Capítulo 5

En su habitación, Harrison extendió tres notas ante sí, y, con ayuda de un cristal de aumento, estudió la escritura con minuciosidad. No había duda. Una de las notas era genuina. De las otras dos, una era, sin duda, una falsificación, y, por consiguiente, también lo era la otra. La nota encontrada en el escritorio de Selda, la que designaba al Gato Púrpura como lugar de encuentro, era genuina. El nombre «Kratz» escrito en el sobre que contenía la nota citándole en el Callejón del Chino, era, sin duda, obra de la mano de Zaida López. Pero la nota que había dentro del sobre era una falsificación… astuta, pero fácil de detectar para una mirada entrenada. Harrison reflexionó que, para una persona diestra, resultaba casi imposible imitar los trazos de una zurda. Examinó la nota que le habían enviado a él, avisándole de que se iba a cometer un crimen. A simple vista, su caligrafía no se parecía a la de la nota falsa. Pero un examen más detenido mostraba puntos en común.

No había más que una explicación para todo aquel asunto. Zaida, probablemente llevada por la desesperación ante las insaciables demandas de Kratz, se había citado con él, y se había convertido en cebo inocente de la trampa en que iba a caer el chantajista. Alguien había sacado del sobre la nota auténtica y la había sustituido por la falsificación. ¿Quién podría haber sido sino la doncella? Pero, de ser así, ¿por qué habría escrito también la nota de aviso para Harrison? Se preguntó si Selma no habría sido otra de las víctimas de Kratz. No especuló acerca de los motivos de Kratz para chantajear a Zaida. Era lógico que una mujer como ella tuviera puntos en su pasado que resultaran bastante sombríos.

Harrison se reclinó en la silla y lio un cigarrillo. Quizás, envuelto en el humo, pudiera llegar a vislumbrar a ese asesino sutil que se refugiaba en la oscuridad de las sombras, dejando un rastro de cadáveres. Llamaron a la puerta con dos discretos golpes.

Harrison se dio la vuelta y empuñó su revólver.

—¡Adelante!

La puerta se abrió, y Weng hizo una suave reverencia, con las manos escondidas bajo sus amplias mangas.

—¿Ha habido suerte, Weng?

—Lepstein se esconde en una casa que da al Callejón de los Murciélagos. Puedo llevarle allí de inmediato.

—¡Bien! —Harrison se puso en pie, se puso el abrigo y, de forma instintiva, se guardó la pesada pistola del 45; luego se puso el sombrero—. ¡Vamos allá!

Weng no era un chivato, ni tampoco formaba parte de ninguna agencia para el refuerzo de la ley. Pero él y sus asociados habían ayudado a Harrison en más de una ocasión.

Era ya cerca de la medianoche cuando se apartaron de River Street, penetrando en un estrecho callejón que serpenteaba en dirección al río. Harrison avanzaba impasible, guiado por el brazo de Weng. Detrás de ellos, una farola arrojaba un círculo de luz hasta varios metros por delante de ellos. Luego, la calleja giraba abruptamente, hasta una negrura absoluta. Frente a él, Harrison escuchó el sonido de las aguas, lamiendo los pilares podridos por la humedad. El callejón terminaba en un revoltijo de muelles abandonados.

—¿Dónde está esa casa, Weng? —musitó Harrison.

No hubo respuesta. Harrison se adelantó en busca de su compañero, pero su mano tocó el vacío. Algo se apretó ligeramente contra él desde un lugar inesperado. De repente, sus instintos primitivos le avisaron de que estaba en peligro. Retrocedió con un gruñido y sintió cómo la oscuridad cobraba vida a su alrededor. Cuando se disponía a empuñar su arma, su muñeca quedó inmovilizada con una presa de hierro. Un sin número de cuerpos se apretaron contra él, y decenas de dedos se aferraron a sus miembros. Golpeó a ciegas con la mano izquierda, y notó cómo el golpe alcanzaba a un hombre, que caía hacia atrás por el impacto. Enterró la rodilla en un pecho, y otro más cayó. Pero eran demasiados y le abrumaban con su número. Volvió a golpear y falló, estando a punto de dislocarse el hombro por la violencia del puñetazo fallido. Bajó la cabeza y la proyectó contra un hombre; el individuo cayó hacia atrás con un gemido de agonía. Harrison se debatió salvajemente para liberar la mano del arma, o para pasarse la pistola a la mano izquierda. Pero la tenacidad y el número de sus atacantes resistieron las fuerzas combinadas de su antebrazo y de su enorme bíceps. Con el puño izquierdo, golpeó de forma implacable al hombre que le sujetaba el brazo, y, bajo sus demoledores puñetazos, notó cómo la presa se debilitaba. Pero, antes de que pudiera liberarse, una red de recio alambre irrompible cayó sobre sus hombros, inutilizando su brazo izquierdo.

