Capítulo 1
Steve Harrison enterró las manos en lo más profundo de los bolsillos de su abrigo, y maldijo la profesión que le obligaba a vagar por calles desiertas a aquellas horas intempestivas. Una tenue neblina se alzaba del río, el cual, desde aquel lugar, no resultaba visible. River Street parecía del todo desierta, con la excepción de la solitaria figura de un hombre que paseaba a media manzana por delante de él. Durante tres bloques, Harrison no había visto a ninguna otra persona, excepto a aquel paseante que caminaba delante, con el cuello del abrigo subido para protegerle de la intemperie, y las manos metidas en los bolsillos.
Harrison consultó su reloj bajo la luz que caía sobre su hombro, proyectada por una farola.
—Las doce en punto, casi al segundo —musitó para sí—. Si ese aviso era una treta…
—¡Socorro! ¡Socorro! Ahhh… —se trataba de un grito de terror y agonía que provenía de algún lugar de la calle, y que se interrumpió con un espantoso gorgoteo.
Antes de que el sonido se apagara, Harrison corrió calle arriba, moviéndose con una velocidad sorprendente para alguien de su tamaño. El hombre que había delante de él, en la acera, se había sobresaltado al escuchar el grito, y ahora, tras un instante de aparente indecisión, siguió al detective calle arriba.
El grito había venido de detrás de una alta valla de madera que, según sabía Harrison, cerraba la entrada de un largo callejón en desuso. Sin perder tiempo en escalar la valla, empleó su robusto hombro como si fuera un ariete contra las tablas podridas, que se rompieron por el impacto. Pasó a través de ellas, sin frenar casi su embestida animal.
La luz de una farola exterior bañaba los alrededores de la valla, revelando una figura tendida en el suelo. El callejón se alejaba de la calle en ángulo recto, y, pocos metros más allá, volvía a girar hacia un lado. Harrison se lanzó hacia la esquina interior del callejón, empuñando su pistola. Estaba muy oscuro, pero, frente a él, vislumbró un tenue resplandor que señalaba el punto en que el callejón desembocaba en Levant Street. Corrió hacia allí, examinando las puertas cerradas y las ventanas atrancadas que había a cada lado. La única manera de salir de ese callejón, que era conocido como «El callejón del chino», era por uno u otro extremo. Sin duda, un hombre de paso vivo podría haber escapado hasta Levant Street, mientras Harrison irrumpía en la calleja por la otra entrada.
El extremo que daba a la calle Levant también estaba cerrado por otra valla, pero un tablón suelto dejaba un agujero abierto por el que podía deslizarse un hombre. Harrison se asomó al otro lado. Por lo que pudo comprobar, al mirar en ambas direcciones, Levant Street parecía completamente vacía y desnuda, bajo el resplandor rojizo de las farolas que horadaban la niebla. No obstante, había una docena de lugares en los que uno podía esconderse… portales y callejones, en los que un fugitivo podría refugiarse para no quedar a la vista. Harrison regresó por el callejón, mientras maldecía entre dientes.
El hombre que le había seguido por la calle estaba agachado junto a la figura del suelo, mirándola con mórbida fascinación. Levantó la vista al acercarse Harrison… era un joven de cabello rubio y constitución atlética.
—¡Han herido a este tipo! —exclamó—. Hay sangre en el suelo.
—Espero que no haya tocado nada —gruñó Harrison.
—De ninguna manera. No soy tan descuidado. Pero ¿quién es usted…?
—Soy detective —respondió Harrison. Encendió una linterna eléctrica y la enfocó sobre el cuerpo inerte— ¡De herido, nada! ¡Este hombre está muerto!
El cadáver pertenecía a un sujeto de mediana edad, de estatura media, cabello negro y complexión delgada. Yacía de lado, con un brazo extendido y los dedos clavados en la tierra. De su espalda sobresalía la empuñadura de una daga, curiosamente decorada.
—¿Quién es? —preguntó el joven, ansioso—. ¿Le conoce usted?
Harrison gruñó, algo molesto. Estaba acostumbrado a trabajar solo, y nunca había sido propenso a dar información acerca de un crimen. Pero, después de todo, no pasaba nada por divulgar la identidad del hombre.
—Jelner Kratz. Abogado. Del bufete Kratz & Lepstein de River Street.
—¿Es un hombre blanco? No tiene la pinta…
—Me parece que nació en Shanghai. Debía de tener algo de sangre mestiza.
Harrison no añadió que el abogado había estado mezclado —o eso se sospechaba—, en muchas de las oscuras transacciones que resultaban características de River Street, una calle que era el corazón del Barrio Oriental. Kratz había servido como una especie de siniestro enlace entre blancos y amarillos, estando como estaba en una vaga frontera entre ambas razas.
