IV.

Algún tipo de conexión, fuera de lugar con su presente situación, provocó que Steve Harrison sufriera un desagradable sueño sobre la Inquisición española justo antes de recobrar la consciencia. Posiblemente se tratara del tintineo de las cadenas. Regresando de un mundo de sueños forzados, su primera sensación fue un espantoso dolor de cabeza, que le hizo tocarse el cráneo con suavidad, y maldecir amargamente.
Yacía tendido sobre un suelo de hormigón. Una banda de acero le aprisionaba la cintura hasta los riñones, y estaba cerrada con un recio candado de acero. De la banda salía una cadena, el extremo de la cual estaba empotrada en un anillo de la pared. Una pequeña lámpara de papel, suspendida del techo, iluminaba la estancia, que no parecía tener más que una puerta, y ninguna ventana. La puerta estaba cerrada.
Harrison notó que había otros objetos en la estancia, y, mientras parpadeaba, e iban adoptando su forma definitiva, fue víctima de una gélida premonición, demasiado fantástica y monstruosa para concederle el menor crédito. Aún así, los objetos que estaba mirando resultaban, de igual modo, increíbles.
Había un aparato con émbolos, cadenas y palancas. Una cadena colgaba del techo, así como varios objetos que parecían atizadores de hierro. Y, en una esquina, había un enorme bloque oscuro, junto al que descansaba una descomunal hacha de dos hojas. El detective se estremeció a su pesar, preguntándose si no estaría inmerso en un maldito sueño medieval. No podía dudar del significado de tales objetos. Había visto duplicados de algunos en los museos.
Al darse cuenta de que la puerta se había abierto, se dio la vuelta y observó la figura que se perfilaba en el umbral… una forma alta y sombría, ataviada con una túnica negra como la noche. La figura entró en la cámara como si fuera el espectro de la condenación, y cerró la puerta. Desde la sombra de su capucha, dos ojos gélidos brillaban tenebrosos, rodeados por un rostro vago, amarillo y ovalado.
Durante un instante reinó el silencio, roto de súbito por el airado bramido del detective.
—¿Qué demonios es esto? ¿Quién eres tú? ¡Quítame estas cadenas!
La única respuesta fue un silencio burlón, y, bajo el taladrante escrutinio de aquellos ojos fantasmales, Harrison sintió un sudor frío en la frente, y bajo las palmas de las manos.
—¡Necio! —Harrison se sobresaltó, nervioso ante la particular oquedad de aquella voz—. ¡Te enfrentas a tu perdición!
—¿Quién eres tú? —quiso saber el detective.
—Los hombres me llaman Erlik Khan, que significa «Señor de la Muerte» —respondió el otro. Un torrente de hielo descendió por la columna vertebral de Harrison; no llegaba a ser miedo, sino una escalofriante emoción al darse cuenta de que, por fin, se hallaba cara a cara con la materialización de sus sospechas.
—De modo que, después de todo, Erlik Khan no es más que un hombre —gruñó el detective—. Ya estaba empezando a creer que era el nombre de una sociedad secreta china.
—Yo no soy chino —replicó Erlik Khan. Soy mongol… descendiente directo de Genghis Khan, el gran conquistador, frente al que se postró Asia entera.
—¿Por qué me cuentas eso? —gruñó Harrison, ocultando su interés por escuchar más.
—Porque no tardarás en morir —fue la tranquila respuesta— y me gustaría que te dieses cuenta de que no estás en manos de un gángster, o ese tipo de basura maleante a la que estás acostumbrado.

»Yo fui el líder de una lamasería en las montañas del interior de Mongolia, y, si hubiera podido contener un poco mi ambición, podría haber reconstruido un imperio perdido… sí, el antiguo imperio de Genghis Khan. Pero algunos necios se opusieron a mí, y por poco no escapo con vida.
»Vine a América, y, una vez aquí, un nuevo propósito nació en mi interior: reunir todas las sociedades secretas orientales en una única y poderosa organización que controlara a voluntad, y extender mis tentáculos invisibles al otro lado del mar, hasta las tierras más recónditas. Aquí, a salvo de toda sospecha por parte de necios como tú, he construido mi fortaleza. Y ya he logrado bastante. Aquellos que se oponen a mí, mueren de forma repentina, o… ya has visto a esos estúpidos en las cajas del sótano. Son miembros del Yat Soy, que tenían pensado desafiarme.
