II.

Al llegar al gran salón de la planta de abajo, divisó un resplandor luminoso por entre las colgaduras que enmascaraban la entrada del estudio de Absolom Tannernoe. Tras deslizarse hacia allí, se asomó al otro lado.

Una pequeña lámpara de gas ardía junto a la gran chimenea vacía, iluminando un grupo de tensas figuras. En una gran mecedora, se encogía una forma que el detective reconoció como Tannernoe, ataviado tan sólo con pantalones y camisa, y con las manos atadas a la espalda.

Era un hombre delgado y nervudo, de mediana edad, con los cabellos lacios e incoloros, que colgaban sobre una frente estrecha y unos rasgos afilados. Había algo especialmente depredador en su gran nariz arqueada y en su barbilla puntiaguda. Ahora, su piel tenía un tono grisáceo, como debido al dolor o al miedo, y estaba cubierta de sudor.

Cinco figuras se agrupaban en torno a él. Cinco rostros barbados le acechaban en el círculo de luz. Sus semblantes parecían ensombrecidos, irreales, pero aún así tan tangibles como una amenaza de muerte. Los extraños vestían sueltos kafiyehs, sugiriendo su procedencia exótica, pero el idioma en el que hablaban era el inglés.

—Después de todos estos años —decía uno suavemente, y su acento no llegaba a ocultar su cruel tono de burla— pudiera ser que nuestra lengua te resultara ininteligible. De modo que hablaré en inglés… para que no puedas malinterpretarnos.

»Debo avisarte que habrás de considerar tu respuesta con sumo cuidado. Te hemos mostrado qué se siente cuando te aplican un cigarrillo encendido en el pie desnudo. Tenemos por delante toda la noche. Nadie nos molestará. Escuchamos tus afirmaciones a ese perro mongol, Gutchluk Khan, justo antes de atraparte, por lo que dedujimos que había estrangulado al detective americano que vino hoy aquí. Muy bien. Dejamos a Ahmed en la escalera, y él se encargará del Chakhar cuando llegue la hora.

»Sin duda creías que te habías escondido tan bien que nosotros, los del Líbano, no te encontraríamos jamás. ¡Un maronita no olvida jamás! Ya deberías saberlo. Descubrimos tu escondrijo hace una semana, y hemos estado acechando en el vecindario desde entonces. Pero te guardabas tan bien que no encontramos la ocasión de entrar en tu casa, hasta esta misma noche.

»¿Por qué enviaste fuera a tus sirvientes? Me lo puedo imaginar. Te habrían protegido contra tus enemigos, pero no asesinarían para ti a un hombre dormido. Esa tarea la reservabas para Gutchluk Khan. Y así, mientras la casa quedaba sin vigilancia, nosotros entramos. Quién habrá muerto esta noche en la habitación de la torre, es algo que no sé, pero nos ha hecho un buen servicio. Y ahora nos vas a contar lo que deseamos saber.

Harrison se encogió de hombros. El asunto se estaba poniendo cada vez más raro.

—No puedo daros lo que queréis —dijo Tannernoe—. Me lo robaron.

Le respondió una risa brutal.

—¿Qué ladrón podría superarte a ti? —preguntó el líder con cinismo— Olvidas que estaba contigo cuando lo robamos por primera vez en ese lugar que tú sabes. Pero se me empieza a terminar la paciencia. Alí, el cigarrillo…

—¡Esperad! —la tez de Tannernoe se volvió cenicienta—. Ya veo que me tenéis atrapado. Soltadme. Os lo daré.

—Suéltale las manos, Alí —dijo el Líder—. Y quédate a su lado con la daga preparada. Si intenta escapar, envía a su alma a reunirse con el diablo al que sirve.

Un robusto maronita se colocó detrás de Tannernoe, con una daga curva en la mano, y, a petición de Tannernoe, se encendió un candil. Por qué razón Tannernoe o los maronitas habían apagado la luz eléctrica, eso era algo que Harrison no entendía.

