Capítulo 4

Cuando Harrison se reunió con Bissett a la hora acordada, el reportero intentó sonsacarle:
—Antes de que subamos, dígame: ¿quién cree usted que mató a Kratz?
—Sé que no fue Ahmed —repuso Harrison—. Al menos, Ahmed no mató a Zaida. Y tampoco yo maté a Ahmed. La autopsia ha demostrado que le golpearon con una cachiporra rellena de arena, que no provoca heridas externas, pero sí contusiones en el cerebro. Y la bala que tenía en el corazón era del calibre 44. Yo uso un 45. He vuelto esta mañana al apartamento de Zaida y he descubierto en la pared los agujeros de las tres balas que yo disparé. Me alegra no haber sido yo el que le ha matado, ahora que sé que estaba diciendo la verdad todo el tiempo.
Los ojos del reportero brillaban de interés.
—¡Bueno, cuénteme! El jefe de policía me dijo que las huellas de Lepstein estaban en la pitillera. Y Zaida, según dijo usted, mencionaba a Lepstein en la nota. Eso casi prueba que Lepstein cometió el asesinato, ¿no?
—Eso parece —admitió Harrison— pero los chinos están involucrados de alguna manera.
—¡Oiga, escuche! —exclamó Bissett. Es posible que ese pájaro, Lepstein, les haya contratado. A lo mejor fue un chino el que cometió el asesinato, —con guantes en las manos—, y Lepstein cogió algo de la cigarrera —Dios sabe por qué—, dejando en ella sus impresiones digitales. Luego, de algún modo, descubrió que Zaida había presenciado el asesinato, y envió a un chino para que se encargara de ella… ¡O quizá lo hizo él mismo! ¡Es como decía Ahmed! Estaban ocultos cerca de la habitación, y cuando usted encontró la nota que mencionaba a Lepstein… y le oyeron hablar de ella… Se deslizaron hasta la puerta, mientras nosotros mirábamos a la ventana… apagaron las luces… me golpearon… dispararon a Ahmed… le quitaron a usted la nota… y se marcharon.
—Eso suena razonable —admitió Harrison. Pero ¿por qué volvió luego uno de ellos para intentar matarme?
—A lo mejor, en el apartamento, aún había algo que ellos querían.
—No lo creo. He recibido esto en el correo de la mañana —mostró un rectángulo de papel antiguo, con un curioso símbolo grabado en el centro—. El sobre tenía el matasellos de River Street.
—¿Qué significa ese símbolo?
—Es la Flor de la Muerte. La emplean la mayor parte de los tong, de modo que no hay forma de rastrear su origen hasta algún tong en particular. Significa que cierta banda de chinos me la tiene jurada.
—¿Qué demonios dice? —el rostro de Bissett empalideció y los ojos casi se le salen de las órbitas—. ¡Esto sí que es una buena historia, si llego a sobrevivir para escribirla! ¡«Investigador Amenazado por una Sociedad Criminal de los Celestes, mientras Sigue la Pista de un Triple Asesinato»! ¿Qué piensa hacer ahora?
—Iremos a echarle un vistazo a las oficinas de los señores Kratz y Lepstein —repuso Harrison.
La joven secretaria que había tras el mostrador del vestíbulo de «Kratz & Lepstein, Abogados», miró a Harrison con aprensión. La mera visión del detective bastaba para producir incómodas especulaciones en las conciencias de River Street.
—No, señor Harrison, el señor Lepstein aún no ha venido. No le he visto, ni tampoco al señor Kratz, desde que cerramos la oficina, ayer a las seis, como todos los días. Por lo general suelen venir un poco más temprano.
—El señor Kratz no va a venir más —gruñó Harrison. Alguien le apuñaló anoche en el Callejón del Chino. Y me da en la nariz que el señor Lepstein tampoco va a venir. Vamos a tener que registrar sus oficinas, señorita Pulisky.
—¿Ve usted que yo me niegue, señor Harrison? —el acento de la señorita Pulisky se dejaba notar más debido a su preocupación. Haga lo que tenga que hacer, aunque yo no tengo llave de los escritorios.
—Ya me encargaré yo de eso.
