IV.

La escalera era estrecha y empinada, y Harrison descendió por ella con cautela. La carne de entre sus omóplatos se estremecía esperando una bala, a pesar de su convicción de que Osman Pasha no se volvería contra él hasta que hubiera pasado todo el peligro con los maronitas y Tannernoe. Aún así, era consciente de la reputación de degollador que Osman tenía en River Street, y tal conocimiento no resultaba del todo confortable.
La escalera estaba más negra que las simas más profundas del averno; pero, una vez abajo, el espectral resplandor azulado regresó, pareciendo venir de todos lados, y de ninguno en particular. Harrison hizo un comentario acerca del fenómeno.
—Los antiguos sacerdotes de Tebas poseían grandes conocimientos, la mayor parte de los cuales no han llegado hasta el hombre moderno —dijo Osman. Uno de sus secretos era un proceso mediante el cual ciertos tipos de materiales podían ser transformados en una suerte de baterías naturales de almacenamiento… recogiendo el calor y soltándolo de forma gradual en forma de ondas de luz. Nuestro anfitrión se enteró de los detalles de dicho proceso gracias a cierta Hermandad que existe todavía a lo largo del Nilo. Estas paredes han sido tratadas conforme a esa fórmula.
»Lo cierto es que uno puede descubrir innumerables maravillas en el Caserón Tannernoe; cualquier de ellas podrían haber convertido al amo de la casa en un hombre célebre hace ya tiempo, de no haber temido tanto la publicidad. Una palabra de advertencia: se dice que muchas de esas maravillas existen en forma de trampas, de modo que camina con cuidado.
Recordando el destino de los libaneses, Harrison gruñó su asentimiento.
—Parece que sabes muchas cosas acerca de Tannernoe —observó.
—Fuimos socios durante un tiempo —dijo el turco—. Verás, fue a petición suya que disparé la bala fatal sobre la persona de Josef La Tour. O, mejor dicho, me dejé persuadir por la gran suma de dinero que me ofreció a cambio de tal asesinato.
Un gruñido de sorpresa escapó del detective.
—En su momento lo tomé por un ajuste de cuentas. Me figuraba que La Tour tenía algún dato comprometedor sobre ti en ese maldito cuaderno de notas suyo —calló un instante y luego preguntó—: ¿Qué trato tenía con los libaneses? ¿Cómo encajan ellos con Tannernoe?
La voz de Osman adoptó un tono reflexivo cuando respondió:
—Hace diez años, un aventurero llamado Adam Garfield entró en Beirut en un paquebote procedente de Port Said; iba disfrazado de mercader circasiano. Tras viajar a solas a las montañas del norte de Líbano, trabó contacto con una tribu de bandidos que vivían cerca de la aldea de Apamea, junto al río Orontes. Garfield había descubierto —merced a antiguos informes consultados en Alejandría— que un rubí de inmenso valor estaba guardado en un monasterio maronita, en las afueras de Apamea; pretendía robar esa gema, y deseaba que los bandidos le ayudaran en la empresa.
—Maronitas… —musitó Harrison. El término le había parecido poco familiar la primera vez que lo escuchó; y, aún así, un nebuloso recuerdo comenzaba a susurrar en el fondo de su mente, el atisbo de una imagen que no lograba aclarar.
—Los maronitas —prosiguió Osman— son una antigua secta cristiana de Oriente Medio; una rama de la iglesia siria que se estableció en el Líbano en el siglo quinto. La Gema Maronita es su reliquia más preciada… un rubí que Pablo de Tarso llevó a Siria poco después de la muerte de Cristo, como obsequio de un acaudalado converso de origen griego. Pero, incluso antes de todo aquello… hace eones… se dice que la gema coronaba el cetro de Rammon, que fue el más grande de todos los brujos, salvo, quizás, por otro que vivió en la prehistórica Estigia.
»En cualquier caso, Garfield había descifrado un diagrama del monasterio, de varios siglos de antigüedad, que mostraba cómo un hombre podía penetrar en su interior para robar la gema. Gracias a los bandidos, logró un salvoconducto para cruzar las montañas. A cambio, ofreció una parte de las ganancias que el rubí podía reportarles, al venderlo a cierto coleccionista de Egipto.
»Sorprendentemente, el plan tuvo éxito. Garfield y el líder de los bandidos lograron acceder al monasterio por medio de un viaducto olvidado, y escaparon con el rubí. El robo, no obstante, no tardó en ser descubierto. Garfield se salvó, traicionando a sus socios ante las autoridades. Para cuando la policía libanesa descubrió que los bandidos no tenían la joya en su poder, Garfield estaba ya muy lejos de Beirut, de camino a Europa.