En un instante, media docena de manos le agarraron de cada brazo, obligándole a echarlos hacia atrás. Unos dedos registraron sus bolsillos, sacando sus esposas. Maldijo furioso cuando las emplearon sobre sus propias muñecas. Le sacaron el arma de la pistolera. Alguien le puso la zancadilla, y otra persona le empujó, de modo que acabó por caer al suelo. Le ataron los tobillos. Una venda y una mordaza se añadieron a sus otras ligaduras. Sintió cómo le arrastraban hasta lo que le pareció una litera de bambú. La levantaron en el aire, y luego no hubo más que un oscuro silencio, roto tan sólo por las silenciosas pisadas de pies calzados con sandalias.

En un momento, Harrison perdió el sentido de la orientación. Pero, a juzgar por los débiles sonidos, y por el movimiento de su litera —que, en ocasiones subía, otras bajaba, y, la mayor parte de las veces se mantenía horizontal—, le pareció que le estaban llevando por una sucesión de callejones, sótanos y patios a oscuras. Escuchó abrirse una puerta y notó una luz a través de la venda que le cubría los ojos. Luego, las sandalias de sus captores pisaron sobre lo que bien podían ser gruesas alfombras, y otra puerta se abrió. Cuando esta segunda puerta fue cerrada tras ellos, los porteadores se detuvieron. Harrison fue bajado de la litera, teniéndose en pie de milagro, debido a sus tobillos atados, y le sentaron a la fuerza en una silla. Luego le quitaron la venda.

Estaba en una habitación cuyas paredes estaban cubiertas por tapices de terciopelo negro con dragones de oro bordados. Unas linternas con forma de pagoda arrojaban un suave resplandor sobre las alfombras que ocultaban el suelo. Junto a un enorme Buda de plata, el humo azulado del incienso ascendía hasta el techo en densas espirales. Pero la mirada de Harrison estaba fija en la figura que permanecía ante él, sentada con las piernas cruzadas sobre un diván de seda. Una figura ataviada con una túnica de seda negra, bordada con dragones escarlatas. Un hombre de gran tamaño, con el rostro cuadrado e inmóvil, como si fuera una antigua máscara de guerra china. Junto a él se alzaba un gigante semidesnudo, en cuyo enorme torso y descomunales brazos, los músculos se hinchaban como cables. Permanecía inmóvil, como una estatua de bronce, y una de sus grandes manos empuñaba una gran espada curva que descansaba sobre uno de sus gigantescos hombros. ¡Un verdugo de la antigua China! Pero no era necesario sorprenderse, pues aquello era River Street, un reino de horror, fascinación y misterio, un fragmento del oriente más increíble trasplantado hasta un asentamiento occidental, del cual se encontraba separado por murallas de inescrutable silencio. Harrison sabía que se encontraba en tierra oriental, igual que si hubiera estado en algún templo secreto, pagoda o palacio de Pekín, Calcuta o Teherán.

El hombre del diván lucía la abotonadura habitual de un mandarín manchú, y eso fue lo que permitió que el detective pudiera identificarle. Harrison le conocía… le tenía por un personaje casi mítico, que se movía como un coloso en las sombras, sin dejarse ver casi nunca, tirando de las cuerdas que hacían bailar a los asiáticos como si fueran marionetas… cuerdas que se extendían desde River Street hasta los lugares más extraños, algunos de ellos al otro lado del océano. Era aquel un hombre que vivía como un señor feudal, defendiendo sus propias leyes, firmando sus propias condenas, rodeado de un misterio que ni siquiera Harrison había sido capaz de penetrar.