No había duda de que el hombre estaba muerto, pero Harrison recorrió su cuerpo con mano experta. Se detuvo un instante, mientras sus ojos se entrecerraban de un modo peculiar. Luego, sin hacer comentarios, extrajo un par de guantes de su bolsillo, se los puso, y extrajo la daga.
—¿Cree que habrá huellas dactilares? —preguntó el joven—. Pensaba que los criminales de hoy en día eran demasiado astutos como para dejarlas.
—No todos los asesinos de River Street están al tanto de los métodos modernos de detección del crimen —repuso Harrison—. Algunos de ellos son unos recién llegados de oriente.
—¿Cree que le mató un oriental?
—Esta daga es china —Harrison le mostró el arma, antes de envolverla en un pañuelo, y depositarla en el bolsillo interior de su abrigo. Tenía una hoja delgada y puntiaguda, una guarda redondeada, que recordaba a una moneda, y una empuñadura curiosamente labrada, que podía resultar demasiado pequeña para la mano de un hombre blanco. Dicha empuñadura mostraba un dragón tallado, con la cabeza en el extremo.
El detective comenzó a registrar los bolsillos del difunto, con manos veloces y experimentadas, mientras el joven que tenía al lado lo observaba todo con sumo interés.
—El reloj de pulsera está en su sitio —musitó Harrison, hablando para sí—. El anillo de diamantes en el dedo de la mano izquierda… ni lo han tocado. Entonces no ha sido un robo.
Abrió la cartera del cadáver y pasó la yema del dedo por el fajo de billetes que contenía. Había más de cien dólares. En uno de los compartimentos descubrió un pedazo de papel doblado. Harrison lo desplegó, examinándolo a continuación bajo la luz de su linterna de bolsillo. Se trataba de un desvaído recorte de un periódico de Shanghai, con fecha de hacía tres meses… una breve reseña que relataba la muerte de un tal Wu Shun, el hijo mayor del mandarín Tang, de Shanghai.
—Me pregunto por qué conservaría esa noticia —señaló el joven, que, según notó Harrison con asombro, estaba mirando por encima de su hombro. Harrison volvió a doblar el recorte y lo colocó en su lugar, mientras se ponía en pie.
—No hay forma de saberlo. Nació y se crio en Shanghai. No resulta extraño que recibiera noticias de allí. Es posible que ese tal Wu Shun fuera amigo suyo.
—¿Qué es eso que hay en el suelo? —señaló el joven, y Harrison recogió el objeto… una anticuada pitillera de plata, abierta y vacía, a menos de un metro del cadáver. Harrison se la metió en el bolsillo, junto a la daga envuelta. Caminó hasta la maltrecha valla, se asomó al exterior e hizo sonar un agudo silbato de policía. El policía más cercano, O’Rourke, no estaba a la vista, pero a buen seguro que oiría esa señal.
Cuando Harrison volvió la mirada hacia el callejón, el joven preguntó:
—¿Qué opina de todo esto?
—No opino nada en absoluto —replicó Harrison, algo perplejo. Mi trabajo consiste en descubrir lo que ha pasado. En cuanto a usted, lo mejor será que se marche. ¿Por qué no lo ha hecho aún?
—¿Y a dónde iba a marcharme? —contradijo el otro—. Llevo gastando las baldosas del suelo desde que salió el sol, intentando encontrar trabajo. Estoy casi arruinado. Juraría que le conozco. Usted es Steve Harrison. Usted es un mito en River Street. Es una combinación de detective, juez extraoficial, comisaría viviente, milicia del estado, y lo que sea necesario. Bueno, verá… yo soy periodista. Al menos lo soy cuando tengo trabajo. He venido aquí, procedente de San Francisco, buscando un empleo. Pero estos editores no quieren ni oír hablar de mí. Me llamo Jack Bissett. Deme una oportunidad, ¿lo hará?
—¿Qué quieres decir?
—¡Déjeme deambular por aquí con usted y meterme de lleno en este trabajo! De aquí puedo sacar una buena historia, y eso podría significar conseguir un trabajo. ¡Ya sé que le dan asco los reporteros, pero sea un poco humano por una vez en su vida!
—No me gusta la publicidad —gruñó Harrison. Puede interferir en mi trabajo. Defender la ley del hombre blanco en River Street es, ya de por sí, un trabajo bastante duro.
—Lo sé… y usted lo lleva a cabo con nobleza. El público jamás llega a enterarse —más que un poco por encima—, de lo que se cuece en el distrito oriental. Los periódicos nunca cuentan con detalle cómo se las apaña usted para resolver tantos crímenes. Pero haga una excepción conmigo, hombre… ¡Necesito un trabajo!
