I.

—Tres asesinatos sin resolver no son algo tan inusual… tratándose de River Street —gruñó Steve Harrison, agitando incómodo en la silla su musculoso corpachón.

Su acompañante encendió un cigarrillo, y Harrison observó que la esbelta mano de la mujer no parecía demasiado firme. Era una mujer de belleza exótica, con una figura oscura y sutil, y los ricos colores de las noches púrpura de Oriente y de los amaneceres carmesí en su cabello negro azulado y sus labios rojos. Pero, en sus ojos oscuros, Harrison detectó la sombra del miedo. Tan sólo una vez, anteriormente, había observado miedo en aquellos ojos maravillosos, y el recordarlo le hizo sentir vagamente incómodo.

—Tu trabajo es resolver asesinatos —dijo ella.

—Dame un poco de tiempo. Cuando uno está tratando con la gente del barrio oriental, no se pueden forzar las cosas.

—Tienes menos tiempo del que tú crees —replicó ella de manera críptica—. Si no me escuchas, jamás resolverás estos asesinatos.

—Te estoy escuchando.

—Pero no vas a creerme. Dirás que estoy histérica… que veo fantasmas y que me asusto de las sombras.

—Escucha, Joan —exclamó él, impaciente—. Vamos al grano. Me has hecho venir a tu apartamento, y yo he acudido porque me has dicho que estabas en peligro de muerte. Pero ahora me cuentas acertijos acerca de tres hombres que fueron asesinados la semana pasada. Habla claro, ¿vale?

—¿Te acuerdas de Erlik Khan? —preguntó ella de forma abrupta.

—Dudo mucho que llegue a olvidarle alguna vez —repuso él—. Ese mongol que se hacía llamar el Señor de la Muerte. Su proyecto era combinar a todas las sociedades criminales orientales de América en una gran organización, que él mismo lideraría. Y podría haberlo logrado, si sus propios hombres no se hubieran vuelto contra él.

—Erlik Khan ha vuelto —dijo ella.

—¡Qué! —levantó la cabeza y la miró con incredulidad—. ¿De qué me estás hablando? ¡Le vi morir, y tú también!

—Vi cómo su capucha caía a un lado mientras Alí ibn Suleyman le golpeaba con su afilada cimitarra —respondió Joan. Vi cómo su cuerpo caía al suelo y quedaba inerte. Y entonces la casa fue pasto de las llamas, el tejado se derrumbó y, entre las cenizas, no se recuperaron más que huesos carbonizados. Pese a todo ello, Erlik Khan ha regresado.

Harrison no contestó, y permaneció sentado, esperando las siguientes pistas que, —de eso estaba seguro— su compañera le proporcionaría de forma indirecta. Joan La Tour era medio oriental, y compartía muchas de las características de sus sutiles parientes.

—¿Cómo murieron esos tres hombres? —preguntó ella, aunque Harrison estaba seguro de que conocía la respuesta tan bien como él.

—Li-chin, el mercader chino, se cayó desde su propio tejado —gruñó—. La gente de la calle le escuchó gritar y luego vieron cómo caía. Podría haber sido un accidente… pero los mercaderes chinos de mediana edad no tienen la costumbre de subirse a los tejados a media noche.

»Ibrahim ibn Achmet, el sirio que traficaba con antigüedades, fue mordido por una cobra. Eso también podría haber sido un accidente, solo que se sabe que alguien le tiró encima la serpiente desde un tragaluz.

»Jacob Kossova, el exportador levantino, fue sencillamente apuñalado en un callejón trasero. Todos ellos se ocupaban de trabajos al borde de la legalidad, aunque, aparentemente, no existían motivos para asesinarles. Pero los motivos siempre están profundamente escondidos en River Street. Cuando encuentre a los culpables, ya me preocuparé de descubrir sus motivos.

—¿Y esos asesinatos no te sugieren nada? —exclamó la joven muy tensa, y conteniendo la emoción—. ¿No ves el eslabón que conecta a unos con otros? ¿No has encontrado el nexo que tenían en común? Escucha… ¡Todos esos hombres, de un modo u otro, habían estado asociados con Erlik Khan!

—¿Y qué? —quiso saber él—. ¡Eso no significa que el Khan esté detrás de sus muertes! Encontramos un montón de huesos entre las cenizas de la casa, pero había miembros de su banda en otras partes de la ciudad. Su gigantesca organización se hizo pedazos después de su muerte, al carecer de un líder, aunque los supervivientes no fueron descubiertos jamás. Algunos de ellos podrían estar saldando viejas deudas.

