I.
—Y tal es la leyenda del Espíritu del Zorro Blanco, mi honorable amigo —entonó el viejo Wang Yun mientras cruzaba sus esqueléticas manos bajo su túnica de seda bordada—, y así la contaban los Hijos de Han. Ahora, debo dar de comer a mi viejo compañero.
Steve Harrison, corpulento y sombrío, incongruente ante las porcelanas y la delicada fragilidad de los jades de oriente apilados en la pequeña tienda, apoyó la recia mandíbula en su puño, que asemejaba un martillo. Observó a su anfitrión con una fascinación personal, mientras que el viejo Chino se dirigía arrastrando los pies hacia una jaula de bambú. La embarrotada caja se encontraba sobre el seno de un enorme Buda verde, apoyado contra la pared, en medio de innumerables jarrones Ming y de alfombras del Turkestán oriental. Wang Yun entrecerró sus ojos rasgados y entonó un extraño canturreo, mientras sacaba una botella de leche y un pequeño platillo de jade de algún nicho indeterminado. Involuntariamente, Harrison se estremeció.
—He contemplado los animales de compañía más bizarros que uno pueda imaginar en algunos rincones de River Street —declaró el detective—. Chow-chows, gatos persas, gallos de pelea, pavos reales blancos y bebés cocodrilos… ¡pero que me cuelguen si alguna vez vi a un hombre cuya mascota fuera una cobra real!
—Pan Chau es muy viejo y muy sabio —sonrió Wang Yun—. Recibió el nombre de un gran guerrero que habría destruido el imperio romano, de haber llegado a vivir un año más. Hice que le extrajeran los colmillos a mi viejo amigo, para evitar que pueda hacerme daño alguno, dada su ceguera y su avanzada edad.
—Es usted un hombre muy extraño, Wang Yun —gruñó Harrison.
—La vida es una suma de circunstancias peculiares —respondió el viejo Chino, abriendo sin presionar una elaborada cerradura de oro que cerraba la puerta de la jaula. En el interior de esta, resonó un susurro que le puso a Harrison la carne de gallina—. Hace cosa de una hora, antes de que usted se pasara por mi tienda para charlar conmigo, me aconteció una cosa de lo más extraña. Mi teléfono, que rara vez suena —señaló con un movimiento de cabeza hacia una cortina, en el fondo de la tienda— comenzó a hacerlo de forma insistente. Cuando respondí, una voz desconocida me rogó que permaneciera a la escucha… pues alguien deseaba hablar conmigo. Esperé pacientemente, varios minutos… en vano. Nadie habló conmigo. ¿Quién podría desear gastarle una broma así a Wang Yun? Además, es muy posible que perdiera una venta. Es cierto; mientras aguardaba pegado al teléfono, escuché cómo alguien abría la puerta de la tienda. Ignoro quién podría ser ese posible cliente; desde donde se encuentra el teléfono, no puedo ver el interior de la tienda. Le grité que estaría con él en un momento; poco tiempo después, escuché cómo se marchaba. Colgué el teléfono y salí corriendo detrás de él, pero ya no había nadie a la vista.
—¿Le faltaba algo? —inquirió el detective.
—En efecto; lo primero que pensé fue en el robo —reconoció a Wang Yun, deslizando la mano en el interior de la jaula— pero, tras comprobar mi mercancía, observé que no había desaparecido ningún objeto, y…
De repente guardó silencio, emitió un alarido salvaje e inarticulado, y cayó hacia atrás, mientras retiraba bruscamente la mano del interior de la jaula. Había algo colgado de su muñeca… un horror de cuerpo reluciente, que se retorcía y silbaba en el aire…
El viejo Chino se desplomó en el suelo, con un espantoso estertor. Mientras maldecía horrorizado, Harrison aplastó con sus pesadas botas la abominable cabeza del reptil, antes de que este pudiera abrir los pliegues superiores para volver a morder. Pateando a un lado a la serpiente, que se retorcía y temblaba convulsivamente, el detective examinó a Wang Yun. El viejo chino aún no estaba muerto, pero sus ojos tenían una mirada vítrea. Una mano que asemejaba una garra se aferró a la muñeca de Harrison, como si fuera un gancho de acero. Había una mirada terriblemente significativa en sus ojos dilatados.
—¡No… es la mía! —sus labios crispados lograron emitir un espasmódico susurro—. Otra… bola de ébano… la séptima… séptima…
Una mescolanza de sangre y bilis brotó horriblemente de sus labios, mientras un horrible espasmo hacía estallar sus venas internas. Entonces, el cuerpo se contrajo, quedando inerte en manos de Harrison.
