III.

El olor del río estaba aún en la nariz de Steve Harrison cuando recuperó sus maltrechos sentidos; el olor del río, mezclado con el hedor de la sangre derramada. Sangre, —se dio cuenta de ello en cuanto recobró el suficiente sentido—, que manaba de su propia sien. La cabeza le daba vueltas, e intentó llevarse la mano a la frente, pero descubrió que se hallaba atado de pies y manos con unas cuerdas que se clavaban en su carne. Un candil danzaba ante sus ojos, y, por un momento, no pudo ver nada más. Luego, las cosas empezaron a asumir sus adecuadas proporciones, los objetos crecieron de la nada y se volvieron identificables.
Yacía sobre un suelo desnudo de madera nueva y sin pintar, en una gran cámara cuadrada, de muros de piedra, sin enfoscar ni pintar. El techo era, igualmente, de piedra, con pesadas vigas a la vista, y había una trampilla abierta casi directamente sobre él, y, a través de la cual, —y a pesar del candil—, podía ver las estrellas. Entraba aire fresco por la trampilla, trayendo consigo el aroma del río, más fuerte que nunca. La cámara carecía de mobiliario, y el candil estaba alojado en un pequeño entrante en la pared. Harrison maldijo, preguntándose si no estaría delirando. Aquella experiencia le parecía un sueño, algo irreal y distorsionado.
Forcejeó, intentando sentarse, pero lo único que logró fue que la cabeza le diera vueltas, de modo que volvió a tenderse mientras lanzaba imprecaciones. Aulló, lleno de ira, y un rostro bajó la mirada hacia él, desde la trampilla… un rostro cuadrado y amarillo, con los ojos rasgados. Insultó al hombre, que se rio de él y desapareció de la vista. El sonido de una puerta, que se abría con suavidad, interrumpió el torrente de insultos de Harrison, que se dio la vuelta para encararse con el recién llegado.
Y le observó en silencio, sintiendo un toque de hielo a lo largo de toda su columna vertebral. Ya en otra ocasión había yacido, atado e indefenso, levantando la mirada hacia esa figura, alta y de túnica negra, cuyos ojos amarillos relucían desde la sombra de una siniestra capucha. Pero aquel hombre estaba muerto. Harrison había visto cómo le decapitaba la cimitarra de un druso enloquecido.
—¡Erlik Khan! —las palabras le salieron a su pesar. Se lamió los labios, secos de repente.
—¡Aie! —era la misma voz hueca y fantasmal, que en su momento le provocara escalofríos—. Erlik Khan, el Señor de la Muerte.
—¿Eres un hombre o un fantasma? —quiso saber Harrison.
—Vivo.
—¡Pero yo vi cómo Alí ibn Suleyman te mataba! —exclamó el detective—. Te golpeó en la cabeza con una descomunal espada, que estaba tan afilada como una navaja. Era un hombre aún más fuerte que yo. Tajó con toda la fuerza de su brazo. Tu capucha cayó a un lado, en dos mitades…
—Y yo caí, como muerto, sobre un charco de mi propia sangre —concluyó Erlik Khan— Pero el sombrero de acero que llevaba, —y que es el mismo que llevo ahora—, bajo la capucha, me salvó la vida, tal y como ya había hecho en otras ocasiones. Aquel terrible golpe logró atravesarlo, cortándome el cuero cabelludo, fracturándome el cráneo, y provocándome una contusión en el cerebro. Pero sobreviví, y algunos de mis fieles servidores, que habían escapado a la espada del druso, me llevaron a rastras por los túneles subterráneos que partían desde mi casa, y así fue como escapé del edificio en llamas. Pero yací como muerto durante semanas, y no fue hasta que mandaron traer a un hombre muy sabio de Mongolia, que logré recuperar la salud y el sentido.
»Pero ahora ya estoy listo para retomar mi trabajo allí donde lo dejé, aunque es mucho lo que debo reconstruir. Muchos de mis antiguos seguidores se han olvidado de mi autoridad. Algunos necesitan que les enseñen de nuevo quién es el amo.
—Y tú has estado enseñándoles —gruñó Harrison, recuperando su desafiante compostura.
—Cierto. Había que dar una serie de ejemplos. Un hombre cayó desde una azotea. Una serpiente mordió a otro, y a otro más le pasaron a cuchillo en un callejón a oscuras. Luego quedaba otro asunto. Joan La Tour me traicionó en los viejos tiempos. Ella conocía demasiados de mis secretos. Tenía que morir. Y para que fuera saboreando su agonía por anticipado, la envíe una de las páginas de mi Libro de la Muerte.
