V.

Sus oídos escucharon un gruñido bajo, que helaba la sangre.
Desde donde yacía, junto a la pared, Harrison observó cómo se agitaban las colgaduras que ocultaban la salida al vestíbulo, y luego se deslizaban a un lado para dejar paso a una figura ensangrentada y maltrecha. A cuatro patas, con agónica lentitud, la figura se arrastró al interior de la estancia, y un rostro delgado y contorsionado por el dolor miró al detective. Era Absolom Tannernoe quien así se arrastraba, con la espalda de su camisa empapada de sangre.
El rostro del hombre había perdido todo su color, y, en aquella máscara blanca, los ojos ardían de un modo extraño. Los tendones de su cuello de buitre resaltaban claramente por encima del cuello de su camisa.
—El… me estaba esperando —dijo el dueño del Caserón Tannernoe en un ronco susurro—. Me apuñaló… mientras subía… desde el sótano.
Los brazos de Tannernoe perdieron su fuerza, y su delgada forma se desplomó. Su crispada mano izquierda se relajó, y, de ella, rodó algo que resplandecía con un fulgor tan rojo a la luz de la lámpara de campamento como la sangre que manaba de la herida en su espalda. Avanzando un paso, Harrison vio que se trataba de un brillante rubí, casi tan grande como el puño de un hombre.
—De modo que esta es la gema de los maronitas —murmuró Harrison.
Se acercó a Tannernoe, vigilante ante cualquier movimiento amenazador que pudiera llevar a cabo. La recia culata de un revólver sobresalía del cinturón del aventurero, pero Harrison presentía que había ya poco que temer del hombre. Tannernoe había jugado ya todos sus triunfos. Sus manos, como garras, se contraían en débiles espasmos, y su respiración recordaba a los estertores de un moribundo.
Mientras el detective se ponía en pie, debilitado, y se acercaba a él, las colgaduras volvieron a agitarse. Un hombre barbado y musculoso entró en el estudio, sosteniendo en una mano una daga ensangrentada. Aquel, por lo que Harrison sabía, era el último maronita, Ahmed, y mostraba un rostro castigado por la paliza que Harrison le había dado en la escalera: tenía una oreja partida, reducida a una pulpa repugnante.
«Dios», pensó el detective, «¡Menuda escena de pesadilla!» Tannernoe yacía en el suelo, el muerto Alí junto a él, y Ahmed se alzaba por encima de ellos, con la cabeza ensangrentada. La oscuridad que cubría los rincones de la sala le recordaba a la sombra de un demonio acechante.
—De modo que aquí concluye la larga búsqueda —dijo el libanés en un inglés confuso—. Esta rata de Garfield ha ido a reunirse con su amo en el infierno… ¡pero no antes de arrebatarles la vida a mis pobres camaradas! Bueno, quizás sea mejor así.
—¿Mejor? —repitió Harrison. Había una curiosa inflexión en la voz de Ahmed que no llegaba a identificar.
—¡Sí! Ahora la gema es mía. No la habría compartido con Akbar y los demás. Garfield —o Tannernoe— me salvó del dilema de tener que acabar luego con ellos, por la posesión de la piedra. ¡Puede que incluso hubiera tenido que matarles yo mismo!
—Entonces tenías planeado traicionarles —gruñó Harrison. Querías la fortuna que podías lograr con el rubí, y la querías toda para ti…
Con gesto endurecido, Ahmed empujó a un lado con la bota la sanguinolenta forma de Tannernoe, mientras se acercaba a Harrison.
—No sólo para mí —dijo—. Akbar y los demás codiciaban la gema por el oro que podía proporcionarles, es cierto. Pero mi propósito era servir a alguien más poderoso que mi propia persona… era hacer una ofrenda a alguien para el que el oro no es más que el polvo de la vanidad humana.
—¿Quién…?
—Bien, yo sirvo al que se conoce como el Señor de la Muerte, y Dueño del Libro Negro… ¡El heredero de las glorias pasadas del Imperio Mongol! —dijo Ahmed con un profundo éxtasis en la voz—. ¡Mi Amo es Erlik Khan!
—¡Erlik Khan! —clamó el detective. Pero hombre, si Erlik Khan está muerto… le mató un druso loco hace semanas. Le rebanó la cabeza con una espada curva en el escondite que tenía Erlik Khan en River Street. Lo vi con mis propios ojos.
—¿Acaso el Señor de la Muerte no puede dominar también su propia partida? No, Erlik Khan vive; se me apareció hace tan sólo unos pocos días, y me ordenó que le procurara la gema maronita para sus propósitos. Hay ciertos cultos en el Medio Oriente… más antiguos que los maronitas, e incluso más que Sumeria o Babilonia… en los cuales la gema posee una significación mística. Si lograra la posesión de esta gema, Erlik Khan lideraría a la inmortal congregación de dichos cultos. ¡Y, con ayuda de ellos, Erlik se convertiría en el Amo del Asia Menor!
