II.

Pocos hombres llegaban a entrar jamás en la modesta tienda de curiosidades que daba a la caótica River Street, y menos aún pasaban a través de las crípticas cortinas de la puerta del fondo, para asombrarse de lo que había más allá: un lujo absoluto en forma de tapices de terciopelo cosidos a mano, divanes forrados de seda, tazas de te de porcelana tintada o pequeñas mesitas de juguete de ébano lacado, todo ello iluminado por el suave resplandor de bombillas eléctricas escondidas en el interior de linternas chinas de papel.

Los anchos hombros de Steve Harrison resultaban tan incongruentes entre todos aquellos enseres exóticos del mismo modo que Woon Sun, —un individuo de baja estatura, delgado y ataviado con una túnica de seda negra—, parecía adaptarse a ellos.

El chino sonreía, pero había hierro templado detrás de su máscara de suavidad.

—De modo que… —sugirió cortésmente.

—De modo que quiero que me ayudes —dijo Harrison de forma brusca. Su naturaleza no era la de un sutil estoque, que fintara o parara, aguardando una oportunidad, sino la de un martillo, que golpeara directamente su objetivo—. Sé que conoces a todos los orientales de la ciudad. Ya te he descrito a ese pájaro. Brent dice que es un druso. Es imposible que no sepas nada de él. Resaltaría en medio de cualquier muchedumbre. No pertenece a la clase de rata callejera habitual de River Street. Más bien diría que es un lobo.

—De hecho, lo es —murmuró Woon Sun—. Resultaría del todo inútil intentar ocultar el hecho de que conozco a ese joven bárbaro. Se llama Ali ibn Suleyman.

—Se hacía llamar de otro modo —contradijo Harrison.

—Quizás. Pero, para sus amigos, es Ali ibn Suleyman Es un druso, como muy bien dijo su amigo. Su tribu vive en ciudades de piedra, en las montañas de Siria… en concreto, en las montañas conocidas como las Druas de Djebel.

—Mahometanos, ¿eh? —rumió Harrison—. ¿Árabes?

—No. Es como si fueran una raza aparte. Adoran a un Becerro tallado en oro, creen en la reencarnación, y practican impíos rituales perseguidos por los musulmanes. Primero fueron los turcos, y, luego, los franceses, lo que intentaron doblegarles, pero, en realidad, no han sido conquistados jamás.

—No acabo de creer eso último —musitó Harrison. Pero ¿por qué me llamó «Ahmed Pasha»? ¿Qué puede tener contra mí?

Woon Sun mostró las palmas de las manos, en actitud de desconocimiento.

—Bueno, de cualquier modo —gruñó Harrison—, ya estoy acostumbrado a cuidarme de que me intenten apuñalar en callejones oscuros. Quiero que hagas los arreglos para que pueda echarle el guante. A lo mejor, si logro sujetarle el tiempo suficiente, puedo sacarle algo que tenga sentido. Quizá pueda discutir con él y disuadirle de esa idea que tiene de matarme, sea por el motivo que sea. Más parece un fanático que un criminal. De todos modos, tengo que descubrir de qué va todo esto.

—¿Qué puedo hacer yo? —murmuró Woon Sun, posando las manos sobre su oronda barriga, mientras la malicia asomaba por detrás de sus párpados rasgados—. E incluso podría ir más lejos, y preguntar: ¿Por qué debería yo hacer nada?

—Te has mantenido en el lado de la ley desde que llegaste aquí —dijo Harrison—. Sé que esta tienda de curiosidades no es más que una tapadera. No se puede hacer negocio con esto. Pero sé, además, que no has estado mezclado en actividades criminales. Tuviste pasado turbio —muy turbio— antes de venir aquí, pero eso ya no es asunto mío.

»Pero, Woon Sun —Harrison se inclinó hacia delante y bajó la voz—. ¿Te acuerdas de ese joven euroasiático llamado Josef La Tour? Yo fui el primer hombre que encontró su cadáver, la noche en que le mataron en el garito de juego de Osman Pasha. Encontré un cuaderno de notas en su chaqueta, y aún lo conservo. ¡Woon Sun, tu nombre está en ese cuaderno!

Un silencio electrizante recorrió la atmósfera. Los suaves rasgos amarillos de Woon Sun permanecieron impasibles, pero unos puntos rojos resplandecieron en la negrura de sus ojos.

—La Tour debía de haber estado intentando chantajearte —dijo Harrison. Recopiló un buen montón de datos interesantes. Al leer ese cuaderno de notas, descubrí que tu nombre no siempre ha sido Woon Sun, y también me enteré de dónde procede todo tu dinero.

Los puntos rojos habían desaparecido de los ojos de Woon Sun, cuya mirada parecía ahora nublada. Una palidez verdosa se sobrepuso al amarillo de su rostro.