Harrison penetró en la habitación interior que servía de despacho a los señores Kratz y Lepstein. Había dos enormes mesas de escritorio, una para cada socio, en cada extremo de la estancia, y una caja fuerte cuadrada empotrada en la pared, justo entre uno y otro. Miss Pulisky dejó escapar un grito, sobresaltada.
—¡Nos han robado! —chilló—. ¡Mire los archivadores… están todos por el suelo!
La caja fuerte estaba abierta, y los escritorios estaban en un estado similar. El suelo estaba cubierto de papeles, y fragmentos de hojas, y una de las papeleras estaba llena de folios chamuscados.
—¡Llamen a la policía! —dijo Miss Pulisky, fuera de sí—. ¡Yo acabo de llegar! Acababa de colgar mi sombrero cuando vinieron ustedes… No había tenido tiempo de entrar aquí…
—¿Cuál es el escritorio de Lepstein? —quiso saber Harrison. Cuando la señorita Pulisky le señaló uno de ellos, se acercó a él y examinó la cerradura con mano experta; luego caminó hasta el otro escritorio y repitió el procedimiento.
—¿Tenía alguien las llaves de estos escritorios, aparte de Kratz y Lepstein?
—No, señor Harrison. Cada uno tenía la llave de su propio escritorio, y no creo que hubiera más llaves.
—Y el escritorio de Lepstein estaba sin cerrar, mientras que el de Kratz está forzado.
Realizó un rápido circuito, examinando puertas y ventanas, mientras la señorita Pulisky permanecía nerviosa y desmoralizada en medio de la habitación, y Bissett rebuscaba sin interés entre los papeles del suelo. Al poco rato, Harrison regresó junto a ellos, y dijo:
—No han forzado ningún cerrojo. Han saqueado la caja fuerte. Todo apunta a que debe de haber sido Lepstein. Quienquiera que hiciera todo esto, tenía una llave con la que entró en la oficina, otra con la que abrió el escritorio de Lepstein, y la combinación de la caja fuerte, pero se vio obligado a forzar el escritorio de Kratz. ¿Quién podría haber sido aparte de Lepstein?
—Pero ¿por qué? —preguntó Bissett.
—Supongamos que había hecho algo por lo que deseara desaparecer del mapa… Supongamos que vino aquí, y… ¿Había mucho dinero en la caja fuerte, señorita Pulisky?
—Solían guardar en ella un par de cientos de dólares… cuando los tenían —replicó la agitada oficinista.
—Lepstein podría haber regresado aquí para destruir todos los documentos incriminadores que pudiera encontrar…
—¿Qué quiere decir con incriminadores?
—Bueno, a menos que me equivoque en mis conjeturas, los dos estaban metidos hasta el cuello en asuntos de chantaje.
—Bueno, si Lepstein se cargó a Kratz…
—¡Oh! —palpitó Miss Pulisky—. ¡Entonces me he quedado sin empleo!
Harrison se volvió hacia ella y la observó atentamente.
—¿Se llevaban bien Lepstein y Kratz?
—¡Como el perro y el gato, se llevaban! Siempre estaban discutiendo… a veces con tales gritos que no podía evitar escucharles desde la oficina…
—… Y con la oreja pegada a la cerradura —gruñó Harrison—. ¿De qué discutían?
—Pues de todo en general. Pero, en los últimos días, discutieron mucho sobre el rubí.
—¿Eh? ¿Qué rubí?
Bissett aguzó el oído, dejó de rebuscar entre los papeles y se unió al cónclave.
—Bueno, Lepstein acusaba a Kratz de haberse apoderado de él. No sé nada sobre eso, pero, ayer mismo, el señor Kratz estalló: «No sé de qué mes estás hablando. Yo no te he escatimado nada, pedazo de…», aunque soy demasiado señorita para repetir lo que llamó al señor Lepstein, señor Harrison. Y el señor Lepstein le respondió, igual de alto: «¡Eres un mentiroso! Sé perfectamente que le has sacado ese rubí, y ahora no quieres darme mi tajada. ¿Somos socios o no lo somos?». Y el señor Kratz dijo: «Estás loco… y deja ya de aullar como una hiena… ¿quieres que todo River Street se entere de nuestros asuntos?». Y eso fue todo lo que pude oír, porque, a partir de entonces, bajaron la voz.
