IV.

El trono del mongol estaba apoyado contra una pared lateral. No había nadie junto a él, pues se sentaba en solitaria magnificencia, como un ídolo que desencadenara la perdición de los hombres. En el centro del salón se alzaba algo que se parecía desagradablemente a un altar de sacrificios… un bloque de piedra curiosamente labrado que bien podría provenir del mismísimo corazón del Gobi. Sobre aquella piedra yacía Joan La Tour, blanca como una estatua de marfil, con los brazos extendidos a un lado, como en una crucifixión, y las manos y pies sobresaliendo por encima de los bordes del bloque. Sus ojos dilatados miraban hacia arriba, con la mirada de aquellos que han perdido toda esperanza, son conscientes de su perdición, y tan sólo ansían que la muerte ponga fin a su agonía. La tortura física aún no había comenzado, pero un descomunal bruto medio desnudo permanecía en el extremo del altar, calentando un atizador de bronce en un brasero lleno de carbones encendidos.

—¡Condenación! —una mezcla de maldición y sollozo de furia salió por entre los labios de Harrison. Entonces sintió como le echaban a un lado, y Khoda Khan irrumpió en la estancia como un derviche enloquecido, con la barba revuelta, los ojos ardientes y el cuchillo levantado. Erlik Khan se irguió con una perpleja exclamación gutural, mientras el afgano avanzaba corriendo por el salón como un devastador huracán de destrucción.

El torturador saltó justo a tiempo para enfrentarse al cuchillo de un metro, que descendía ya, hendiéndole el cráneo hasta la dentadura.

¡Aie! —aullaron a coro una docena de gargantas mongolas.

¡Allah akbar! —gritó Khoda Khan, blandiendo el enrojecido cuchillo por encima de su cabeza. Se abalanzó sobre el altar, cortando las ligaduras de Joan con un frenesí que a punto estuvo de desmembrar a la muchacha.

Entonces, de todas partes, aparecieron más figuras con túnicas negras, sin percatarse, en plena confusión, que el afgano había sido seguido por otra figura sombría, que avanzaba con menos abandono pero igual ferocidad.

Fueron conscientes de Harrison sólo cuando este, con un poderoso giro de su maza a izquierda y derecha, derribó a los hombres como si fueran bolos, para después alcanzar el altar por la brecha que acababa de abrir en la horda. Khoda Khan había liberado a la muchacha, y se volvió, bufando como un gato, enseñando sus relucientes dientes y con todos los cabellos de la barba erizados.

¡Allah! —aulló… escupió a la cara a los mongoles que venían… se tensó, como para saltar en medio de ellos… y luego se dio la vuelta y se lanzó derecho hacia el trono de ébano.

Lo inesperado del movimiento y su rapidez resultaron asombrosos. Con un grito ahogado, Erlik Khan disparó a quemarropa y erró el tiro… y, entonces, Khoda Khan dejó escapar el aliento en un ensordecedor alarido, y su cuchillo se hundió en el pecho del mongol, hasta que la punta sobresalió más de un palmo por el otro lado de la túnica de seda negra.

Con el ímpetu de su acometida aún intacto, Khoda Khan agarró la figura que se desplomaba, estampándola contra el trono de ébano, que se partió por el impacto de los dos pesados cuerpos. Levantándose al instante, con el cuchillo goteando sangre, Khoda Khan lo alzó en el aire y aulló como un lobo.

¡Ya Allah! ¡Portador del casco de acero! ¡Saborea el regusto de mi cuchillo cuando llegues al Infierno!

Se escuchó un largo siseo, mientras los mongoles miraban con los ojos como platos a la figura de seda negra, empapada de sangre, que yacía grotescamente destrozada junto a los restos del trono partido; y, en el instante en que quedaban paralizados por el horror y la decepción, Harrison agarró a Joan, y corrió hacia la puerta más cercana, bramando:

—¡Khoda Khan! ¡Por aquí! ¡Deprisa!

Con un alarido y un centelleo de espadas, los mongoles corrieron tras ellos, pisándoles los talones. El temor a recibir una puñalada por la espalda dio alas a los pies de Harrison, y Khoda Khan corrió en diagonal por el salón, para encontrarse con ellos en la puerta.

—¡Deprisa, sahib! ¡Corre por el pasillo! ¡Os cubriré la retirada!

—¡No! ¡Llévate a Joan y corred! —Harrison la arrojó literalmente a los brazos del afgano, y retrocedió en el umbral, alzando la maza. A su propia manera, era tan berserk como el mismo Khoda Khan, embriagado con el frenesí que, en ocasiones, inspira a algunos hombres en medio de un combate.

