III.

El callejón, de nombre desconocido para los blancos, pero conocido por las incontables hordas de River Street como el Callejón del Silencio, resultaba tan opaco y misterioso como las características de la raza que solía frecuentarlo. No discurría en línea recta, sino que serpenteaba alejándose de River Street, abriéndose camino a través de un laberinto de altos edificios a oscuras que, al menos a simple vista, parecían almacenes alquilados, y de olvidadas casas decrépitas, ocupadas sólo por las ratas, y cuyas ventanas estaban tapadas con tablones.

Al igual que River Street era el corazón del Barrio Oriental, el Callejón del Silencio era el corazón de River Street, aunque, en apariencia, estuviera vacío y desierto. Al menos esa era la idea de Steve Harrison, aunque no lograba encontrar ninguna razón concreta por la que se le pudiera conceder tanta importancia a un callejón oscuro, sucio y maloliente que no parecía conducir a ninguna parte. Los hombres de la comisaría se burlaban de él, diciéndole que había trabajado tanto tiempo entre los intrincados laberintos plagados de ratas de River Street, que su cerebro estaba empezando a tornarse tan retorcido como el de los chinos.

Pensó en ello, mientras se agazapaba con impaciencia en un recodo formado por las paredes finales del insalubre callejón. Tras una cauta mirada a las manecillas luminosas de su reloj, descubrió que eran ya más de las doce. Tan sólo las pisadas de las ratas rompían el silencio. Estaba bien escondido en aquel quicio formado por dos paredes que se cruzaban sin tocarse, y cuyos planos formaban una suerte de triángulo abierto, que asomaba al callejón. La arquitectura de aquel lugar resultaba tan absurda como algunas de las historias que se contaban sobre su profunda oscuridad. A unos pocos pasos de allí, el callejón terminaba abruptamente ante la negrura inescalable de una pared casi ciega, que carecía de ventanas, y no tenía más que una puerta de metal.

Todo eso lo sabía Harrison gracias a la vaga luminiscencia gris que se filtraba en el callejón desde la parte superior de los edificios. Las sombras acechaban en las esquinas, más oscuras que los abismos estigios, y la puerta de metal no era más que una vaga mancha en la superficie de la pared. Harrison supuso que debía de tratarse de un almacén vacío, abandonado, y medio derruido por los años. Probablemente, su fachada principal daría a la orilla del río, flanqueada por unos muelles decrépitos, olvidados y sin usar en años, ya que el comercio del río y toda la actividad que llevaba aparejada, se había trasladado a una parte más nueva de la ciudad.

Se preguntó si le habrían visto deslizarse en el callejón. No había entrado directamente desde River Street, llena siempre de figuras furtivas que la recorrían en silencio durante casi toda la noche. Había accedido por una calleja lateral, avanzando por entre las tapias y las paredes desconchadas hasta salir al oscuro y laberíntico callejón. Demasiado tiempo llevaba en el Barrio Oriental como para no adoptar la cautela y el sigilo de sus habitantes.

Pero pasaba de la medianoche, y no había ni rastro del hombre al que estaba dando caza. De repente, se puso en tensión. Alguien venía por el callejón. Pero las pisadas eran suaves, no del tipo que uno podría haber asociado con un hombre de la corpulencia de Alí ibn Suleyman. Una figura alta y encorvada se perfiló vagamente en la penumbra y pasó junto al escondite del detective. Su mirada entrenada, incluso en la negrura, reveló a Harrison que aquel no era el hombre que buscaba.

El desconocido caminó directo hacia la puerta metálica y llamó tres veces con un largo intervalo entre las llamadas. De forma abrupta, en la puerta brilló un círculo rojo. Se susurraron palabras en chino. El hombre del exterior replicó en la misma lengua, y sus palabras llegaron con claridad hasta el atento detective:

¡Erlik Khan!