—Tus demonios mataron a Kleck —acusó Harrison.
—Por supuesto. Todas las líneas que conectaban con el apartamento de la chica estaban pinchadas. Yo mismo escuché tu conversación con Kleck. Por ese motivo no fuiste atacado cuando saliste del edificio. Hice lo adecuado para que fueras a caer directamente a mis manos. Envié a mis hombres para que tomaran posesión del dique de Shan Yang. Él ya no necesitaba su chaqueta, en su presente estado, de modo que otro se la puso para engañarte. De algún modo, Kleck había logrado enterarse de mi regreso. Algunos de estos pobres peones acaban resultando bastante astutos. Pero disfrutó del suficiente tiempo como para arrepentirse de ello. Un hombre sufre mucho al morir cuando le atraviesas el pecho con un hierro al rojo vivo.
Harrison no dijo nada, y, poco después, el mongol continuó.
—Escribí tu nombre en mi libro porque reconocí que podías ser mi oponente más peligroso. Fue por tu culpa por lo que Alí ibn Suleyman se volvió contra mí.
»Estoy volviendo a reconstruir mi imperio, pero de una forma más sólida. En primer lugar, consolidaré River Street, y crearé una maquinaria política para que gobierne la ciudad. Los hombres de las altas instancias ni siquiera sospechan de mi existencia. Si todos ellos hubieran de morir, no sería difícil encontrar a otros para que ocuparan sus puestos… hombres a los que no les resulte indiferente el tintineo del oro.
—Está loco —gruñó Harrison—. ¿Controlar todo el gobierno de una ciudad desde un dique en River Street?
—Ya está hecho —respondió con tranquilidad el mongol—. Golpearé como una cobra desde la oscuridad. Sólo sobrevivirán los hombres que obedezcan a mis agentes. Colocaré en la cima a un hombre blanco, un títere al que los hombres le supongan un poder real, mientras que yo permaneceré en las sombras. Si fueras un poco más inteligente, ese podrías ser tú.
Se sacó de la manga un objeto voluminoso, un libro grueso con recias tapas negras… de ébano, con incrustaciones de jade verde. Pasó las oscuras páginas, y Harrison vio que estaban cubiertas de caracteres carmesí.
—Mi Libro de la Muerte —dijo Erlik Khan—. Muchos de sus nombres han sido ya tachados. Y muchos otros han sido añadidos desde que he recuperado la salud. Algunos de ellos te interesarían; he incluido los nombres del alcalde, el jefe de policía, el Fiscal de Distrito y un cierto número de funcionarios…
—Ese tajo debe de haberte afectado el cerebro de forma permanente —se burló Harrison—. ¿De verdad crees que puedes sustituir todo el gobierno de esta ciudad y seguir adelante como si nada?
—Puedo y lo haré. Estos hombres morirán de las formas más diversas, y los hombres que yo elija les sustituirán en sus puestos. En menos de un año, tendré esta ciudad en la palma de la mano, y no habrá nadie que pueda interferir en mis planes.
Mientras yacía observando la bizarra figura, cuyos rasgos quedaban, como siempre, ensombrecidos e irreconocibles por la sombra de la capucha, la carne de Harrison se estremeció con la convicción de que, en verdad, el mongol estaba completamente loco. Sus sueños carmesí, siempre espantosos, eran demasiado grotescos e increíbles para ser las visiones de un hombre enteramente cuerdo. Aún así, era tan peligroso como una cobra enloquecida. Su monstruosa trama debía fracasar por completo, pues tenía en sus manos la vida de demasiadas personas. Y Harrison, de quien la ciudad dependía para que la protegiera de cualquier amenaza que pudiera albergar el Barrio Oriental, yacía ahora atado e indefenso ante dicha amenaza. El detective maldijo furioso.
—Como siempre, un hombre violento —se burló Erlik Khan, con un matiz de ironía en la voz— ¡Un bárbaro! ¡Un hombre que confía en pistolas y acero, y que sería capaz de enfrentarse al poder imperial a base de golpes de sus puños desnudos! ¡Un brazo sin mente, que pelea a ciegas! Bien, pues has peleado por última vez. ¿Puedes oler la peste del río, que penetra a través del techo? Muy pronto, te envolverá por completo, y tus sueños y aspiraciones se fundirán con la bruma del río.