Tannernoe señaló una esquina de la estancia:

—Id allí y apretad ese panel… mirad, el cuarto desde la esquina. Esperad, yo lo haré…

—No, no lo harás —replicó el líder, a quién los otros llamaban Akbar. Te quedarás aquí a cargo de Alí. Yo descubriré el lugar en el que se esconde la gema maronita.

Con cuidado, Akbar empezó a recorrer el panel con la mano, mientras los otros tres, impacientes, se apiñaron junto a él y comenzaron a ayudarle. Y, con una rapidez cegadora, una sección del suelo cedió hacia abajo, abriéndose un gran agujero oscuro por el que cayeron los cuatro hombres.

Paralizado ante aquel desastre, el hombre llamado Alí emitió un salvaje graznido. Luego avanzó, olvidándose de su prisionero. Veloz y fiero como un gato de la jungla, Absolom Tannernoe saltó hacia él y le quitó la daga de la mano. Harrison vio cómo el acero resplandecía bajo la luz de la lámpara mientras se acercaba a la barba negra de Alí.

—¡Shaitán…! —el grito se interrumpió con el tajo del cuchillo. El maronita se desplomó bajo una lluvia de sangre, mientras los ojos le bailaban enloquecidos y se llevaba las manos a su barba teñida de carmesí.

—¡Ahí tienes! —Tannernoe se alzaba junto a él, cuchillo en mano, jadeante, y convertido en una imagen desoladora de ira vengadora—. ¿Creíais que ibais a atraparme después de todos estos años? ¡Ja! Aún sigo siendo el mismo hombre que engañó a toda vuestra tribu, en las montañas de Líbano, hace diez años.

»Queda en ti la suficiente vida como para observar, Alí, estúpido. Notarás que la trampa ha vuelto a su lugar, y que parece ser una parte sólida del suelo. Hice que la colocaran cuando mandé construir la casa. Tannernoe Lodge posee una miríada de secretos. La trampa se acciona al tirar de ese grueso nudo de terciopelo que parece parte del tapiz; o bien, cuando se coloca el suficiente peso sobre la trampilla, esta se acciona automáticamente.

»Tus amigos yacen a estas horas en el interior de una sólida mazmorra situada bajo la casa, aguardando el final que no tardará en llegarles. Luego, si Gutchluk no se ha encargado aún de Ahmed en las escaleras, yo mismo lo haré.

En ese instante, Harrison salió de detrás de las colgaduras con el arma en la mano. Aquel asunto, significara lo que significara, había llegado ya demasiado lejos.

—¡Tannernoe! —exclamó.

El hombre sé giró bruscamente y su rostro se tornó ceniciento, como si hubiera visto a un fantasma. Con un grito estrangulado, se dio la vuelta y corrió derecho hacia la pared, toqueteándola al llegar ante ella. Lo que hizo en el panel, Harrison no llegó a verlo, pero una negra abertura se abrió de pronto, y por ella penetró Absolom Tannernoe. Pero cuando Harrison saltó hacia allí, su atónita mirada no contempló más que los paneles de la pared.

Jurando entre dientes, se detuvo, perplejo. Golpeó el muro con el hombro, pero los paneles se mantenían firmes. Otro intento, realizado con todas sus fuerzas, no logró mayor éxito. Obviamente, el único modo de atravesar la pared era encontrar el mecanismo oculto que Tannernoe había accionado.

Harrison tuvo que hacer un esfuerzo para controlar su impaciencia mientras sus dedos exploraban el empanelado de roble labrado. Era consciente de que el hombre llamado Alí yacía tendido tras él, y que la sangre de su yugular seccionada estaba formando una espeluznante piscina sobre la alfombra, pero tal conocimiento no le turbaba. Alí estaba muerto, y, por tanto, no suponía una amenaza. Pero Alí aún vivía, y el cabello de Harrison se erizó al pensar que el libanés pudiera deslizarse tras él, empuñando una daga.

El detective no cejó un solo instante de examinar los paneles y, de repente, una cerradura oculta emitió un chasquido, y notó cómo una porción del muro cedía bajo sus manos. Un hálito de aire frío y viciado golpeó su rostro, mientras una sección del empanelado giraba hacia dentro, como accionada con un contrapeso.