—¡Ti Woon! —dijo lentamente el detective.

El sujeto asintió.

—Soy Ti Woon, diabólico detective extranjero —no se percibía más que un leve toque del florido tono celeste en el perfecto inglés de Ti Woon. Hablaba sin rastro de acento. Los hombres decían que había sido educado en las grandes universidades de Europa y América.

—¿Me enviaste tú la Flor de la Muerte?

—Obviamente.

—¡Y Weng me traicionó! Confiaba en él.

—A Weng se le dieron órdenes, y obedeció, tal como estaba obligado a hacer —replicó el mandarín—. Al igual que muchos otros, sirve en secreto a Ti Woon.

—Pero ¿de qué va todo esto? —quiso saber Harrison—. Tú y yo nunca habíamos tenido conflictos.

—La sangre debe pagarse con sangre.

—¿Qué quieres decir?

—Mataste al luchador árabe, Ahmed. Una vez, hace ya tiempo, me salvó la vida. Estaba bajo la protección del tong de Ti Woon. Tú le mataste. Mis sirvientes vieron cómo ocurría.

—Entonces, ¿los de la azotea eran hombres tuyos?

—Ahmed me envió un recado diciendo que salía a toda prisa para proteger a una amiga que le había pedido ayuda. Deseaba que yo le ayudara. Envié a tres lanzadores de hachas al lugar señalado… el apartamento de la mujer Zaida López. Subieron hasta la azotea por la escalera de incendios. Cuando miraron por la ventana, se apagaron las luces y sonaron disparos. Cuando las luces volvieron a encenderse, usted se hallaba junto al cadáver de Ahmed, con un arma humeante en la mano. Mis sirvientes le arrojaron un cuchillo y luego vinieron corriendo a decirme lo que había sucedido. Pero uno de ellos regresó, para matarle personalmente. Eso fue una estupidez, pero es un hombre de pocas luces. Usted le rompió la mandíbula. Pero yo le he condenado a usted a muerte, y como señal de dicha sentencia, le he enviado la Flor de la Muerte, según dictan las antiguas tradiciones de mi pueblo.

—¡Pero yo no maté a Ahmed! —dijo Harrison— Fue otra persona, aunque aún no sé quién. Todos sus hombres estaban en la azotea, junto a la ventana de un lateral. Un hombre podría haber permanecido escondido en el otro lado de la azotea, deslizar la mano por la puerta y apagar la luz. ¿Vieron sus hombres quién apagó la luz?

—No, pero escucharon los disparos, y le vieron a usted ponerse en pie, con el arma humeante.

—Fue otra persona la que mató a Ahmed. Alguien le disparó en la oscuridad, mientras yo apretaba el gatillo a ciegas. Alguien le derribó al suelo en cuanto se apagaron las luces, y luego apretó el cañón de un arma contra su pecho y abrió fuego. Ahmed había visto al hombre que mató a Zaida López. Habría terminado por recordar qué aspecto tenía en cuanto se le hubiera aclarado la cabeza. A Ahmed le mataron con una bala de calibre 44. Todo River Street sabe que yo llevo una 45.

Ti Woon golpeó un gong; un joven con aspecto erudito, con gafas de montura de concha, entró en la sala y realizó una profunda reverencia, con una actitud que resultaba incongruente con su atuendo occidental. A Harrison le resultaba familiar, pero no acababa de situarlo.

—Ve a telefonear al Jefe Hoolihan —ordenó Ti Woon—. Pregúntale de qué calibre era el arma que mató a Ahmed.

El inescrutable individuo volvió a inclinarse, y Harrison deseó fervientemente que Hoolihan no se mostrara testarudo, negándose a responder la misteriosa pregunta.

—Mi sirviente es un periodista de El Sol Celeste, el periódico chino que se publica en River Street —dijo Ti Woon—. El Jefe Hoolihan le conoce en su tarea oficial. Hoolihan responderá a su pregunta.