—¿Dónde estamos? —quiso saber Harrison.
—En una isla, más allá de la ciudad, donde comienzan los pantanos. Hubo un tiempo en que aquí había almacenes, y una fábrica, pero fueron abandonados cuando la ciudad creció en la otra dirección, y han estado convirtiéndose en ruinas durante veinte años. Compré toda la isla por medio de uno de mis agentes, y estoy reconstruyendo, para mi conveniencia, una vieja mansión de piedra que ya estaba aquí desde antes de que se construyera la fábrica. Nadie lo sabe, porque los obreros son mis propios sicarios, y nadie viene jamás a esta isla pantanosa. La casa resulta invisible desde el río, oculta como está por el intrincado laberinto de muelles podridos. Has llegado hasta aquí a bordo de una lancha motora, que estaba anclada bajo los mohosos muelles que hay detrás del dique de Shan Yang. Otra lancha llegará de un momento a otro, con los hombres que designé para que dispusieran de Joan La Tour.
—Eso no te va a resultar tan fácil —comentó el detective.
—No temas. Ya sé que ella hizo llamar a ese lobo peludo, Khoda Khan, para que la ayudara, y también es cierto que mis hombres fracasaron en matarla antes de que él se reuniera con ella. Pero supongo que ha sido un falso sentimiento de confianza en el afgano lo que te ha impelido a no faltar a tu cita con Kleck. Casi había esperado que te quedaras junto a esa estúpida muchacha e intentaras protegerla a tu manera.
En alguna parte por debajo de ellos resonó un gong. Erlik Khan no se sobresaltó, pero había un asomo de sorpresa en el modo como alzó la cabeza. Cerró el libro negro.
—Ya he gastado demasiado tiempo contigo —dijo—. Ya en otra ocasión te dije adiós en una de mis mazmorras. Luego, el fanatismo de un druso loco te salvó. En esta ocasión no habrá nada que desbarate mis planes. Todos los hombres de esta casa son mongoles, que no conocen más ley que mi voluntad. Me voy, pero no estarás solo mucho tiempo. En breve, alguien acudirá a tu lado.
Y, emitiendo una risa baja y escalofriante, la fantasmal figura se dirigió hacia la puerta y desapareció. Escuchó un cerrojo en el exterior, y luego todo quedó en silencio.
La quietud quedó rota de repente por un grito apagado. Provenía de algún lugar por debajo, y se repitió media docena de veces. Harrison se estremeció. Nadie que hubiera visitado en alguna ocasión un asilo de alienados podría dejar de reconocer ese sonido. Era el alarido de una mujer enloquecida. Después de aquellos gritos, el silencio le pareció aún más amenazante y opresor. Harrison maldijo en voz alta para acallar sus sentimientos, y, una vez más, la cabeza embozada del mongol se rio de él desde lo alto de la trampilla.
—¡Ríete, asqueroso mono amarillo! —rugió Harrison, forcejeando con sus ligaduras hasta que las venas de sus sienes se tensaron como cables—. Si pudiera romper estas condenadas cuerdas, te haría tragar esa sonrisa hasta la altura de tu coleta, maldito… —y procedió a detallar minuciosamente todos los antepasados del mongol, demorándose en sus fases más escandalosas, hasta que vio que, en medio del torrente de insultos, la burla cambiaba de repente hasta convertirse en asombro y sorpresa. La cabeza desapareció de la trampilla, y se escuchó un sonido que recordaba al tajo de un carnicero.
Entonces, otro rostro se asomó por la trampilla… un rostro salvaje y barbado, con deslumbrantes ojos inyectados en sangre, y tocado con un turbante medio deshecho.
—¡Sahib! —susurró la aparición.
—¡Khoda Khan! —escupió el detective, perplejo—. ¿Qué demonios estás haciendo aquí?
—¡Silencio! —musitó el afgano—. ¡Que no nos oigan esos demonios!
Dejó caer uña escalera de cuerda y descendió por la trampilla, hasta que sus pies desnudos llegaron al suelo sin hacer el menor ruido. Sujetaba con los dientes su enorme cuchillo, y manaba sangre de la comisura de su boca.
Arrodillándose junto al detective, cortó sus ligaduras con limpios tajos que amenazaron con hendirle la carne, además de las sogas. El afgano temblaba con una furia a duras penas controlada. Entre sus barbas revueltas, los dientes le resplandecían como las fauces de un lobo.
Harrison se incorporó, frotándose las doloridas muñecas.
