Capítulo 2

El gerente de la Tienda Francesa, el comercio más caro y exclusivo de la ciudad, no era francés, ni poseía un aspecto exótico. Era un hombre bajito, robusto, y su apariencia era de todo menos artística con el anticuado pijama que llevaba puesto cuando, tras mucho protestar, accedió a dejar de dormir. Bostezó de forma prodigiosa y parpadeó cuando Harrison, sin el menor preámbulo, colocó el quebrado tacón de plata bajo su rubicunda nariz.

—¿Ha salido esto de un zapato de su tienda?

—¿Cómo voy a saberlo? Aunque se parece al género que vendemos.

—¿Cuántas mujeres en la ciudad poseen zapatos con tacones así?

—¿Cómo demonios quiere que lo sepa? También se venden en otras ciudades. Aunque aquí, solo hemos vendido zapatos de esa clase a tres mujeres. Es la última moda; los hemos recibido hace pocos días.

—¿Tiene una lista de esas mujeres?

—No necesito tener ninguna. Sé muy bien quiénes son: la señorita Elizabeth Richards, del 171 de South Park Boulevard; la señorita J. J. Gottschenger, en Old Ridgely Place, y Zaida López, de River Street.

—¿Quién es Zaida López? —quiso saber Bissett.

—Una bailarina euroasiática —respondió Harrison—. Actúa en la Capilla del Placer de Yun Wi… una especie de club nocturno chino. Juraría que este tacón debe ser suyo. Incluso si una diletante o una damita de alta sociedad se adentraran en un callejón oscuro de River Street, lo normal es que llevara un calzado más adecuado que un par de zapatos con tacón de plata. Zaida es el único tipo de mujer que los llevaría puestos en una ocasión así.

—Bueno —bostezó el gerente—. No sé de qué están hablando, pero la señorita Gottschenger se marchó a Nueva York hace tres días, y, da la casualidad de que he oído que la señorita Richards dio un baile anoche en la mansión de su viejo.

—Bueno, eso las descarta a ambas —Harrison se puso en pie—. Vamos, Bissett.

Ya en la calle, Harrison dijo:

—Hay que poner un límite en alguna parte. Esta gente de River Street ya es lo bastante dura de tratar en privado. Voy a pasarme por casa de Zaida para tener una charla con ella, y eso, de por sí, ya es bastante arriesgado. Si voy acompañado de un extraño, resultaría aún más difícil.

—¿Y eso qué significa?

—Significa que no puedo dejar que me acompañes a ver a Zaida.

—Pero me prometió…

—Lo sé, pero así es este negocio. Luego te daré los detalles.

—De acuerdo. Supongo que tendré que contentarme con eso. ¿Piensa ir directamente allí?

—No. Pararé en comisaría para que los expertos en huellas analicen la daga y la pitillera. Luego iré a ver a Zaida.

—A lo mejor le da esquinazo mientras usted está en comisaría.

—Si quisiera darme esquinazo, ya se habría largado. Pero juraría que no lo ha hecho.

—¿Cree que fue ella quién mató a Kratz?

—Eso parece.

—¡Maldición! —se quejó Bissett. ¡Qué mala pata no poder asistir a la entrevista! Aprovecharé para volver a mi habitación a escribir lo que ha ocurrido hasta ahora. ¿Me pondrá al día mañana, en comisaría?

—Seguro, seguro. Lo he prometido, ¿no?

Harrison subió a su cupé y condujo calle abajo sin volver la vista atrás.

La calle donde vivía el gerente de la Tienda Francesa no estaba muy lejos de la entrada al Distrito Oriental.

La comisaría de policía estaba un poco más allá. La estancia de Harrison fue breve.

—¿Qué tienes esta vez? —preguntó el Jefe Hoolihan al ver entrar a Harrison. El detective de River Street era un enigma y un misterio, incluso para sus compañeros de la policía. Siempre trabajaba solo, y, ni sus métodos ni sus teorías solían estar abiertos a inspección pública. Su modo de trabajar era muy personal, y, con frecuencia, irregular y poco ortodoxo, pero obtenía resultados. Tal y como Bissett había dicho, prácticamente toda la responsabilidad de la defensa de la ley en el Barrio Oriental recaía sobre los anchos hombros de Harrison.

—Traigo trabajo para los muchachos del departamento de huellas —repuso Harrison, colocando sobre el escritorio la daga y la pitillera.

—¿Crees que pueden ser pistas?

—Puede ser. Aún no estoy seguro.

—Menuda casualidad que estuvieras paseando por la calle justo cuando se cometió el asesinato.

—Las casualidades no ocurren de ese modo —gruñó Harrison. Y yo no estaba de paseo.

—¿Quieres decir que sabías que iba a ocurrir algo?