—¡Infiernos! —murmuró el detective, bastante agitado—. Ignoraba que la mordedura de una cobra pudiera matar tan rápidamente. Pero Wang Yun era viejo y su corazón estaba cascado. Los colmillos de este demonio tienen que haberle vuelto a crecer…
Guardó silencio, mientras bajaba la mirada hacia el abominable reptil, que yacía en el suelo, retorcido.
—¡No es la mía! —repitió—. En efecto, por un millar de truenos, esto de aquí no es Pan Chau. Yo le he visto en más de una ocasión, mientras el viejo le daba de comer. Su serpiente estaba ciega, y sus escamas eran prácticamente blancas, a causa de su avanzada edad.
El cuerpo del monstruo sobre el suelo era iridiscente, incluso en la muerte, y poseía un grosor y una imponente apariencia letal.
—Este demonio debe de haberse escapado de un zoológico, para después deslizarse aquí, y sustituir a Pan Chau en su jaula… —divagó el detective.
Apretando los dientes, tanteó con cautela el interior de la jaula de bambú. Estaba vacía. Una sombra apareció sobre el rostro de Harrison, volviéndolo aún más oscuro y severo de lo habitual.
—No sé muy bien quién eras, o lo que hiciste antes de venir aquí —murmuró, frunciendo el ceño mientras miraba el cadáver del chino— pero te has portado siempre como un hombre honesto, y eras mi amigo. Este asunto no terminará así.
Se dirigió hacia el fondo de la tienda y descorrió la cortina, descubriendo un pequeño pasillo, cubierto de desperdicios, que se abría a un estrecho callejón a oscuras. El viejo Wang Yun había vivido solo en un reducido apartamento, situado sobre su almacén. Pero la escalera que conducía a dicho apartamento no descendía hasta el pasillo. Bajaba directamente a la tienda y se encontraba, de igual forma, disimulada por una cortina, flanqueada a cada lado por un ídolo de rictus grotesco. Harrison encontró el teléfono, alojado en un minúsculo nicho en el que tuvo que deslizarse apretando sus anchos hombros.
—Hola, Hoolihan —dijo—. Harrison al aparato. Escucha: el viejo Wang Yun acaba de irse al otro barrio… ¡Ya sé que no le conocías! ¿Y a mí qué? Envía aquí a uno de los muchachos… ah, ¿sabes si se ha escapado alguna serpiente del zoológico? A Wang Yun le ha mordido una cobra, y me da la sensación de que la habían colocado ahí a propósito… ¡Esas bestias no crecen de los árboles!
—Está bien —le respondió el otro al final de la línea— un sujeto, residente en Levant Street, ha montado un verdadero circo esta mañana, porque dice que le han robado un reptil de gran valor… ¡O eso jura él! Te doy su dirección: William D. Feodor, 481 de Levant Street… creo que es científico, o algo así. Tiene un laboratorio allí; dijo que hacía experimentos destinados encontrar un antídoto para el veneno de las serpientes.
—Perfectamente —dijo Harrison con voz seca, volviendo a colgar el auricular.
Tras regresar a la tienda, paseó la mirada sobre los jarrones y las estatuillas dispuestos sobre las estanterías. Luego su mirada se plantó sobre una hilera pequeños objetos, casi disimulados por una pieza de seda tornasolada de Manchuria.
—¡Bolas de ébano! —murmuró el detective—. Quería decirme algo… «la séptima»…
Contó las pequeñas esferas, perfectamente pulidas. Eran un total de trece. Tomando la del medio, la hizo girar, perplejo, sobre la palma de su mano. No le parecía más que una pequeña bola de ébano reluciente, cuyo posible uso se le escapaba por entero. Bien podía tratarse de alguna clase de juguete chino. Tras deslizaría en su bolsillo, se dirigió a la puerta del almacén y tocó su silbato de forma estridente. Harrison notó un aire sombrío en la forma en que numerosos paseantes se acercaban, echando un vistazo con disimulo, y en cómo otros aceleraban el paso y proseguían furtivamente su camino. Se encontraba en River Street, el misterioso barrio oriental donde podía pasar cualquier cosa, y cuyos habitantes no se preocupaban demasiado por la Ley… por la ley del hombre blanco al menos, ya que sí poseían su propio código de conducta, extraño y a menudo espantoso.
Un policía de gran tamaño acudió a la carrera. Harrison señaló con el pulgar la figura postrada en el suelo.
—Quédate aquí vigilando hasta que vengan los muchachos; no dejes que nadie entre en el almacén. A continuación, cierra todas las puertas y registra este lugar. Ahí tienes la llave.
—¿Un asesinato? —quiso saber el policía.
—Puede ser.