»Los bandidos fueron encarcelados. Permanecieron presos durante una década, mientras su ansia de venganza se acrecentaba día a día, hasta que se presentó ante ellos un modo de escapar. Una vez libres, partieron en busca de Garfield y de la Joya Maronita. ¿No ves ya a dónde conduce esta historia, Harrison? Los bandidos eran seis, y los lideraba un hombre llamado Akbar. Eran los mismos libaneses que has visto esta noche…
—Y Adam Garfield es Absolom Tannernoe —dedujo el detective.
—¡Exacto! Garfield terminó llegando a los Estados Unidos, donde adoptó el nombre de Tannernoe. Durante años, vivió pacífica y cómodamente, tras haber amasado una fortuna con la venta de todos los artefactos que habían ido recopilando. La Gema Maronita permaneció, no obstante, en posesión suya. Quizás fue debido a que temía desprenderse de ella, atrayendo así una incómoda atención sobre su persona; o, quizás, porque la joya había tendido en torno a él una telaraña de encantamientos. No lo sé.
»La pista de Garfield se había quedado fría con los años. Aún así, recogiendo pistas con gran paciencia, Akbar y sus hombres se las arreglaron para reconstruir su huida. Fueron a Europa, y de allí viajaron a Norteamérica. Al fin, llegaron a nuestra ciudad, y, en ese punto, el rastro se evaporaba. Akbar estaba seguro de que Garfield vivía en esta zona, pero, al no saber el nombre que había adoptado, le resultaba imposible localizarle con precisión.
»En ese punto, los maronitas se enteraron de la existencia de Josef La Tour, y de su reputación de hombre que “sabía cosas”. Se acercaron a La Tour, pidiéndole ayuda para localizar a Garfield. Fascinado por la historia del rubí, Josef accedió a colaborar con ellos. Algunas notas acerca del robo, y de la huida de Garfield fueron a parar a su cuaderno de notas… así como un diagrama del monasterio y una vieja fotografía de Garfield con el edificio al fondo. El aventurero se había dejado tomar la fotografía en un momento de vanagloria, y, de algún modo, una copia había llegado a parar a manos de Akbar.
»Empleando sus fuentes en la ciudad, y fuera de ella, La Tour completó la búsqueda y descubrió la conexión entre Adam Garfield y Absolom Tannernoe. Aunque, en lugar de volver junto a Akbar, Josef se enfrentó a Garfield —o Tannernoe— mostrándole la información que había recopilado. Por veinte mil dólares, se mostraba dispuesto a no informar a los maronitas de que había encontrado al hombre que buscaban: esa fue la proposición que hizo a Tannernoe.
—Pero la extorsión no era algo que el viejo Absolom estuviera dispuesto a permitir —especuló Harrison. Sabiendo que La Tour frecuentaba tu garito de juego, y que se te daba bien tirar con pistola, acudió a ti. Te contrató para que le metieras una bala a La Tour, antes de que el euroasiático pudiera largarle la información a los libaneses.
—Correcto.
—¿Y el cuaderno de notas de Josef? ¿No había oído hablar de él?
—No. Al menos, nunca lo mencionó.
—Supongo que se enteró de su existencia después de la muerte de La Tour, cuando los periódicos montaron una buena historia, diciendo que yo lo había encontrado en el cadáver —musitó Harrison. Probablemente, se figuró que La Tour habría anotado algo acerca de su crimen… algo que le pondría en apuros con los maronitas o con la Ley. De modo que se inventó una historia, diciendo que estaba en peligro, para atraerme al caserón.
—Yo no sabía que los libaneses fueran a venir aquí esta noche —dijo Osman—. Obviamente, La Tour debió contactar con ellos poco antes de su muerte, adelantándoles algo de la información que había descubierto. Probablemente, aunque hubiera logrado sacarle dinero a Tannernoe, luego habría acudido a Akbar de cualquier modo.
»Lo que sí sabía era que tú estabas aquí, y que debías llevar encima el cuaderno de notas. Acompañado de Hadji, salí de la ratonera cercana al río en la que llevaba escondido varias semanas… desde que la policía emitió la orden de busca y captura. No había conseguido más que una parte del dinero que Tannernoe me había prometido; y se me había ido todo, al pagar a la persona que me había escondido de la Ley. No podía ni acercarme a mi cuenta bancaria. Tenía que conseguir ese cuaderno de notas. Con él —con el dinero que su contenido podía proporcionarme— podría marcharme de River Street y comenzar una nueva vida en cualquier parte.
