V.

Se encontraban en un vasto salón semejante a una cámara, como jamás hubieran podido soñar que existiera bajo las prosaicas azoteas de una ciudad occidental. Exóticas linternas con fantásticos dragones tallados colgaban del altísimo techo, arrojando un lustre dorado sobre las colgaduras de terciopelo que ocultaban las paredes. En sus negras superficies se veían dragones contorsionados, cosidos en hilo de plata, oro y escarlata. En una alcoba cercana a la puerta descansaba un ídolo chato, voluminoso, mucho más alto que un hombre, y medio oculto por una pesada pantalla lacada, una obscena y brutal burla de la naturaleza que sólo una mente mongola podía haber concebido. Junto a él se alzaba un altar del cual ascendía una espiral de humo de incienso.

Harrison le prestó poca atención al ídolo en ese momento. Le parecía más importante la figura con capa y capucha que permanecía sentada con las piernas cruzadas sobre un diván de terciopelo en el otro extremo del salón. Se habían metido directos en la boca del lobo. Alrededor de Erlik Khan, en actitud sumisa, se sentaba un grupo de orientales, chinos, sirios y turcos.

La parálisis de la sorpresa que había contenido a ambos grupos, quedó rota por un grito particularmente amenazador, proferido por Erlik Khan, que se había puesto en pie, llevándose las manos al cinturón. Los hombres se alzaron de un salto, aullando y buscando sus armas. Tras él, Harrison escuchaba el clamor de sus perseguidores, al otro lado de la puerta. En aquel instante, reconoció y aceptó la única y desesperada alternativa a una captura inmediata. Saltó hacia el ídolo, arrojando a la muchacha al pequeño nicho en la pared que había detrás, y entró tras ella. Luego se giró hacia la entrada. Era la última apuesta… el final del camino.

No tenía esperanzas de poder escapar; sus motivaciones eran tan sólo las de un lobo herido que se arrastra hacia un rincón, al que sus enemigos tendrán que acudir frente a frente.

La enorme masa de piedra verdosa del ídolo bloqueaba la entrada del nicho salvo por un lateral, en el que había un estrecho espacio entre su deformado muslo, el hombro, y la esquina de la pared. El espacio del otro lado era demasiado estrecho como para que un gato pudiera deslizarse por él, y, además, estaba tapado por la pantalla lacada. Mirando a través de los intersticios de dicha pantalla, Harrison pudo divisar toda la sala, en la que sus perseguidores acababan de irrumpir. El detective reconoció a su líder como Fang Yim, el lanzador de hachas.

Se alzó un furioso murmullo, dominado por la voz de Erlik Khan, que hablaba en inglés, la única lengua en común ante toda aquella mezcla de razas.

—Se esconden detrás del Dios; sacadles de ahí.

—Disparémosle una andanada —protestó un hombre de piel oscura y constitución robusta, a quién Harrison reconoció como Ak Boga, un turco cuyo fez contrastaba con su atuendo occidental—. Arriesgamos nuestras vidas quedándonos aquí, a la vista; podría dispararnos desde la pantalla.

—¡Necio! —la voz del mongol irradiaba ira—. Si tuviera un arma de fuego ya nos habría disparado. Que ningún hombre apriete el gatillo. Pueden refugiarse tras el ídolo, y nos llevaría demasiados disparos acabar con ellos. Ahora no estamos en las Criptas del Silencio. Una ráfaga de disparos provocaría un ruido innecesario. Puede que un solo disparo no fuera escuchado en las calles, pero ese único disparo no sería suficiente. No tiene más que un hacha. ¡Doblegadle y cortadle en rodajas!

Sin dudar, Ak Boga corrió hacia ellos, seguido por el resto. Harrison afianzó sus manos sobre el hacha. Sólo podía entrar un hombre cada vez…

Ak Boga estaba en la estrecha apertura entre el ídolo y la pared antes de que Harrison pudiera moverse por detrás de la enorme masa verde. El turco aulló fiera y triunfalmente, y se lanzó hacia delante, alzando su cuchillo. Su masa bloqueaba la entrada, y los hombres que tenía detrás, no podían tener más que un atisbo —por encima de su hombro—, del sombrío rostro de Harrison y su ardiente mirada.