—Entonces, ¿por qué han tardado tanto en atacar? Ha pasado un año desde que creímos ver morir a Erlik Khan. Te digo que el mismísimo Señor de la Muerte, vivo o muerto, ha regresado, y está castigando a esos hombres por la razón que sea. Quizás se negaron a volver a someterse a él. Cinco estaban señalados para morir, y de ellos ya han caído tres.

—¿Cómo sabes tú eso? —preguntó Harrison.

—¡Mira! —la muchacha extrajo algo de debajo de los cojines del diván en el que estaba sentada, y, poniéndose en pie, se inclinó junto a él mientras se lo tendía.

Era una pieza cuadrada de pergamino, o una sustancia parecida, de color negruzco y textura irregular. Sobre la hoja había cinco nombres escritos, uno tras otro, con una caligrafía marcada y fluida… y en color carmesí, como si se tratara de sangre en lugar de tinta. Los tres primeros nombres habían sido tachados con líneas carmesí. Eran los nombres de Li-chin, Ibrahim ibn Achmet, y Jacob Kossova. Harrison gruñó de forma explosiva. Los dos últimos nombres, aún sin tachar eran los de Joan La Tour y Stephen Harrison.

—¿Dónde has conseguido esto? —quiso saber.

—Lo introdujeron bajo mi puerta la pasada noche, mientras dormía. Si todas las puertas y ventanas no hubieran estado bien cerradas, la policía habría encontrado mi cadáver acuchillado esta mañana.

—Pero sigo sin entender la conexión…

—¡Es una página del Libro Negro de Erlik Khan! —exclamó ella—. ¡El Libro de la Muerte! Llegué a verlo cuando estaba a su servicio en los viejos tiempos. Allí es donde anota los nombres de sus enemigos, los vivos y los muertos. Vi ese libro, abierto, el mismo día en que Ali ibn Suleyman le mató— es un libro grande, con cubiertas de jade encastrado sobre ébano, y relleno de unas hojas de pergamino de color negro. Estos nombres no estaban allí aquel día; han sido escritos después de que creyéramos ver morir a Erlik Khan… ¡Y esta es la caligrafía que emplea Erlik Khan!

Si Harrison estaba impresionado, no lo demostró.

—¿Escribe su libro en inglés?

—No, en escritura mongola. Esto lo ha hecho para que podamos verlo. Y sé que estamos condenados, y sin la menor esperanza. Erlik Khan jamás avisa a sus víctimas, a menos que esté seguro de poder matarlas.

—Podría ser una falsificación —gruñó el detective.

—¡No! Ningún hombre podría imitar la mano de Erlik Khan. Escribe esos nombres en persona. ¡Ha vuelto de entre los muertos! ¡El infierno no podía contener a un diablo tan negro como él! —Joan estaba perdiendo parte de su compostura debido al terror y la emoción. Apagó el cigarrillo a medio fumar y rompió el precinto de una nueva cajetilla. Extrajo un nuevo cilindro blanco y dejó caer el paquete sobre la mesa. Harrison lo tomó y, abstraído, sacó uno para sí.

—¡Nuestros nombres están en el Libro Negro! ¡Es una sentencia de muerte para la que no existe apelación! —encendió una cerilla y la estaba alzando cuando Harrison le arrebató el cigarrillo con un gruñido de sobresalto. La joven cayó al diván, asustada por la violencia de su gesto, y observó cómo su compañero volvía a coger el paquete y esparcía todo su contenido.

—¿Dónde compras estos cigarrillos?

—¿Cómo? Pues, en el colmado de la esquina, supongo —se envaró—. Allí es donde, por lo general…

—No. Estos no proceden de allí —gruñó él—. Estos pitillos han sido especialmente tratados. No sé lo que es, pero ya he visto antes cómo una sola calada bastaba para matar a un hombre. Debe de tratarse de algún tipo de droga oriental mezclada con el tabaco. Saliste de tu apartamento cuando me telefoneaste…

—Tenía miedo de que mi línea estuviera pinchada —repuso ella—. Fui hasta una cabina de teléfono, calle abajo.

—Lo que yo creo es que alguien entró en tu apartamento mientras no estabas y te cambió los cigarrillos. Capté un débil rastro del olor en cuanto me lo llevé a los labios, pero es inconfundible. Huele tú misma. No temas. Sólo es mortal cuando lo has encendido.

La muchacha le obedeció y su rostro se tornó lívido.

—¡Te lo dije! ¡Fuimos la causa directa de la caída de Erlik Khan! ¡Si no hubieras detectado el olor de esa droga, a estas horas ya habríamos muerto, como él quería!