Entonces, de un modo inesperado, la puerta se abrió hacia dentro y el extraño entró, quedando iluminado brevemente por la luz rojiza que salía por la abertura. Luego, tras cerrarse la puerta, la oscuridad regresó, y el silencio volvió a reinar en el homónimo callejón.

Pero, agazapado en su oscuro rincón, Harrison sintió como el corazón parecía a punto de salir de entre sus costillas. Había reconocido al sujeto que entrara por la puerta como al asesino chino Fang Yim, cuya cabeza se pagaba a buen precio. Pero no era eso lo que había provocado que la sangre del detective latiera de ese modo en sus venas. Era la contraseña musitada por el malencarado visitante: «¡Erlik Khan!». Era como ver materializada una terrible pesadilla, como ver confirmada una leyenda malvada.

Durante más de un año, habían circulado rumores por los negros callejones y los cochambrosos portales, en los que el misterioso pueblo amarillo se movía de forma tan inescrutable como si fueran fantasmas. Ni tan siquiera eran rumores. Aquel era un término demasiado concreto y definido para poder aplicarse a los murmullos de los tratantes de opio, los balbuceos de los locos, o los estertores de los hombres agonizantes susurros deslavazados que se alejaban en la brisa nocturna. Pero, de entre esas murmuraciones inconexas se imponía un temido nombre, repetido con pavor, en susurros estremecidos: «¡Erlik Khan!».

Era una frase siempre asociada a acontecimientos oscuros; como un viento negro que ululara a través de los árboles, a medianoche; un destello, un suspiro, un mito, que ningún hombre podía confirmar ni negar. Nadie sabía si era el nombre de un hombre, de un culto, de un plan de acción, de una maldición o de un sueño. Aunque siempre se asociaba a todo aquello que significara amenaza: un susurro de aguas negras que lamía los podridos pilares de muelles olvidados; la sangre goteando sobre piedras resbaladizas; estertores de agonía en rincones oscuros; pies sigilosos, deslizándose a medianoche hasta destinos inciertos.

Los hombres de la comisaría se reían de Harrison cuando este juraba que sentía una conexión entre varios crímenes que no parecían estar conectados. Le decían, como siempre, que llevaba demasiado tiempo trabajando entre los laberintos del Distrito Oriental. Pero, precisamente ese hecho, le había vuelto más sensible que sus compañeros a las impresiones sutiles y furtivas. Y, en ocasiones, casi le parecía sentir una forma vaga y monstruosa que se movía tras una telaraña de ilusión.

Y ahora, como el siseo de una serpiente oculta en la oscuridad, había logrado encontrar algo concreto al escuchar aquellas palabras susurradas: ¡Erlik Khan!

Harrison salió de su escondrijo y caminó a paso vivo hacia la puerta de metal. Su disputa con Ali ibn Suleyman fue apartada a un lado. El detective aprovechaba las oportunidades que se le presentaban. Cuando era así, actuaba primero, y planeaba después. Y su instinto le decía que estaba en el umbral de algo muy grande.

Un zumbido lento, casi imperceptible, había comenzado a sonar. En lo alto, por encima de las altas paredes negras, captó el atisbo de densos nubarrones grises, tan bajos que casi parecían fundirse con las azoteas, reflejando débilmente la miríada de luces de la ciudad. El murmullo del tráfico lejano llegó a sus oídos, tenue y distorsionado. Cuanto le rodeaba le parecía curiosamente extraño y ajeno. Lo mismo podría haber estado en la penumbra de Cantón, o en la prohibida Pekín… o en babilonia, o en la egipcia Menfis.

Deteniéndose ante la puerta, recorrió la superficie metálica con las manos, y tanteó las planchas que, aparentemente, la condenaban. Descubrió que algunas de ellas eran falsas. Se trataba de un truco ingenuo para hacer que la puerta pareciera inaccesible a una mirada casual.