Harrison enterró el mango del hacha en lo más profundo del rostro de Ak Boga, partiendo nariz, labios y dientes. El turco retrocedió, gorgoteando y sin dejar de escupir sangre. Medio cegado, contraatacó con el salvajismo de una pantera moribunda. El filo cortante de su puñal arañó el rostro de Harrison desde la frente hasta la barbilla, y, entonces, la hoja del hacha se estrelló contra el pecho de Ak Boga, enviándole hacia atrás, donde se desplomó moribundo.

Los hombres de fuera retrocedieron espantados. Harrison, sangrando como un cerdo herido, volvió a refugiarse tras el ídolo. Los atacantes no podían ver al gigante blanco que acechaba en la entrada bajo la sombra del dios, pero veían a Ak Boga, atragantándose en el suelo, mientras la vida se le escapaba por la herida del pecho. Más parecía alguna clase de sangriento sacrificio, y su visión sacudía los nervios de los más fieros.

Y entonces, cuando el asunto parecía estar en un callejón sin salida, y el mismo Señor de la Muerte parecía indeciso, un nuevo factor apareció por su cuenta en aquel tenso drama. Se abrió una puerta y una figura fantástica apareció a su través. Harrison escuchó a la joven, detrás de él, que tragaba saliva, incrédula.

Era Alí ibn Suleyman quien penetró en el gran salón como si caminara por su propio castillo en el misterioso Djebel druso. Había dejado de vestirse con los atuendos propios de la civilización occidental. Sobre la cabeza, llevaba un kafiyeh, fijado a la frente con una ancha banda brillante, Bajo su voluminoso abba mostraba unas botas muy ornamentadas, y repujadas con plata. Sus párpados estaban pintados con kohl, haciendo que sus ojos parecieran poseer una mirada aún más letal de lo habitual. Llevaba en la mano una gran cimitarra curva.

Harrison se quitó la sangre de la cara y se encogió de hombros. Nada en casa de Erlik Khan podía ya sorprenderle, ni siquiera aquella pintoresca figura, que parecía haber salido de algún sueño producto del opio de oriente.

La tención de todos quedó centrada en el druso que avanzaba por el centro del salón, con un aspecto más alto y formidable, con su atuendo nativo, que el que tenía con las ropas occidentales. No mostró más deferencia ante el Señor de la Muerte que la que antes mostrara ante Harrison. Se detuvo directamente frente a Erlik Khan y habló sin reparos:

—¿Por qué no se me ha dicho que mi enemigo estaba prisionero en esta casa? —demandó en inglés, evidentemente la única lengua que tenía en común con el mongol.

—No estabas aquí —replicó bruscamente Erlik Khan, molesto por las altivas maneras del druso.

—No, pero acabo de llegar, y me he enterado de que el perro que una vez fue Ahmed Pasha se esconde en un nicho en esta cámara. Me he vestido del modo adecuado para la ocasión —y, dándole la espalda al Señor de la Muerte, caminó hacia el ídolo con grandes zancadas.

—¡Oh, infiel! —llamó— ¡Sal de ahí y enfréntate a mi acero! En lugar de la muerte de perro que te corresponde, te ofrezco una batalla honorable… tu hacha contra mi espada. ¡Sal de ahí, o si no tendré que entrar y sacarte tirándote de las barbas!

—¡Jamás me he dejado barba! —gruñó el detective— ¡Entra aquí a cogerme!

—No —se quejó Alí ibn Suleyman. Cuando eras Ahmed Pasha, al menos eras un hombre. Sal fuera, para que tengamos sitio para blandir nuestras armas. Si me matas, quedarás en libertad. ¡Lo juro por el Becerro de Oro!

—¿Puedo arriesgarme a confiar en él? —musitó Harrison.

—Un druso siempre mantiene su palabra —susurró Joan. Pero también está Erlik Khan…

—¿Quién eres tú para hacer promesas? —gritó Harrison. El amo aquí es Erlik Khan.

—¡No en lo concerniente a mis asuntos privados! —fue la arrogante respuesta—. Juro por mi honor que ninguna mano se alzará contra ti, y que, si me matas, podrás marcharte, libre. ¿No es así, Erlik Khan?

—Que sea como deseas —respondió el mongol, alzando las manos en un gesto de resignación.