—Bueno —gruñó él—. En realidad esta trampa iba sólo dirigida a ti. Sigo pensando que no puede tratarse de Erlik Khan, porque nadie podría seguir con vida después del tajo en la cabeza que Ali ibn Suleyman le propinó, y yo no creo en los fantasmas. Pero tendrás que estar protegida hasta que yo descubra quién es tan pródigo con estos cigarrillos envenenados.

—¿Y qué pasa contigo? Tu nombre también está en el Libro.

—Por mí no te preocupes —gruñó Harrison con desdén—. Puedo arreglármelas para cuidar de mí mismo —y eso parecía, con aquellos fríos ojos azules, los músculos que deformaban el corte de su abrigo, y los hombros de un toro salvaje—. Este ala está prácticamente aislada del resto del edificio —dijo—. ¿Tienes todo el tercer piso sólo para ti?

—No se trata sólo del tercer piso de este ala —respondió ella—. En estos momentos, no hay nadie más alojado en la tercera planta, en todo el edificio.

—¡Eso no nos conviene! —exclamó él, irritado—. Cualquiera podría colarse aquí dentro y rebanarte la garganta sin molestar a nadie. Además, eso es precisamente lo que intentarán en cuanto se den cuenta de que los cigarrillos no han acabado contigo. Será mejor que te mudes a un hotel.

—Daría igual —replicó ella, temblando. Obviamente, tenía los nervios alterados—. Erlik Khan me encontrará a donde vaya. En un hotel, con gente entrando y saliendo a todas horas, con los cerrojos oxidados que ponen en las puertas, con todos esos tragaluces, escaleras de incendios y demás, le resultaría incluso más fácil llegar hasta mí.

—Bueno, pues entonces te colocaré aquí a dos polis de guardia.

—Eso tampoco me haría ningún bien. Erlik Khan ha matado una y otra vez a pesar de la policía. No entienden sus métodos.

—Eso es verdad —musitó él, incómodamente convencido de que, en caso de colocar allí a varios hombres de la comisaría, no le serviría de gran cosa, y, además, estaría firmando la sentencia de muerte de aquellos hombres. Resultaba absurdo suponer que el fallecido mongol estuviera detrás de todos aquellos ataques y asesinatos, y, aún así… Harrison sintió un escalofrío al recordar todo lo que había ocurrido en River Street… cosas de las que nunca había informado, porque no deseaba que le tomaran por mentiroso o por loco. Los muertos no regresan… pero lo que parece absurdo en el Bulevar de la treinta y nueve, adquiere un cariz muy diferente entre los laberintos hechizados del barrio oriental.

—¡Quédate conmigo! —los ojos de Joan estaban dilatados, y agarró el brazo de Harrison con unas manos que temblaban violentamente—. ¡Podemos defender estas habitaciones! ¡Mientras uno duerme, el otro podría vigilar! No llames a la policía; sus uniformes nos condenarían. Llevas años trabajando en el barrio, y vales mucho más que todo el cuerpo de policía. Los misteriosos instintos que son parte de mi herencia oriental están alerta por el peligro. Siento que ambos estamos en peligro… ¡Un peligro cercano, que se aproxima más y más, enroscándose a nuestro alrededor como serpientes en la oscuridad!

—Pero no puedo quedarme aquí —se quejó, preocupado—. No podemos atrincherarnos y aguardar a que nos maten de hambre. Tengo que contraatacar… descubrir quién está detrás de todo esto. La mejor defensa es un buen ataque. Pero no puedo dejarte aquí, sin protección. ¡Maldición! —apretó sus grandes puños y sacudió la cabeza como un toro confuso y perplejo.

—Aparte de ti, hay otro hombre en esta ciudad en el que puedo confiar —dijo ella de repente—. Uno que vale más que toda la policía. Con él cuidando de mí, podría dormir más segura.

—¿Quién es?

—Khoda Khan.

—¿Ese tipo? Pero si pensaba que se lo habían cargado hace meses.

—No. Ha estado escondido en Levant Street.

—¡Pero si es un asesino sin escrúpulos!

—No, no lo es. Al menos, no según sus valores, que significan para él tanto como los tuyos para ti. Es un afgano, que sigue un código de sangre y venganza. Según sus normas de vida, es una persona tan honorable como tú o como yo. Y es mi amigo. Sería capaz de morir por mí.

—Supongo que eso significa que has estado ocultándole de la ley —dijo Harrison con una mirada escrutadora que la muchacha no intentó evitar. No hizo más comentarios. River Street no es como Park Avenue. Los propios métodos de Harrison no eran siempre demasiado ortodoxos, pero, generalmente, obtenían resultados—. ¿Puedes dar con él? —preguntó abruptamente. La joven asintió—. Muy bien. Llámale y dile que se pase por aquí. Dile que no será molestado por la policía y que, cuando acabe todo este lío, podrá volver a esconderse. Pero después, si le encuentro, tendré derecho a arrestarle. Usa tu teléfono. Puede que la línea esté pinchada, pero tendremos que correr el riesgo. Yo iré abajo y usaré el teléfono de la portería. Cierra con llave, y no abras a nadie hasta que yo regrese.

