I.

La carnicería resultó tan inesperada como una cobra invisible. En un segundo, Steve Harrison caminaba con desenfado por el callejón a oscuras… y, al siguiente, luchaba desesperado por su vida contra una furia rugiente y babeante, que había caído sobre él con garras y colmillos. Aquella cosa era, obviamente, un hombre, aunque, durante los primeros y vertiginosos segundos de la contienda, Harrison incluso llegó a dudar de ello. El estilo de lucha del atacante resultaba apabullantemente cruel y bestial, hasta para Harrison, que estaba acostumbrado a los trucos sucios que se empleaban en los bajos fondos.

El detective sintió cómo las fauces de su asaltante se hundían en su carne y lanzó un alarido de dolor. Pero, además, empuñaba un cuchillo, que desgarró su abrigo y su camisa, haciendo brotar la sangre, y sólo la ciega casualidad, que le hizo cerrar los dedos alrededor de una muñeca nervuda, mantuvo la afilada punta alejada de sus órganos vitales. Estaba tan oscuro como la puerta trasera del Erebus. Harrison percibía a su asaltante tan solo como una mancha negra en la oscuridad que le envolvía. Los músculos que aferraban sus dedos eran tirantes y acerados como cuerdas de piano, y había una terrorífica robustez en el cuerpo que se enfrentaba al suyo, que llenó de pánico a Harrison. Rara vez el gran detective había encontrado a un hombre que se le pudiera igualar en fuerza; pero este ciudadano de la oscuridad no solo era tan fuerte como él, sino que era mucho más ágil… más veloz y más salvaje de lo que jamás podría ser un hombre civilizado.

Rodaron sobre los desperdicios del callejón, mordiéndose, golpeándose, debatiéndose, y, aunque el invisible enemigo gruñía cada vez que los pétreos puños de Harrison se estampaban contra él, no mostraba el menor signo de debilidad. Su muñeca era como un amasijo de cables de acero, que amenazaba con romper de un momento a otro la presa de Harrison. Su carne se estremeció de pavor ante el frío acero, y el detective agarró aquella muñeca con las dos manos, e intentó romperla. Un aullido sediento de sangre indicó lo fútil de su intento, y una voz que, hasta entonces había boqueado en un idioma desconocido, susurró al oído de Harrison:

—¡Perro! ¡Morirás en la basura, como yo morí en la arena! ¡Tú dejaste mi cadáver a los buitres! ¡Yo dejaré el tuyo a merced de las ratas del callejón! ¡Wallah!.

Un dedo mugriento tanteaba el rostro de Harrison, en busca de su ojo, y, rendido a la desesperación, el detective echó su cuerpo hacia atrás, y proyectó hacia delante la rodilla, con una fuerza capaz de destrozar los huesos. El desconocido asaltante resolló y rodó lejos de él, con la agilidad de un gato. Harrison se puso en pie tambaleándose, perdió el equilibrio y se apoyó contra la pared. Su enemigo, tras lanzar un grito, volvió a cargar contra él. Harrison escuchó silbar la hoja del cuchillo, que se clavó en el muro detrás de él, y se lanzó a ciegas, con el empuje de sus poderosos hombros. Chocó contra algo sólido, notó cómo su víctima tropezaba, cayendo hacia atrás, y escuchó cómo se estampaba contra, los desperdicios que cubrían el suelo. Entonces, por primera vez en su vida, Steve Harrison le dio la espalda a un solo enemigo y corrió tambaleándose, pero a buen paso, hasta la salida del callejón.

Respiraba con dificultad, y sus pies tropezaban con charcos y montones de basura. Esperaba recibir un cuchillo en la espalda de un momento a otro.

—¡Hogan! —baló desesperado. Por detrás de él sonaban las veloces pisadas de su letal oponente.

Se catapultó fuera de la entrada del negro callejón, topándose de bruces con el patrullero Hogan, que había escuchado su urgente bramido, y acudía a la carrera. El patrullero se quedó sin aliento, lanzando un jadeo agónico, y los dos hombres se desplomaron sobre la acera.

Harrison no gastó tiempo en levantarse. Agarrando el Colt especial del 38 del cinturón de Hogan, disparó contra la sombra que, por un instante, se proyectó hacia el exterior de la boca del callejón. Tras ponerse en pie, se acercó a la oscura entrada, sosteniendo aún el arma humeante. No se escuchaba sonido alguno desde esa abertura estigia.

—Dame tu linterna —pidió, y Hogan se puso en pie, con una mano en su amplia barriga, y le tendió el artículo solicitado. El haz de luz blanca no mostró cuerpo alguno en el fango del callejón—. Se ha largado —musitó Harrison.