—¿Cómo descubriste estos pasadizos?
—Uno de los criados de Tannernoe sabía de ellos. Me reuní con él y le persuadí para que compartiera sus conocimientos. Supongo que tú estabas en la habitación de la torre, y, por pura suerte, llegamos al exterior de esa alcoba justo cuando Gutchluk entraba por el panel secreto. A mi orden, Hadji atravesó con su hoja el corazón del mongol.
—¿Por qué no me remató a mí, después de eso?
—Vio que el ruido te había despertado, y que tenías un arma. Dudaba en arriesgarse a que pudieras dispararle, y decidió esperar a una ocasión más propicia para llevar a cabo sus planes.
Harrison empezó a maldecir en un tono bajo pero resuelto.
—Esa fotografía debería haberme aclarado el asunto —gruñó—. Creo que, de forma inconsciente, reconocí al hombre de la foto como Tannernoe… y la nota acerca del «tesoro de Orontes» me recordó cierto artículo de prensa dominical que leí hace años, acerca del robo de la Gema Maronita. Pero sólo recordaba ese detalle.
»Al comienzo de la noche, mi subconsciente intentaba relacionar a Tannernoe con el cuaderno de notas, pero no lograba conectar las diferentes pistas que tenía. ¡El nombre de “Adam Garfield” me despistaba!
En ese momento, el detective se detuvo en seco. Su acción fue tan abrupta que Osman Pasha estuvo a punto de tropezar con él. Frente a ellos, desde algún lugar más allá del pasadizo iluminado de bruma azul, se alzó un coro de gritos y gemidos. El clamor se alzó hasta convertirse en alaridos de horror, y, por encima de ellos, se escuchó un terrible estallido de risas.
—¡En el nombre de Dios! —dijo Osman, sobrecogido— ¿Qué es eso?
La piel del detective sintió un escalofrío de repulsión. Aquel griterío le crispaba los nervios. Continuó unos instantes, y luego se fue apagando mientras, una tras otra, las voces quedaban en silencio. Al fin, sólo la risa continuó, hasta que también ese sonido desapareció en la siniestra penumbra.
Olvidando el arma que le apuntaba a la espalda, Harrison saltó hacia delante. El pasadizo se cruzaba con otro corredor, más estrecho, que desembocaba perpendicular a él, y, siguiendo una corazonada, Harrison penetró en él. Avanzó a buen paso, pero con cautela, rozándose el hombro derecho con la pared; el camino era tan estrecho que casi no cabía por él.
Un momento después, llegó ante un muro de piedra en el que había encajada una enorme puerta reforzada de hierro. La puerta parecía lo bastante sólida como para aguantar la carga de un elefante. Mostraba una pequeña abertura cuadrada en la parte superior de la hoja, reforzada con esbeltos —pero recios— barrotes de hierro.
Al asomarse por la abertura, Harrison divisó una destartalada celda de techo bajo en la que reinaba una curiosa neblina, de aspecto opaco bajo la luz azulada. En medio del habitáculo yacían cuatro hombres, totalmente inmóviles, y el detective los reconoció como los maronitas que habían caído por la trampilla en el estudio de Tannernoe. Su líder, Akbar, Yacía con los hombros apoyados contra la pared. Su rostro, vuelto hacia la puerta, estaba contraído en una máscara de agonía, con unos ojos vidriosos que miraban sin ver.
—¡Buen Dios! —susurró Osman, mirando a su vez por entre los barrotes—. ¡Han muerto todos! Pero ¿cómo? No veo marcas en los cuerpos…
La respuesta le llegó como un mazazo al hombre de la Ley, y se apartó de la puerta, obligando a Osman a retroceder también.
—Esa neblina debe ser gas venenoso… la perdición que Tannernoe mencionó habría de caer sobre los maronitas.
—Este Garfield posee los recursos del mismísimo diablo —murmuró el turco con respeto.
Los dos hombres se sobresaltaron entonces, cuando un nuevo estallido de risa enloquecida resonó por el corredor; la voz de Absolom Tannernoe —áspera y metálica—, reverberó en las estrechas paredes:
—¡Necios! ¿Pensabais que iba a escapar como un conejo asustado? ¡Ja! ¡Me encargaré de vosotros igual que me encargué de esos perros maronitas!