—Mira esto —Harrison tendió a Hoolihan un fragmento de papel, sobre el que había escritas unas líneas, con letra femenina:

Detective Harrison:

Esta noche, en River Street, se va a cometer un asesinato, en algún lugar entre las calles Ormond y Bridge, alrededor de la media noche.

La nota no estaba firmada.

—Recibí esto por la mañana. Fue enviado desde algún lugar del centro de la ciudad. Siempre estoy recibiendo soplos que no conducen a ninguna parte, pero no suelo dejar pasar ninguno, a no ser que sea del todo descabellado. Dejé el coche en la esquina entre Ormond y River Street unos minutos antes de las doce, y bajé caminando por River Street… y, justo a las doce en punto, escuché un alarido y encontré a Jelner Kratz en el callejón del chino con un cuchillo clavado, y este tacón enganchado en el pavimento. Parece como si la mujer que lo llevaba hubiera apuñalado a Kratz, hubiera salido corriendo, se hubiera quedado atascada y hubiera roto el tacón llevada por el pánico.

—¿Y quién podría ser esa mujer?

—Podría tratarse de Zaida López. Voy a ir a hablar con ella… si puedo encontrarla.

Pocos minutos después, el descapotable de Harrison se sumergía en River Street, y no tardó en aparcar frente a la casa de apartamentos en la que vivía la bailarina euroasiática. Un portero somnoliento bostezaba en la entrada… un japonés, o filipino. Aquel era el Barrio Oriental, donde se entremezclaba la sangre de un centenar de razas exóticas.

—¿Está la señorita López en su apartamento? —preguntó Harrison.

—Sí, señor.

—¿Cuando ha venido?

—Pocos minutos después de las doce, señor —consultó el reloj, que mostraba la una y cinco. No preguntó si el detective quería que le anunciara. Su actitud era educada e indiferente, pero sus ojos lanzaban destellos. Todo River Street conocía a Harrison, el incomprensible hombre blanco que defendía las inexplicables leyes de su raza en un distrito habitado por extranjeros.

El ascensor no funcionaba a aquellas horas. Mientras Harrison subía por la escalera hasta la última planta, donde sabía que debía estar el apartamento de Zaida, reflexionó que la bailarina podía haberse escapado con facilidad, sin que el portero se apercibiera de ello. Dos tramos diferentes de escaleras conducían a sendas entradas laterales a ambos lados del edificio. Cualquiera podía entrar o salir sin pasar frente a la portería.

Llegó hasta el pasillo superior y llamó a la puerta que, según sabía, conducía a la habitación de Zaida. No hubo respuesta. El tragaluz que había encima de la puerta no mostraba el menor rastro de iluminación en el interior. Llamó más fuerte, y se anunció en voz alta. Nadie contestó. Impaciente, tanteó el picaporte. La puerta estaba cerrada; pero su mirada entrenada captó algo que le hizo agacharse y examinar tanto la cerradura como el marco de la puerta adyacente a ella. Había débiles marcas de arañazos, que mostraban algo inconfundible… alguien, —y ese alguien no era muy experto—, había usado, o intentado usar recientemente una ganzúa en esa cerradura. Se incorporó al escuchar unas pisadas sigilosas. Parecían provenir del interior del apartamento.

Recordaba que el dormitorio de Zaida era abuhardillado, y tenía una ventana al tejado. Corrió por el vestíbulo, giró bruscamente por el pasillo y llegó hasta una puerta de paneles de vidrio, que conducía a la azotea, y que, por lo general, no estaba cerrada con llave. Por fortuna, seguía sin estarlo. Salió a una cubierta plana en la que había unas cuantas sillas y unas cuantas palmeras, que pretendía ser una suerte de azotea ajardinada para bailar, Tan sólo una habitación daba a aquella azotea, y Harrison sabía que era la del dormitorio de Zaida. La puerta estaba abierta. No se veía luz en el interior.

Harrison recordó aquellas pisadas sigilosas. Avanzó por la azotea con la mirada alerta; estaba en penumbra, iluminada tan sólo por la luz de las estrellas. Pero si hubiera habido alguien acechando tras las palmeras, le habría visto. El umbral a oscuras que conducía al cuarto de Zaida presentaba un aspecto siniestro.

Harrison empuñó su pistola y avanzó con cautela. Las palmeras conformaban una especie de jungla en miniatura a ambos lados de la puerta, pero un examen atento reveló que no había nadie escondido tras ellas. Harrison no tenía la intención de permitir que su corpulenta silueta se perfilara claramente frente a la puerta abierta, de modo que avanzó pegado a la pared hasta que pudo pasar el brazo bajo la jamba de la entrada, y tanteó en busca del interruptor de la luz, que, según sabía, estaba junto a la puerta. Ya había estado antes en el apartamento de Zaida. Sus dedos encontraron el interruptor y, al instante siguiente, la habitación se iluminó. Harrison permaneció inmóvil, escrutando el interior.

En medio del dormitorio, amueblado con el bizarro gusto de una bailarina mestiza, se encontraba el segundo cuerpo que el detective encontraba esa noche.