Cuando los cerrojos de la puerta resonaron a sus espaldas, Harrison avanzó por el pasillo en dirección a las escaleras. Aquel edificio de apartamentos carecía de ascensor. Mientras caminaba, vigilaba con atención los alrededores. Una peculiaridad de la arquitectura había provocado que ese ala quedara prácticamente aislada. La pared que había frente a la puerta de Joan estaba vacía. El único modo de llegar a las otras suites de esa planta era bajar por la escalera y volver a subir por otra, en el lado opuesto del edificio.

Al llegar a la escalera, lanzó una imprecación con voz suave. Con la suela de su zapato acababa de romper lo que parecía un pequeño frasco de cristal, colocado en el primer escalón. Con la vaga sospecha de que pudiera tratarse de una trampa de veneno, se agachó, y examinó con desconfianza los fragmentos de cristal y el contenido derramado. Había un minúsculo charco de líquido incoloro, que desprendía un olor acre y picante, pero no parecía nada que pudiera ser letal.

—Supongo que será alguno de esos malditos perfumes orientales, que se le habrá caído a Joan —decidió.

Descendió sin más demora por la retorcida escalera y no tardó en acceder a la oficina de la portería, que daba a la calle. Un portero de aspecto adormilado pasaba el rato detrás de un escritorio.

Harrison telefoneó al jefe de policía y empezó a decir de forma abrupta:

—Oye, Hoolihan, ¿te acuerdas de ese afgano, Khoda Khan, que apuñaló a un chino hace tres meses? Sí, ese mismo. Pues bien, escucha: voy a emplearle para un trabajo durante un tiempo, de modo que dile a tus hombres que le dejen pasar si le ven. Pasa la voz, pronto. Sí, ya sé que es muy irregular. Pero así es el asunto en el que estoy metido. En este caso, hay que elegir entre emplear a un fugitivo de la ley o dejar que asesinen a una ciudadana respetable. No me preguntes de qué va todo esto. Es asunto mío, y lo manejaré a mi manera. De acuerdo. Gracias.

Colgó el auricular, pensó intensamente durante unos minutos, y luego marcó otro número que, definitivamente, no estaba relacionado con la comisaría de policía. En lugar de la atronadora voz del jefe, en el otro extremo de la línea sonó un graznido chillón que hablaba con la jerga de los bajos fondos.

—Escucha, Johnny —dijo Harrison con su acostumbrada brusquedad—, me dijiste que creías tener una pista acerca del asesinato de Kossova. ¿Qué pasa con eso?

—¡No era mentira, jefe! —la voz del otro extremo temblaba de emoción—. ¡Tengo una pista, y es de las gordas… de las gordas! No puedo escupirla al teléfono, y no me atrevo a moverme mucho. Pero podemos vernos en el dique de Shan Yang y le daré allí el soplo. ¡Le va a dejar asombrado, ya lo creo que sí!

—Estaré allí en una hora —prometió el detective. Salió de la portería y miró de reojo a la calle. Hacía una noche brumosa, como era normal en River Street. El tráfico no era más que un vago rumor proveniente de algún punto remoto y más concurrido. La niebla envolvía las farolas de las calles, ocultando las formas de los ocasionales caminantes. El escenario perfecto para un asesinato. Tan sólo faltaban los actores para que diera comienzo el drama.

Harrison volvió a subir las escaleras. Partían de la oficina, y ascendían directamente hasta la tercera planta, sin pasar por la segunda. La arquitectura del edificio, como solía ocurrir en la mayor parte del Barrio Oriental, resultaba de lo más inusual. La gente del barrio era notoriamente celosa de su privacidad, e incluso los edificios de apartamentos eran construidos con esa tendencia. Sus pies no produjeron el menor sonido sobre la alfombra de las escaleras, aunque un ligero crujido en el último escalón volvió a recordarle durante un momento el frasquito roto. Acababa de pisar uno de sus fragmentos. Llamó a la puerta, que estaba cerrada con llave, respondió las tensas preguntas de Joan y fue admitido en el apartamento. Comprobó que Joan había recuperado la compostura.

—He hablado con Khoda Khan. Ahora mismo está de camino hacia aquí. Le previne de que el teléfono podría estar intervenido… y que nuestros enemigos podrían enterarse en cuanto le llamara, y, por tanto, intentar detenerle en el trayecto hacia aquí.