Los mongoles vinieron como si también ellos estuvieran enloquecidos por la sed de sangre. Bloquearon la puerta con sus rostros cuadrados y sus cuerpos chatos vestidos de seda, antes de que pudiera cerrarla. Sintió cómo le amenazaban con cuchillos, y, alzando la maza con ambas manos, la empleó como si fuera un mandoble, creando un caos absoluto entre las formas que se apiñaban frente a la puerta, que a su vez eran empujadas desde atrás. Las luces, las rugientes caras que se disolvían bajo sus golpes en una ruina carmesí, todo ello se fundió en una bruma rojiza. Ya no era consciente de su identidad como individuo. No era más que un hombre con una maza, transportado cincuenta mil años atrás… un hombre primitivo de pecho amplio y ojos inyectados en sangre, completamente poseído por el instinto carmesí de la masacre.

Sintió como si aullara, llevado por una exaltación incoherente, y, con cada golpe de maza, destrozaba un cráneo, y la sangre le salpicaba la cara. No sentía las puñaladas que le asestaban, y ni siquiera se dio cuenta de cómo sus oponentes retrocedían, aterrados ante el caos que había sembrado. No cerró la puerta; estaba bloqueada por una espeluznante masa de cuerpos rotos y carne ensangrentada.

Se encontró a sí mismo corriendo pasillo abajo, con el aliento reducido a grandes jadeos; se guiaba por un turbio instinto de supervivencia, o de realización de su deber, que le obligaba a apartarse del rojo deseo de agarrar a sus enemigos y golpear, golpear, golpear… hasta que también él fuera tragado por la marea carmesí de la muerte. En momentos así, la pasión de morir —de morir luchando— podía llegar a igualar la voluntad de vivir.

En medio de un remolino, chocándose contra las paredes, logró llegar al otro extremo del pasillo, en el que Khoda Khan intentaba forzar una cerradura. Joan estaba ya de pie, aunque a duras penas se sostenía, y parecía al borde del colapso. La turba descendió por el largo pasillo, lanzando un grito de furia al detectarles. Mareado, Harrison echó a un lado a Khoda Khan y, levantando sobre su cabeza la ensangrentada maza, golpeó la cerradura con todas sus fuerzas, sacándola de sus herrajes y empotrándola en el interior de los recios paneles de madera. Un instante después, cruzaban al otro lado, y Khoda Khan cerró de un portazo lo que quedaba de puerta que, aunque se tambaleaba, se mantuvo firme. Había sendas abrazaderas de metal empotradas junto a las jambas, y Khoda Khan encontró una barra de hierro, y la colocó sobre las argollas justo cuando la turba llegaba junto a la puerta y comenzaba a empujarla.

A través de los destrozados paneles, aullaban y lanzaban sus cuchillos, pero Harrison supo que, hasta que no hubieran arrancado la suficiente madera como para poder meter la mano y quitarla, la barra que bloqueaba la puerta podría contenerles un rato. Recuperando algunas de sus fuerzas, a pesar de sentirse enfermo, urgió desesperadamente a sus compañeros para que avanzaran por delante. Notó, en un rápido vistazo, que estaba herido en el hombro y en el brazo. La sangre manaba por su camisa desgarrada, bajando hasta sus piernas en un torrente carmesí. Los mongoles seguían golpeando la puerta, aullando como chacales ante una presa.

Las aperturas se iban ensanchando, y a través de ellas, vio otros mongoles que avanzaban por el pasillo armados con fusiles; justo cuando se preguntaba por qué no disparaban contra la pared, descubrió la razón. Se encontraban en una cámara que había sido convertida en polvorín. Las cajas de cartuchos se apilaban a lo largo de la pared, y había al menos una caja de dinamita. Pero buscó en vano los rifles o las pistolas. Evidentemente, estaban almacenadas en alguna otra parte del edificio.

Khoda Khan descorría los cerrojos de la puerta opuesta, pero se detuvo para mirar en torno suyo y exclamó:

—¡Alá! —se abalanzó sobre una caja abierta, y sacó algo de su interior… se dio la vuelta, ahogando entre dientes una maldición, pero Harrison le cogió de la muñeca.

—¡No tires eso, idiota! ¡Nos enviarás a todos al infierno! Les daba miedo disparar en esa sala, pero derribarán la puerta en cuestión de segundos, y nos pasarán a cuchillo. ¡Ayuda a Joan!

Lo que Khoda Khan había encontrado era una granada de mano… la única que había en el interior de una caja, por lo demás vacía, según había visto Harrison. El detective abrió la puerta del exterior, y salieron a la luz de las estrellas, mientras Joan era llevada casi a rastras por el afgano. Parecían haber emergido a la parte posterior de la casa, y corrieron a un espacio abierto, como criaturas cazadas buscando un refugio. Había un muro de piedra en mal estado, cuya altura llegaba al pecho de un hombre, y pasaron por una amplia abertura en ruinas, sólo para detenerse a continuación. Harrison dejó escapar un gruñido de furia. Nueve metros más allá del cochambroso muro se alzaba la verja metálica de la que había hablado Khoda Khan, una barrera de tres metros de alto, coronada con alambre de espinos. Por detrás de ellos, la puerta se abrió con un estampido, y un arma de fuego empezó a disparar. Estaban atrapados. Si intentaban trepar por la verja, los mongoles no tenían más que dispararles como a monos en un columpio.