—¿Dónde está Joan? Deprisa, hombre. ¿Dónde está?
—¡Aquí! ¡En esta maldita madriguera!
—Pero…
—Era ella la que gritaba hace tan sólo unos minutos —interrumpió el afgano, y la carne de Harrison se estremeció con una vaga y monstruosa premonición.
—¡Pero ese grito era el de una loca! —susurró.
—La sahiba está loca —dijo Khoda Khan con ademán sombrío—. Escúchame, sahib, y luego juzga si la culpa ha sido mía.
»Después de que te marcharas, esos condenados dejaron caer a un hombre desde el tejado con una cuerda. A ese le apuñalé, y luego maté a tres más que intentaban forzar las puertas. Pero cuando volví junto a la sahiba, no me reconocía. Huyó de mí, y bajó a la calle; otros de esos diablos debían de haber estado acechando por el vecindario, porque, cuando ella corrió por la acera, lanzando alaridos, un gran automóvil salió de entre la niebla, y un mongol extendió el brazo, arrastrándola al interior del coche, arrebatándolas de mis dedos. Vi su maldito rostro amarillo iluminado por una farola.
»Sabiendo que ella estaría mejor muerta por una bala que en manos de esa gente, vacié mi pistola en el vehículo, pero corría como Shaitán el Condenado ante la visión de Alá, y no sé si llegué a herir a alguien. Entonces, mientras me rasgaba las vestiduras y maldecía el día de mi nacimiento —pues no podía perseguirles a pie—, los designios de Alá quisieron que apareciera otro automóvil. Lo conducía un joven con ropa de gala, que, sin duda, volvía de alguna fiesta, y, al ser maldecido por la curiosidad, aminoró la marcha al llegar a mi lado, para observar mis desdichas.
»De modo que, alabando a Alá, salté a su lado y, tras apretar la punta de mi cuchillo contra sus costillas, le ordené que acelerara, y él me obedeció, presa del pánico. El coche de los malditos estaba fuera de la vista, pero poco después, volví a mirar, y exhorté al joven a que incrementara la velocidad, de modo que la máquina pareció volar, como la palabra del Profeta. Y así, algo más tarde, observé que el coche se detenía junto a la orilla del río. Hice que el joven se detuviera de igual modo, y salió del coche, escapando aterrado en otra dirección.
»Corrí en la oscuridad, ávido de la sangre de esos malditos, pero antes de que pudiera llegar a la orilla, vi a los cuatro mongoles salir del auto, llevando a la memsahib atada y amordazada, y subieron a una motora, partiendo por el río en dirección a una isla que yace en medio del agua como una nube oscura.
»Recorrí la orilla, arriba y abajo, como un enajenado, y ya estaba a punto de lanzarme al agua y nadar, aunque la distancia era grande, cuando divisé una barca encadenada a un poste, aunque era una barca de remos. Le di gracias a Alá, corté la cadena con mi cuchillo —¿ves esta mella en su hoja?— y remé detrás de los malditos tan rápido como pude.
»Iban muy por delante de mí, pero Alá quiso que su motor tosiera y dejara de funcionar cuando casi habían llegado a la isla. De modo que cobré fuerzas, escuchándoles maldecir en su idioma impío, y confié en poder deslizarme a su lado y degollarles a todos, antes de que pudieran notar mi presencia. No podían verme en la oscuridad, ni escuchaban mis remos debido a sus propios gritos, pero antes de que pudiera alcanzarles, el condenado motor volvió a funcionar. De modo que alcanzaron un muelle en la orilla pantanosa que había frente a mí, aunque no se molestaron en forzar la velocidad del motor, así que yo no estaba muy lejos de ellos cuando sacaron a la memsahib y la llevaron por el muelle envueltos en las sombras.
»En ese momento, estaba furioso y deseaba lanzarme sobre ellos y matarlos, pero, antes de que pudiera alcanzarles, llegaron ante la puerta de una gran casa de piedra, —esta misma, sahib— situada entre un batiburrillo de edificios en ruinas. La rodeaba una verja de acero, con alambre de espino en la parte superior, pero… ¡Por Alá, que no pudo resistir la hoja de un segador del Khyber! Logré cruzar al otro lado sin casi rasgarme la ropa. En el interior había un segundo muro de piedra, pero estaba medio en ruinas.