—¡De acuerdo… de acuerdo! —gruñó Harrison—. De todos modos, no creo que este asunto sea demasiado importante. Pero mantente detrás de mí, ¿entendido? Y no vayas a esperar demasiado de los editores, aunque logres echarle el guante a una noticia. Los asesinatos son algo demasiado habitual en River Street.
—¡Sí, pero un artículo sobre cómo Steve Harrison logra atrapar a un asesino es mucho menos habitual!
—Todavía no le he atrapado.
—Ya puedo ver los titulares —prosiguió Bissett con tozudez—. ¡Investigador Solitario sigue las huellas de Misterioso Asesino! Harrison rompe su largo silencio para revelar sus métodos…
—Tranquilito, ¿vale? —bramó Harrison—. ¿No te has dado cuenta de que aquí hay un cadáver?
Mientras hablaba, siguió enfocando cuidadosamente la linterna sobre el suelo. La tierra endurecida y el pavimento agrietado que solaban parte del callejón no revelaban ninguna pisada. Escucharon pasos en la acera, y un policía de ronda se asomó por el agujero de la valla.
—¿Qué pasa, Harrison?
—Un asesinato. Jelner Kratz. Llama a comisaría y luego vuelve aquí.
—Vale —el poli se marchó.
Harrison recorrió la pared de ladrillos que se curvaba en ángulo agudo en el interior del callejón. Cuando el haz de su linterna recorría el suelo, algo brilló en el pavimento, un objeto que había quedado atrapado en una grieta del solado. Se agachó, liberó el pequeño objeto y lo alzó, enfocando la linterna sobre él. Al instante, Bissett estaba junto a él, exclamando emocionado:
—¿Qué es eso? ¿Qué ha encontrado? ¿Es una pista?
Harrison le miró, irritado; luego se encogió de hombros y le mostró su descubrimiento.
—Pero si es el tacón de un zapato de mujer… ¡Y parece de plata!
—Es de plata. Se quedó atascado en esa grieta y se rompió. Y hace poco, además. El metal no ha tenido tiempo de perder lustre. La mujer que lo calzaba debía llevar mucha prisa, o se habría detenido a coger un tacón tan caro.
—¡Una mujer en el caso! —escupió Bissett. Abrió los ojos desmesuradamente y tendió la mano para coger el tacón, sin darse por aludido cuando Harrison lo apartó de su alcance—. ¡Una dama de la alta sociedad! ¡Oh, muchacho! ¡Esta va a ser una historia magnífica! ¿Qué opina? Vamos… se ha comprometido usted en ir informándome mientras avanzábamos en el caso.
—No recuerdo haberme comprometido a ninguna maldita cosa —espetó Harrison. Pero voy a complacerte. ¿Que qué opino? ¿Con qué base cuento para formarme una opinión tan pronto? No obstante, da la casualidad de que sé que el único establecimiento de la ciudad que vende zapatos con tacones de plata es la Tienda Francesa. Tan pronto como vuelva O’Rourke pienso ponerme en contacto con el propietario para intentar seguir la pista de la propietaria de este zapato.
—¡Y yo le seguiré la pista a su lado! —anunció Bissett—. ¡Oh, muchacho! ¡Esto tiene posibilidades! «Jovencita Diletante Asesina a un Abogado de River Street»… ¡Compañero, esto puede llegar a alcanzar a las más altas esferas de la ciudad!
—¿Por qué piensas que es una dama de la alta sociedad la que calzaba el zapato con tacón de plata? —quiso saber Harrison.
—¿Quién si no?
—Hay un montón de bailarinas, aquí, en River Street, que lucen prendas de ese estilo —gruñó Harrison—. Ganan bastante dinero, y suelen apañárselas para gastarlo en cosas que puedan llevar encima. Y algunas de ellas son muy duchas en ciertas prácticas orientales, que hacen que los chavales blancos se vuelvan de lo más generoso cuando llega la hora de gastarse dinero. ¡Por los fuegos del Infierno! ¿Es que voy a tener que quedarme aquí, hablando contigo toda la noche? ¿Eres tú, O’Rourke?
El patrullero entró por el agujero de la valla.
—Hoolihan ha mandado un furgón —anunció.
—Muy bien. Quédate aquí y vigila el cadáver. Y, mientras lo haces, puedes darte una vuelta por el callejón, a ver si encuentras algo. Voy a telefonear al dueño de la Tienda Francesa. Dile a Hoolihan que me pasaré luego por comisaría, con un par de pistas, para que los muchachos del Departamento de Huellas se pongan a trabajar.
—Vamos, Bissett. Si quieres venir, tengo el coche aparcado a pocas manzanas, calle abajo.