III.
El panel estaba lastrado con un contrapeso, de modo que se cerraba de nuevo de forma automática, a menos que lo trabaran. Recordando un pañuelo que llevaba en el bolsillo del pantalón, Harrison lo sacó y, rápidamente, lo colocó entre la jamba y la hoja, justo cuando la puerta se cerraba. Pensó que sería buena idea marcar la abertura, por si acaso Tannernoe lograba eludirle y se veía obligado a volver tras sus pasos.
Al cerrarse el panel, Harrison esperaba que una oscuridad completa, como la de una tumba egipcia, se cerniera sobre él. En lugar de eso, se encontró rodeado de una extraña luz azulada… un escalofriante resplandor que no parecía provenir de ninguna fuente en concreto, al menos ninguna que Harrison pudiera determinar.
Se encontraba en un estrecho pasadizo de techo bajo, que parecía seguir el contorno de la habitación de la que acababa de salir. Discurría recto durante varios metros, y luego, a cada extremo, giraba noventa grados, justo en el punto en que una habitación se encontraba con la siguiente. El techo era tan bajo que casi tocaba su coronilla, y las paredes estaban tan juntas que a duras penas podía pasar por ellas con sus anchos hombros.
Sacando la linterna de su bolsillo, Harrison apretó el botón de encendido, y juró en silencio al comprobar que no salía luz.
—Rota —musitó— debe de haberse estropeado cuando cayó por las escaleras. Aunque parece que no voy a necesitarla, a menos que a Tannernoe le dé por apagarme las luces.
Echando una mirada al pasadizo, el corpulento detective se hizo una idea del entramado de corredores que debía de invadir los muros del Caserón Tannernoe, accesible tan sólo mediante ciertas puertas secretas. Indudablemente, una parte de ellos debía conducir a la habitación de la torre; Gutchluk Khan lo había utilizado a primera hora de la noche, al igual que el hombre que le había matado.
La linterna regresó al bolsillo de Harrison, mientras este miraba a izquierda y derecha, intentado decidir la dirección a seguir. Escuchó un débil sonido de pisadas lejanas… pies desnudos que corrían… y le pareció que el sonido venía de su derecha. Partió en esa dirección, con el revólver dispuesto en la mano derecha.
Los nervios de Harrison estaban más tensos que los cables de un garrote vil. Reinaba un frío helador en el pasadizo, que recordaba a una morgue, arrebatándole el calor de su cuerpo. La cercanía de las paredes y el techo resultaba opresiva. Le daba la impresión de estar metido en un ataúd.
Aún así, el detective se permitió una sonrisa de diversión al recordar el modo en que Tannernoe le había mirado cuando entró en el estudio. Supuso que Tannernoe le había tomado por un fantasma, ya que debía creer que su criado mongol le había matado en el piso de arriba.
Harrison llegó al lugar en el que el pasadizo giraba bruscamente, y, en ese momento, una débil llamarada de luz parpadeó desde el otro lado de la esquina, como el reflejo de un faro lejano. Latió tres veces, y, acompañándola, se escuchó el sonido de numerosos disparos, con su estampido magnificado por las reducidas dimensiones del pasadizo.
Mientras el eco del tiroteo se evaporaba en la distancia, Harrison se lanzó por la esquina del pasadizo. Llegó al siguiente pasadizo a toda velocidad, aún, sabiendo que se arriesgaba a recibir un balazo, pero incapaz de quedarse al margen mientras se desarrollaban tales acontecimientos. O Tannernoe o algún otro, disponía de un arma de fuego, y Harrison maldijo la trampa que le había dejado con el tambor del revólver lleno de cartuchos vacíos.
Incluso mientras aquellos pensamientos corrían por su mente, Harrison vio algo alzarse del suelo, frente a él, bloqueándole el camino. El detective tuvo la confusa impresión de una gran masa de hombros y pecho, coronados por una salvaje cara barbada. Un largo puñal lanzó destellos bajo la fantasmal luz azulada del corredor.
El detective se detuvo bruscamente cuando la aparición cargó hacia él con un rugido inarticulado. Observó un letal fulgor de acero, y luego el tintineante impacto de una hoja metálica contra la pared de piedra del pasadizo, a sólo un centímetro de la garganta de Harrison.