»Me agazapé en las sombras junto a la casa, y vi que las ventanas estaban fuertemente enrejadas y que las puertas eran recias. Y aún más, que la parte inferior de la casa estaba llena de hombres armados. De modo que escalé por la esquina de la pared, y no fue fácil, pero al final llegué hasta el tejado, que en esa parte es plano, con un antepecho. Esperaba que hubiera un vigilante, y lo había, pero estaba demasiado ocupado atormentando a su cautivo como para verme o escucharme, hasta que mi cuchillo le envió al Infierno. Aquí está su daga; no llevaba pistola.
De forma mecánica, Harrison aferró el puñal de hoja estrecha.
—Pero ¿qué causó la locura de Joan?
—Sahib, en el suelo había una botella de vino, rota, y también una copa. No tuve tiempo de investigarlo, pero sé que el vino debía de estar envenenado con el jugo de la fruta que llaman la granada negra. No debió de beber mucho, o se habría muerto babeando y con convulsiones como un perro loco. Pero basta una pequeña cantidad para robarle a uno la cordura. Crece en las junglas de Indochina, y los hombres blancos dicen que no existe. Pero sí que existe; en tres ocasiones he visto a hombres morir tras beber su jugo, y en más de una ocasión he contemplado a hombres, y también a mujeres, volverse locos por su causa. He viajado por la infernal comarca donde crece ese fruto.
—¡Dios! —el espíritu de Harrison quedó sobrecogido por la nausea. Entonces, sus grandes manos se convirtieron en puños de hierro y un fuego terrible ardió en sus salvajes ojos azules. La debilidad del horror y la repulsión dio paso a una fría furia, tan peligrosa como la sed de sangre de un lobo hambriento—. Puede que ya esté muerta —musitó con voz pastosa—. Pero, viva o muerta, vamos a enviar a Erlik Khan al Infierno. Comprueba esa puerta.
Era de madera de teca, muy gruesa, y reforzada con remaches de bronce.
—Está cerrada —murmuró el afgano—. La echaremos abajo.
Ya estaba a punto de estampar su hombro contra ella, cuando se detuvo en seco, y el largo cuchillo del Khyber saltó hasta su mano como un haz de luz.
—¡Alguien se acerca! —susurró, y, un segundo después, los oídos de Harrison, (más civilizados y, por tanto menos agudos) captaron unos pasos felinos. Actuó al instante. Hizo que el afgano se colocara detrás de la puerta, y se sentó velozmente en el centro de la estancia; se rodeó los tobillos con un fragmento de cuerda, y se tendió en suelo, ocultando las manos tras la espalda. Yacía sobre el resto de la cuerda cortada, ocultándola, y, bajo una mirada casual, parecía un hombre tendido en el suelo, atado de pies y manos. El afgano comprendió, y sonrió con picardía.
Harrison obró con la celeridad de una mente entrenada y de unos músculos que no admiten demora; logró terminar en pocos segundos, sin hacer el menor ruido. Cuando ya terminaba, una llave resonó en la puerta, y esta se abrió. Un gigantesco mongol apareció perfilado en el umbral. Tenía la cabeza afeitada, y sus rasgos chatos resultaban tan desapasionados como los de un ídolo de cobre. En una mano llevaba un bloque de ébano de forma curiosa, y en la otra una maza como las que solían portar los jinetes de Genghis Khan… un mango recto de hierro fundido, con una cabeza redonda, cubierta de puntas de acero, y una abrazadera de cuero en el otro extremo, para evitar que se resbalara de la mano.
No vio a Khoda Khan, porque, al abrir la puerta, el afgano quedó oculto tras ella. Khoda Khan no le atacó nada más entrar, porque el afgano no podía ver lo que había en el pasillo exterior, y no tenía modo de saber cuántos hombres podrían seguir al primero. Pero el mongol estaba solo, y no se dio la vuelta para cerrar la puerta. Avanzó directo hacia el hombre que yacía tendido en el suelo, frunciendo el ceño ligeramente al ver la escala de cuerda que colgaba de la trampilla, como si no fuera habitual dejarla de ese modo, pero no mostró la menor sospecha, ni llamó al hombre de la azotea. No examinó las ataduras de Harrison. El detective presentaba la apariencia que el mongol había esperado, y este hecho nubló su percepción, tal como suele ocurrir con las cosas que damos por sentado. Al agacharse, Harrison vio por encima de su hombro que Khoda Khan se deslizaba desde detrás de la puerta, silencioso como una pantera.
