientes. Necesitaba poder disponer de tiempo para buscarla; por eso mató al viejo Wang… para quitarle de en medio y poder tener así tiempo de sobra para rebuscar.

»Y yo pienso usarla como cebo. El asesino estuvo allí anoche, y es posible que no quiera arriesgarse a regresar esta noche, aunque creo que lo hará. Creo que tiene pensado seguir acudiendo a la tienda para registrarla hasta que encuentre la perla. Yo estaré allí esta noche, y le esperaré.

—Va usted a correr un gran riesgo —objetó Feodor.

—No tanto. El único sitio por el que puede entrar es por el callejón de atrás. Jamás se atrevería a entrar por la puerta principal. Se deslizará por la calleja y volverá a forzar la cerradura trasera. Estaré esperándole en la oscuridad, justo al otro lado del cortinaje que tapa la salida al corredor. Ese corredor está demasiado oscuro como para que me vea al entrar. Además, si pasa primero por el escaparate principal y se asoma al interior, no podrá verme, pues estaré escondido al otro lado del cortinaje.

»El motivo por el que he venido aquí ha sido para pedirle que se vista usted de calle y esté preparado para cuando le llame. Le pediré que se pase por allí para identificar al hombre… o a su cadáver. Y, oiga, ¿le importaría guardarme usted esta perla?

—¡Discúlpeme! —exclamó el científico, retrocediendo—. ¡Le ayudaré en cualquier cosa que me pida, pero no con eso! ¡Esa joya es malvada! No la tocaría ni por todo el oro del mundo. Las perlas como esta provocan más asesinatos que las mujeres.

—De acuerdo —Harrison volvió a guardarla en su bolsillo—. Entonces la llevaré conmigo, y me la quedaré hasta que este caso quede resuelto. No me fío de las cajas de caudales. Hasta pronto. Permanezca atento a mi llamada.

—Lo estaré —aseguró Feodor, observando la corpulenta y tosca figura que bajaba por la escalera.

Ninguno de los curiosos relojes tallados de la tienda de antigüedades de Wang Yun funcionaba ya, pero arriba, en sus habitaciones, otro reloj tocó las doce con una clara nota de gong. Y, tras el eco de aquel sonido, se escuchó otro, tan débil que más parecía el crujido de los cimientos de la casa, o el suave paso de un ratón. No había luz en el interior de la tienda. Tan sólo las farolas de la calle arrojaban una cierta luminiscencia a través del escaparate, creando un conjunto de sombras fantásticas, en las que sólo los rasgos del Buda verde se percibían de forma clara.

Pero la cortina sobre la escalera se agitó. Se movió. Una mano… amarilla y de largas uñas, aunque no había luz suficiente para percibirlo… descorrió la cortina, y un rostro sombrío asomó por un lateral. Los ojos que ardían en ella se fijaron en el otro cortinaje, el cual, ocultando el corredor que daba al callejón, colgaba algo más bajo y en un ángulo más recto que la cortina de la escalera. Estaba oscuro, pero no tanto como para que aquellos ojos no pudieran distinguir un bulto al otro lado del cortinaje. Sus labios se contrajeron en una sonrisa despiadada.

La figura se deslizó sin hacer ruido, alejándose de la cortina de la escalera… una figura alta y encorvada, ataviada con una ajustada chaqueta y un gorrito de terciopelo bajo el cual asomaba una coleta. Una de sus manos levantó una cachiporra, mientras el sujeto descendía con sigilo hasta la tienda, pasaba junto a los ídolos tallados que sonreían a ambos lados, y se inclinaba sobre el cortinaje que daba al corredor.

Suspiró en silencio, levantó la porra, y… con la brusquedad de un destino aciago, una voluminosa forma salió de detrás de uno de los ídolos, justo a su espalda, y se escuchó el demoledor estampido de un golpe salvaje.

Un instante después, se escuchó el click de un interruptor, y la tienda se llenó de luz.

—Golpea primero e investiga después —gruñó Steve Harrison, agachándose sobre la figura inerte del suelo— y, además, la culata de una pistola del 45 es mucho mejor que cualquier cachiporra.

El sombrero de terciopelo no se había caído, ni siquiera tras el impacto del golpe propinado por la pistola de Harrison. Estaba atado bajo la barbilla con un cordel. Harrison agarró el sombrero oriental y tiró de él. El cabello negro y la coleta se desprendieron junto con el sombrero, revelando una mata de cabello rojizo.

—Y un infierno, chino —comentó Harrison—. Piel teñida… ¡hmmm! Debe de tratarse de alguna sustancia que pueda lavarse con facilidad, y de forma rápida. Lo único auténtico son las uñas largas.

La víctima se agitó, confusa, y se incorporó, maldiciendo de forma incoherente.