—Muy bien —gruñó el detective—. Mientras le esperamos, voy a echarle un vistazo a tu suite.

Había cuatro estancias. La principal era la sala de estar, a la que daba un dormitorio grande; tras él, había dos habitaciones más reducidas: el dormitorio de la doncella, y el baño. La doncella no estaba presente, porque Joan la había despedido en cuanto tuvo la primera sospecha de que estaba en peligro de muerte. El pasillo discurría paralelo a la suite, y el salón, el dormitorio grande, y el baño, se abrían directamente allí. Eso suponía tres puertas a vigilar. El salón poseía un gran ventanal orientado al este, que asomaba a la calle, y otro al sur. El dormitorio grande tenía una ventana que daba al sur, y, el cuarto de la doncella, una que daba al sur, y otra al oeste. El cuarto de baño poseía una pequeña ventana en la pared oeste, que daba a un diminuto patio de luces, rodeado de incontables callejones e innumerables patios tapiados.

—Hay que vigilar tres puertas al exterior y seis ventanas, eso en el mejor de los casos —musitó el detective—. Sigo pensando que debería traer aquí algunos policías —pero lo dijo sin convicción.

Estaba investigando el baño cuando Joan le llamó con cautela desde el salón, diciendo que creía haber escuchado unos suaves arañazos en el exterior de la puerta. Pistola en mano, abrió la puerta del baño que daba al pasillo exterior, y se asomó. Estaba vacía. No había ni rastro de la menor forma horrible frente a la puerta principal. Cerró la puerta, tranquilizó a la joven, y completó su inspección, gruñendo con aprobación. Joan La Tour era una hija del Distrito Oriental. Hacía ya tiempo que se había prevenido contra enemigos secretos, al menos en lo referente a cerrojos y cerraduras. Las ventanas estaban protegidas con fuertes rejas de hierro, y no había trampillas, miradores o claraboyas en ningún lugar de la suite.

—Parece como si estuvieras preparada para un asedio —comentó.

—Lo estoy. He almacenado víveres para varias semanas. Con Khoda Khan a mi lado, podré defender el fuerte de forma indefinida. Si las cosas se ponen muy calientes para ti, será mejor que busques refugio aquí… si tienes la oportunidad. Es más seguro que la comisaría de policía… a menos que quemen toda la casa.

Una suave llamada a la puerta les hizo dar un respingo.

—¿Quién es? —dijo Joan con voz quebrada.

—Soy yo, Khoda Khan, sahiba —fue la respuesta, en voz baja, pero clara y resonante.

Joan suspiró de alivio y abrió con la llave. Una figura alta saludó con una envarada reverencia, y entró en el apartamento.

Khoda Khan era más alto que Harrison, y, aunque carecía de parte de la masa muscular del americano, sus hombros eran igual de anchos, y su atuendo no podía ocultar las recias líneas de sus miembros, ni la sutileza felina de sus movimientos. Su vestimenta era una curiosa combinación de atuendos, lo cual era bastante común en River Street. Llevaba un turbante que resaltaba su nariz halconada y su barba negra, y una larga túnica de seda colgaba casi hasta sus rodillas. Sus pantalones eran convencionales, pero un cinto de seda los ajustaba a su esbelta cintura, y sus pies iban calzados con sandalias turcas.

Llevara lo que llevara, habría resultado igualmente evidente que había algo salvaje e indomable en aquel hombre. Sus ojos ardían de un modo que no se contemplaba en los de ningún hombre civilizado, y sus músculos parecían cables tensos bajo su túnica. Harrison se sintió como si hubiera dejado entrar a una pantera en el apartamento, una fiera tranquila por el momento, pero lista para saltar con los ojos llameantes a una acción vertiginosa.

—Creía que habías salido del país —dijo.

El afgano sonrió, mostrando un resplandor blanco entre la oscura maraña de su barba.

—No, sahib. Ese hijo de perra al que apuñalé no se murió.

—Tienes suerte de que no lo hiciera —comentó Harrison. Si hubieras llegado a matarle, te colgarían seguro.

Inshallah —reconoció Khoda Khan de buen humor—. Pero era una cuestión de izzat… de honor. Ese perro me dio a comer carne de cerdo. Pero no importa. La memsahib me ha mandado llamar, y yo he acudido.

—Muy bien. Mientras ella siga necesitando tu protección, la policía no te arrestará. Pero cuando se acabe este asunto, las cosas volverán a estar como antes. Si quieres, te daré tiempo para que vuelvas a esconderte, y luego volveré a intentar atraparte, igual que en el pasado. O, si prefieres rendirte y esperar al juicio, te prometo toda la ayuda legal que sea posible.