Era Zaida López, y estaba muerta. Había signos de lucha. La bailarina había sido tan ágil y fuerte como una pantera, y Harrison pudo imaginar su último y desesperado combate por la vida. El hombre que la derrotara debía de tratarse de un sujeto poderoso. El vestido de la mujer estaba rasgado, revelando su busto, y, entre sus senos, jóvenes y firmes, asomaba la empuñadura de bronce de una daga, con un dragón tallado, cuya cabeza formaba el pomo.

Harrison se inclinó sobre ella. No llevaba muerta mucho tiempo. El cuerpo aún estaba tibio. Calzaba unas sandalias de boudoir y, junto a la cómoda, dejados allí con descuido, había un par de zapatos de baile que brillaban bajo la tenue luz de la alcoba. Uno de ellos mostraba un esbelto tacón de plata; al otro le faltaba el tacón, y Harrison no se molestó en comprobar si casaba con el que llevaba en el bolsillo.

—¿Dónde diablos estará su doncella, Selda?

La cama de Zaida estaba sin deshacer. La habitación de al lado, por lo que recordaba, era el dormitorio de su doncella. Entró en él y encendió la luz. Luego miró en la sala de estar, pero no encontró ninguna figura acechante.

Si de verdad esas pisadas que había escuchado procedían del interior del apartamento, el intruso debía de haber escapado antes de que entrara el detective. Harrison se acordó de la escalera de incendios que descendía desde la azotea.

El lecho de la doncella estaba revuelto. La almohada mostraba aún el peso de una cabeza humana. Pero la doncella había desaparecido. Un rápido registro le probó que todas las puertas, —excepto la que salía a la azotea—, estaban cerradas con llave, y todas las ventanas aseguradas con cerrojos. En la pared izquierda, había una ventana que daba a la azotea. La puerta que se abría a la azotea no había sido forzada. Aún tenía la llave puesta, en el interior.

—Seguramente fue ella misma la que abrió la puerta —musitó Harrison para sí, mientras se agachaba de nuevo sobre el cadáver y examinaba unas marcas azuladas en la delicada garganta—. Por lo tanto, el hombre que la mató era alguien a quién conocía… o al que esperaba. La estranguló… obviamente para evitar que gritara. Debe de ser un tipo muy fuerte. Tuvo que entrar por una de las entradas laterales, o, directamente, por la escalera de incendios.

Se acercó a la puerta y volvió a asomarse a la azotea iluminada por las estrellas. Y, de repente, se estremeció. La luz del interior se proyectaba sobre las palmeras que se agrupaban junto a la puerta, y observó que algo sobresalía desde detrás de una de las grandes macetas… un pie humano. En un instante, Harrison se lanzó sobre el hombre, y gruñó suavemente al reconocerle. Era un árabe, a quién Harrison conocía como Ahmed, un vendedor de alfombras. Era un sujeto joven, de constitución recia y musculosa; Harrison siempre había pensado que, en otro tiempo, debía de haber sido luchador de lucha libre. Un hombre así, podría imponerse con facilidad incluso frente a una ágil tigresa como Zaida López. No obstante, ahora tenía los ojos cerrados, y yacía inmóvil. Junto a él había un gorro redondo, de color carmesí, decorado con una filigrana de hilo de oro. De manera experta, Harrison paseó los dedos por la cabeza del árabe, y frunció el ceño, desconcertado, al no encontrar ninguna herida, arañazo o contusión. Recogió el gorro de tela, pero la prenda no le decía nada. Un golpe en la cabeza llevando eso puesto no rompería la prenda, como habría pasado en el caso de un sombrero. No sabía qué pensar.

—¿Estará drogado? —se preguntó Harrison.

Justo en ese instante, Ahmed gruñó, se movió, y musitó incoherencias. Abrió los ojos y observó a Harrison con la mirada perdida.

¡Wallah! ¿Qué ha pasado?

—Eso me gustaría saber a mí —repuso el detective—. ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Qué te ha pasado?

El árabe se incorporó con esfuerzo, llevándose las manos a la frente.

—Alguien me golpeó… —sacudió la cabeza, con una mueca de dolor. Luego, de repente, levantó la cara y su mirada se aclaró—. ¡El hombre que había tras las palmeras! ¿Dónde está?

—Aquí no hay nadie más —Harrison no se molestó en volver la vista hacia las macetas. Tenía la mirada clavada en el árabe, que se puso en pie tambaleándose.

—Estaba aquí. Saltó desde detrás de las palmeras y me atizó… justo cuando Zaida abría la puerta…

—De modo que fue a ti a quién abrió la puerta.

—Pues claro. Yo… —se asomó por la ventana, mirando por encima del hombro del Harrison, y su mirada se dilató, mientras su tez se tornaba cenicienta.

—¡Zaida! ¡Está muerta!