—¡Por Judas! —musitó Harrison— ¡Un tong entero masacrado!
—No están muertos —corrigió Erlik Khan—. Tan sólo están en un estado cataléptico, inducido por ciertas drogas que fueron vertidas en su licor por siervos de confianza. Fueron traídos hasta aquí para que yo pudiera convencerles de la locura que cometen al intentar oponerse a mí. Dispongo de un gran número de criptas subterráneas como esta, en las que tengo instalados toda clase de instrumentos y máquinas diseñadas para hacer cambiar de parecer incluso al más testarudo.
—¡Cámaras de tortura bajo River Street! —murmuró el detective—. ¡Que me condenen si esto no es una pesadilla!
—¿Acaso tú, que has rebuscado tanto tiempo entre los laberintos de River Street, te sorprendes ahora por los misterios que acechan dentro de otros misterios? —musitó Erlik Khan. En verdad que no has hecho más que arañar la superficie de tales secretos. Muchos hombres hacen mi voluntad… chinos, sirios, mongoles, hindús, árabes, turcos, egipcios…
—¿Por qué? —quiso saber Harrison— ¿Por qué habrían de servirte hombres tan dispares y de religiones tan hostiles entre sí?
—Por encima de toda diferencia de religión o creencia —dijo Erlik Khan— subyace la eterna Unidad que es la esencia y la raíz vital de Oriente. Antes de que existiera Mahoma, o Confucio, o Gautama, había una serie de símbolos y de señales, antiguos más allá de toda creencia, pero comunes a todos los hijos de Oriente. Hay cultos más fuertes y antiguos que el Islam o el Budismo, cultos cuyas raíces se han perdido en la oscuridad de la edad del amanecer del hombre, antes de que existiera Babilonia, o incluso antes de que se hundiera la Atlántida.
»Para un adepto, todas estas nuevas religiones y creencias no son más que nuevas vestiduras, que esconden la realidad que hay más allá. Aunque, ni siquiera a un muerto puedo revelarle más. Te bastará saber que yo, a quién los hombres llaman Erlik Khan, tengo un poder que está por encima de los poderes de Buda o el Islam.
Harrison permaneció en silencio, meditando sobre las palabras del mongol, y poco después, este prosiguió:
—No debes culparte más que por tu mala suerte. Estoy convencido de que no has entrado aquí esta noche para espiarme… pobre patán, necio bárbaro, que ni siquiera sospechaba de mi existencia. Me he enterado de que, a tu ruda manera, viniste aquí esperando atrapar a uno de mis sirvientes, el druso Ali ibn Suleyman.
—Le enviaste a matarme —gruñó Harrison.
Una risa burlona le hizo enseñar los dientes, irritado.
—¿De verdad te crees tan importante? No movería un solo dedo para aplastar a un gusano ciego. Fue otra persona la que puso al druso sobre tu pista… una persona miserable y egoísta, que en estos momentos está pagando el precio de su estupidez.
»Ali ibn Suleyman es, como muchos de mis sicarios, un exiliado de su pueblo, y su vida está amenazada.
»De todas las virtudes, la que más estiman los drusos es la más elemental, el coraje físico. Cuando un druso muestra el menor signo de cobardía, nadie le dice nada, pero cuando los guerreros se reúnen para beber café, uno de ellos escupe en su abba. Eso equivale a una sentencia de muerte. A la primera oportunidad, es obligado a marcharse, para buscar la muerte del modo más heroico posible.
»Ali ibn Suleyman fracasó en una misión en la que el éxito era imposible. Al ser joven, no se dio cuenta de que su fanática tribu le tacharía de cobarde por haber fallado y no dejarse matar. Pero la copa de la vergüenza se derramó sobre su túnica. Alí era joven; no sentía deseos de morir. Rompió una costumbre milenaria; huyó del Djebel druso y se convirtió en un vagabundo errante.