—Hablas limpiamente —respondió Khoda Khan—. Protegeré a la memsahib, y, cuando nuestros enemigos hayan muerto, tú y yo volveremos a convertirnos en enemigos.

—¿Sabes algo sobre esos asesinatos?

—No, sahib. La memsahib me llamó, diciendo que los perros mongoles la habían amenazado. He venido rápido, corriendo por encima de las azoteas, por si intentaban emboscarme. Nadie me ha molestado. Pero aquí hay algo que encontré en el exterior de la puerta.

Abrió la mano y exhibió un pedazo de seda, evidentemente rasgada de su túnica. Sobre la seda descansaba un objeto aplastado que Harrison no reconoció. Pero Joan exclamó en voz baja:

—¡Dios! ¡Un escorpión negro de Assam!

—Sí… cuyo aguijón es la muerte. Lo vi corriendo de un lado a otro frente a la puerta, intentando entrar. Cualquier otro hombre podía haber caminado por encima sin reparar en él, pero yo estaba en guardia, porque olfateé la Flor de la Muerte en cuanto subí por las escaleras. Vi a esa cosa en la puerta, y la aplasté antes de que pudiera picarme.

—¿Qué quieres decir con eso de la Flor de la Muerte? —quiso saber Harrison.

—Crece en las junglas donde habitan estas bestias. Su aroma les atrae como el vino a un borracho. De algún modo, había un rastro del extracto de su jugo, que llegaba hasta esta puerta. Si la puerta se hubiera abierto antes de que matara a esta alimaña, habría entrado, picando a todo aquel que se encontrara en su camino.

Harrison juró entre dientes, recordando los débiles arañazos que Joan había escuchado al otro lado de la puerta.

—¡Ahora lo entiendo! Pusieron un frasquito con el jugo en medio de las escaleras, en un lugar en el que seguro sería pisado. Yo mismo lo pisé, rompiéndolo, y me mojé el zapato con el líquido que contenía. Luego bajé por las escaleras, llevando el aroma a todas partes a donde iba. Por último, volví a subir las escaleras, volviendo a tropezar con el frasco, y llevé el rastro hasta el otro lado de la puerta. Entonces, alguien, escaleras abajo, soltó ese escorpión… ¡¡Diablos!! ¡Eso significa que ya estaban en esta casa cuando yo estaba en la oficina del portero…! ¡Puede que ahora mismo se oculten en algún lugar! Pero alguien habrá tenido que pasar junto a la oficina para soltar al escorpión tras mi rastro… preguntaré al portero…

—Duerme como si estuviera muerto —dijo Khoda Khan—. No se despertó ni cuando entré y subí por la escalera. Pero ¿qué importa si la casa está llena de mongoles? ¡Estas puertas son recias, y yo estoy alerta! —de debajo de su túnica extrajo el terrible cuchillo del Khyber… de un metro de largo, y con un filo como el de una navaja—. He matado hombres con esto —anunció, sonriendo como un barbado diablo de las montañas. Pathanos, Hindús, y un ruso o algo así. Estos mongoles son perros de los que se avergonzaría el buen acero.

—Bien —gruñó Harrison. Tengo una cita a la que tengo que acudir. Me siento raro al salir de aquí, dejándoos solos para enfrentaros a esos diablos. Pero no disfrutaremos de la menor seguridad hasta que haya terminado de raíz con esta banda, y eso es lo que voy a hacer.

—Te matarán en cuanto salgas del edificio —dijo Joan, con convicción.

—Bueno, tendré que arriesgarme. Si sois atacados, llamad a la policía, y llamadme al Shan Yang. Volveré aquí poco antes de que amanezca. Pero espero que el soplo que van a darme pueda conducirme directamente a quien quiera que sea el que está tras nosotros.

Se alejó por el pasillo con la escalofriante sensación de estar siendo observado, examinó las escaleras como si esperara verlas atestadas de escorpiones negros, y evitó los fragmentos del cristal roto en el primer escalón. Tenía la desagradable sensación de estar desatendiendo su deber, a pesar de sí mismo, aunque sabía que sus dos compañeros no querían saber nada de la policía, y también que, cuando se trata con Oriente, es mejor mantenerse apartado de occidente.

El portero seguía roncando tras su escritorio. Harrison le sacudió sin obtener resultado. Ese hombre no estaba dormido, sino narcotizado. Pero los latidos de su corazón parecían regulares, y el detective pensó que no corría peligro. De cualquier modo, Harrison no tenía más tiempo que perder. Si hacía esperar demasiado a Johnny Kleck, al tipo podría entrarle el pánico y salir a esconderse en alguna ratonera durante semanas.