—¿Quién? —quiso saber Hogan, aún espantado—. Además, ¿de qué va todo esto? Te oí gritar «¡Hogan!» como si el demonio te tuviera sentado en sus rodillas, y al momento siguiente, te lanzas contra mí, embistiéndome como un toro. Qué…

—Cierra el pico, y exploremos este callejón —espetó Harrison. No pretendía abalanzarme sobre ti. Alguien saltó sobre mí…

—¿Alguien o algo? —el patrullero examinó a su compañero bajo la incierta luz de la distante farola de la esquina. El abrigo de Harrison colgaba hecho trizas; su camisa colgaba en jirones, revelando su pecho, amplio y velludo, que se agitaba con su respiración. El sudor descendía por su cuello de toro, mezclándose con la sangre que teñía los arañazos de sus brazos, hombros y pecho. Llevaba el pelo manchado de mugre, y sus ropas olían a basura—. Debes de haberte topado con toda una banda —decidió Hogan.

—Sólo era un hombre —dijo Harrison—. Un hombre o un gorila; pero hablaba. ¿Vienes?

—Creo que no. Fuera lo que fuera, ya se ha ido. Vuelve a enfocar hacia el callejón. ¿Lo ves? Nada a la vista. No tiene sentido que hagamos una ronda para ver si le encontramos. Será mejor que vayas a que te curen esos cortes. Ya te he avisado antes sobre lo peligroso que es adentrarse en estos callejones a oscuras. Hay muchos hombres que tienen cuentas pendientes contigo.

—Iré a casa de Richard Brent —dijo Harrison—. Él me hará un arreglo. ¿Vienes conmigo?

—Claro, pero será mejor que me dejes…

—¡Sea lo que sea, no! —dijo Harrison, furioso por los cortes y su vanidad herida. Y escucha, Hogan… no menciones esto por ahí, ¿vale? Quiero arreglar este asunto yo solo. No parece un caso ordinario.

—No parece que lo sea… cuando un bicho ha logrado vapulear así a «Hombre de Hierro» Harrison —fue el mordaz comentario de Hogan, tras el cual, Harrison maldijo entre dientes.

La residencia de Richard Brent se alzaba justo al final del recorrido habitual de Hogan… un bloque solitario y respetable en medio de la marea de deterioro que engullía el vecindario, pero de la que Brent, absorto siempre en sus estudios, no podía ser consciente.

Brent se encontraba en su estudio atestado de reliquias, volcado sobre los oscuros volúmenes que eran, a la vez, su vocación y su pasión. Su apariencia erudita contrastaba vivamente con la de sus visitantes. Pero se hizo cargo de la situación sin turbarse en absoluto, y aplicando sus estudios de medicina.

Hogan, tras asegurarse de que las heridas de Harrison eran poco más que meros arañazos, regresó a su ronda y, poco después, el gran detective tomaba asiento frente a su anfitrión, con un gran vaso de whisky en su descomunal manaza.

La altura de Steve Harrison estaba por encima de la media, pero parecía mucho más bajo debido a la anchura de sus hombros y la amplitud de su pecho. Sus fuertes brazos colgaban lacios, y su cabeza se inclinaba hacia delante, de forma agresiva. Su frente, ancha y baja, coronada por una mata de salvaje cabello negro, sugería más a un hombre de acción que a un pensador, pero sus fríos ojos azules reflejaban una profundidad mental inesperada.

—«… como yo morí en la arena» —estaba diciendo—. Eso es lo que me dijo. ¿Estaba como una cabra… o qué demonios…?

Brent sacudió la cabeza, observando las paredes con aire ausente, como si buscara inspiración en las armas, antiguas y modernas, que las adornaban.

—¿Y no pudiste entender el idioma en el que te había hablado antes?

—Ni una palabra. Todo lo que sé es que no era inglés, ni tampoco chino. Ni siquiera sé si ese tipo no era más que acero y hueso. Pelear con él era como hacerlo con una cesta llena de gatos salvajes. A partir de ahora voy a llevar siempre un arma de reglamento. La rechacé hace poco, porque las cosas han estado muy tranquilas. Siempre me figuré que, con los puños, podría resultar un buen rival para cualquier ser humano ordinario. Pero ese diablo no era un ser humano ordinario; se parecía más a un animal salvaje.

Trasegó su whisky de forma sonora, se limpió la boca con el canto de la mano, y se inclinó hacia Brent con un brillo de curiosidad en los ojos.

—Nunca le diría esto a nadie que no fueras tú —dijo con una extraña actitud de duda—. Y puede que pienses que estoy loco… pero… bueno, me he cargado a muchos hombres a lo largo de mi vida. Imagina que… bueno, los chinos creen en los vampiros, los gules y los muertos que caminan… y todo eso que dijo acerca de que había estado muerto, y que yo le había matado… Imagina que…

—¡Tonterías! —exclamó Brent con una risa incrédula—. Cuando un hombre se ha muerto, se ha muerto. No puede regresar.

—Eso había creído yo siempre —musitó Harrison. Pero ¿a qué diablos se refería con eso de que yo le dejé para que alimentara a los buitres?