»Con el paso de los años, se unió a mis seguidores, y yo, personalmente, le di la bienvenida a su desesperado coraje y a su terrible habilidad para el combate. Pero, recientemente, esa persona estúpida a la que ya he mencionado, decidió usarle para zanjar un asunto privado, que de ningún modo estaba conectado con los míos. Eso fue algo muy poco sabio. Mis seguidores no viven más que para servirme, se den cuenta de ello o no.
»Alí frecuenta a menudo cierta casa para fumar opio, y esta persona arregló que fuera drogado con el polvo del loto negro, que produce un estado hipnótico. Durante ese tiempo, el sujeto es permeable a sugestiones, las cuales, si le son repetidas de forma continua, se acaban imponiendo en las horas de vigilia de la víctima.
»Los drusos creen que cuando un druso muere, su alma se reencarna al instante en un bebé druso. El gran héroe druso, Amir Amin Izzedin, fue asesinado por el árabe Shaykh Ahmed Pasha, la misma noche en que nació Alí ibn Suleyman. Alí siempre ha creído que era la reencarnación del alma de Amir Amin, y se quejaba porque no iba a poder vengar a su antiguo yo, matando a Ahmed Pasha, pues este, a su vez, murió pocos días después de matar al jefe druso.
»Todo esto era bien conocido por la persona de que hablo, y, por medio del loto negro, conocido también como el Humo de Shaitán, convenció al druso de que tú, el detective Harrison, eras la reencarnación de su viejo enemigo Shaykh Ahmed Pasha. Fueron necesarios mucho tiempo y mucha astucia, incluso estando drogado, para convencerle de que un Shaykh árabe podía reencarnarse en un detective americano. Pero la persona era muy lista, de modo que al fin, Alí quedo convencido. Desobedeció mis órdenes… que se refieren a no molestar a la policía a menos que se interpongan en mi camino, y, aún en ese caso, siguiendo sólo mis instrucciones. Pues no deseo publicidad. También él habrá de recibir una lección.
»Ahora debo irme. Ya he pasado demasiado tiempo contigo. En breve vendrá alguien que te liberará de tus pesares terrenales. Consuélate pensando que la estúpida persona que te ha tendido la trampa, va a expiar su crimen del mismo modo que tú. De hecho, lo hará separada de ti por ese panel acolchado. ¡Escucha!
De algún lugar cercano se alzó una voz femenina, incoherente pero con urgencia.
—Esa estúpida se da cuenta ahora de su error —sonrió con benevolencia Erlik Khan. Aún así, estas paredes dejan escuchar sus lamentos. Bueno, no es la primera persona que lamenta sus acciones estúpidas en estas criptas. Ahora debo marcharme. Esos necios Yat Soys no tardarán en despertar.
—¡Espera, Diablo! —rugió Harrison, forcejando con su cadena— ¿Qué…?
—¡Basta ya, basta! —había un toque de impaciencia en el tono del mongol—. Me hastías. Lleva a cabo tus últimas meditaciones, pues el tiempo que te queda es breve. Adiós, detective Harrison… no au revoir.
La puerta se cerró en silencio, y el detective se quedó a solas con sus pensamientos, que estaban lejos de resultar placenteros. Se maldijo a sí mismo por caer en aquella trampa; maldijo su peculiar obsesión por trabajar siempre a solas. Nadie sabía de la pista que había intentado seguir. No le había comunicado sus planes a nadie.
Al otro lado del panel, continuaron los sollozos amortiguados. El sudor empezó a perlar la frente de Harrison. Sus nervios, indiferentes a su propio destino, comenzaron a sentir simpatía ante aquella voz aterrorizada.
Entonces la puerta volvió a abrirse, y Harrison, al darse la vuelta, supo con absoluta seguridad que estaba mirando a su verdugo. Era un mongol alto y desgarbado, ataviado sólo con unas sandalias y una especie de faldellín de seda amarilla, que colgaba de un cinturón en el que se veían varios manojos de llaves. Llevaba un gran cuenco de bronce y algunos otros objetos que recordaban a varillas de incienso. Colocó estos últimos en el suelo, cerca de Harrison, y, desperdigándolos fuera del alcance del prisionero, empezó a ordenar las malolientes varillas en una especie de volumen piramidal en el interior del cuenco. Y Harrison, al mirar, recordó de repente un horror medio olvidado, entre la miríada de nebulosos terrores propios de River Street. Había encontrado un cadáver en una habitación cerrada, en la que una acre humareda ascendía aún sobre un chamuscado cuenco de bronce… el cadáver pertenecía a un hindú, y se encontraba consumido y arrugado como si fuera cuero viejo… momificado por un humo letal, que mataba a su víctima, consumiéndola como a una rata envenenada.