Apoyando la maza contra la pierna, con la cabeza con puntas apoyada en el suelo, el mongol agarró con una mano la camisa de Harrison a la altura del pecho, haciéndole levantar la cabeza y los hombros, mientras depositaba el bloque a la altura de su cuello. Como si fueran dos serpientes gemelas, las manos del detective se proyectaron hacia delante, cerrándose en el cuello de toro del mongol.
No hubo grito; al instante, los ojos rasgados del mongol se entrecerraron, mientras sus labios se partían en una mueca de estrangulamiento. Con un terrorífico impulso, se puso en pie, arrastrando a Harrison con él, pero sin lograr romper su presa, y el peso del robusto americano les hizo caer otra vez. Las manos amarillas arañaron frenéticas las muñecas de hierro de Harrison; luego, el gigante se estremeció de forma convulsiva y una breve agonía enrojeció sus ojos negros. Khoda Khan acababa de enterrar su cuchillo entre los omóplatos del mongol, de modo que la punta del arma rozaba ahora la parte interior de la seda que cubría su pecho.
Harrison cogió la maza, gruñendo de salvaje satisfacción. Era un arma mucho más adecuada a su temperamento que la daga que le había dado Khoda Khan. No necesitaban explicarle su cometido; si hubiera estado solo y atado cuando el ejecutor entró en su celda, a esta hora sus sesos estarían esparcidos por el suelo, y los restos partidos de su cráneo descansarían sobre la parte cóncava del bloque, que con tanta facilidad acomodaba la cabeza de un hombre. Las ejecuciones de Erlik Khan resultaban variadas en una amplia gama: desde las exquisitas y sutiles hasta las más crudas y bestiales.
—La puerta está abierta —dijo Harrison—. ¡Vamos!
No había llaves en el cadáver. Harrison dudaba que la llave que había en la puerta pudiera encajar en alguna otra parte del edificio, pero cerró por fuera y se guardó la llave, confiando en que eso evitaría que el cuerpo fuera encontrado demasiado pronto.
Emergieron a un corredor débilmente iluminado, y que presentaba el mismo aspecto inacabado que la celda de la que acababan de salir. En el otro extremo, unas escaleras descendían hasta la oscuridad, de modo que bajaron por ellas, y Harrison se vio obligado a tantear las paredes para poder guiarse. Khoda Khan parecía ver como un gato en la oscuridad; bajó en silencio y con paso seguro. Pero fue Harrison quién descubrió la puerta. Mientras sus manos se movían por la superficie convexa, notó cómo la suave piedra daba paso a la madera… un panel pequeño y estrecho, por el que un hombre podía deslizarse. Cuando la pared estuviera cubierta con un tapiz —como sabía que así sería en cuanto Erlik Khan terminara esta casa— sería una entrada secreta muy bien escondida.
Tras él, Khoda Khan se mostraba cada vez más impaciente por el retraso, cuando, de repente, escucharon de forma simultánea un sonido por debajo de ellos. Podría haberse tratado de un hombre subiendo por las intrincadas escaleras, o a lo mejor no, pero Harrison actuó de forma instintiva. Empujó el panel, y la puerta se abrió hacia dentro sobre unos goznes bien engrasados, y sin hacer el menor ruido. Tanteando con el pie, descubrió unos estrechos escalones en el interior. Con un susurro al afgano, se metió dentro, y Khoda Khan le siguió. Volvió a cerrar la puerta otra vez, y permanecieron sumidos en una negrura total, flanqueados por paredes curvas a cada lado. Harrison encendió una cerilla, descubriendo una estrecha escalera de caracol, que descendía y giraba.
—Este lugar debe haber sido construido como un castillo —musitó Harrison, preguntándose por el grosor de los muros. La cerilla se apagó, y continuaron descendiendo en la oscuridad, que era tan densa, que ni siquiera los ojos del afgano podían penetrarla. Y, de repente, dejaron de bajar. Harrison calculó que habían alcanzado el nivel de la segunda planta, y, desde el otro lado del muro, les llegó un murmullo de voces. Harrison tanteó en busca de otra puerta, o de algún agujero o mirilla para poder espiar, pero no encontró nada que le sirviera. No obstante, tras pegar el oído a la piedra, empezó a comprender los que se decía al otro lado de la pared, y un largo siseo entre dientes, emitido a su lado, le informó de que Khoda Khan también estaba escuchando.
La primera voz que escuchó fue la de Erlik Khan; su reverberación hueca resultaba inconfundible. Le respondieron unos patéticos e incoherentes gemidos que cubrieron la carne de Harrison con sudor frío.