—Sí —dijo suavemente Harrison, vigilándole como un halcón. El árabe pasó junto a él y entró en el dormitorio, para contemplar, con los ojos muy abiertos, el cadáver de la muchacha.

—¡El hombre de detrás de las palmeras! —musitó—. ¡Él hizo esto! ¡Alá!

—¿Por qué la mataste? —preguntó Harrison bruscamente.

—¿Yo? ¿Matar yo a Zaida López? ¿Estás loco, sahib? Zaida era mi amiga. Vine aquí para protegerla.

—¿De quién?

—No lo sé. Su doncella me trajo una nota…

—¿Dónde está?

—La destruí.

—¿Qué decía?

Ahmed se apretó la frente con las manos.

—No puedo recordarlo con exactitud. Cuando intento pensar, la mente se me nubla. La nota decía que estaba asustada… que necesitaba un hombre que la protegiera. Había visto algo que la había asustado mucho. Hace mucho tiempo que somos amigos. Acudí.

—¿Quién trajo la nota?

—Su doncella, Selda.

—¿Dónde está la doncella?

—No lo sé. No llegué a verla. Le dio la nota al portero del hotel en el que vivo. Él la subió a mi cuarto. Cuando bajé, ella ya no estaba.

—¿Cuando la recibiste?

—A eso de las doce y media, creo. No lo sé con exactitud.

—¿Y luego qué?

—Vine directo aquí, claro está. Dejé mi coche aparcado en la acera, entré por una puerta lateral y subí por las escaleras hasta esta planta. No entré por la puerta principal. Cuando llegué al pasillo, vi a un hombre que se agachaba junto a la cerradura de la puerta de Zaida…

—¿Qué aspecto tenía?

—Estaba de espaldas a mí. No le vi más que de reojo, y luego salió disparado hasta el fondo del pasillo. Corrí detrás de él, y vi que la puerta de la azotea estaba abierta, pero cuando salí a la terraza no había nadie a la vista. Pensé que debía haberse marchado por la escalera de incendios, pero, en realidad, debía de estar escondido en la azotea. Antes de que tuviera tiempo de buscarle, Zaida me llamó desde su dormitorio, para saber si era yo, y, cuando reconoció mi voz, abrió la puerta. Cuando me disponía a entrar, ella gritó, y yo me di la vuelta justo cuando un hombre saltaba contra mí desde las palmeras. Estampó algo contra mi cabeza en ese mismo instante. No recuerdo nada más.

—¿Qué aspecto tenía?

Ahmed sacudió la cabeza, en actitud indefensa.

—No lo recuerdo. Mi cerebro se llena de niebla cuando intento pensar en ello. No logro recordar nada sobre él. Sólo era una figura en sombras que saltó hacia mí desde las palmeras.

Harrison dio un respingo cuando alguien llamó a la puerta del salón, que se abría al pasillo exterior.

—¿Quién está ahí?

—¡Soy yo! ¡Bissett! ¡Déjeme entrar!

—Siéntate en ese diván y quédate aquí, Ahmed —ordenó Harrison, y el árabe se dejó caer en el sillón, enterrando la cabeza entre las manos.

Harrison se dirigió a la puerta, vigilando al árabe por el rabillo del ojo, y la pistola dispuesta… si Ahmed intentara escapar, eso sería una clara confesión de culpabilidad, y Harrison ya había actuado antes como verdugo extraoficial. Pero la abatida figura permanecía sentada, inmóvil. Harrison giró la llave y entreabrió la puerta. El ansioso rostro de Bissett se perfilaba por la rendija.

—¿Qué demonios estás haciendo aquí? Te dije que te evaporaras.

—¡No he parado de pensar en qué excusa iba a soltarle! —proclamó Bissett—. ¡Mi conciencia no me permitía quedarme al margen! Vamos… ¡Pórtese bien y déjeme entrar! ¿Le ha aplicado ya el tercer grado a la damita? ¿Ha cantado ya?

Por toda respuesta, Harrison abrió del todo la puerta, y señaló la puerta del dormitorio, donde yacía el cadáver. Los ojos de Bissett casi se salieron de sus órbitas.

—¿Quién es esa?

—¡Zaida López!

Bissett avanzó y bajó la mirada hacia la joven.

—¡Está muerta! ¡Mire esto, Harrison! —chilló, señalando hacia abajo—. ¡Es el mismo tipo de cuchillo que mató a ese tal… como se llamaba… Kratzie!

—¿No creerás que no me había dado cuenta? —escupió Harrison.

Bissett se giró y reparó en Ahmed.

—¿Ese es el pájaro que la ha matado?

—Eso parece.

—Yo no he matado a nadie —musitó Ahmed—. Una vez, en Estambul, maté a un turco… le rompí el cuello con una llave de lucha libre. Pero no he matado a un mujer en mi vida.