Joan agarró de forma convulsa el brazo de Harrison, susurrando con urgencia:

—¡No te fíes de él! ¡No mantendrá su palabra! ¡Os traicionará tanto a ti como a Alí! Nunca se conformará con que el druso te mate… ¡Su modo de castigar a Alí, será hacer que sea otro el que acabe contigo! No… no…

—De todos modos es el final —murmuró Harrison, apartando la sangre y el sudor de sus ojos—. Creo que puedo asumir ese riesgo. En caso contrario, volverán a atacar, y estoy sangrando tanto, que dentro de poco estaré demasiado débil para pelear. Espera tu ocasión, muchacha, e intenta escabullirte mientras todo el mundo se fija en el combate entre Alí y yo —y en voz alta añadió— Hay una mujer aquí conmigo, Alí. Deja que se marche antes de que empecemos a luchar.

—¿Para que llame a la policía y que esta acuda en tu rescate? —demandó Alí—. ¡No! Se quedará aquí, y caerá si tú caes. ¿Vas a salir?

—Ya salgo —anunció Harrison. Agarrando el hacha con fuerza, salió de la alcoba, conformando una figura sombría y espantosa, con la sangre enmascarando su rostro y la vestimenta desgarrada. Vio a Alí ibn Suleyman que se acercaba hacia él, con la cabeza agachada, y su descomunal cimitarra, brillando con luz azulada. Levantó el hacha, debatiéndose contra una repentina sensación de debilidad… escuchó un sonido apagado, y, en ese mismo instante, sintió un paralizador impacto contra su cabeza. No fue consciente de haber caído, pero se dio cuenta de que yacía en el suelo, aún despierto, pero incapaz de hablar o moverse.

Un alarido salvaje llegó hasta sus oídos, y Joan La Tour, una fugaz figura blanca, se tendió a su lado, mientras unos dedos recorrían frenéticos su cabeza.

—¡Sois unos perros… unos perros! —sollozaba la joven de manera histérica— ¡Le habéis matado! —la muchacha alzó la cabeza y gritó— ¿Dónde está ahora tu honor, Alí ibn Suleyman?

Desde donde yacía, Harrison pudo ver a Alí, que permanecía junto a él, empuñando aún su cimitarra, con la mirada ardiente y la boca abierta, como la encarnación del horror y la sorpresa. Y, más allá del druso, el detective divisó el silencioso grupo que se apiñaba en torno a Erlik Khan; y Fang Yim empuñaba una pistola automática con un cañón extrañamente alargado… un silenciador Maxim. Un disparo con silenciador no sería escuchado desde la calle.

Un alarido fiero y frenético salió de la garganta de Alí ibn Suleyman.

—¡Aie, mi honor! ¡Mi palabra empeñada! ¡Mi juramento al Becerro de Oro! ¡Lo habéis quebrantado! ¡Me habéis avergonzado ante un infiel! ¡Me habéis robado, a la vez, la venganza y el honor! ¿Soy acaso un perro para que me tratéis de esa manera? ¡Ya Maurf!

Su voz se convirtió en un rugido felino, y, lanzándose hacia delante, avanzó como un cegador rayo de luz. El grito de Fang Yim se tornó en espeluznante gorgoteo, y la cimitarra hendió el aire en una llamarada azul. La cabeza del chino voló de sus hombros con un abundante chorro de sangre, y aterrizó en el suelo, sonriendo de forma siniestra bajo la luz dorada. Con un aullido de terrible exaltación, Alí ibn Suleyman saltó directo contra la figura encapuchada sentada en el diván. Numerosas figuras, tocadas con fez y turbantes se interpusieron en su camino. Los aceros resonaron, haciendo saltar chispas, la sangre manó, y los hombres gritaron. Harrison vio cómo la cimitarra del druso resplandecía azulada sobre la cabeza encapuchada de Erlik Khan. La capucha cayó, partida en dos mitades, y el Señor de la Muerte se desplomó contra el suelo, mientras sus dedos se abrían y cerraban de forma convulsa.