Salió a la calle, en la que las farolas brillaban lujuriosas a través de la densa niebla del río, y casi esperaba que le lanzaran un cuchillo de un momento a otro, o encontrar una cobra en el asiento de su automóvil. Pero no encontró nada de lo que había sospechado o anticipado, a pesar de levantar la capota y mirar bajo los asientos para comprobar si le habían colocado una bomba. Satisfecho al fin, tomó asiento tras el volante, y la joven que le observaba desde una ventana enrejada del tercer piso, suspiró con alivio al verle marchar ileso.

Khoda Khan había examinado las habitaciones, asintiendo con aprobación ante las cerraduras, y, tras apagar las luces de las otras estancias, regresó al salón, donde apagó todas las lámparas, excepto una pequeña en el escritorio. Emitía un pequeño estanque de luz en el centro de la sala, dejando el resto sumido en una oscura penumbra.

—La oscuridad desorienta a los villanos igual que a los hombres honestos —dijo con seguridad—, y yo puedo ver en ella como si fuera un gato.

Se sentó con las piernas cruzadas cerca de la puerta que conducía al dormitorio, y que estaba entornada. Se mezcló con las sombras de tal manera que, lo único que Joan acertaba a distinguir de él era su turbante, y el resplandor de sus ojos cuando volvía la cabeza.

—Nos quedaremos en este cuarto, sahiba —dijo—. Habiendo fallado el veneno y la alimaña, lo próximo que enviarán serán hombres. Échate en ese diván y duerme un poco, si puedes. Yo haré la guardia.

Joan obedeció, pero no logró conciliar el sueño. Sus nervios parecían estar a punto de estallar. El silencio de la casa la oprimía, y los pocos ruidos procedentes de la calle hacían que se sobresaltara.

Khoda Khan permanecía inmóvil, como una estatua, imbuido con la salvaje inmovilidad y paciencia de las montañas que le habían criado. Al haber crecido hasta la madurez en la frontera bárbara del mundo, donde la supervivencia dependía de la habilidad personal, sus sentidos resultaban mucho más agudos de lo que es posible para un hombre civilizado. Incluso las entrenadas facultades de Harrison parecían mediocres en comparación. Khoda Khan podía olfatear el tenue aroma de la Flor de la Muerte, mezclado con el acre hedor del escorpión aplastado. Escuchaba e identificaba todos los sonidos del exterior de la casa… y sabía cuáles eran naturales, y cuáles no.

Escuchó los sonidos del tejado mucho antes de que su susurro de advertencia hiciera incorporarse a Joan del diván. Los ojos del afgano brillaban como el fósforo en las sombras y sus dientes asomaban en una sonrisa indómita. Joan le miró inquisitiva. Su oído civilizado no había percibido nada. Pero él sí que escuchaba, y sus oídos seguían los sonidos con precisión, localizando el lugar en el que se habían detenido. Entonces, Joan escuchó algo… un suave raspado en algún lugar del edificio, pero no logró identificar —como sí había hecho Khoda Khan—, que se trataba de alguien lijando los barrotes de la ventana del cuarto de baño.

Con un rápido gesto para tranquilizarla, Khoda Khan se puso en pie, y, como un leopardo al acecho, se mezcló con la oscuridad del dormitorio. La joven empuñó una voluminosa pistola automática, aunque no estaba demasiado convencida de poder acertar ningún disparo, y tanteó la mesa en busca de una botella de vino, pues sentía una intensa necesidad de estimulantes. Le temblaba todo el cuerpo y tenía la carne cubierta de sudor frío. Se acordó de los cigarrillos envenenados, pero el sello del tapón de la botella la infundió cierta confianza. Incluso los más sabios tienen sus momentos de descuido. Hasta que no hubo empezado a beber no se percató, debido al regusto peculiar de la bebida, de que el sujeto que había sustituido los cigarrillos podía también haberle cambiado la botella de vino, dejando en su lugar otra con el sello aparentemente intacto. Cayó hacia atrás en el diván, atragantándose.

Khoda Khan no perdió el tiempo, pues había escuchado otros sonidos fuera, en el pasillo. Mientras se agachaba junto a la puerta del baño, sus oídos le informaron de que los barrotes habían sido limados… se había llevado a cabo en un silencio casi absoluto, un trabajo que cualquier hombre blanco habría hecho sonar como si fuera una explosión en una fábrica de acero… y, ahora, la ventana estaba siendo abierta. Entonces escuchó cómo algo voluminoso caía con sigilo en el interior de la estancia. Fue entonces cuando abrió la puerta y cargó como un tifón, con el largo cuchillo en guardia baja.