—¡Hmmm! —Harrison se volvió hacia el revoltijo de papeles que anegaba el suelo.
—Yo no estoy mezclada en ningún asunto, señor Harrison —se estremeció Miss Pulisky—. Sólo trabajo por un salario…
—No se ponga nerviosa, señorita Pulisky —la tranquilizó Harrison—. No voy detrás de usted. No ha hecho nada… es decir, nada que pueda probar.
—Gracias, señor Harrison —respondió ella, algo más tranquila.
Harrison se agachó junto a la papelera y comenzó a revolverla.
—Debían estar chantajeando a la mitad de River Street —gruñó, mientras rebuscaba en los papeles—. Aquí no hay nada particularmente incriminador, pero se mencionan demasiados nombres como para tratarse de un negocio legal. ¡Pero aquí hay algo!
Acababa de sacar una nota de la papelera, junto a un sobre sin cerrar que ponía «Kratz», y Bissett leyó por encima de su hombro:
Kratz:
Debo verte. He ido tan lejos como he podido. Encuéntrate conmigo en el Callejón del Chino, esta noche a las once y media, si valoras tu miserable vida.
—¡Y a Kratz le mataron a las doce! La primera nota decía «En el Gato Púrpura a las once», ¿verdad que sí, Harrison? ¿Por qué cambiaría Zaida la hora y el lugar?
Harrison volvió a meter la nota en el sobre sin hacer más comentarios.
—Voy a echar un vistazo al Gato Púrpura.
Condujeron hasta allí en el automóvil de Harrison. Una vez allí, el detective se llevó aparte al propietario… un avispado mediterráneo.
—Tony, ¿estuvo aquí anoche Zaida López?
—Claro, señor Harrison. Llegó pocos minutos antes de las once, y estuvo sentada una media hora en la trastienda. Me dijo que se había citado con Jelner Kratz. Cuando ella llevaba aquí casi media hora, le vi pasar por la calle, pero no entró. Pasó de largo. Entonces entré en la trastienda y se lo dije a Zaida, y ella también se marchó. Creo que pensaba seguirle. No he vuelto a ver a ninguno de los dos.
—Muy bien —dijo Harrison, y salió a la calle.
Mientras caminaban por la acera, Bissett preguntó:
—¿Qué saca de todo esto?
—Bueno, según las evidencias, todo apunta a lo siguiente: Zaida escribió una nota a Kratz, diciéndole que se reuniera con ella en el Callejón del Chino. Él llegó allí antes que ella. Alguien… aparentemente Lepstein, estaba ya allí, y le mató. Zaida lo presenció, y huyó presa del pánico. Luego Lepstein volvió a su oficina y se llevó, o destruyó, todos aquellos papeles que no quería que fueran encontrados, cogió el dinero de la caja fuerte y se marchó.
—Pero ¿por qué Zaida se quedó sentada durante media hora en el Gato Púrpura y le dijo a Tony que iba a encontrarse allí con Kratz, si la cita era en el Callejón del Chino?
—Hay cabos sueltos, es cierto —admitió Harrison—. Ahora, lo importante es encontrar a la doncella, y a Lepstein.
—¿Cómo piensa conseguirlo?
—Ese es uno de los secretos que no puedo compartir contigo… por ahora —gruñó Harrison.
—Okay —accedió Bissett—. Ya veré si, por mi parte, puedo encontrarles.
Mientras regresaba solo a comisaría, Harrison se detuvo en cierto pequeño establecimiento donde se vendían curiosidades. Se acercó al imperturbable celeste que había tras el mostrador, y le dijo:
—Weng, creo que Joe Lepstein se oculta en algún lugar de River Street. Encuéntrale.
El chino asintió con la cabeza. Harrison se acercó a un teléfono y llamó a comisaría.
—¿Alguna novedad?
La voz del jefe Hoolihan le respondió desde el otro lado:
—Algo hay. Acabamos de encontrar a Selda Méndez, flotando bajo un muelle del río. La han apuñalado.