Durante un momento, el detective pensó que su anterior oponente, Ahmed, debía de haber recuperado la consciencia y salido en su busca. Levantó su revólver del 45, listo para saltar a una lucha berserk, pero, al hacerlo, un extraño cambio se obró en el otro hombre. El largo cuchillo tembló por encima de la peluda cabeza del sujeto, para después caer de entre sus dedos, que parecían haber perdido toda su fuerza. El fuego de rabia que ardía en sus profundos ojos se extinguió, para ser reemplazado por una mirada vidriosa y perpleja.
Un grito gutural salió de las profundidades del pecho del extraño. Dio un paso inseguro hacia delante y luego se desplomó de cabeza. Atrapado en los estrechos confines del pasadizo, Harrison no pudo evitar su ciega carga. La enorme forma del extraño le derribó al suelo y hacia atrás, y su cabeza chocó contra el suelo en un aturdidor impacto.
Durante un momento, el pasadizo se oscureció y se tornó borroso; luego, tercamente, el gran detective se forzó a regresar a la consciencia. El extraño yacía sobre él, como un peso muerto. Con alguna dificultad, Harrison se zafó de la enorme figura que tenía encima, y se puso en pie, tembloroso.
Con la culata del arma dispuesta, el detective se inclinó para estudiar la cara del otro. Los dientes del hombre asomaban en una mueca animal, y sus ojos aparecían entrecerrados, reducidos a estrechas rendijas en las que sólo asomaba la parte blanca.
—Muerto —murmuró el detective—. ¡Más muerto que Judas Iscariote! ¿Cómo, en el nombre de…?
La apagada exclamación se convirtió en un débil silbido cuando Harrison se inclinó, acercándose, y descubrió la enorme mancha oscura que cubría el torso del hombre. Al gigante caído le había disparado tres veces en el estómago, y debían de haberlo hecho desde muy cerca. La sangre de las heridas se mezclaba con la seda chamuscada de la túnica de seda que vestía.
Mirando rápidamente a su alrededor, Harrison notó una estrecha apertura en la pared interna del pasadizo. Había allí un tramo de escaleras, que descendían hasta un negro pozo de olvido. Tannernoe debía de haber llegado a ese punto, y encontrado al gigante del cuchillo, que se acercaba o bien por la escalera o por el otro extremo del corredor. En alguna parte del camino, Tannernoe se había procurado un arma de fuego, y, con ella, había disparado una ráfaga a quemarropa, deteniendo al gigante el suficiente tiempo como para poder escapar.
De algún modo, el gigante herido había logrado aferrarse a la vida el tiempo suficiente como para golpear a ciegas al siguiente hombre que pasara por el pasadizo… Harrison.
El detective investigó la identidad del cadáver. Aunque corpulento y con barba, ese hombre no era el libanés con el que había peleado en la escalera; aunque Ahmed parecía muy corpulento, le habrían considerado un peso pluma, comparado con este titán. Además, Harrison reconoció su cara, después de la confusión inicial. Le había visto a menudo en River Street, rodeado de la eterna humareda de cigarrillos que envolvía el garito de juego de Osman Pasha.
—¡Hadji Murad! —jadeó.
El cuchillo del guardaespaldas, recto y de hoja afilada, yacía cerca de su mano extendida. Harrison había visto uno parecido en la colección de su amigo Richard Brent. Era un kindjal, el terrible cuchillo que llevaban los compañeros de tribu de Hadji en las montañas del Cáucaso. El detective observó que aquella hoja en particular estaba oscurecida con sangre seca.
—Bueno —murmuró, agachándose junto al cadáver— esto resuelve el misterio de quién mató a Gutchluk. Pero ¿de dónde salió Hadji? ¿Y por qué se cargó al mongol y no se ocupó de mí?
Entrecerró los ojos, perplejo… y luego cambió a una expresión de sorpresa y pesar cuando el frío cañón de una pistola se apoyó contra su nuca.
—Levanta las manos, Harrison —ordenó tranquilamente una voz con ligero acento extranjero—. ¡Despacio! Y no te levantes hasta que yo te lo diga.