—Tu historia no suena creíble, Ahmed —dijo Harrison—. Si alguien te dejó inconsciente de un golpe, ¿por qué no tienes ningún chichón en la cabeza? Debe de haber sido un batacazo increíble para derribar a un hombre tan fuerte como tú. Pero no había signos de contusiones de ninguna clase. Tu fez, o lo que sea ese gorro, ni siquiera está abollado.

Ahmed sacudió la cabeza, indefenso.

—No lo sé. Sólo sé que yo no maté a Zaida López.

—Me siento forzado a creer que sí lo hiciste —dijo Harrison—. Alguien usó una ganzúa en la puerta que da al pasillo exterior. Creo que, en primer lugar, intentaste forzar la entrada, pero entonces, de algún modo, la persuadiste para que abriera la puerta. Luego la estrangulaste para que no pudiera gritar, y la apuñalaste con esa daga. Estabas en el apartamento cuando yo llamé a la puerta principal. Oí cómo te escabullías. Supongo que llegué a la azotea antes de que pudieras escaparte, de modo que te escondiste tras las palmeras, hasta que tuvieras la ocasión de huir. Pero yo te descubrí, y entonces te inventaste toda esta historia tan fantástica.

Ahmed se limitó a negar con la cabeza, sin pronunciar palabra.

—Mantenle vigilado, Bissett —ordenó Harrison—. Voy a registrar un poco las habitaciones.

Bissett lanzó una mirada de duda a las musculosas proporciones del árabe, pero se plantó entre el sillón y la puerta que daba a la azotea, y, cerrando un puño de considerable tamaño, sopló sobre los nudillos de manera desafiante. Ahmed no dio muestras de haber reparado siquiera en la presencia del periodista.

Un breve pero concienzudo registro del dormitorio no reveló nada de importancia. A continuación pasó a la alcoba de la doncella; fue directo al escritorio y se detuvo frente a él, abriendo un cajón tras otro. En el fondo del último cajón encontró, cuidadosamente doblada, una hoja de papel, teñido y perfumado. Lo desplegó y leyó, escrito con la letra de Zaida:

Kratz:

Debo verte. He ido tan lejos como he podido. Encuéntrate conmigo en la trastienda del Gato Púrpura, a las once en punto, si valoras tu miserable vida.

La nota no estaba firmada. Eligió un fragmento de papel escrito por la doncella, y que contenía una lista de artículos, y lo metió en su bolsillo junto con la nota. El Gato Púrpura era un cabaret de clase baja situado en Levant Street, a pocas manzanas de la entrada al Callejón del Chino.

Se acercó al teléfono y llamó al vestíbulo del hotel en el que vivía Ahmed. Respondió el portero.

—Al habla Steve Harrison —ese nombre obtenía prontas respuestas, aunque fueran mentiras—. ¿Cuánto tiempo lleva de servicio?

—Desde las diez de la noche, señor.

—¿A qué hora salió del hotel el árabe Ahmed?

—A eso de las doce y treinta y cinco, señor Harrison.

—¿Le había traído una nota alguna mujer?

—Sí, señor Harrison. La doncella de Zaida López. Me dio la nota y se marchó. Yo mismo se la subí.

—¿Llevaba toda la noche en su cuarto?

—La verdad es que no lo sé, señor. Mucha gente entra y sale, y él, por lo general, suele llevar encima su llave.

—De acuerdo. Gracias.

Colgó el auricular y se volvió para hacer frente a la ansiosa mirada de Ahmed.

—Parece que decías la verdad cuando me dijiste que la doncella te había traído una nota, Ahmed —dijo Harrison—. ¿Sabes si Kratz estaba chantajeando a Zaida?

La cara de Ahmed mostró una expresión terca, y no contestó.

—Bien, yo creo que sí. En ocasiones, me da la sensación de que la mitad de River Street está chantajeando a la otra mitad. Es posible que también a ti te estuviera chantajeando…

—¿Qué importaría eso?

—En caso de que no lo sepas —dijo Harrison en tono sarcástico— Kratz ha sido asesinado esta noche, en el Callejón del Chino, con una daga idéntica a la que han usado con Zaida. Ya que pienso que la mataste tú, lo lógico es que le hayas matado a él también. Por alguna razón, ella estaba en el callejón, y contempló cómo le matabas. Pero tú no la viste, o la habrías matado allí mismo. Fue lo bastante estúpida como para mandarte una nota, pidiéndote que vinieras aquí… no sé muy bien por qué, a menos que ella, a su vez, pretendiera chantajearte…

—¡Estás loco, perro infiel! —el temperamento de Ahmed se impuso un instante a su estoicismo. Harrison no se mostró sorprendido por el término despectivo. Le habían llamado cosas peores que esa.

—Ella jugaba con fuego, y, al final, se quemó. Tú la mataste, igual que mataste a Kratz. ¿Por qué mataste a Kratz? ¿Te hacía chantaje a ti también?