—Así que por eso me sonaba —gruñó Harrison. Aunque le había reconocido, no lograba situarle. Tiene usted sirvientes en un montón de lugares diferentes, ¿no es así, Ti Woon?

—Nuestra sociedad está muy extendida —replicó Ti Woon.

Harrison permaneció sentado, mirando con fascinación el resplandor azulado de la enorme hoja en manos del ejecutor. Se fijó en algo más… un gran bloque de madera de teca, lacado en negro y de forma curiosa, colocado en el suelo junto al verdugo, con un receptáculo con forma de cesta en su parte inferior. El detective sabía en el interior de esa cesta caería en breve su cabeza decapitada, si Hoolihan no le daba al chino la respuesta adecuada.

El imperturbable reportero regresó al cabo, y realizó una nueva reverencia.

—El diablo blanco Hoolihan dice que Ahmed fue asesinado con una bala del calibre 44.

—Manda llamar a los hombres que había en la azotea.

El periodista cogió una pequeña varilla y golpeó el gong que tenía más a mano. Poco después, tres figuras entraron en la cámara, y formaron una fila, inclinándose como autómatas. Uno de ellos, el más grande, tenía la mandíbula vendada.

Ti Woon colocó el Colt 45 de Harrison junto a él, en el diván.

—Mirad bien y no cometáis errores. ¿Es esta el arma que empuñaba el detective cuando se agachó junto al árabe?

—Sí, honorable maestro —dijeron a coro dos de las figuras, mientras que el tercero, sin voz, asintió con énfasis con la cabeza.

—Tenéis mi permiso para marcharos —las figuras salieron de la estancia, y Ti Woon habló parcamente al reportero—: desátale.

En pocos segundos, el detective se puso en pie, frotándose los miembros para restablecer la circulación. Recogió su arma y la guardó en la pistolera. El verdugo se había marchado, llevándose consigo la espada y el bloque de madera.

—Permítame ofrecerle mis más profundas disculpas, señor Harrison —dijo Ti Woon.

—Olvídelo —gruñó Harrison, demasiado acostumbrado a las maneras de River Street como para mostrar el menor resentimiento—. Si de verdad quiere compensarme, podría ayudarme a localizar a Joe Lepstein.

—¿Cree usted que fue él quien mató a Kratz?

—Eso parece.

—Yo tuve tratos con Kratz —reveló Ti Woon—. Tenía cierta información que deseaba venderme.

—Eso explica los contactos con chinos que mencionó Miss Pulisky —dijo Harrison.

—Lo que yo deseaba comprarle era información. Hace tres meses, el hijo de mi hermano, Wu Shun, fue asesinado en Shanghai —Harrison levantó la mirada con repentino interés, recordando el recorte de periódico que había encontrado en la billetera de Kratz—. Su asesino le robó una gran joya, antaño propiedad de los emperadores Ming, y cuyo nombre es El Corazón del Dragón. Mi hermano, el mandarín Tang, buscó en vano al asesino.

»Hace una semana, Kratz acudió a mí. Dijo que sabía quién era ese hombre. Dijo que el asesino había venido a América, y que, a cambio de un precio, podría decirme quién era. Le dije que nombrara su precio, pero estaba cegado por la avaricia. Creo que tenía miedo de quedarse corto, mencionando un precio que fuera más bajo que el máximo que yo estaba dispuesto a pagar. Quería que fuera yo quien le ofreciera una cantidad, para así poder pedirme más.

—De igual forma, estaba sangrando al asesino hasta el último penique, antes de venderle a usted —gruñó Harrison. Ese era el estilo de Kratz.

—Pudiera ser. Me juró que no sabía nada del Corazón del Dragón; tan sólo conocía el nombre del asesino.

—¿Era Lepstein ese asesino?

—Posiblemente. Hace tres meses salió de la ciudad durante varias semanas. Dónde fue, es algo que no sé. Él dijo que fue a Nueva York, pero podría haber estado mintiendo.

»Encontraremos a Lepstein si aún está en la ciudad —aseguró Ti Woon con aire sombrío—. Quédese en mi casa por un tiempo, señor Harrison. Antes de que amanezca, mis hombres le habrán localizado —y procedió a dar las órdenes pertinentes, enviando a un centenar de hombres para que peinaran la ciudad.