Desde la otra celda le llegó un alarido tan agudo y aterrador que Harrison dio un respingo y maldijo en voz alta. El mongol hizo una pausa en su tarea, con una cerilla en la mano. Su apergaminado semblante emitió un gruñido apreciativo, abriendo la boca, y revelando que carecía de lengua. El hombre era mudo.
Los gritos incrementaron su intensidad, aparentemente más por el miedo que por dolor, aunque cierto elemento de dolor parecía evidente. El mudo, con una mirada de éxtasis, se puso en pie, inclinándose junto a la pared, aplicando la oreja al panel para no perderse ni uno solo de los gemidos de agonía procedentes de la celda de al lado. Un reguero de baba caía desde la comisura de su boca entreabierta; contuvo el aliento, ansioso, mientras, de forma inconsciente, se acercaba aún más a la pared. De repente, el pie de Harrison salió disparado hacia delante, golpeándole fieramente en los tobillos. El mongol extendió los brazos y cayó de bruces sobre los expectantes brazos del detective.
La llave con la que Harrison rompió el cuello del verdugo carecía de fundamentos científicos. Su furia contenida le hacía olvidarse de todo, excepto de un locura de berserk, que le obligaba a pegar, sajar y quebrar con una pasión primitiva. Se abrazó a su verdugo como si fuera un oso grizzli, y sintió cómo las vértebras se quebraban como el bambú podrido.
Mareado aún por su arranque de furia, se incorporó, abrazado aún a la figura inerte, mientras boqueaba incoherentes blasfemias. Sus dedos se cerraron sobre las llaves que colgaban del cinturón del hombre muerto y, tras tirar de ellas, lanzó salvajemente el cadáver al suelo en un paroxismo de exceso de ferocidad. La figura cayó y permaneció inerte, con la mirada vidriosa y una sonrisa espeluznante asomando por encima del hombro amarillo.

De manera mecánica, Harrison probó las llaves en la argolla de su cintura. Un instante después, libre de sus ataduras, se tambaleó hasta el centro de la celda, sobrecogido aún por el indómito estallido de emociones… esperanza, exaltación y sensación de libertad. Empuñó el hacha de dos manos que descansaba junto al bloque manchado de materia oscura, y a punto estuvo de aullar con una alegría sedienta de sangre cuando notó el perfecto equilibrio de la pesada arma, y comprobó lo afilado de su hoja.
Dedicó un mero instante a abrir la puerta con llave. Se asomó a un estrecho corredor, vagamente iluminado, flanqueado con puertas cerradas. Desde la más cercana se escuchaban aún los estremecedores gritos, amortiguados por la puerta acolchada y las paredes especialmente tratadas.
Inmerso como estaba en su ira berserk, no gastó tiempo en probar las llaves con aquella puerta. Levantando la descomunal hacha con ambas manos, la estampó contra los paneles, sin prestar atención al ruido que producía, consciente tan sólo de su ansia frenética de acción violenta. La puerta se destrozó hacia dentro bajo la acción de sus demoledores golpes, y pasó a través de sus restos con los ojos ardientes y los labios contraídos en una mueca asesina.
Entró en una celda muy parecida a la que acababa de dejar. Había un potro… una auténtica máquina del demonio, de los tiempos de la edad media… y sobre su cruel superficie se agitaba una figura blanca y patética… una muchacha, vestida tan sólo con una pequeña camisa. Un enorme mongol se inclinaba sobre la rueda, girándola lentamente. Otro más se encargaba de calentar ál rojo un hierro afilado sobre un pequeño brasero.