Asegurando los pies, con la sensación de estar saltando a ciegas en la oscuridad, Harrison llamó tres veces, igual que hiciera el asesino, Fang Yim. Casi al instante, un ventanuco redondo se abrió en la puerta, a la altura de su cara, dejando escapar un resplandor rojo en el que distinguió un semblante amarillo mongoloide. Escuchó un sibilino susurro en chino.

El ala del sombrero de Harrison caía sobre sus ojos, y la solapa del abrigo, subida para protegerle de la intemperie, ocultaba parte de sus rasgos. Pero el disfraz no era necesario. El hombre del interior no se parecía a nadie que conociera a Harrison.

¡Erlik Khan! —musitó el detective. Los ojos rasgados no mostraron el menor atisbo de sospecha. Evidentemente, por esa puerta ya habían pasado antes otros hombres blancos. Se abrió hacia dentro, y Harrison entró, con los hombros encorvados y las manos en los bolsillos del abrigo: la viva imagen de un maleante de los muelles. Escuchó como la puerta se cerraba detrás de él, y se encontró en una pequeña cámara cuadrada en el extremo de un estrecho pasillo. Notó que la puerta estaba reforzada con una gran barra de acero, que el Chino estaba colocando en su lugar sobre recios pestillos de hierro colocados a ambos lados del portal; además, el agujero del centro quedó cubierto por un disco de acero, que giró sobre un pivote. Aparte de un destartalado asiento para el portero la estancia carecía de mobiliario.

La mirada entrenada de Harrison captó todo esto en un rápido vistazo, mientras avanzaba por la cámara. Sentía que, si deseaba hacerse pasar por un miembro de lo que fuera ese lugar, no podía permitirse permanecer mucho tiempo en el vestíbulo. Una pequeña linterna roja, que colgaba del techo, iluminaba la estancia, pero el pasillo parecía carecer de iluminación, salvo la que procedía de la citada linterna.

Harrison enfiló el corredor en sombras, sin mostrar evidencia alguna de la tensión de sus nervios. Al mirar de reojo, se fijó en la solidez de las paredes, que parecían nuevas. Obviamente, se había llevado a cabo una gran obra de rehabilitación en el interior de ese edificio, que parecía desierto.

Al igual que el callejón del exterior, el pasillo no discurría de forma recta. Giraba frente a él, en un tramo que disfrutaba de un suave torrente de luz, y, más allá de esa esquina, Harrison escuchó acercarse unas débiles pisadas. Se lanzó sobre la puerta más cercana, que se abrió en silencio al empujarla, y volvió a cerrarse detrás de él con el mismo sigilo. Descendió unos escalones en la más absoluta oscuridad; tropezó, y a punto estuvo de caer, pero se agarró a la pared, mientras maldecía por el ruido que estaba haciendo. Escuchó que las suaves pisadas se detenían fuera, frente a la puerta; luego, una mano la empujó hacia dentro. Pero Harrison tenía el codo y el antebrazo presionando contra el panel de madera. Tanteando con los dedos encontró un cerrojo, y lo echó, mientras volvía a maldecir —esta vez mentalmente—, por el tenue chirrido que provocaba. Una voz susurró algo en chino, pero Harrison no respondió. Se dio la vuelta y volvió a descender con cuidado por las escaleras.

Sus pies no tardaron en llegar al suelo y, al instante siguiente, se encontró con una puerta. Tenía una linterna en el bolsillo, pero no se atrevía a usarla. Tanteó la puerta y descubrió que no estaba cerrada. El marco, la hoja y las jambas parecían estar aisladas a prueba de ruidos. Sus sensibles dedos recorrieron las paredes, y descubrió que estaba especialmente tratadas con la misma finalidad. Con un escalofrío, se preguntó que gritos y qué sonidos espantosos estaban destinados a ser amortiguados por aquella puerta y paredes.