—Bien, Señor William D. Feodor —saludó Harrison— volvemos a encontrarnos… ¡Justo lo que yo pensaba!

Grotesco bajo su pintura amarilla, el rostro del prisionero reflejaba su asombro.

—¡Condenado gorila! —musitó en un tono que no era el típico de un eminente científico—. Yo creía que estabas detrás de esa cortina…

—Eso quería que creyeras —sonrió Harrison—. Por eso me tomé el trabajo de ir a verte para contarte dónde estaría. Ese bulto no era yo, sino un montón de alfombras. Llevo toda la noche esperando detrás de ese ídolo infernal, esperando a que bajaras por esas escaleras. El problema con vosotros los criminales es que pensáis que todos los polis son unos burros. Sabía que podrías acceder a las habitaciones de arriba desde el exterior, subiendo por la escalera de incendios del edificio de al lado, y saltando de la azotea hasta el alféizar de la ventana. Yo mismo probé a hacerlo. Y al saber —o creer saber— que yo vigilaba la puerta del callejón, ese era el único lugar por el que podías venir. Y yo sabía que vendrías. ¿Por qué si no iba a decirte que pensaba estar aquí, solo, con la perla?

»Fuiste muy astuto al negarte a hacerte cargo de la perla… pero era obvio. Tú querías que se culpara al chino misterioso… no a William D. Feodor, que resultaba demasiado conocido como para poder escapar con ella.

»Lo único que me gustaría saber es: ¿cómo supiste que el anciano Wang Yun poseía esta perla?

Feodor hizo un gesto de abatimiento.

—De acuerdo. Me has pillado. Un negro que solía llevar a cabo trabajos de poca monta para Wang Yun le vio en una ocasión jugar con la perla. Ahora está cumpliendo condena por robo. Yo estuve en su celda un tiempo, cumpliendo una breve condena. El negro era drogadicto, y me vendió la información a cambio de opio. No tenía redaños para matar él mismo al viejo Wang. Pero no sabía dónde estaba escondida la perla. Sólo sabía que el chino la tenía. Y, claro está, no sabía nada sobre su historia… sólo sabía que debía de valer un montón de pasta.

»Ya he empleado antes esta tapadera de científico. Robé la cobra de un zoo de Chicago. El negro me había hablado de la serpiente de Wang Yun. El resto fue coser y cantar.

»Lo que me gustaría saber es: ¿cómo supiste que era yo?

—Esa historia acerca del chino me olía muy mal —respondió el detective—. No podía entender por qué un hombre desearía intentar, abiertamente, comprar algo con lo que pensaba cometer un asesinato. Pero los chinos se comportan en ocasiones de un modo raro, al menos según nuestra manera de pensar. Lo que te delató fue cuando hablaste de la jaula de la cobra, mencionando que se encontraba junto al Buda verde.

—Bueno, ¿acaso no es verde? —quiso saber Feodor.

—Ahora sí. Pero, hasta la misma mañana de su asesinato, Wang Yun siempre había tenido allí un Buda azul. Vendió la estatua azul esa misma mañana, y colocó la verde en su lugar. Tú dijiste que no habías entrado en la tienda en al menos tres semanas. Pero, a pesar de ello, sabías que la jaula estaba colocada junto a un Buda verde. Era evidente que mentías al decir que no habías estado en la tienda recientemente. Estuviste aquí la mañana del asesinato, o no habrías podido saber que ahora el Buda era verde. Sólo había una razón para mentir sobre eso. Decidí que, o bien ese chino encorvado era tu socio, o bien eras tú mismo, disfrazado. La conclusión era obvia.

—¡Pero maldición! —exclamó Feodor—. ¡Ese Buda era verde! ¡Siempre ha sido verde! ¡Jamás ha habido un Buda azul en esta tienda desde que la frecuento!

Harrison le miró intensamente durante un instante, y luego le enseñó una brillante jarra de vino de porcelana azul.

—¿De qué color es esto? —quiso saber.

—Pues verde, por supuesto —fue la rápida respuesta.

Harrison sacudió la cabeza, asombrado.

—¡Que me condenen! ¡Si eres daltónico! Ni siquiera te diste cuenta de que habían cambiado los Budas. ¡Todos ellos te parecían verdes! ¡Si el verde te hubiera parecido azul, en lugar de el azul parecerte verde, yo estaría aún a la caza de un imaginario chino jorobado!

—¡Así que no eres tan condenadamente inteligente, después de todo! —se burló el otro.

—Jamás he dicho que lo fuera —replicó Harrison tranquilamente—. ¡Eso se lo dejo a los chicos listos como tú! —y sonreía cuando cerró las esposas sobre las muñecas de su prisionero.