—¡Yo te lo diré! —una voz tan dura y despiadada como el filo de un cuchillo interrumpió la conversación.

Harrison y Brent se giraron sobresaltados, y el segundo casi se cae de la silla. En el otro extremo de la habitación, una de las altas ventanas había quedado abierta para que entrara el aire. Ahora, junto a ella, se alzaba un hombre alto y fibroso cuya vestimenta hecha jirones no podía ocultar la peligrosa robustez de sus miembros ni la anchura de sus recios hombros. Su barato atuendo, apolillado y manchado de sangre, parecía incongruente junto al fiero y oscuro rostro de halcón, y la llama que ardía en sus ojos oscuros. Harrison gruñó de forma explosiva, al percibir la concentrada ferocidad de su mirada.

—Escapaste de mí en la oscuridad —musitó el extraño, apoyando el peso de su cuerpo sobre la parte anterior de sus pies, tensándose como un felino, mientras una daga curva brillaba en su mano. ¡Estúpido! ¿Acaso creías que no iba a seguirte? Aquí hay luz: ¡No volverás a escapar!

—¿Quién diablos eres? —quiso saber Harrison, alzándose en una inconsciente posición defensiva, con los brazos flexionados y los puños cerrados.

—¡De pocas agallas y memoria débil! —se burló el otro—. ¿No te acuerdas de Amir Amin Izzedin, a quien mataste en el Valle de los Buitres hace treinta años? ¡Pues yo sí que lo recuerdo! ¡Desde la cuna, te recuerdo! Desde antes de que supiera hablar o caminar, supe que era Amir Amin, y me acordaba del Valle de los Buitres. Pero sólo después de una profunda vergüenza y un largo vagar, me fue revelando el pleno conocimiento. ¡Logré verlo en el humo de Shaitán! Has cambiado tu recipiente de carne, Ahmed Pasha, perro beduino, pero no podrás escapar de mí. ¡Por el Becerro de Oro!

Corrió hacia él con un aullido felino, empuñando en alto la daga. Harrison saltó hacia un lado, con una agilidad sorprendente para un hombre de su tamaño, y descolgó una lanza antigua de la pared. Con un alarido sin palabras, que más parecía un grito de guerra, se lanzó hacia delante, agarrándola con ambas manos, como si fuera un fusil con la bayoneta calada. Amir Amin le esquivó deslizándose a un lado, y contorsionando su cuerpo de pantera para evitar la afilada punta. Cuando Harrison se dio cuenta de su error, ya era demasiado tarde… sabía que recibiría una puñalada tan pronto pasara de largo al escurridizo oriental. Pero no podía detener el ímpetu de su acometida. Y, entonces, el pie de Amir Amin resbaló con una alfombra suelta. La punta de la lanza atravesó su apolillado abrigo, y se enterró en sus costillas, haciendo brotar un reguero de sangre. Herido y desequilibrado, apuñaló a ciegas y, entonces, el descomunal hombro de Harrison les derribó a ambos al suelo.

Amir Amin fue el primero en levantarse, pero sin su cuchillo. Mientras paseaba una mirada salvaje a su alrededor, buscándolo, Brent, temporalmente paralizado ante aquella violencia inusitada, entró en acción. El erudito agarró un arma de fuego del expositor de la pared, y sus ojos mostraron una sombría determinación. Al apuntar la pistola, Amir Amin emitió un alarido, y se lanzó como una bestia por la ventana más cercana. El estampido del cristal hecho añicos se mezcló con el atronador rugido del arma de fuego. Al acercarse a la ventana, Brent, parpadeando aún por la humareda de la pólvora, vislumbró una forma oscura que corría por la avenida en sombras, bajo los árboles, hasta desaparecer de la vista. Se dio la vuelta y contempló a Harrison, que se incorporaba, mientras maldecía profusamente.

—¡Dos veces en una noche es condenadamente demasiado! Además, ¿quién es ese chalado? ¡No le había visto en mi vida!

—¡Es un druso! —explicó Brent—. Su acento… su mención al Becerro Dorado… su apariencia de halcón… estoy seguro de que es druso.

—¿Qué demonios es un druso? —bramó Harrison con un espasmo de irritación. Las vendas se le habían rasgado, y sus heridas volvían a sangrar.

—Viven en un área montañosa de Siria —respondió Brent. Es una tribu de fieros guerreros…

—En eso estoy de acuerdo —escupió Harrison. Jamás esperé encontrar a nadie que pudiera igualarme en un combate cuerpo a cuerpo, pero este demonio me ha tenido contra las cuerdas. De todos modos, es un alivio saber que no es más que un ser humano. No tengo por costumbre tomar precauciones, y no empezaré ahora. Pensaba quedarme aquí, esta noche, si tienes alguna habitación en la que se pueda cerrar con llave las puertas y ventanas. Mañana, iré a ver a Woon Sun.