Ahmed no contestó. O bien estaba destrozado por las acusaciones, o bien se había refugiado en el estoico fatalismo oriental, una característica que Harrison se había encontrado antes en muchas ocasiones al tratar con los habitantes de River Street.

—No vas a hablar, ¿eh? Muy bien —los métodos del tercer grado no agradaban a Harrison; además, sabía que iba a resultar imposible derribar esa muralla de silencio.

Volvió a darse la vuelta, y registró la sala de estar. Se fijó entonces en una mancha de tinta en la mano izquierda de Zaida, y recordó que la joven había sido zurda. Había un escritorio en el salón, mucho más elaborado que el que había en el dormitorio de la doncella, y había una pluma a la vista, en cuya punta la tinta no se había secado aún. Junto a ella había un tintero abierto. Comenzó a registrar el contenido de la papelera y descubrió un papel arrugado en lo alto de la pila. Lo sacó. Se trataba de una hoja perfumada, similar a la otra en la que se había escrito la primera nota. En la hoja, con la misma caligrafía, se podía leer:

Ahmed:

Ven rápido. Estoy terriblemente asustada. Kratz está muerto, y he visto a Joseph Lepstein mata…

La letra se interrumpía en mitad de la frase. Por alguna razón, Zaida había empezado a escribir una nota en esa hoja, y luego la había desechado, arrugándola y tirándola a la papelera. Ahmed juraba que la nota que había recibido no mencionaba nombres. ¿Habría pensado la bailarina que mencionar nombres resultaría demasiado indiscreto?

Harrison se encogió de hombros. Aquello aportaba al asunto una visión completamente nueva. Volvió a la otra estancia, con la hoja de papel en la mano.

—¿Qué ha encontrado? —preguntó Bissett, al instante alerta.

—Algo que me hace pensar en que, después de todo, Ahmed podría haber dicho la verdad —dijo el detective—. Una prueba que arroja nueva luz sobre el caso. Ahmed, ¿puedes recordar algo sobre el tipo que, según dices, saltó sobre ti desde detrás de las palmeras?

—No logro pensar con claridad —murmuró el árabe, acariciándose la cabeza—. A veces me da la sensación de que puedo recordar qué aspecto tenía… pero luego la imagen se esfuma. A lo mejor, si vuelvo a verle, lo sepa. A lo mejor no. Sólo en Alá está el conocimiento.

—Bueno —empezó Harrison, cuando, de repente, sintió unos ojos clavados en su espalda. Se dio la vuelta— ¡Diablos!

Un rostro asomaba por la ventana que se abría a la azotea… un rostro cuadrado, amarillo, con unos resplandecientes ojos negros y rasgados.

—¡Alto! —gritó el detective, saltando hacia la ventana… aunque se dio cuenta de su error y reculó hacia la puerta abierta. Pero, mientras cambiaba de parecer, la habitación quedó sumida en la oscuridad. Alguien gritó, y entonces una mano de hierro le cogió de la muñeca y sintió cómo el papel le era arrebatado de entre los dedos. Se lanzó hacia delante, colisionó con una figura en la oscuridad y se agarró a ella… sólo para caer de rodillas tras recibir un demoledor impacto en la cabeza. Mientras caía, notó moverse el aire debido a un segundo golpe, que pasó junto a su oreja; sacando su automática del 45, disparó a ciegas, tres veces, pues sentía que el asesinato flotaba en la oscuridad, a su alrededor. Escuchó cómo algo caía con estruendo. En el silencio que siguió a los disparos, sacudió la cabeza, atontado. Tenía sangre bajo la cara. En alguna parte, un hombre gruñía y maldecía, y alguien más se agitaba de forma convulsiva, haciendo el mismo ruido que un pollo decapitado.

Harrison tanteó en busca de su linterna, pero había caído al suelo, y no logró encontrarla. Se alzó con cautela y avanzó a tientas hasta la pared, con la pistola por delante. Sus ojos no se habían acostumbrado aún a la súbita oscuridad, y la cabeza le daba vueltas como consecuencia del golpe, pero por la ventana penetraba un débil atisbo de luz, que empleó para guiar sus pasos. Segundos después, su mano llegó hasta el interruptor. Estaba apagado, y la puerta que había junto a él estaba cerrada. Se dio la vuelta y colocó la espalda contra la pared, levantó su pistola humeante y encendió la luz.

La luz que inundó la estancia le hizo parpadear. Ante él no se alzaba ninguna figura amenazante, pues era el único hombre en pie. En lugar de una, ahora había tres figuras tiradas en el suelo. Ahmed yacía junto al diván en el que había estado sentado, y Bissett estaba tendido boca abajo. El árabe permanecía completamente inmóvil, pero el periodista comenzaba a incorporarse sobre los codos. Cuando levantó la cabeza, un reguero de sangre manó hasta su rostro.