Desde el exterior se filtraba la suficiente luz en el baño como para poder distinguir a una figura musculosa y agazapada, con los rasgos de un asiático. El intruso bramó de forma explosiva y comenzó a moverse… y entonces el largo cuchillo del Khyber, blandido por un brazo forjado en la furia del Himalaya, le abrió en canal desde la garganta hasta el vientre.

Khoda Khan no se detuvo. Sabía que había solo un hombre en la estancia, pero a través de la ventana abierta vio una gruesa soga que colgaba desde arriba. Saltó hacia delante, la agarró con ambas manos y tiró hacia atrás con la fuerza de un toro. Los hombres del tejado que la sujetaban cayeron por encima del alero, precipitándose al vacío, mientras él retrocedía, esquivando el cadáver del suelo, con la soga suelta en sus manos. Aulló exultante y se dirigió a la puerta que se abría al pasillo exterior. A menos que tuvieran otra cuerda, lo cual resultaba improbable, los hombres del tejado estaban temporalmente fuera de combate.

Abrió la puerta que daba al pasillo exterior, y retrocedió un paso. Una pequeña hacha china de lanzar se estrelló en el quicio, y él saltó, al momento, sobre un cuerpo escurridizo que había en el corredor, mientras sacaba una gran pistola de su funda oculta.

La brillante luz del pasillo no le cegó. Vio a un segundo lanzador de hachas junto a la puerta que se abría a la alcoba, y a un hombre, con la túnica de seda de un mandarín, trabajando en la cerradura de la puerta del salón. El afgano se encontraba entre ellos y las escaleras. Cuando se volvieron hacia él, disparó en el pecho al lanzador de hachas. En la mano del mandarín apareció una pistola automática, y Khoda Khan notó el paso de la bala junto a su cabeza. Al instante siguiente, su propia arma volvía a rugir, y el manchú se tambaleó, mientras la pistola volaba de su mano, convertida ahora en una goteante pulpa carmesí. Entonces, con la mano izquierda, sacó un largo cuchillo de entre su túnica, y avanzó por el corredor como un huracán, con los ojos centelleantes y su atuendo de seda ondeando a su alrededor.

Khoda Khan le disparó en la cabeza, y el mandarín cayó tan cerca de sus pies que el largo puñal se clavó en el suelo, sin llegar a rozar las babuchas del afgano por un par de centímetros escasos.

Pero Khoda Khan se detuvo tan sólo para degollar al lanzador de hachas al que había disparado en el pecho… pues su ética del combate era la de las montañas salvajes… y luego regresó a toda prisa al cuarto de baño. Lanzó un disparo por la ventana, por si a los hombres del tejado se les ocurría seguir intentándolo, y luego corrió por la alcoba, encendiendo las luces a su paso.

—¡He matado a esos perros, sahiba! —exclamó— ¡Por Alá, han probado mi plomo y mi acero! Hay otros en el tejado, pero de momento están indefensos. Pero acudirán hombres para investigar los disparos, pues tal es la costumbre de los sahibs, de modo que es urgente que decidamos qué hacer a continuación, y lo más lógico es… ¡Por Alá!

Joan La Tour estaba de pie, agarrada a la parte trasera del diván. Su rostro tenía el color del mármol, y su expresión parecía igual de rígida, como una máscara de horror tallada en piedra. Sus ojos dilatados relucían como un fuego negro sobrenatural.

—¡Que Alá nos proteja contra Shaitán el Condenado! —escupió Khoda Khan. Haciendo una señal con los dedos que era más antigua que el Islam en, al menos, un par de miles de años— ¿Qué te ha ocurrido, sahiba?

Se movió hacia ella, y fue recibido con un alarido que le hizo retroceder, envuelto en sudor frío.

—¡Atrás! —gritó ella, con voz irreconocible— ¡Eres un demonio! ¡Todos sois demonios! ¡Puedo veros! ¡Escucho vuestras pezuñas caminando en la noche! ¡Veo vuestros ojos ardiendo en la oscuridad! ¡Aparta de mí esas garras! ¡Az’e! —le salía espuma de los labios, mientras empezaba a emitir tal suerte de blasfemias en inglés y en árabe que a Khoda Khan se le pusieron los pelos de punta.

¡Sahiba! —imploró, temblando como una hoja— ¡No soy un demonio! ¡Soy Khoda Khan! Yo… —extendió la mano y la tocó, y, con un aullido espantoso, ella se apartó, abalanzándose hacia la puerta y descorriendo los cerrojos. El afgano saltó para detenerla, pero ella fue aún más rápida que él. Abrió la puerta de par en par, esquivando su mano, y se alejó corriendo por el pasillo, lanzando alaridos de angustia.