Un destelló de agradecimiento brilló en los acerados ojos azules de Harrison. Comenzó a cruzar la abertura que tenía frente a él, y se detuvo tras pensarlo.

Tras meter la linterna en su bolsillo, rebuscó en su rasgada camisa hasta encontrar un pequeño paquete plano, encuadernado en papel marrón. Se trataba del cuaderno de notas que había encontrado en el cadáver de Josef La Tour, la noche en la que el joven euroasiático había sido abatido a tiros en el garito de juego de Osman Pasha, en River Street. Harrison —que por pura coincidencia lideraba en ese momento una redada policial en el garito— había sido el primero en acercarse al cadáver; aunque Osman y su gigantesco guardaespaldas mudo, el checheno Hadji Murad habían estado junto a él.

Consciente del negocio de chantaje que se traía entre manos el finado, el detective había confiscado la libreta de notas, pensando que podría proporcionarles algunas pistas de la identidad del asesino. De hecho, el euroasiático había marcado una sección en particular, que contenía una fotografía, un diagrama esquemático y dos o tres frases misteriosas.

La fotografía —vieja, borrosa, y mal tomada— mostraba una gran estructura de piedra con torretas, alojada en lo alto del valle de un río. Un hombre con una barba frondosa pero bien cuidada, ataviado con la vestimenta de Oriente Medio, posaba junto al edificio. La distancia era demasiado grande como para discernir sus rasgos con claridad, pero había algo en ese hombre que, últimamente, había empezado a despertar algún vago recuerdo en la mente de Harrison.

El diagrama que acompañaba a la foto podía ser interpretado como la planta esquemática del edificio que mostraba la fotografía, o eso pensaba Harrison. Pero las frases que La Tour había escrito, tenían poco sentido: «El tesoro de Orontes, robado oct. 1924» decía una. Y: «Adam Garfield, lleg. Nueva York, sept. 1925». Y la última: «A.G. visto en River St. Abril 1934».

¿Quién podría ser Adam Garfield? Harrison no había podido determinarlo. No obstante, más tarde, el detective se enteró por Joan, la hermana de La Tour, de que Josef había sido asesinado por Osman Pasha, el turco que era el propietario del garito de juego. Joan había averiguado esa información del siniestro archicriminal Erlik Khan, en cuya fortaleza oculta en River Street, ella y Harrison habían estado a punto de perder la vida.

Osman se perdió de vista tan pronto se dio orden de buscarle, y aún estaba perseguido por la policía. Mientras tanto, Harrison se había sentido intrigado por las anotaciones del chantajista acerca de «Adam Garfield». Se preguntó si Garfield no sería la víctima del último chantaje de La Tour, y, en caso afirmativo, si habría ayudado a Osman a cometer el asesinato.

Al venir al Caserón Tannernoe, a petición de Absolom Tannernoe, Harrison había traído el cuaderno de notas con la esperanza de poder recopilar algo más de información acerca de Garfield. Hasta el momento, su búsqueda había sido baldía.

Obviamente, Tannernoe tenía sus propios planes para el cuaderno de notas, y a Harrison se le ocurrió que estaría bien esconder el diario en lugar seguro, por lo que pudiera pasar. Si lo llevaba encima mientras daba caza a Tannernoe, cabía la posibilidad de que pudiera perderse… o incluso era posible que se lo robaran, si el viejo Tannernoe le tendía una emboscada.

Tras pasear la mirada rápidamente por el estudio, el detective se fijó en una armadura apoyada en la pared, que se encontraba al alcance de su brazo. Se trataba de una armadura completa, hermosamente ejecutada, pero oxidada y estropeada por la edad. El visor inferior del yelmo parecía observar al detective desde unos ojos rasgados.

Harrison levantó el visor, tanteó el interior del yelmo con la mano, y luego arrojó el cuaderno de notas al interior de la oscura cavidad. El visor rechinó sobre sus oxidados goznes al volver a cerrarlo.

El oscuro pasadizo parecía bostezar ante él, y, siempre alerta, penetró por la abertura.