¡Crash! Fue el panel de la ventana al hacerse añicos lo que puso en guardia a Harrison. Se agachó de forma instintiva, y algo pasó por encima de su oreja, clavándose en la pared. No disparó a ciegas en dirección a la ventana. Tras abrir de par en par la puerta de la azotea, salió, empuñando el arma, demasiado furioso como para reparar en que su silueta se perfilaba con claridad contra el umbral iluminado. Giró por el exterior del dormitorio, justo a tiempo para observar cómo algo vago y sombrío desaparecía por el borde de la azotea. Se lanzó hacia allí, tropezando contra una maceta vacía, y cayó de cabeza.

Tras ponerse en pie, saltó hacia el murete que bordeaba la terraza. La escalera de incendios partía desde allí, y su torpe caída le había dado al fugitivo el suficiente tiempo para escapar. La escalera metálica bajaba hasta un callejón, y, justo cuando miraba, descubrió que el extremo inferior de la escalera, que solía estar levantado, estaba descendiendo. Mientras forzaba la vista, tres lenguas de fuego salieron proyectadas hacia él desde la oscuridad del callejón. Saltó hacia atrás, y el plomo pasó junto a sus orejas, estampándose contra la pared de ladrillo. Retrocedió. Resultaría suicida intentar bajar por esa escalera, con tres tiradores apuntándole desde abajo. Disparó una vez, y se refugió tras el poyete de la terraza. Cuando volvió a levantar la cabeza, no escuchó el menor sonido procedente del callejón.

Se puso en pie y regresó al dormitorio. Bissett había logrado incorporarse, y se tambaleaba mareado, mientras intentaba restañar la sangre que tenía en el rostro.

—¿Qué demonios ha pasado? —preguntó confuso—. Las luces se apagaron… alguien empezó a disparar… ¡Y me han dado! ¡Tengo sangre en la cabeza!

Harrison examinó la herida. En la sien derecha, justo en la línea del cabello, había un pequeño rasguño.

—Eso no es una herida de bala —gruñó el detective.

—¡Entonces alguien me golpeó con algo!

—Evidentemente.

—Pero ¿por qué me atacaron? —clamó el reportero—. ¡Yo no estaba haciendo nada! No soy más que un espectador inocente…

—Estabas entre mi persona y la puerta —señaló Harrison. Ese tipo quería el papel que yo había encontrado. Me lo quitó.

—¿Qué le pasa a Ahmed? —preguntó Bissett, visiblemente incómodo.

Harrison se agachó y le examinó por encima.

—Le han disparado en el corazón.

De repente sonó el teléfono. Harrison levantó el auricular. La balbuceante voz del portero japonés preguntó tímidamente si todo iba bien.

—Todo va de fábula —le aseguró Harrison. Al menos en lo que a ti respecta. Si alguna persona del edificio te pregunta qué está pasando, diles que Steve Harrison está aquí arriba.

Colgó el teléfono y señaló:

—Esa es la diferencia entre la gente blanca y los orientales. En una casa de apartamentos occidental, todo este tiroteo habría provocado que, a estas alturas, el pasillo y la azotea estuvieran atestados de gente. Los orientales prefieren cerrar con llave y estar atentos, hasta saber seguro lo que está sucediendo.

Volvió a arrodillarse junto a Ahmed, notando que la solapa del abrigo del árabe estaba chamuscada por la llamarada del arma que le había matado.

—Debió ser el mismo tipo que me disparó a mí —musitó el detective—. Tú estabas vigilando a Ahmed. ¿Fue él quien apagó la luz?

—No lo sé. Cuando usted gritó y se lanzó hacia la ventana, yo también lo hice. Lo siguiente que recuerdo es que alguien apagó la luz y me propinó un golpe que me hizo ver un millón de estrellas.

—Ahmed podía llegar al interruptor de la luz sin necesidad de levantarse —dijo Harrison. Si fue él quien cogió la nota, aún debería tenerla en la mano.

Pero, tras un registro concienzudo, la nota no apareció, y Harrison se percató de algo más… un moratón azulado en la mandíbula del árabe, que no estaba antes.

—¡Diablo! ¿Le golpeaste en la oscuridad, Bissett?

—¡Yo no! ¡Si me caí al suelo antes de darme cuenta de que me habían golpeado!

Harrison se rascó la cabeza, molesto.

—Alguien podría haber entrado aquí desde la terraza, para después apagar las luces, golpearnos a ti, a Ahmed y a mí, unos tras otro, y luego quitarme la nota de la mano… pero, de ser así, ¿cómo es que a Ahmed le alcanzó una de mis balas? Disparé alto. Si hubiera estado en el suelo, la bala le habría pasado por encima. Debe de haber sido Ahmed el que me atacó… pero ¿dónde está la nota? ¿Logró entrar aquí ese chino y llevársela? De ser así, ¿cómo se las arregló para volver a la ventana…?