Maldiciendo en silencio su negligencia, el detective levantó las manos. Le quitaron de entre los dedos su revólver del 45. Durante un momento, consideró la posibilidad de pelear… zafándose y enzarzándose en un cuerpo a cuerpo con el recién llegado… pero fue capaz de controlar su temperamento. La cercanía de las paredes entorpecería cualquier movimiento que quisiera hacer, y, además, había que tener en cuenta el arma que se apoyaba en su cuello. Una bala disparada en ese punto le haría pedazos la columna vertebral.
La voz dijo:
—Puedes levantarte. Pero te aviso: no hagas movimientos bruscos.
El detective se puso en pie mientras el cañón de un arma de fuego se movía frente a su cara. Se dio la vuelta con cuidado, con las manos abiertas, y apartadas de su cuerpo.
Un hombre delgado permanecía bajo la espectral luz azulada, empuñando una pistola automática. Tenía el cabello oscuro, con un rostro delicado y un fino bigote bien delineado. Sus ojos eran gélidos y brillantes. Era de estatura media, y vestía un traje de seda, cuyo elegante corte más parecía europeo que americano.
—Hola Osman —saludó Harrison—. Debí figurarme que rondarías por aquí.
En lugar de contestar, el esbelto hombrecillo bajó la mirada a la inerte forma de Hadji.
—Garfield hizo esto… así se consuma su alma —dijo amargamente.
La tentación de saltar a la acción regresó al robusto detective. De forma inconsciente, sus pesados hombros se tensaron, y empezó a flexionar sus manos. Osman Pasha levantó la mirada y realizó un gesto con la pistola que resultaba obviamente amenazador.
—¡Atrás, Harrison! No me apetece disparar… todavía. Pero lo haré si me obligas.
—Maldito seas, Osman —gruñó el hombre de la ley— ¿Por qué te buscas más problemas? Ya te has librado antes de cargos peores. Probablemente podrás hacer lo mismo con el asunto de La Tour. Pero cárgate a un oficial de policía, y a buen seguro que te cuelgan.
—En este momento no me preocupas demasiado —respondió Osman. He venido aquí en busca del cuaderno de notas que confiscaste del cadáver de La Tour. Dámelo, por favor.
Harrison negó con la cabeza, agradeciendo haber tenido la precaución de esconder el cuaderno.
—No lo tengo.
—¿Qué? ¡Imposible!
Harrison sonrió sin humor.
—Regístrame si quieres.
—Eso no será necesario —dijo lentamente el fullero, con una expresión de asombro—. Tú no mentirías con tanta tranquilidad. Pero ¿dónde está el cuaderno de notas?
—Lo tiene Tannernoe —dijo Harrison, pensando velozmente. En pocas palabras, contó cómo los maronitas habían capturado al misterioso viajero, y cómo Tannernoe se había apresurado a cambiar las tornas—. En ese momento aparecí en el estudio, pero el viejo Absolom me ganó por la mano. Me golpeó en la cabeza y me quitó el cuaderno de notas. Reconozco que podría haber muerto en ese mismo instante, pero logré recobrarme y le apunté con mi pistola de seis tiros. Le entró el pánico y escapó.
»Escucha, Osman… estamos perdiendo el tiempo. Tenemos que atrapar a Tannernoe antes de que salga del caserón. Ese tratamiento que los maronitas le aplicaron en el pie puede ralentizarle un poco, pero aún nos lleva la delantera.
—Creo que yo mismo podré controlar bastante bien la situación —respondió el otro. El arma que sostenía le dio un carácter ominoso a su afirmación.
—Puede ser… pero no te olvides de esos cuatro libaneses que rondan aún por alguna parte; cinco, si Ahmed se ha recuperado de la tunda que le di. No son amigos de nadie. Teniéndome a tu lado, tus posibilidades aumentan.
—Eso es bastante cierto —musitó el turco—. Entonces trabajaremos juntos de momento. No obstante, tu revólver se queda conmigo.
Harrison se encogió de hombros.
—El hombre a quién conoces como Tannernoe escapó por esta escalera, después de disparar a Hadji —dijo Osman— Podía haberle perseguido… e incluso le habría disparado… si no hubieras aparecido. Bueno, eso ya no se puede cambiar. Ahora bajaremos juntos. Por favor, Harrison, baja tú primero. Eres un tipo muy ágil, pese a tu apariencia de gorila, y prefiero no tenerte a mi espalda.