Al abrir del todo la puerta, parpadeó al percibir una tenue luz rojiza, y extrajo su pistola llevado por el pánico. Pero no fue recibido por gritos ni disparos, y, según sus ojos se fueron acostumbrando a la luz, descubrió que se encontraba en el interior de un gran sótano, vacío excepto por tres grandes cajas embaladas. Había puertas en el extremo y en ambos lados, pero todas ellas estaban cerradas. Evidentemente, se encontraba a cierta distancia bajo el suelo.

Se acercó a las cajas, que, aparentemente, habían sido abiertas en fecha reciente, y su contenido aún no había sido extraído. Las tapas yacían en el suelo, junto a ellas, acompañadas de virutas y restos de embalaje.

—¿Bebida? —musitó para sí—. ¿Opio? ¿Contrabando?

Frunció el ceño al bajar la vista hasta el interior de la caja más cercana. Una simple capa de virutas de embalar cubría el contenido, y no pudo evitar quedar perplejo ante el contorno que dibujaban. Luego, de repente, con la piel de gallina, agarró las virutas y las apartó… para después retroceder un paso, temblando de horror. Tres rostros amarillos, gélidos e inmóviles, miraban hacia arriba, sin ver, en dirección a la lámpara roja. Una capa por debajo, parecía haber tres más.

Sudando y boqueando, Harrison llevó a cabo la escalofriante tarea de verificar lo que a duras penas podía creerse. Y, un vez concluida esta, se limpió la frente de sudor.

—¡Tres cajas llenas de chinos muertos! —susurró estremecido—. ¡Dieciocho fiambres amarillos! ¡Por el gato sagrado! ¡Parece como si revendieran cadáveres asesinados! Y yo que pensaba que había visto tantas cosas infernales que ya nada podía afectarme. ¡Pero esto es demasiado macabro!

Fue el sigiloso sonido de una puerta abriéndose lo que le sacó de sus mórbidas meditaciones. Se giró, en tensión. Ante él se agazapaba una forma monstruosa y brutal, como una criatura salida de una pesadilla. El detective captó el atisbo de un descomunal torso medio desnudo, un cráneo afeitado con forma de bala, hendido por una sonrisa brutal… y luego la bestia cayó sobre él.

Harrison no era un pistolero; todos sus instintos le impelían a combatir con sus fuertes brazos. En lugar de emplear su pistola, lanzó su puño derecho en dirección a aquella repulsiva sonrisa y fue recompensado por un reguero de sangre. La cabeza de la criatura cayó hacia atrás en un ángulo imposible, pero sus dedos huesudos se habían aferrado a las solapas del detective. Harrison enterró el puño izquierdo en lo más profundo del diafragma de su atacante, provocando que su rostro de cobre adoptara un tinte verdoso, pero el oriental aguantó, y, de un tirón, colocó el abrigo de Harrison detrás de sus hombros. Reconociendo la treta para inmovilizarle los brazos, Harrison no se resistió al movimiento, sino que incluso lo facilitó, proyectando hacia delante su poderoso cuerpo, propinando un cabezazo contra la nuez del amarillo, y liberando a continuación los brazos de sus mangas.

El gigante retrocedió tambaleándose, boqueando para respirar, mientras levantaba la inútil prenda arrebatada como si fuera un escudo. Y Harrison, inexorable en su ataque, le envió contra la pared con la sola fuerza de su mano, y, con fuerza demoledora, golpeó su mandíbula con ambas manos. El gigante se derrumbó hacia atrás, con la mirada fija; la cabeza impactó contra la pared, haciendo manar un torrente de sangre, y cayó de bruces al suelo, donde permaneció inmóvil, con su cabeza de bala rodeada por un charco de sangre.

—¡Un estrangulador mongol! —jadeó Harrison, bajando la mirada hacia él—. ¿En qué clase de pesadilla me he metido?

Fue justo en ese instante cuando una porra, empuñada a su espalda, impactó contra su cabeza; las luces se apagaron.