—¡Poneos detrás del muro! —graznó Harrison, obligando a Joan a refugiarse tras una recia sección de la barrera de piedra— ¡Antes de que nos atrapen, se lo haremos pagar!

La puerta quedó atestada de caras crueles que reían de triunfo. Una docena de ellos portaban fusiles. Sabían que sus víctimas no tenían armas de fuego, y que no podían escapar, mientras que ellos podían usar fusiles sin temor alguno. Las balas empezaron a estrellarse contra la piedra y entonces, con un largo alarido, Khoda Khan saltó por encima del muro, quitando con los dientes la anilla de una bomba de mano.

¡La illaha illulah; Muhammad rassoul ullah! —aulló mientras lanzaba la bomba… ¡no al grupo que avanzaba dando alaridos, sino por encima de sus cabezas, al interior del polvorín!

Al instante siguiente, un demoledor estampido sacudió el tejido de la noche y un cegador destello de fuego desgarró la oscuridad. Bajo aquel resplandor, Harrison tuvo un atisbo de Khoda Khan, perfilándose contra las llamas, y siendo proyectado hacia atrás, con los brazos extendidos… luego una negrura absoluta, en la que rugió el estampido de la caída de la casa de Erlik Khan, mientras los destrozados muros se veían abajo, las vigas se partían, el tejado caía, y una planta tras otra se iba desplomando hasta los cimientos.

Harrison nunca supo cuánto tiempo permaneció allí, tendido como un muerto, cegado, maltrecho, paralizado, y cubierto de escombros. Lo primero que notó fue que había algo debajo de él; algo pequeño y suave, que temblaba y se agitaba. Tuvo la vaga sensación de que no debía hacer daño a esa cosa suave, de modo que empezó a quitarse los escombros de encima, para liberarse. Uno de sus brazos estaba inservible, pero, poco a poco, logró excavar lo suficiente, y se puso en pie, con las ropas reducidas a jirones, como si fuera un espantapájaros. Rebuscó en los escombros, agarró a la muchacha y la sacó de allí.

—¡Joan! —su propia voz parecía venir desde una gran distancia. Tuvo que gritar para lograr que le oyera. Los oídos les pitaban aún, por la explosión— ¿Estás herida? —recorrió el cuerpo de la joven con su mano sana, para asegurarse.

—Creo que no —se agitó, confusa—. ¿Qué… qué ha pasado?

—La bomba de Khoda Khan hizo estallar la dinamita. La casa se ha derrumbado encima de los mongoles. Nosotros estábamos cobijados por este muro: eso es lo que nos ha salvado.

El muro era un amasijo destrozado de piedra partida, medio cubierto de escombros… una mezcolanza de mampostería quebrada, vigas rotas y fragmentos de paredes que se inclinaban como borrachas. Harrison se tocó el brazo roto e intentó pensar, mientras la cabeza le daba vueltas.

—¿Dónde está Khoda Khan? —gritó Joan, logrando finalmente recuperarse de su aturdimiento.

—Iré a buscarle —Harrison temía lo que pudiera encontrar—. Salió despedido del muro como si fuera una hoja al viento.

Rebuscando entre piedras destrozadas y fragmentos de madera, encontró al afgano, grotescamente colgado de la verja de metal. Sus dedos desencajados hacían pensar en huesos rotos… pero el hombre aún respiraba. Joan se acercó a él, tambaleándose, y se arrodilló junto a Khoda Khan, recorriendo sus heridas con rápidos dedos mientras sollozaba histérica.

—¡No es un hombre civilizado! —exclamó, con lágrimas recorriendo su rostro machado y arañado— Los afganos son más duros de matar que un gato. Si podemos prestarle atención médica, vivirá. ¡Escucha! —agarró el brazo de Harrison con los dedos crispados, pero también él lo había escuchado… el ronroneo del motor de lo que, probablemente, era una lancha de la policía que venía a investigar la explosión.

Joan rasgaba su reducida vestimenta para confeccionar vendajes con los que restañar la sangre que manaba de las heridas del afgano, cuando, milagrosamente, los pulposos labios de Khoda Khan se movieron. Harrison, al acercarse a él, captó fragmentos de palabras:

—La maldición de Alá… perro chino… carne de cerdo… mi izzat.

—No debes preocuparte más por tu izzat —gruñó Harrison, observando las ruinas que albergaban las destrozadas figuras que antes fueran terroristas mongoles—. Y, después de lo que has hecho esta noche, no vas a ir a prisión… ni aunque mates a todos los chinos de River Street.