—Te has escondido muy bien, Woon Sun —musitó el detective—. Pero traicionar a tu sociedad y largarte con todo su dinero es una cosa muy fea. Si alguna vez llegaran a encontrarte, te darían de comer a las ratas. Aún no estoy muy seguro de si es mi deber escribir una carta a cierto mandarín de Cantón llamado…

—¡Basta! —la voz del chino parecía irreconocible—. ¡No hable más, por el amor de Buda! Haré lo que me dice. Disfruto de la confianza de ese druso, y puedo arreglarlo fácilmente. Ahora apenas está oscureciendo. Acuda a medianoche al callejón de River Street que los chinos conocen como «el Callejón del Silencio». ¿Sabe a cuál me refiero? Bien. Aguarde en el quicio que forman las paredes en ángulo, cerca del final del callejón, y Alí ibn Suleyman no tardará en pasarse por allí, ignorante de su presencia. Luego, si se atreve a intentar arrestarle, eso ya es cosa suya.

—Esta vez llevaré un arma —gruñó Harrison—. Si haces esto por mí, me olvidaré del cuaderno de notas de La Tour. Pero no intentes traicionarme, o…

—Tiene usted mi vida en sus manos —respondió Woon Sun—. ¿Cómo podría traicionarle?

Harrison gruñó, escéptico, pero se puso en pie sin hacer más comentarios, cruzó el cortinaje de la entrada y la tienda de más allá, y salió a la calle. Woon Sun observó, inescrutable, los anchos hombros que se abrían paso por entre la multitud de atareados orientales, tanto hombres como mujeres, que deambulaban por River Street casi a cada momento. Luego cerró la puerta de la tienda y se apresuró a cruzar de nuevo el cortinaje hasta la ornamentada cámara de la parte trasera. Una vez allí, se detuvo, y miró a su alrededor.

Una azulada espiral de humo se elevaba desde un diván de satén, y, sobre aquel diván, había una joven… una criatura esbelta, de oscura sutileza, cuyos cabellos —negros como la noche—, labios, —rojos y plenos—, y ojos almendrados sugerían una sangre mucho más exótica de lo que aparentaba su lujosa vestimenta. Esos labios rojos se curvaban en una sonrisa de burla maliciosa, pero el brillo de sus ojos negros mitigaba cualquier sensación de humor, aunque fura satírico, al igual que su vitalidad contradecía la aparente languidez de la mano en la que sostenía el cigarrillo.

—¡Joan! —los ojos del chino devinieron en meras ranuras que ardían de sospecha—. ¿Cómo has entrado aquí?

—A través de esa puerta de ahí atrás, que se abre a un pasillo, que, a su vez, se abre al callejón que discurre por detrás del edificio. Ambas puertas estaban cerradas… pero hace ya mucho que aprendí a forzar cerraduras.

—¿Por qué…?

—Observé que el valiente detective entraba aquí. Llevo algún tiempo vigilándole… aunque él no lo sabe —los vitales ojos de la muchacha se tornaron aún más rasgados durante un instante.

—¿Has estado escuchando al otro lado de la puerta? —quiso saber Woon Sun, cuya tez se volvía grisácea por momentos.

—No soy ninguna fisgona. No necesitaba escuchar. Me suponía a qué había venido… y tú… ¿has prometido ayudarle?

—No sé de qué estás hablando —replicó Woon Sun con un secreto suspiro de alivio.

—¡Mientes! —la joven se tensó sobre el diván, mientras sus dedos destrozaban el cigarrillo de forma convulsiva y su rostro se crispaba momentáneamente. Luego recuperó la compostura, con una fría determinación, mucho más peligrosa que cualquier estallido de rabia—. Woon Sun —dijo con calma, extrayendo una pistola automática del interior de su bolso— podría matarte fácilmente y sin pestañear… ahí mismo… donde estás… pero no deseo hacerlo. Debemos seguir siendo amigos. Mira, ya guardo él arma… pero no me tientes, amigo mío. No intentes echarme o emplear la violencia conmigo. Ven aquí, siéntate y toma un cigarrillo. Hablaremos con calma de todo este asunto.

—No sé de qué deseas hablar —dijo Woon Sun, zambulléndose en un diván y tomando el cigarrillo que se le ofrecía con un gesto mecánico, como si estuviera hipnotizado por el resplandor de los magnéticos ojos negros de su visitante… y por el conocimiento de la existencia de esa pistola, ahora oculta. Toda su inmovilidad oriental no podía ocultar el hecho de que temía a esa joven pantera… aún más de lo que temía a Harrison.

—El detective vino aquí tan sólo para hacerme una visita amistosa —dijo—. Tengo muchos amigos en la policía. Si me encontraran asesinado se tomarían muchas molestias para encontrar a la persona culpable.

—¿Quién habla de matarte? —protestó Joan, encendiendo una cerilla con la punta de una uña tintada con henna, y tendiendo la diminuta llama hasta el cigarrillo de Woon Sun. En el instante del contacto, sus rostros permanecieron muy próximos, y el chino retrocedió sobresaltado, rehuyendo la intensidad que ardía en sus ojos oscuros. Nervioso, se acercó el cigarrillo a la boca e inhaló profundamente.