Los demás se desplegaron alrededor del enloquecido druso, hostigándole para después retroceder. La figura con el amplio abba era el blanco de una docena de hojas afiladas, y de un grupo jadeante y blasfemante de cuerpos endurecidos. Y aún así, la goteante cimitarra resplandecía hendiendo el aire, abriéndose camino a través de carne, huesos y tendones, mientras los pies de los vivos tropezaban con los cadáveres mutilados. Bajo el impacto de los cuerpos que combatían, el altar cayó al suelo, y el humeante incienso se esparció sobre las alfombras. Al instante siguiente, las llamas empezaban a rozar las colgaduras de las paredes. Con un creciente rugido, el fuego envolvió todo un lateral del gran salón, pero los combatientes no parecieron notarlo.

Harrison fue consciente de que alguien le arrastraba en sus brazos, alguien que gemía y sollozaba, pero que no cejaba en sus esfuerzos. Un par de manos esbeltas se aferraban a su camisa convertida en jirones, mientras se veía arrastrado con fuerza a través de una densa humareda que le cegó y a punto estuvo de asfixiarle. Las manos que le agarraban parecieron perder fuerza, pero no le soltaron, y su propietaria hizo acopio de todas sus fuerzas. Entonces, de repente, el detective sintió una ráfaga de aire limpio, y fue consciente de que sus hombros se hallaban sobre un suelo de cemento, en lugar de madera forrada con alfombras.

Yacía sobre la acera de una calleja, mientras, por encima de él, una pared se iluminaba con un resplandor rojizo. En el otro lado se percibían los destartalados muelles, y, más allá, el lujurioso resplandor se reflejaba sobre el agua. Escuchó los aullidos de las sirenas de bomberos, y notó los murmullos y gritos del gentío que comenzaba a rodearle.

La vida y el movimiento fueron regresando poco a poco a sus entumecidas venas; levantó la cabeza, dolorido, y vio a Joan La Tour, agachada a su lado, indiferente a la lluvia y a su escaso atuendo. Cuando le vio moverse, corrieron lágrimas por sus mejillas, y exclamó:

—Oh, no estás muerto… me pareció que quedaba muy poca vida en tu interior, pero no quise que ellos lo supieran…

—Me han herido bajo el cuero cabelludo —murmuró él, con voz pastosa— y me noquearon durante algunos minutos… aunque pude ver lo que pasaba, antes de que… me sacaras de allí…

—Mientras luchaban, aproveché para escapar; pensaba que jamás encontraríamos una puerta que diera al exterior… ¡Aquí vienen los bomberos! ¡Al fin!

—¡Los Yat Soys! —recordó Harrison de repente, e intentó levantarse— Hay dieciocho chinos en ese sótano… ¡Dios mío, se van a achicharrar!

—¡No podemos ayudarles! —jadeó Joan La Tour— Demasiada suerte hemos tenido ya, salvándonos nosotros. ¡Oh!

La muchedumbre retrocedió, gritando, cuando el tejado empezó a derrumbarse en una lluvia de chispas. Y, a través de los intactos muros, como por obra de un milagro, asomó una terrible figura… Alí ibn Suleyman. Sus ropajes colgaban en jirones ensangrentados, revelando las espantosas heridas que había debajo. Casi le habían cortado en pedazos. El tocado de su cabeza había desaparecido, su cabello estaba alborotado, su piel cuarteada y ennegrecida, en las partes en las que no estaba cubierta de sangre. Su cimitarra había desaparecido, y la sangre manaba por el brazo, hasta unos dedos que ahora sostenían una daga goteante.

—¡Aie! —gritó, con un espantoso graznido— ¡Te veo, Ahmed Pasha, a través del humo y el fuego! ¡Aún vives, a pesar de la traición del mongol! ¡Eso está bien! ¡Tan sólo la mano de Alí ibn Suleyman, el que fue Amir Amin Izzedin, podrá darte muerte! ¡He lavado mi honor en sangre, y todo está resuelto! De Maruf soy yo un hijo, de las Montañas del Cobijo. ¡Cuando mi espada vea oxidar haré que vuelva a brillar con la sangre de mis enemigos!

Y, avanzando, se arrojó de cabeza al vacío, mirando a los ojos a Harrison mientras caía; luego, tras aterrizar de espaldas, quedó inmóvil, mirando sin ver en dirección a los cielos iluminados por el resplandor de las llamas.