Todo eso lo vio al primer vistazo, mientras la joven volvía la cabeza hacia él, y gritaba de agonía. Entonces, el mongol con el atizador de hierro corrió hacia él en silencio, manejando como una lanza el resplandeciente acero al rojo blanco. A pesar de la roja furia que le poseía, Harrison no perdió la cabeza. Una sonrisa de lobo asomó a sus labios, se echó hacia un lado, y hendió la cabeza del torturador como si fuera un melón. Luego, mientras el cuerpo se desplomaba, desparramando sangre y sesos por el suelo, se giró como un felino para hacer frente a la acometida del otro hombre.
El ataque de este fue tan silencioso como el del primero. Ambos eran mudos. No se lanzó a la desesperada, como hiciera su compañero, pero su cautela le sirvió de poco cuando Harrison volvió a tajar con su hacha goteante. Mientras el mongol alzaba el brazo izquierdo, el filo curvo se incrustó entre los músculos y los huesos, dejando el miembro casi amputado, colgando tan solo de una breve tira de carne. El torturador saltó hacia él como si fuera una pantera moribunda, hundiendo su cuchillo con la furia de la desesperación, mientras la ensangrentada hacha volvía a descender. La punta del cuchillo rasgó la camisa de Harrison, arañándole la carne del pecho. Mientras retrocedía de forma involuntaria, hizo girar el hacha y, con un golpe plano, quebró el cráneo del mongol como si fuera una cáscara de huevo.
Lanzando improperios como un pirata, el detective avanzó unos pasos, mientras miraba a su alrededor, en busca de nuevos contrincantes. Entonces recordó a la muchacha del potro, y, al acercarse a ella, la reconoció al fin.
—¡Joan La Tour! ¿Qué demonios…?
—¡Suéltame! —imploró ella— ¡Oh, por el amor de Dios, sácame de aquí!
El mecanismo de aquella máquina diabólica parecía desafiarle. Pero se fijó en que la muchacha estaba atada con fuertes sogas en las muñecas y tobillos, de modo que, tras cortarlas, logró liberarla. Harrison sacó los dientes al pensar en las roturas, dislocamientos y terribles heridas internas que la joven podía haber sufrido, pero evidentemente la tortura no había avanzado lo bastante como para causarla un daño permanente. La muchacha no parecía estar del todo mal físicamente, pero debido a su experiencia estaba al borde de la histeria. Al contemplar su desvalida figura sollozante, estremeciéndose bajo su escueto atuendo, y recordando la autosuficiente y sofisticada belleza que solía ser habitualmente, Harrison sacudió la cabeza, asombrado. En verdad que Erlik Khan sabía cómo doblegar a sus víctimas con su despótica voluntad.
—Salgamos de aquí —rogó ella entre sollozos—. Vendrán más… habrán escuchado el combate.

—De acuerdo —gruñó él—. Pero ¿dónde diablos estamos?
—No lo sé —confesó la joven—. En algún lugar de la casa de Erlik Khan. Estos mongoles mudos me trajeron aquí a primera hora de la noche, a través de pasadizos y túneles que conectaban varias partes de la ciudad con este lugar.
—Bueno, vamos —dijo él—. También nosotros podemos ir a alguna parte.
Tomando su mano, la sacó al pasillo y, tras mirar a su alrededor de manera incierta, observó una estrecha escalera ascendente. Subieron por ella hasta detenerse frente a una puerta acolchada, que resultó no estar cerrada con llave. Harrison la cerró tras ellos, probando las llaves sobre la cerradura. No tuvo éxito: ninguna de las llaves encajaba en aquella puerta.
—No sé si nos habrán oído o no —gruñó—, es posible que no sea así, a menos que hubiera alguien cerca. Este edificio está diseñado para amortiguar los sonidos. Creo que estamos en algún lugar de los sótanos.
—Jamás saldremos vivos de aquí —gimió la muchacha—. Estás herido… he visto sangre en tu camisa.
—No es más que un arañazo —gruñó el gran detective, investigando con cuidado el feo corte que le desgarraba desde el pecho hasta el abdomen, anegándole de sangre. Ahora que su furia empezaba a remitir, empezó a sentir el dolor.
Abandonando la puerta, siguió subiendo, envuelto en una densa oscuridad, guiando a la joven, de cuya presencia se aseguraba tan sólo por medio del contacto de una suave mano en la suya. Entonces la escuchó llorar de forma convulsiva.