Harrison se dio cuenta de que Tannernoe debía haber dejado aquel dédalo de pasadizos secretos, y ahora debía de estar siguiendo su avance por medio de algún aparato científico. Debía de haber un altavoz colocado en alguna parte, —en las paredes o en el techo—, y la voz del loco sonaba a través de él.
Osman lanzó un exabrupto y dio un paso involuntario hacia un lado; al hacerlo, se escuchó un chasquido de electricidad, y se produjo un estallido de terribles chispazos en el lugar en que la pistola automática tocó contra la pared. El criminal emitió un breve grito sin palabras, y luego se desplomó contra el suelo. Sus ojos, bajo la misteriosa luz del corredor, poseían la cualidad blanquecina de los de un cadáver.
Observando la pared, Harrison detectó una pequeña placa metálica entre las juntas de las piedras. Supuso que dicha placa estaba conectada a un generador eléctrico, y que la corriente que transmitía había sido lo bastante potente como para quitarle la vida al turco en cuestión de segundos.
El detective empezó a intentar recuperar el arma de Osman, pero lo pensó mejor. Era posible que la corriente hubiera dañado el mecanismo del gatillo, haciendo que fuera un arma peligrosa de disparar.
Un extraño sonido siseante se introdujo por entre los pensamientos del detective. Durante un momento pensó, aterrado, que podía haber escondido un nido de serpientes venenosas en el entrante de la celda; luego vio que unas hebras de niebla oscura empezaban a anegar el corredor desde pequeños agujeros colocados en lo alto de las paredes. El sonido lo producía el aire comprimido que impulsaba a salir el gas.
—El vapor que ve, señor Harrison, es un gas mortal cuya fórmula descubrí gracias a ciertos científicos europeos —chilló la voz de Absolom Tannernoe— Mata velozmente… tal como Akbar y sus hombres han tenido ocasión de comprobar… y luego se descompone para formar un compuesto gaseoso inofensivo. Lamento decir que no le quedan más que unos pocos segundos de vida.
Una oleada de furia impotente se apoderó del corpulento detective. En algún lugar de aquel pasadizo estaba la puerta por la que Tannernoe había regresado a la zona principal de la casa; pero encontrar aquel portal oculto era una tarea imposible, dado el poco tiempo del que disponía. Su única posibilidad era regresar por donde había venido, y salir por el panel del estudio.
El detective se dio la vuelta y regresó por el corredor hasta el pasadizo ancho que conducía a la escalera. Sus pies descalzos pisaban en silencio las frías losas de piedra del suelo. En aquel pasadizo también estaba empezando a salir gas, y Harrison decidió que debería respirar hondo y contener la respiración durante el resto de la carrera.
Morir entre aquellas paredes, como una rata atrapada, era un destino que despertaba un oscuro escalofrío de pavor en el alma de Harrison.
Harrison corrió escaleras arriba, con la niebla arrastrándose detrás de él en espectrales volutas. La oscuridad más profunda le rodeaba por completo, como las insondables tinieblas de un mausoleo, y luego volvió a reinar la luz azulada cuando llegó al nivel superior. Sus pulmones estaban a punto de estallar, demandando oxígeno, pero el detective contuvo el aliento con tozudez.
El gas formaba una niebla palpable en el corredor de arriba. El cuerpo de Hadji Murad bloqueaba el camino, pero Harrison lo evitó con un salto a ciegas. Sus pulmones parecían arder, y la sangre le rugía en la cabeza; ante sus ojos desfilaban puntitos de luz. Sabía bien que, en un momento más, sus reflejos se impondrían. Sus pulmones le exigirían aire, y se vería obligado a inhalar el gas venenoso.
Llegó a la esquina y la dobló con dificultad. Tambaleándose como un borracho, vio el corredor que se extendía ante él bajo el fulgor azulado, y, más allá, como si brotara de la pared, un solitario jirón de tela blanca… ¡Su pañuelo!
Llegando ante aquel punto tan ansiado, se desplomó contra la pared y comenzó a empujar el panel oculto. Tras un momento de frenéticos golpes, Harrison escuchó un suave chasquido en alguna parte del panel. Una estrecha apertura apareció ante él, y lanzó los dedos, ávido, al interior de aquel espacio tan diminuto. Al empujar, la puerta se abrió bajo su peso.
Harrison atravesó el umbral y se desplomó sobre sus manos y rodillas en la habitación que había al otro lado.
El aire entró por entre los dientes del detective, que jadeaba como un león exhausto. Gateó unos metros, mientras el estudio giraba en torno a sus ojos, y la puerta lastrada volvía a cerrarse contra la fantasmal muerte que le perseguía.