Capítulo 3

Después de que las pisadas de Bissett se hubieran alejado por el pasillo exterior, Harrison empezó a examinar el cuchillo que le habían arrojado desde la ventana. Ya había visto antes cuchillos como esos… clavados en los numerosos cadáveres encontrados bajo los muelles y en sinuosos callejones traseros. El arma proclamaba la naturaleza de su propietario: un asesino de las tríadas chinas le había arrojado ese cuchillo. Observó la ornamentada daga que había sacado del pecho de Zaida y depositado en el escritorio. Recordó el rostro cuadrado y amarillo que había visto en la ventana. Presentía que, tras aquel misterio, había una mano amarilla… la mano sombría y misteriosa de los crípticos celestes. Pero ¿quién? Extrajo del bolsillo interior la nota dirigida a Kratz, y volvió a leerla.
De repente bajó la mano, y, cuando volvió a alzarla, empuñaba su pistola. Permaneció completamente inmóvil, casi sin respirar. No estaba seguro de lo que había oído; ni siquiera estaba seguro de haber oído algo. Pero un cazador de hombres, como cualquier bestia depredadora, desarrolla ciertos instintos que, en el hombre ordinario, se encuentran en estado latente. Y esos misteriosos instintos le avisaban de que el peligro se cernía sobre él, arrastrándose cada vez más cerca con pisadas sigilosas. La puerta de la azotea estaba cerrada. Retrocedió velozmente para alejarse de la ventana rota, colocándose de tal forma que pudiera vigilar la puerta del salón, que daba al pasillo exterior.
Entonces escuchó unos pasos sigilosos en la azotea. Harrison se agachó, con el arma azulada brillando en su enorme puño. Un gorgoteante alarido resonó al otro lado de la puerta, y luego se oyó el sonido de la caída de un cuerpo pesado. Algo se arrastró, y luego comenzó una especie de jadeo estrangulado. Harrison caminó raudo hacia la puerta, apagó la luz y entreabrió una rendija. En cuanto sus ojos se acostumbraron a la luz de las estrellas, divisó una figura voluminosa, que yacía tendida frente a la puerta. Gradualmente, la figura fue asumiendo el contorno de un hombre, que yacía boca arriba. Harrison distinguió que los brazos estaban echados hacia atrás, como si se hubieran quedado congelados en medio de una convulsión, mientras que la cabeza estaba torcida hacia atrás, en un ángulo antinatural.
—¿Qué demonios…? —musitó.
Los acontecimientos de aquella noche se estaban convirtiendo en una pesadilla. Examinó las macetas de las palmeras. Se perfilaban contra la luz de las estrellas, y, si había alguien detrás, debía de estar tumbado de bruces. Con súbita resolución, encendió su linterna y proyectó su haz luminoso a través de la rendija de la puerta, mientras se apartaba a un lado por si le disparaban. El disparo no se produjo. En el círculo de luz, comprobó que el hombre postrado era un chino; tenía la cabeza echada hacia atrás, con la barbilla levantada; las cuencas de los ojos estaban giradas, de manera que sólo se veía la parte blanca. La luz se movió por entre las palmeras, sin descubrir nada. Harrison se acercó a la ventana rota y enfocó la linterna a su través. Esa parte de la azotea estaba desierta.
Retrocedió hasta la puerta, apagó la linterna y salió a la terraza, con el arma a punto. Sólo vislumbró la figura tendida sobre la azotea.
—¿Y a este, quién demonios le ha matado? —se preguntó, volviendo a encender la luz e inclinándose sobre la figura inerte… el súbito giro de los ojos y la llama que ardía en ellos no le avisaron a tiempo, pues, de forma simultánea, le quitaron de un golpe el arma de la mano y, antes de que pudiera moverse, diez dedos de hierro se cerraron sobre su garganta con una fuerza inhumana.
Dejó caer la linterna y agarró las anchas muñecas; enzarzados en una presa letal, el detective y su atacante rodaron por el suelo de la azotea, hasta llegar a las macetas de las palmeras.
Los ojos de Harrison parecían cegados por una luz extraña. Las estrellas, que veía cada vez que giraba por el suelo, parecían tan rojas como la sangre. Aquella presa de acero, la presa del estrangulador chino, había estado a punto de matarle desde el primer momento, hasta el punto de que, en un principio, sólo había podido arañar a ciegas las enormes muñecas, gruesas y con músculos como cables de acero. Tan solo le salvaron los poderosos músculos de su cuello. Y entonces, bordeando ya la inconsciencia, soltó las muñecas y asió los meñiques de las manos del chino. Los dedos del estrangulador estaban profundamente enterrados en su cuello, pero logró soltar los dedos meñiques, y tiró con fuerza de ellos, hacia atrás. Era como intentar arrancar las zarpas de un oso clavadas en un árbol. Lenta y dificultosamente fueron cediendo… y entonces Harrison quedó libre, y el aire volvió a entrar en su dolorida garganta, mientras inspiraba profundamente.