—He sido amigo tuyo —dijo—. No deberías venir aquí a amenazarme con una pistola. Soy un hombre de no poca importancia en River Street. Es posible que no estés tan a salvo como crees estar. Puede que llegue un tiempo en que necesites un amigo como yo…

De repente fue consciente de que la joven no respondía y que ni siquiera se molestaba en escuchar sus palabras. El cigarrillo de la muchacha ardía entre sus dedos, sin haber sido aspirado una sola vez, y, a través de la nube de humo, sus ojos llameantes le observaban con la terrible mirada de una bestia depredadora. Con un sobresalto, se quitó el cigarrillo de los labios y se lo acercó a la nariz.

—¡Diablesa! —emitió un alarido de puro terror. Lanzando lejos el humeante cilindro, se puso en pie, y permaneció mareado, balanceándose sobre unas piernas ahora lacias y muertas. Sus dedos se extendieron hacia la joven como si pretendiera estrangularla—. Veneno… opio… el loto negro…

La mujer se puso en pie, lanzó la mano abierta contra el pecho cubierto de seda del mercader, y le empujó de vuelta al diván. El hombre cayó dando tumbos, y quedó inmóvil, con los ojos abiertos, y la mirada fija y vacía. La mujer se inclinó sobre él, tensa, y estremecida por la intensidad de sus emociones.

—Eres mi esclavo —susurró, del mismo modo que un hipnotizador implanta sugestiones en su víctima—. Careces de voluntad, y obedeces la mía. Tu mente consciente está dormida, pero tu lengua está libre para decir la verdad. Tan sólo la verdad queda en tu drogado cerebro. ¿Por qué vino aquí el detective Harrison?

—Vino preguntando por Ali ibn Suleyman, el druso —musitó Woon Sun, con una curiosa voz, cantarina y carente de vida.

—¿Prometiste traicionar al druso para que le atrape?

—Lo prometí, pero mentí —continuó la monótona voz—. El detective acudirá a medianoche al Callejón del Silencio, que es la antesala de la morada del Amo. Muchos cadáveres pasan por esa puerta con los pies por delante. Es el mejor lugar para deshacerse de su cuerpo. Le diré al Amo que había venido a espiarle, y así me ganaré los honores, además de deshacerme de un enemigo. El bárbaro blanco estará escondido en un recodo entre las paredes, aguardando al druso, tal como yo le dije. Él no sabe que hay una trampa que puede abrirse desde la pared de atrás, y una mano resuelta puede matarle con un hacha. Mi secreto morirá con él.

Aparentemente, a Joan le resultaba indiferente a qué secreto se refería, ya que no hizo más preguntas al drogado comerciante. Pero la expresión de su hermoso rostro no era placentera.

—No, mi amarillo amigo —murmuró la joven—. Dejemos que el blanco acuda al Callejón del Silencio… sí, pero no será un tripudo amarillo quien le ataque en la oscuridad. Le concederemos su deseo. Se encontrará con Ali ibn Suleyman… ¡Y, después de él, con los gusanos que se lo comerán en la oscuridad de la tumba!

Tras extraer un frasquito de entre sus pechos, escanció algo de vino de una jarra de porcelana en un cáliz de ámbar, y vertió en la bebida el contenido del frasco. Luego acercó el cáliz hasta los lacios dedos de Woon Sun y, con voz cortante, le ordenó que bebiera, guiando el recipiente hasta sus labios. El mercader trasegó el vino de manera mecánica y, de inmediato, cayó por el lado del diván y yació inerte.

—Esta noche no empuñarás hacha alguna —musitó ella—. Cuando te despiertes, dentro de muchas horas, mis deseos se habrán cumplido… y, además, ya no tendrás que volver a preocuparte de Harrison… sea lo que sea lo que tiene contra ti.

Pareció preocupada por un repentino pensamiento, y se detuvo cuando estaba a punto de salir por la puerta que daba al pasillo posterior.

—¿Que no estoy tan a salvo como creo estar? —murmuró, casi en voz alta—. ¿Qué querría decir con eso? —una sombra, casi de aprensión, cruzó su rostro. Luego se encogió de hombros—. Ahora ya es demasiado tarde para que me lo cuente. No importa. El Amo no sospecha nada… ¿y qué si lo hace? No es mi Amo. Ya he perdido demasiado tiempo.

Salió al pasillo, cerrando la puerta detrás de ella. Entonces, al darse la vuelta, se detuvo en seco. Ante ella se alzaban tres sombrías figuras, altas, desgarbadas, y con túnicas negras; sus cabezas, afeitadas como las de los buitres, asentían siniestramente bajo la tenue luz del pasillo.

En ese instante, paralizada por una espantosa certeza, se olvidó de su pistola escondida. Abrió la boca para lanzar un grito, que se tornó un gorgoteo cuando una mano huesuda se cerró sobre sus labios.