II.

Cuando Harrison salió de casa de Joan, condujo directamente hasta el dique de Shan Yang, que, en pleno corazón de River Street, ocultaba un bar clandestino. Era muy tarde. Sólo un par de ruinas humanas se apoyaban en la barra, y notó que el camarero era un chino al que no había visto nunca. El barman miró impasible a Harrison, pero, cuando el detective le preguntó bruscamente si Johnny Kleck estaba allí, señaló con el pulgar hacia la puerta de la trastienda, medio oculta por un cortinaje.

Harrison cruzó la puerta, atravesó un pequeño vestíbulo suavemente iluminado y llamó con autoritaria insistencia a la puerta del otro extremo. Un disco de acero se deslizó en el centro de la puerta, y un rasgado ojo negro brilló por la apertura.

—Abre la puerta, Shan Yang —ordenó Harrison con impaciencia, y la mirilla se cerró, acompañada por un resonar de cadenas y cerrojos. Empujó la puerta y penetró en una estancia cuya iluminación era sólo ligeramente mejor que la del pasillo. Se trataba de un almacén grande y hediondo, lleno de bancos apilados. Ardía fuego en numerosos braseros, y Shan Yang se dirigía ya a su asiento habitual, tras un mostrador bajo, cerca de la pared. Harrison no lanzó más que una sola mirada casual a aquella figura familiar, y a su bien conocida chaqueta de seda con dragones cosidos. Luego caminó por la estancia hasta una puerta situada en la pared opuesta al mostrador al que se dirigía Shan Yang. Aquel lugar era un fumadero de opio, y Harrison lo sabía… sabía que todas aquellas figuras que había echadas en los bancos eran chinos que dormían el sueño del humo. Por qué no había llevado a cabo una redada en ese antro, tal y como había hecho en otros muchos fumaderos de opio, era algo que sólo Harrison podía explicar. Pero la defensa de la Ley en River Street no podía llevarse a cabo de un modo ortodoxo, como, por ejemplo, en Baskerville Avenue. Las razones de Harrison nacían de la astucia y la necesidad. En ocasiones, ciertas convicciones deben ser sacrificadas con el fin de obtener una ganancia más importante… especialmente cuando la defensa de la ley en todo un distrito (y además del barrio oriental), recae sobre los hombros de una sola persona.

Un olor característico invadía la densa atmósfera, por encima del opio y los cuerpos sucios… el pestilente hedor del río, que se cernía sobre los muelles de River Street, condensándose bajo sus suelos como el espíritu negro e intangible del barrio mismo. El dique de Shan Yang, como muchos otros, estaba construido en la misma orilla del río. La habitación de atrás estaba suspendida sobre las aguas, apoyada en pilares podridos, que el río negro lamía de forma incansable.

Harrison abrió la puerta, entró, y la cerró detrás de él, mientras sus labios empezaban a formar un saludo que no llegó a pronunciar. Se quedó inmóvil, observando a su alrededor.

Se encontraba en una habitación, pequeña y destartalada, vacía excepto por una tosca mesa y algunas sillas. Sobre la mesa, una lámpara de aceite emitía una luz humeante. Y, bajo aquella luz, vio a Johnny Kleck. Estaba pegado a la pared, con los brazos extendidos como en una crucifixión; su cuerpo estaba rígido, sus ojos fijos y vidriosos, y sus rasgos ratoniles parecían contorsionados en una gélida sonrisa. No habló, y la mirada de Harrison, al recorrer su figura, se detuvo estremecida. Los pies de Johnny no llegaban a tocar el suelo por varios centímetros…

Harrison extrajo al momento su enorme pistola de acero azulado. Johnny Kleck estaba muerto, y aquella sonrisa no era más que una contorsión de horror y agonía. Le habían crucificado a la pared empleando unas dagas curvadas, clavadas en sus tobillos y muñecas, y sus orejas estaban fijadas con clavos a la pared, con el fin de mantener su cabeza levantada. Pero aquello no era lo que le había matado. El pecho de la camisa de Johnny estaba chamuscado, y mostraba un gran agujero, negro y redondo.

Sintiéndose súbitamente enfermo, el detective se giró, abrió la puerta y regresó a la sala principal. La luz parecía más tenue, y el humo más denso que nunca. No se escuchaba el menor murmullo procedente de los bancos; los fuegos de los braseros ardían, azulados, con misteriosas llamaradas, Shan Yang seguía sentado detrás del mostrador. Movía los hombros como si estuviera corriendo las cuentas de un ábaco.

—¡Shan Yang! —resonó la voz del detective en medio de aquel inquietante silencio— ¿Quién ha entrado esta noche en esa habitación, aparte de Johnny Kleck?

El hombre de detrás del mostrador levantó la cabeza y le miró, y Harrison sintió que la piel se le erizaba. Por encima del cuello de la chaqueta de seda, un rostro desconocido le devolvía la mirada. Ese no era Shan Yang; era un hombre al que no había visto jamás… un mongol. Se sobresaltó y miró a su alrededor, mientras los hombres de los bancos se alzaban con repentina facilidad. No eran chinos; hasta el último de ellos era mongol, y sus ojos negros y rasgados no estaban nublados por las drogas.

Con una maldición, Harrison saltó hacia la puerta exterior y, en un suspiro, estuvieron sobre él. Su arma disparó, y un hombre se desplomó en mitad de un salto. Luego, las luces se apagaron, los braseros se taparon y, en medio de la oscuridad estigia, unos cuerpos endurecidos chocaron contra el detective. Unos dedos de largas uñas se clavaron en su garganta, unos gruesos brazos aprisionaron sus piernas y cintura. En algún lugar, una voz sibilante susurraba órdenes.

La demoledora izquierda de Harrison trabajaba como un pistón hidráulico, quebrando carne y huesos; Su mano derecha empleaba la culata de su pistola como si fuera una cachiporra. Se lanzó a ciegas contra la puerta que no podía ver, arrastrando a sus atacantes con su fuerza bruta. Parecía estrellarse contra una barrera sólida, como si la oscuridad se hubiera convertido en huesos y músculos a su alrededor. Un cuchillo le desgarró el abrigo, y luego se atragantó cuando un cordel de seda le rodeó el cuello, quitándole el aire, mientras se hundía más y más en su carne. A ciegas, estampó la culata del arma contra el cuerpo más cercano, y luego apretó el gatillo. En mitad de toda aquella confusión, alguien cayó al suelo, y la agonía del estrangulamiento disminuyó. Mientras jadeaba en busca de aire, agarró el cordel y se lo quitó… y a continuación quedó enterrado bajo un aluvión de cuerpos pesados, y algo se estrelló salvajemente contra su cabeza. La oscuridad estalló en una lluvia de chispas que, al instante, devinieron en una negrura estigia.