Antes del alba, un chino se presentó ante Ti Woon, con una profunda reverencia.

—Honorable maestro, hemos encontrado a Joseph Lepstein. Se esconde en el sótano de un almacén abandonado, junto al río. Hemos acordonado la casa.

—Muy bien. El señor Harrison os liderará. Que ningún hombre se tome la ley por su cuenta.

Se acercaron a la casa envueltos en la brumosa penumbra que antecede al amanecer, alzándose siniestra desde las sombrías profundidades del negro río. Los hombres de Ti Woon que habían estado vigilando el almacén, le dijeron a Harrison que un hombre había entrado, pero que ninguno había salido. Una ventana había sido forzada, y Harrison entró con sigilo, seguido por una docena de avispados lanzadores de hachas. Avanzó por varias salas vacías, y descendió por las escaleras. Escuchó unas pisadas que corrían, y el sonido de un fuerte golpe. Una voz gritaba, presa de una súbita agonía. Harrison irrumpió en una estancia, justo a tiempo para divisar una figura sombría que se marchaba por otra puerta, la cual daba a la escalera de la otra ala del almacén. En un vistazo, descubrió un pequeño catre de campamento junto a la pared; descubrió también una silla de campaña, una mesa plegable y cierto número de latas de conservas. Una lámpara de aceite iluminaba la estancia. Evidentemente, se trataba de un escondite preparado con tiempo. Había una figura tendida en el suelo, empapada con su propia sangre. Se trataba de Lepstein, y le habían apuñalado por la espalda.

Los chinos formaron un círculo a su alrededor, mientras Harrison se agachaba junto a él.

—¿Quién te ha apuñalado, Lepstein?

La víctima era un sujeto frágil y delgado.

—¡No lo sé! —jadeó—. Me apuñaló por la espalda. ¡El rubí! ¡El Corazón del Dragón! Kratz lo tenía… escondido en un cigarro de su cigarrera. Yo le seguí esa noche… mire debajo de la pata derecha del catre.

Harrison levantó el lecho de campaña, descubriendo una pequeña cavidad en la que algo brillaba resplandeciente.

—¡El Corazón del Dragón! —boqueó Lepstein—. Kratz lo consiguió de un hombre al que estaba chantajeando… yo… tenía que conseguirlo… habría sido capaz de matar a Kratz, si alguien no se me hubiera adelantado. Tenía pensado escaparme en una lancha… esta noche —y, tras decir aquello, murió.

Un lanzador de hachas de gran estatura tocó con mucho respeto el hombro de Harrison.

—El hombre que le ha matado… aún debe estar en el edificio.

—¡Id a buscarle!

—¿Va usted a quedarse aquí solo… con el rubí?

—Sí. Adelante.

Silenciosos como fantasmas, los asesinos tong subieron por las escaleras, y Harrison sopesó la joya en la palma de su mano.

Escuchó las pisadas de un hombre, descendiendo por las escaleras, y Bissett irrumpió en la estancia.

—¡Así que, después de todo, le ha encontrado usted antes que yo! —exclamó sin aliento. ¿Quién diablos es ese…? ¿Es Lepstein?

—Alguien le ha encontrado antes que yo —dijo Harrison—. Querías una historia. Muy bien. Pues voy a contarte la historia.

Un hombre mató a Wu Shun en Shanghai, y le robó el Corazón del Dragón. Logró escapar de los lanzadores de hachas de Tang, y vino a América. Pero estaba marcado, y no se atrevía a vender el Corazón del Dragón a un joyero legítimo. Era una joya demasiado conocida.

»De modo que acudió a Kratz, y le dejó la piedra en prenda. Kratz, no obstante, tenía contactos en Shanghai, de modo que se enteró del asesinato de Wu Shun, reconoció la piedra, y empezó a chantajear al asesino. Entró en negociaciones con Ti Woon, con la intención de venderle al asesino, pero, mientras tanto, chantajeaba también al propio asesino, haciendo que le devolviera el dinero que le había adelantado por la gema, mientras ideaba cómo lograr que los del tong mataran al ladrón sin que se enteraran de que él estaba ahora en posesión de la piedra.