A Harrison le dio vueltas el cerebro con la importancia de las palabras de Ahmed. Recordó entonces, cómo, hacía menos de un mes, se había enfrentado con el fanático Alí ibn Suleyman, que estaba convencido de que él y Harrison habían sido enemigos mortales en sus encarnaciones anteriores. Alí había servido a Erlik Khan, pero, en el último momento, se había vuelto contra él, cuando el cerebro criminal amenazó con desbaratar su enloquecida venganza contra Harrison. Recordaba con claridad la espada del druso, lanzando destellos como un rayo azulado, y partiendo en dos la capucha que ocultaba el rostro de Erlik Khan. Recordó al misterioso archicriminal desplomándose tras el golpe… y, después, el incendio que había consumido el cuartel general del mongol.
—Cuando estaba solo, en un fumadero de opio de River Street, enfrascado en los sueños de mi pipa de hachís, fui abordado por Erlik Khan —decía Ahmed, como llevado por una ensoñación—. Se había enterado de nuestra búsqueda por extrañas y misteriosas circunstancias. Como si fuera un Djinn en la oscuridad, me ordenó que me sometiera a su voluntad. ¿Cómo podía resistirle? Me prometió un alto puesto en su organización… y un éxtasis más allá de mi imaginación…
—No sé qué sueños de opio tendrías esa noche —interrumpió el detective— pero no me creo que de verdad hablaras con Erlik Khan. A estas alturas, lleva ya muerto varias semanas. Tira al suelo ese cuchillo y me encargaré de que la Ley no sea muy dura contigo.
—Ahora estoy más allá de tus leyes —respondió el maronita—. Eres un hombre valiente, americano, y no te deseo mal alguno, pero no puedo dejarte con vida. Nadie debe saber que la gema ha ido a parar a Erlik Khan.
Se lanzó hacia delante, cuchillo en alto, y Harrison se preparó para saltar contra él. Tenía sus dudas acerca del resultado de tal acción… su obsesión le daba a Ahmed un nuevo flujo de energía renovada… pero el detective no estaba dispuesto a dejarse degollar como una oveja en el matadero.
Desde detrás de Ahmed se escuchó un repentino y espeluznante gemido. Era el tipo de sonido que el detective podría imaginar en un gul, y tuvo la visión del muerto Alí, poniéndose en pie, con el rostro blanco colgando sobre su cuello rebanado… que volvía desde los muertos para castigar a Ahmed por su traición.
Pero era Absolom Tannernoe quien había gemido de esa guisa. Con un terrorífico esfuerzo, se las había arreglado para incorporarse sobre un codo, y había empuñado la pistola que llevaba al cinto. Su mirada febril se entrecerró en una fiera concentración, mientras levantaba el arma.
Resonaron tres disparos, y Ahmed gritó mientras las balas de Tannernoe perforaban su cuerpo. Había intentado darse la vuelta, como para hacer frente a su enemigo, y ahora se desplomó, extendiendo la mano hacia la gema maronita con sus últimas fuerzas.
—Erlik Khan… amo… —boqueó— Te entrego el rubí… haz con mi alma lo que te plazca… —un rictus involuntario contrajo sus labios, y murió.
La pistola cayó de la mano de Tannernoe con un golpe apagado. Harrison anduvo hacia el lugar donde yacía el hombre, y le tomó el pulso. No tenía. Los ojos de Absolom habían perdido su luz, y una vengativa expresión de triunfo había quedado grabada en su rostro.
Resplandeciendo con un fulgor carmesí bajo la luz de la lámpara, el rubí parecía atraer a Harrison. Levantó la gema y notó que su tacto era cálido… como si hubiera absorbido parte de la sangre que se había vertido aquella noche en el Caserón Tannernoe.
Observó la gema, fascinado por su belleza y, aún así, repelido por el aura de muerte y violencia que los acontecimientos de aquella noche parecían conferirle.
—Nadie excepto yo sabe que esta joya estaba aquí —musitó Harrison. Reconozco que podría quedármela, pero, por alguna razón, creo que es mejor apartarme de ella. Se la daré al Jefe, y me encargaré de que la devuelvan al Líbano —una sombra adusta cruzó su rostro—. Cuanto antes vuelva esto a su monasterio, mejor estará el mundo… aunque sigo sin poder dar crédito a todos esos balbuceos de Ahmed acerca de Erlik Khan. Y ese cuaderno de notas de Josef La Tour irá a parar a un archivador con la etiqueta de «Caso Cerrado». Podría decirse que el misterio de Adam Garfield se ha resuelto por sí solo.