Giró sobre su espalda, mientras el estrangulador intentaba volver a agarrarle, y proyectó las dos piernas contra su imponente masa. Sus talones se enterraron en un pecho tan ancho como un barril, y el chino retrocedió unos pasos. Harrison, intentando incorporarse, logró ponerse de rodillas, mientras el chino volvía a cargar. El detective vio cómo el gigantesco bruto se lanzaba sobre él, con los ojos y dientes brillando a la luz de las estrellas, y los brazos extendidos hacia él… y Harrison se lanzó a fondo entre aquellos brazos, proyectando su pesado puño con toda la fuerza de su musculoso antebrazo, su nervudo bíceps y su recio hombro, mientras apoyaba en el suelo todo su peso. El gran puño de Harrison se estampó contra la mandíbula, en un golpe que habría tumbado a un buey. El gigante salió despedido sobre el suelo de la azotea, cayendo al suelo dos metros más allá, con un impacto que pareció sacudir todo el edificio.
El propio Harrison volvió a caer de rodillas por la fuerza del golpe que acababa de propinar. Ante su asombro, el chino volvió a ponerse en pie, tambaleándose. La mandíbula le colgaba, rota, y le salía espuma por los labios; se movía como un borracho.
—¡Por los fuegos del Infierno! —juró Harrison—. ¡Ese bestia no es humano!
Se puso en pie con esfuerzo, pues los miembros le pesaban como si fueran de plomo. La sangre corría por su pecho, desde su garganta arañada.
—Con uno más debería rematar la faena —musitó, mientras avanzaba hacia su antagonista con la cabeza baja y los puños crispados, asumiendo de forma inconsciente la postura de un boxeador.
Con un grito incoherente, el chino retrocedió, se dio la vuelta y se dirigió hacia la escalera de incendios. Harrison saltó tras él, pero la paliza que había recibido le había dejado peor de lo que pensaba. Antes de que pudiera llegar a la cornisa, el chino bajaba por la escalera, y, cuando Harrison miró hacia abajo, le vio saltar de una meseta a otra como si fuera un gran simio. Se dejó caer a tres metros del callejón y se perdió de vista. En algún lugar sonaba una sirena de policía.
Harrison se giró, dirigiéndose a la alcoba. Encendió la luz y, cuando esta se proyectó a la terraza, encontró su pistola y su linterna. Un instante después, escuchó unas pisadas subiendo por las escaleras, y Hoolihan empezó a aporrear la puerta principal.
—¡Harrison! ¿Estás ahí dentro? Harrison… —dejó de hablar cuando la puerta se abrió, y Harrison apareció ante él, sin abrigo ni sombrero, con el rostro cubierto de sangre seca, y sangrando aún por los cortes del cuello, producido por aquellos dedos como zarpas. Después, el policía contempló los cadáveres de Zaida y Ahmed.
Hoolihan resopló.
—¡Por todos los Santos, cuando alguien nos llama desde River Street, siempre sabemos que nos vamos a encontrar algo sangriento y espeluznante! ¡Y sólo en River Street podría uno encontrarse con un cuadro como este! ¿Qué ha pasado? El portero de abajo dice que teme por su vida. Jura que llevas aquí toda la noche, pelando, disparando y matando a todo el mundo.
—No es para tanto —dijo Harrison con reticencia—. Estoy metido hasta el cuello en un misterio al que no encuentro ni pies ni cabeza… pero eso no es nada nuevo.
Durante el trayecto a comisaría —que hizo en su propio automóvil—, Harrison habló poco con Hoolihan, que permanecía sentado a su lado. Aún le molestaba recordar con cuánta facilidad había caído en ese viejo truco de los asesinos de las tríadas.
—¿Qué encontraron los muchachos de huellas? —preguntó poco después.
—No había ninguna en la empuñadura de la daga. Evidentemente, el asesino llevaba guantes. Aunque han encontrado huellas dactilares en la pitillera. Las comparamos con todas las huellas que nos has ido proporcionando de los personajes de River Street… por cierto, ¿cómo diablos te las has arreglado para conseguir todas esas huellas, de gente que no tiene ficha policial?
—Te sorprendería saberlo… y a ellos también —fue la críptica respuesta de Harrison—. Bueno, ¿descubrieron algo?
—Sí. Las huellas de la pitillera eran de Joseph Lepstein, el socio de Jelner Kratz.
Bissett se reunió con ellos en la comisaría, y observó con asombro el aspecto de Harrison.
—¿Qué demonios le ha pasado?
—Uno de nuestros amigos chinos, que volvió después de que te fueras. ¿Cuánto tiempo llevas aquí?
—Sólo un rato. Hacer que me curaran la herida me llevó más tiempo del que pensaba. ¿Qué piensa hacer ahora?
—Ir a casa, cambiarme de ropa y, a lo mejor, dormir un poco. Si quieres seguir con esto, nos veremos por la mañana en las oficinas de Kratz & Lepstein… demonios. Ya casi ha amanecido. Bueno, entonces nos veremos a las nueve de la mañana.