—No, —decía el mongol—. Aunque he regresado, no ha sido del infierno, tal como sugieren tus bárbaras supersticiones, sino de un refugio que resulta desconocido para tu estúpida policía. Me salvé de la muerte por el casco de acero que llevo siempre bajo la capucha. ¿Sabes cómo has venido a parar aquí?
—¡No lo entiendo! —era la voz de Joan La Tour, medio histérica, pero indudablemente cuerda—. Recuerdo haber abierto una botella de vino, y, tan pronto como bebí, supe que me habían drogado. Luego todo se volvió borroso… no recuerdo nada excepto grandes paredes negras, y espantosas formas que acechaban en las tinieblas. Corrí por gigantescos salones en sombras durante lo que me pareció un millar de años…
—Eran alucinaciones, fruto de la locura debida al jugo de la granada negra —respondió Erlik Khan. Khoda Khan musitó blasfemias entre dientes hasta que Harrison le obligó a guardar silencio con un codazo—. Si hubieras llegado a beber más, habrías muerto como una perra rabiosa. Pero, al beber poco, te volviste loca. Pero yo conozco el antídoto… y poseía la droga que te ha devuelto la cordura.
—¿Por qué? —gimió la muchacha, extrañada.
—Porque no deseo que mueras como un candil medio consumido en la oscuridad, mi preciosa orquídea blanca. Deseo que estés completamente cuerda para poder apreciar tu vergüenza final y la agonía de la muerte, sutil y prolongada. Para la exquisita, una muerte exquisita. Para los animales, la muerte propia de un buey, como la que he decretado para tu amigo Harrison.
—Eso te va a ser más fácil de decretar que de llevar a cabo —replicó ella con un arranque de orgullo.
—Ya casi se ha cumplido —informó el mongol, imperturbable. El verdugo ha ido a visitarle a su celda, y, a estas horas, la cabeza del señor Harrison, parecerá un huevo partido.
—¡Oh Dios! —al escuchar el dolor y el pesar en aquel gemido, Harrison parpadeó y reprimió un frenético deseo de gritar para tranquilizarla. Luego, ella recordó algo más que la torturaba—. ¡Khoda Khan! ¿Qué habéis hecho con Khoda Khan?
Al escuchar su nombre, los dedos del afgano se cerraron, férreos, sobre el brazo de Harrison.
—Cuando mis hombres te trajeron aquí, no tuvieron tiempo de encargarse de él —replicó el mongol—. No habían esperado atraparte con vida, y cuando el destino te arrojó directamente a sus manos, vinieron aquí a toda prisa. El afgano importa poco. Cierto que ha matado a cuatro de mis mejores hombres, pero eso no ha sido más que la hazaña de un lobo. No tiene cerebro. Él y el detective se parecen bastante… son meras masas de músculos, carentes de inteligencia, y, por tanto, están indefensos ante un intelecto como el mío. No tardaré en encargarme de él. Su cadáver será arrojado a un sumidero acompañado de un cerdo muerto.
—¡Alá! —Harrison sintió que Khoda Khan temblaba de furia—. ¡Embustero! ¡Le echaré sus testículos amarillos a las ratas, para que se los coman!
Sólo la fuerza de Harrison sujetando su brazo, impidió al enloquecido musulmán golpear el muro de piedra para intentar llegar hasta su enemigo. El detective empleaba su otra mano para recorrer la superficie de la pared, pero no encontraba más que piedra desnuda. Erlik Khan no había tenido tiempo de proveer a su casa inacabada con tantos secretos como solían tener sus ratoneras.
Escucharon que el mongol batía las palmas de forma autoritaria, y notaron que habían entrado otros hombres en la habitación. Se escuchó el rítmico sonido de unas órdenes en mongol, seguido de un agudo grito de miedo o pavor, y, luego, tan solo el silencio, tras cerrarse una puerta. Aunque no podían ver, los dos hombres supieron, de forma instintiva, que la cámara del otro lado de la pared había quedado desierta. Harrison se encontraba casi conmocionado por un pánico de indefensa ira. Estaba atrapado en aquellas infernales paredes, mientras alguien conducía a Joan La Tour a afrontar un destino abominable.
—¡Wallah! —el afgano estaba rabioso— ¡Se la han llevado para matarla! ¡Su vida y nuestro izzat están en la balanza! ¡Quemaré esta condenada casa! ¡Alimentaré los fuegos con sangre mongola! ¡En el nombre de Alá, sahib, hagamos algo!