»Mientras tanto, el asesino estaba intentado idear el modo de atrapar y matar a Kratz. Había conocido a Selda Méndez, seguramente en algún lugar de Oriente; sea como fuere, se puso de acuerdo con ella. Probablemente la convenció para que urgiera a su jefa para que citara a Kratz en alguna parte. Zaida propuso un encuentro, a cierta hora y en cierto lugar, pero el asesino sustituyó su nota por otra falsa, designando una hora y lugar diferentes. Por casualidad, Zaida siguió a Kratz. Pero Lepstein también seguía a Kratz, sabiendo que tenía en su poder la valiosa joya.

»El asesino se encontró con Kratz en el Callejón del Chino, y le mató. Luego escapó, sin saber que Kratz llevaba la joya encima. Lepstein llegó al escenario del crimen pocos minutos después, o puede que fueran segundos, y sacó el cigarro especial de la pitillera, sabiendo que contenía la joya. Fue visto por Zaida, la cual pensó que era él quien había matado a Kratz. Ella escapó, y llamó a Ahmed. En cuanto a Lepstein, aterrado por lo que había sucedido, regresó a toda prisa a su oficina, cogió el dinero de la caja fuerte, destruyó cierto número de papeles y salió a esconderse.

»Aparentemente, la doncella, tras haber entregado la nota a Ahmed, regresó al apartamento del asesino y le esperó allí, posiblemente aterrada por lo que había sucedido. El asesino, al enterarse de que Zaida había visto el crimen, y sin saber que ella se lo atribuía a Lepstein, se apresuró a acudir al apartamento de Zaida, golpeó a Ahmed y mató a la bailarina. Aún estaba allí cuando llegué… probablemente se deslizó a la azotea, quedándose en el exterior en cuanto yo llegué. Estaba allí cuando encontré el fragmento de papel que mencionaba a Lepstein. Pensó que lo que yo había encontrado podía implicarle… con su verdadero nombre… de manera que apagó las luces, noqueó a Ahmed, me quitó el papel, y luego, mientras yo disparaba como un estúpido, volvió junto a Ahmed y le mató. Temía que el árabe pudiera llegar a reconocerle.

»Luego regresó a su apartamento, encontró allí a la doncella, y la mató. Intentó seguir el rastro de Lepstein, pues, para entonces, ya sabía que Lepstein debía tener el rubí. Logró encontrarle esta misma noche. Entró aquí y le mató, pero no llegó a coger la joya. La tengo yo.

—¡Manos arriba! —rugió una voz, detrás del detective.

Harrison no se dio la vuelta. La pistola del 45 que empuñaba en la mano detuvo en seco el repentino salto de Bissett, haciéndole tirar la daga oriental que había comenzado a levantar.

—Tranquilito, Bissett —avisó el detective—. Te llames como te llames.

—¡Maldito! ¡Lo sabías! —graznó Bissett.

—Llevaba tiempo sospechándolo —admitió Harrison. Incluso cuando vi esa herida de tu cabeza en el apartamento de Zaida. No era un golpe ni una contusión. Era un arañazo producido con la mirilla de una pistola, apretada con fuerza contra la carne para provocar la herida. Le echaste narices para hacer que tu historia pareciera real. Pero he visto demasiadas heridas como para que me engañen con algo así.

—Pero yo estaba en la calle, frente a usted, cuando Kratz fue asesinado —dijo Bisset.

—Eso era lo que más me intrigaba —respondió Harrison— pero la misma persona que me escribió esa nota fue la que mató a Kratz. Y tú eras el único al que esa coartada podía beneficiar. Además, a Kratz no le mataron a las doce. En cuanto toqué el cadáver, supe que llevaba muerto al menos media hora. Fuiste tú mismo el que lanzó ese grito. Por eso, esta noche, quería darte la ocasión para que me mostraras ese truco tan viejo de los ventrílocuos, de hacer sonar una voz a varios metros del que la emite. ¡Y por eso te he esperado aquí, con el Corazón del Dragón!