—¡Todo esto es culpa mía! ¡Yo te metí en esto! El druso, Alí ibn Suleyman…
—Lo sé —gruñó él—. Erlik Khan me lo contó. Pero nunca sospeché que eras tú la que indujo a ese chalado para que se me apuñalara. ¿Acaso mentía Erlik Khan?
—No, —gimió ella—. Mi hermano… Josef. Hasta esta misma noche, pensaba que tú le habías matado.
Harrison se sobresaltó.
—¿Yo? ¡Pero si no lo hice! No sé quién fue. Alguien le disparó por encima de mi hombro… apuntándome a mí, eso lo reconozco, durante la redada en el garito de Osman Pasha.
—Eso lo sé ahora —musitó ella—. Pero siempre había creído que mentías sobre el tema. Pensaba que le habías matado tú mismo. Mucha gente lo cree, ¿sabes? Quería venganza. Me la jugué a lo que yo pensaba que era un plan seguro. El druso no me conoce. Jamás me ha visto mientras estaba despierto. Soborné al propietario del fumadero de opio que frecuenta Alí ibn Suleyman, para poder drogarle con el loto negro. Luego empecé a trabajar con él. Se parece mucho a la hipnosis.
»De todos modos, el dueño del fumadero debe de haber hablado. Erlik Khan se enteró de cómo me estaba sirviendo de Alí ibn Suleyman, y decidió castigarme. A lo mejor temía que el druso hubiera hablado demasiado mientras estaba drogado.
»También yo sé demasiado, para ser alguien que no ha jurado obediencia a Erlik Khan. Tengo sangre oriental en mis venas, y me he visto obligada a meterme en los manejos de River Street hasta que el asunto hubiera concluido. Josef también jugaba con fuego, igual que yo he estado haciendo. Le costó la vida. Erlik Khan me ha dicho esta noche quién fue el verdadero asesino. Fue Osman Pasha. No te apuntaba a ti. Quería matar a Josef.
»He sido una estúpida —dijo con un suspiro—. Ahora mi vida está perdida. Erlik Khan es el rey de River Street.
—No lo será por mucho tiempo —gruñó el detective—. Vamos a salir de aquí de algún modo, y luego volveré con un escuadrón de policías para limpiar esta condenada ratonera. Le enseñaré a Erlik Khan que esto es América, no Mongolia. Cuando vuelva a encontrarme con él…
Se interrumpió de repente, cuando los dedos de Joan se cerraron sobre él de forma convulsiva. Desde algún lugar por debajo de ellos, sonó un murmullo confuso. Qué podía haber por encima, era algo que no podía saber, pero la piel se le erizaba al pensar en que pudieran volver a atraparles en aquella oscura e intrincada escalera. Siguió subiendo, tirando de la muchacha, casi arrastrándola, hasta que llegaron ante una puerta sin cerrar.
Al llegar allí, una luz brilló bajo ellos, y un agudo alarido galvanizó a los fugitivos. Muy por debajo, Harrison pudo divisar un conjunto de vagas figuras bajo el resplandor rojizo de una antorcha o una linterna. Decenas de ojos brillaban blanquecinos, y numerosos aceros lanzaban destellos.
Atravesaron la puerta y la cerraron tras ellos; durante un frenético instante, Harrison buscó una llave que pudiera encajar en la cerradura. Cuando no la encontró, agarró la muñeca de Joan y corrió por un pasillo que discurría por entre negras colgaduras de terciopelo. A dónde conducía, no podía saberlo. Había perdido todo sentido de la orientación. Pero sabía que la muerte, sombría e implacable, les pisaba los talones.
Detrás de ellos, una espeluznante jauría se extendió por el corredor: hombres amarillos con chaquetas de seda y pantalones bombachos, armados con cuchillos. Frente a ellos se alzaba una entrada tapada con un cortinaje. Apartando a un lado las pesadas colgaduras de satén, abrió la puerta y cruzó el umbral, tirando de la muchacha. La puerta se cerró tras ellos, y se detuvieron en seco, como dos cadáveres. Una gélida desesperación oprimió el corazón de Harrison.