—¡Vamos! —graznó Harrison— ¡Debe de haber otra puerta en alguna parte!
En un estado de completa desesperación, descendieron por la sinuosa escalera, y para cuando alcanzaron la primera planta, las hábiles manos de Harrison detectaron una puerta. Cuando comenzaba a asir el tirador, este se movió bajo sus dedos. El ruido que habían hecho debía de haber sido escuchado desde el otro lado de la pared, pues el panel se abrió, y una cabeza afeitada se asomó al interior, recortada sobre el rectángulo de luz. El mongol parpadeó en la oscuridad, y Harrison enterró la maza en su cabeza, experimentando una vengativa satisfacción al sentir cómo el cráneo cedía bajo las puntas de hierro. El hombre cayó boca abajo en la estrecha apertura y Harrison saltó por encima de su cuerpo hasta el interior de la habitación, antes de poder mirar si había más enemigos. Pero la cámara estaba desierta. El suelo se hallaba cubierto con una gruesa alfombra, y las paredes ocultas con tapices de terciopelo negro. Las puertas eran de teca maciza tachonada de bronce, coronadas con arcos ornamentados. Khoda Khan ofrecía un contraste incongruente ante aquella suntuosidad, estando como estaba descalzo, con el turbante revuelto, y empuñando un largo cuchillo manchado de sangre.
Pero Harrison no se detuvo a filosofar. Dado que ignoraba la distribución de la casa, un camino era tan bueno como cualquier otro. Eligió una puerta al azar y la abrió, descubriendo un amplio corredor alfombrado y forrado de tapices, igual que la cámara. En el otro extremo, acababa de desaparecer una fila de hombres, por detrás de unas enormes cortinas de satén que colgaban del techo hasta el suelo… se trataba de hombres altos, mongoles ataviados con túnicas de seda negra, y con las cabezas bajadas, como si fueran una procesión de fantasmas. No miraron atrás.
—¡Sigámosles! —espetó Harrison. Deben dirigirse a presenciar la ejecución…
Khoda Khan corría ya por el pasillo como un torbellino vengador. La gruesa alfombra amortiguó sus pisadas, hasta el punto que ni siquiera los zapatones de Harrison hicieron el menor ruido. Reinaba una clara sensación de irrealidad mientras corrían en silencio por aquel fantástico pasadizo… era como un sueño en el que las leyes naturales quedaran anuladas. Incluso en ese momento, Harrison tuvo tiempo de reflexionar que toda aquella noche parecía sacada de una pesadilla, posible tan sólo en el barrio oriental, pues tanta violencia y derramamiento de sangre parecían más propias de un sueño malvado. Erlik Khan había desencadenado las fuerzas del caos y la locura; el asesinato se había convertido en algo insano, y su frenesí había influido en todas las acciones de los hombres atrapados en su remolino.
Khoda Khan habría irrumpido directamente a través de las cortinas —estaba ya tomando aliento para lanzar un alarido, mientras levantaba su cuchillo—, pero Harrison logró detenerle, agarrándole del brazo. Los tendones del afgano semejaban cuerdas tensas bajo las manos del detective, y Harrison llegó a dudar de su propia habilidad para contenerle, pero el montañés conservaba aún un vestigio de cordura.
Haciéndole retroceder, Harrison se asomó por entre las cortinas. Había allí una gran puerta de dos hojas, pero se hallaba parcialmente abierta, de modo que pudo asomarse a la estancia que había más allá. La barba de Khoda Khan se apretó contra su cuello, y el afgano miró por encima de su hombro.
Se trataba de un amplio salón, cubierto, al igual que los demás, con tapices de terciopelo negro, con dragones de oro bordados. El suelo estaba cubierto con gruesas alfombras, y numerosas linternas de papel de arroz colgaban del techo artesonado de marfil, arrojando un resplandor rojizo que incrementaba el efecto de ilusión. El grupo de hombres con túnicas negras que se apilaban a lo largo de la pared, bien podrían haber sido meras sombras, de no ser por sus resplandecientes ojos.
Sobre un trono de ébano se sentaba una adusta figura, inmóvil como una imagen, excepto cuando su túnica suelta se agitaba por el aire. Harrison sintió cómo se le erizaban los pelos de la nuca, al igual que le ocurre a los perros de pelea cuando avistan un enemigo. Khoda Khan musitó una blasfemia incoherente.