Recordando algo, Harrison se dio la vuelta y caminó hacia la pared opuesta de la ventana. Arrancó algo del muro y lo sopesó en la palma de la mano.

—¿De qué chino habla? —quiso saber Bissett—. ¿De dónde ha venido ese cuchillo?

—Me lo arrojaron desde la ventana —respondió Harrison—. ¿No viste asomarse a un chino justo antes de que se apagaran las luces?

—No. No me dio tiempo a ver nada. Este otro cuchillo, ¿es chino también?

Harrison asintió, depositando el arma sobre el escritorio. Se trataba de un puñal pesado, con una hoja recta de doble filo y una empuñadura bien equilibrada.

—Lo único que se me ocurre —dijo Harrison— es que Ahmed apagó la luz, te golpeó, me quitó el papel de la mano, me golpeó, y, entonces, alguien… puede que un chino… entró aquí, amparado por la oscuridad y le quitó la nota. Pero no tiene ni pies ni cabeza. De ser así, ¿cómo diablos se hizo ese golpe en la mandíbula? Recibió el disparo antes de que el desconocido le quitara la nota. Y ni siquiera los chinos pueden ver en la oscuridad.

—¿Qué ponía en la nota? —preguntó Bissett.

—Evidentemente, era la nota primitiva que Zaida pensaba enviarle a Ahmed, pero luego cambió de opinión y escribió otra más breve. Esta primera implicaba a Joe Lepstein —dijo Harrison.

—¿Quién demonios es ese?

—El socio de Kratz —descolgó el teléfono y marcó un número—. Con la casa de apartamentos de la señora De Kosa —y explicó—: Tanto Kratz como Lepstein vivían allí.

—Usted parece saberlo todo sobre todos los habitantes de River Street, ¿verdad? —señaló Bissett con curiosidad.

—Ni por asomo. Pero digamos que intento mantenerme al tanto de sus movimientos superficiales.

»¿Es la señora De Kosa? Bien. Soy Steve Harrison. Quería hablar… ¡Sí, sí! Ya sé que es una hora infernal para sacar de la cama a una mujer honesta, pero no ha habido más remedio. Querría hablar con Joe Lepstein. ¿Cómo? Ah, no está allí, ¿eh? ¿Cuándo le vio por última vez? ¿Y cuándo vio a Kratz por última vez? Bien, de acuerdo.

Colgó el teléfono.

—La casera dice que no ha visto a Lepstein desde la cena; dice que Kratz salió poco antes de cenar, y que, poco después, Lepstein salió detrás de Kratz.

—¿Qué deduce usted?

—No lo sé. Hay que ceñirse a estos hechos: Kratz, Zaida y un tercer sujeto, estaban en el Callejón del chino. Kratz fue asesinado y Zaida contempló el crimen.

—¿Cree usted que Zaida lo hizo?

—No, no lo creo. El mismo que mató a Kratz, la mató también a ella.

—Pero yo creía que Ahmed…

—Ahmed podría haberles matado a ambos. Pero Zaida no le habría hecho llamar para pedirle ayuda de haber sabido que era el asesino. Maldición, me siento inclinado a creer la historia de Ahmed si no fuera por una cosa: mentía cuando dijo que le habían dejado inconsciente. Por tanto, debió de ser él quien me atacó. ¿Cómo si no recibió ese disparo? Lo único que se me ocurre es que él y Lepstein —o quienquiera que matara a Kratz—, trabajaban juntos, y que él mató a Zaida para cerrarle la boca.

—A lo mejor fue ella la que mató a Kratz, y Lepstein la hizo asesinar como venganza.

Harrison se rio.

—No conocías a Kratz. Él y Lepstein eran pájaros de la misma calaña, y trabajaban juntos, pero no se tenían el menor cariño. Bueno, prefiero reservar mi juicio para cuando recopile más evidencias.

—¿Qué piensa hacer ahora?

—Llamaré a Comisaría. Tres cadáveres en una sola noche, es demasiado, incluso para River Street. Luego me pasaré en persona por ahí, para ver qué han encontrado los muchachos del equipo de huellas. Después, pensaba echarle un vistazo a las oficinas de Kratz & Lepstein.

—Pues yo pienso ir a que me curen esta herida, y luego me beberé un litro y medio de café —anunció Bissett. Seguir sus pasos es una tarea muy peligrosa. Oiga, ¿usted nunca duerme?

—A veces… cuando consigo algo de tiempo. Puedes hacer que te curen eso en Comisaría.

—Nanay. No puedo esperar tanto. Sé que hay un matasanos a pocas manzanas, calle abajo. Vi su letrero hace un rato. Usted también ha recibido un buen golpe en la cabeza, aunque supongo que no se molesta por tan poca cosa…

—Me los han dado peores —gruñó Harrison, marcando un número de teléfono.

—Me marcho —dijo Bissett, recogiendo su sombrero—. Ya me pasaré por comisaría cuando esté un poco mejor, y le veré allí.